Género, medios de comunicación y
poder. Una mirada a las revistas de moda
para mujeres: el caso de Vogue
Gender,
Media and Power: A Look at Fashion Magazines for Women. The Case of Vogue
Andrea M. Madero Castro[1]
RESUMEN
El
artículo esboza el papel social de las revistas de moda para mujeres, desde una
perspectiva foucaultiana. Desde esta mirada, los medios de comunicación podrán
entenderse no sólo como un reflejo de la sociedad, sus costumbres y sus modas,
sino como agentes que intervienen en su construcción, y también como el lugar
desde el cual emanan conceptos que –en la línea de pensamiento de la
biopolítica– son aterrizados en el cuerpo. Se toma el caso de la revista Vogue
para estudiar cómo un concepto de “belleza” queda relacionado íntimamente con
las prácticas cotidianas de las mujeres, así como con la modificación de sus
cuerpos a la que se someten para alcanzar ese concepto en ellas mismas.
ABSTRACT
This
text examines the social function of fashion magazines for women, utilizing a
Foucaultian perspective. From this point of view, the media are understood not
only as a reflection of society with its customs and fashions, but also as
agents that intervene in its construction, and thus as the site from which
emanate concepts that take root in the body, according to the idea of
biopolitics. The case of Vogue magazine is used to demonstrate how a given
concept of “beauty” is intimately linked with women’s everyday practices, at
the same time as it is linked to the modification of their bodies in order to
recreate the concept in their own selves.
PALABRAS CLAVES
Medios de comunicación, belleza,
biopolítica, cuerpo, moda, revistas para mujeres, Vogue.
KEYWORDS
Media,
women´s magazines, beauty, biopolitics, body, fashion, Vogue.
Introducción
El estudio de los
medios masivos de comunicación es de suma relevancia para la Historia, ya que
es posible pensar éstos como constructores de verdades y de sentidos dentro de
una sociedad. Mediante el análisis y la crítica de la televisión, el cine, la radio,
la prensa y las revistas, en su carácter de “instituciones dominantes en la
sociedad”, como sugiere entenderlo Donald Mathelson (2005: 1), se pueden
ofrecer interpretaciones acerca de cómo, a través de sus discursos, se crean
percepciones de la realidad, se establecen jerarquías de valores e imaginarios
sobre la libertad, el amor, la felicidad, la belleza, etc., que se filtran
intencionalmente en la sociedad –masiva– que los recibe.
Ahora
bien, a pesar de su carácter de masivos, podríamos decir que lo son sólo en
cuanto a su receptividad, ya que quienes ejercen el poder de producir los
discursos que los constituyen son sólo una minoría o un grupo en específico, el
cual imprime necesariamente su modo de pensar-el-mundo en todo documento que
produce. Así, al considerar dos partes constitutivas del mismo documento –por
un lado, la minoría que lo produce; por otro, la masa que lo recibe–, podemos
encontrar en los textos (visuales, auditivos y audiovisuales) el punto de
tensión donde convergen el modo de pensar-el-mundo –o de dar sentido a la
realidad a partir de una concreta interpretación factual– de los emisores del
discurso con el de los receptores de él. En este sentido, podríamos considerar
estos documentos como los lugares de convergencia no sólo de representaciones
del mundo, sino también de intenciones, posturas políticas, intereses
económicos, conflictos y luchas de poder tanto de quien emite como de quien
recibe el discurso (Mathelson, 2005: 9).
Los
discursos que difunden los medios de comunicación no son, a propósito de Mathelson, aislados, sino que son parte de
una red de relaciones de poder e identidad que, al descifrarse, revelan la
ideología que los sostiene. Incluso entre los distintos medios de comunicación,
cada sector está armonizado en él mismo y todos entre ellos, como ya
explicaban Adorno y Horkheimer en La
dialéctica de la Ilustración (2009: 165),
cuando problematizaban a la industria cultural de la sociedad contemporánea
como un engaño de masas a partir del cual se legitiman el poder del capital y
la idea de progreso que, de acuerdo con ellos, es parte de un complejo fenómeno
de crisis del racionalismo occidental. La armonía que constituye la red de
relaciones de poder, en este sentido, se basa “en el negocio que sirve de
ideología que debe legitimar la porquería que producen deliberadamente” (Adorno
y Horkheimer, 2009: 165), que reitera
e impone sus ideales de vida, conceptos y roles sociales desde varios frentes
de lo que ha sido llamado cultura popular.[2]
Los
medios de comunicación, siguiendo las ideas de Siegfried Kracauer en El ornamento de las masas (2008: 51-56),
resultan sumamente útiles para acceder al estudio de una época o periodo. Esto
es así, de acuerdo con Kracauer, debido a la inconsciencia que existe –por
parte de los productores de los documentos– acerca del carácter histórico de
los discursos que generan (Kracauer, 2008: 55-56). Para su investigación
social, la mirada de Kracauer se aparta del orden político institucional y académico,
y de sus manifestaciones formales, para recaer más bien en fenómenos
aparentemente exteriores a ese discurso ideologizado (Puerta, 2017: 257-263).
Esta “inconsciencia” es expresada mediante un no-reconocimiento de su carácter
como documento histórico, y quizá se deba también a la idea de su supuesta
banalidad, por su labor –en tanto medios de comunicación y entretenimiento– de
distraer y de divertir; sin embargo, manifestaciones como el cine, el ornamento
o la industria cultural “garantizan un acceso inmediato al contenido
fundamental” (Kracauer, 2008). El divertirse, según Adorno y Horkheimer (2009),
sería considerado como una suspensión del pensamiento. La diversión supondría
el momento en “el que el espectador no debe necesitar de ningún pensamiento
propio: el producto prescribe toda reacción” (Adorno y Horkheimer, 2009: 182);
por lo tanto, todo producto cuyo objetivo fuera divertir, suspender el
pensamiento, no sería sospechoso de la propagación del sistema capitalista. Sin
embargo, “el lugar que una época ocupa en el proceso histórico se determina con
más fuerza a partir del análisis de sus discretas manifestaciones
superficiales, que a partir de los juicios de la época sobre sí misma”
(Kracauer, 2008: 55-56); debido precisamente a que los medios no se reconocen
como autoridades para proponer un modo de pensar a su propio tiempo ni a su
sociedad, sus expresiones son, de cierto modo, más “reales”, al ser generadas
de modo inconsciente.
No
obstante, el que los medios no se reconozcan como generadores de una
consciencia propia de su época no previene que, a partir de sus distintas
manifestaciones, estos hayan funcionado como dispositivos que crearon no sólo redes conceptuales sino
subjetivaciones que aterrizaron de distintas maneras en las prácticas y
realidades corporales de sus lectores, escuchas o espectadores.[3] Un
ejemplo que resulta particularmente ilustrativo del papel de dispositivo que
los medios de comunicación masiva han ejercido se encuentra en las revistas
para mujeres, publicaciones que a lo largo del siglo xx ganaron gran
popularidad, especialmente en Estados Unidos.[4]
Las
revistas para mujeres, como ha expuesto Mehita Iqani en Consumer Culture and the Media, han sido estudiadas desde distintas
perspectivas, teniendo en común el reconocimiento de su importante papel a
nivel social por ser el lugar donde se intersectan la cultura de consumo y los
medios de comunicación. Estas publicaciones “son consumidas por millones de
lectores alrededor del mundo; el género, por tanto, constituye una poderosa
fuerza mediática que tiene un profundo impacto en las sensibilidades estéticas
y orientaciones socio-culturales en las sociedades que constituyen el mercado
global” (Iqani, 2012: 5).
Dada
su importancia social, hay una cantidad considerable de perspectivas a través
de las que se han estudiado las revistas para mujeres. De acuerdo con Iqani,
éstas se pueden resumir en cuatro categorías generales, que si bien no están
desconectadas unas de otras, consideran distintos elementos de análisis para
aproximarse a las revistas como fuente histórica. La primera de estas
categorías será un estudio del contexto socioeconómico que rodea a las
publicaciones; se ubicarán así dentro de procesos más complejos para que éstas
ayuden a comprender las condiciones sociales que las rodean, y no viceversa. El
segundo modo de aproximación al estudio de las revistas trata de considerarlas
como parte de una industria y sus mecanismos internos. Dicha perspectiva otorga
mucha importancia a algunas figuras como las editoras, periodistas o
fotógrafos. La tercera perspectiva de estudio de las revistas es aquella que
busca descifrar cómo han construido “socialmente el género en distintos
momentos de la historia, incluyendo los modos en los que la ideología
patriarcal ha moldeado las revistas de mujeres desde su origen” (Iqani, 2012:
7). Esta perspectiva no estudia el impacto que las publicaciones tienen sobre
sus lectoras, sino los discursos que generan por la objetivación y explotación
de los cuerpos de las mujeres en el imaginario de las revistas. Mientras que la
cuarta perspectiva explicada por la autora se interesa más en estudiar cómo es
que las lectoras interpretan los discursos de las publicaciones. Según se
explica en Consumer Culture and the
Media, estas perspectivas están a menudo combinadas en el estudio de las
revistas para mujeres, y las investigaciones arrojan algunos elementos en
común; el más relevante es “una asunción” –por parte de las lectoras– “de su
status de consumidoras” (Iqani, 2012: 8).
Otra
perspectiva que resulta muy crítica ante la sociedad del consumo y la industria
cultural son las ideas de Adorno y Horkheimer, expuestas en la Dialéctica de la Ilustración. Siguiendo
sus ideas, estas revistas formarían parte del gran mecanismo capitalista,
dominador y opresor que, a partir de la industria cultural, eliminaría al
individuo para convertirlo en un número dentro de la estadística, un consumidor
y un perpetuador del sistema. En el mismo sentido de denuncia a la opresión,
los postulados de Foucault y del pensamiento posmoderno nos permiten estudiar a
los medios de comunicación masiva, particularmente a las revistas de mujeres,
desde nuevas aristas y con mayor profundidad, rescatando el papel del cuerpo
como el receptor de los efectos de las ideas, imaginarios y conceptos que se
construyen en los medios.
Dispositivos de gobierno y cuerpo. Un acercamiento desde el
pensamiento político posmoderno
Asentado esto, es
menester mencionar que podemos abordar la producción de subjetividades y, con
ello, la puesta en práctica del poder a través del cuerpo (ya como realidad
histórica-material), a partir de los medios de comunicación y, en particular,
desde las revistas para mujeres, como suerte de control corpóreo. Es decir, hay
que considerar que, para que el poder se inscriba dentro de una realidad y para
devenir subjetividad, el factor material –en este caso, el cuerpo– se convierte
en el lugar donde sucede esta política. Sin materialidad corpórea, como ya bien
lo sugerían los planteamientos políticos e históricos de Foucault (a través de
dos de sus máximas obras [Foucault, 2002, 2014] y de la idea de categorías
políticas como categorías corpóreas: el loco, el enfermo o el criminal que, a
su vez, se definen partiendo de una performatividad que pasa por el cuerpo), no
hay política. La política, en su cualidad ontológica, no puede ser posible en
este sentido sin el cuerpo, no sólo en el sentido metafórico, a propósito de
las conceptualizaciones de Hobbes y de los teóricos sociales de la Ilustración,
sino en cuanto a que es a través de la corporalidad, bajo una cierta docilidad,[5] que se
genera la praxis política. Y es
precisamente este factor material, el cuerpo, la temática principal de las
revistas de mujeres, en particular las de moda.
Ahora
bien, la politización del cuerpo o las políticas de lo corpóreo no se limitan a
la medicalización de lo político, a propósito de la problematización de
Foucault, sino que pueden ser parte de un correlato histórico mayormente
complejo y –como hemos visto– pueden manifestarse a través de expresiones
aparentemente banales de la cultura, como las revistas de moda que (así como en
el saber médico) aterrizan sus discursos en los cuerpos de las lectoras. La
pensadora y teórica del género Judith Butler ha dado las directrices para
pensar correlatos más complejos como el performance
hombre-mujer como una suerte de implementación del poder a través de la
materialidad corpórea, ya que, según explica, es a través de la reiteración de
los comportamientos diarios que el ser-mujer (u hombre) se refuerza, se
constata. Sobre esta misma base, otros pensadores de lo político en el seno del
pensamiento posmoderno han retomado la corporeidad como base de la praxis
política: Jacques Rancière para la estética,[6] Jean-Luc
Nancy para la imaginación o Agamben para explicar el sentido ontológico de lo
político bajo el esquema incompleto foucaultiano. Lo cierto es que habría un
“giro corporal”, como algunos estudiosos del tema han sugerido, que nos propone
retomar estas categorías y experiencias, que se convierte ya no en referente
simbólico sino en una cualidad pragmática, estudiable. Lo que propongo en este
sentido es que en el discurso de las revistas de moda, la belleza, en tanto
concepto operativo utilizado en las revistas, puede determinar también en un
cierto momento, a través de ideas como el deber-ser, un ideario del cuerpo y,
por tanto, la modificación de la vida a través de la política, es decir, la
politización de lo corpóreo o biopolítica a la luz de la teoría del género.[7] Es
decir, las revistas de moda construyen y difunden un concepto histórico de
belleza que, aterrizando en la corporeidad y reiterado con el performance diario, modifica no sólo las
prácticas de las lectoras sino también sus cuerpos.
Para
demostrar estos planteamientos acerca de la biopolítica expresada a través de
los medios de comunicación, en este texto recurriré al ejemplo de la revista Vogue como estudio de caso para ilustrar
el proceso de construcción de conceptos que politizan el cuerpo para su
gobierno.
Medios de comunicación, medios de modificación de los cuerpos:
el caso de la revista Vogue
La revista Vogue, en tanto medio de comunicación,
funcionaría como una herramienta de difusión masiva del imaginario acerca de
los cuerpos de las mujeres. Este conjunto de imágenes que crean el estereotipo
de la mujer bella es sostenido por un concepto de belleza que ha cambiado a
través de los años, así como por las técnicas y disciplinas que deben seguirse
para obtener esa imagen.
Si
bien en los siglos XVIII y XIX los libros de conducta eran las fuentes más
populares desde las cuales el conocimiento de la etiqueta y el deber-ser
femenino emanaba, en el siglo XX eso cambió. Las revistas para mujeres cobraron
un rol muy importante en las vidas de sus lectoras y obtuvieron el lugar antes
ocupado por los libros de conducta. En Forever Feminine: Women's Magazines
and the Cult of Femininity, Marjorie Ferguson estudia estas publicaciones
como el lugar en donde el rol social de las mujeres se ve reflejado, pero
también las considera como la fuente desde donde emanan ciertas normas de
socialización que terminan por oprimir a las mujeres que las leen mediante la
construcción de un concepto de feminidad.[8] Otro
texto que busca exponer la influencia social de las revistas para mujeres es La mística de la feminidad, en el que
Betty Friedan habla de la gran influencia que, entrado el siglo XX, éstas
tenían en las vidas de sus lectoras, no sólo en temas relacionados con el
vestido o con los peinados: en sus páginas se establecía el deber-ser femenino
de cada época (Friedan, 2009). El papel de las revistas, en este sentido, no
era nada más el de un espejo de las mujeres de su tiempo, ya que también
influían –de manera consciente– a sus lectoras. Esta influencia buscaba
cristalizar en una modificación del comportamiento de éstas como sector del
mercado, pero también como sujetos activos fuera de sus hogares, según el caso
de estudio de Ferguson, y dentro de ellos, en el análisis de Friedan.
Un
ejemplo de estas publicaciones es la revista que servirá como fuente principal
para este artículo: Vogue. Desde su
fundación en 1892 y, específicamente, después de su adquisición por parte del
empresario de la publicidad Condé Nast, la revista (como sugiere Audrey Sands,
historiadora de la fotografía) “enganchó a su audiencia con retratos atrayentes
de celebridades y figuras del registro social, creando un aura de élite”. Sus
páginas han ofrecido desde entonces una ventana hacia las modas y las
costumbres de la sociedad, pero también funciona para estudiar este fenómeno
desde otra mirada al invertir la cuestión, no sólo preguntando qué de la
sociedad se refleja en la revista, sino cómo es que ésta influye en las
prácticas reales de sus lectores, así como en la construcción de un concepto
particular de belleza de cada época. Es ese segundo sentido el que este
artículo pretende estudiar; en particular, qué prácticas aplicadas a nivel
corporal se llevaron a cabo para lograr equiparar el propio cuerpo con las
características que constituían el concepto de belleza que Vogue construía.
Los inicios de Vogue (1892-1914)
En sus
inicios, la revista Vogue se mostraba
como un libro de conducta dirigido a las altas esferas sociales neoyorquinas.
Su objetivo era, según la misma publicación, el siguiente: “Vogue es un nuevo
diario semanal de moda que se dedica al lado ceremonial de la vida. No es como
ninguna publicación existente. Sus ilustraciones son imágenes de la sociedad de
Nueva York y son estrictamente precisas en todos los detalles de la moda del
vestido de mujeres y hombres” (Delis, 2007: 8).
En
este periodo podemos ver un diálogo entre la realidad y los contenidos de la
revista que dictan una forma de vestir, un modo de comportarse y una manera
especial de hablar, siempre en público. Aquí se muestran normas para la performatividad en la vida social, los
pasos para ser aceptado por las élites. Sin embargo, como hemos dicho, las
normas de convivencia y civilidad que se muestran en Vogue no son lo único historiable de sus contenidos, ya que
encontramos también un concepto específico de “estilo”, “moda”, “cuerpo” y
“belleza”, siendo los dos últimos de particular interés para este texto.
Concepto de belleza. Belleza-frágil
Para Vogue, en sus inicios, la belleza
femenina era por lo general representada por una mujer blanca, joven, de
cabello largo y peinados ostentosos, boca y nariz pequeñas, ojos grandes. Esta
mujer sería también alta y delgada, pero con una forma de curvas acentuadas por
el uso del corsé, que se cubría con vestidos voluminosos, con mangas y faldas
amplias de telas aparentemente pesadas. Esta mujer se representaba por medio de
ilustraciones de las llamadas Gibson girl,[9] utilizadas en Vogue para adornar sus páginas incluso desde el primer número.
La
belleza que se representaba en este primer periodo de Vogue estaba siempre relacionada con la elegancia, el éxito social,
el nivel económico y la ropa que sólo podría adquirirse con mucho dinero, pero
llevarse bien al apegarse a las normas de conducta ofrecidas ahí mismo. Aquí se
muestra una belleza delicada, al estilo victoriano, aún dependiente de la
fuerza de un hombre para sobrellevar la vida diaria y, por lo tanto, la
vigilancia del aspecto corporal para cumplir un estándar de belleza no era
demasiada. Un ejemplo de esto es la modalidad de patrones personalizados de Vogue, donde la ropa era la que debía
ajustarse al cuerpo de cada una, y no al revés: “En 1911, se dio la noticia de
un nuevo patrón cortado a la medida que podría ser adquirido […] Según parece,
la compradora enviaba sus medidas a la compañía, y por un rango de cincuenta
centavos a tres dólares, ella obtendría un patrón hecho de acuerdo a sus
medidas” (Tortora, 1983: 241). No obstante, en 1920 esta modalidad fue eliminada
y suplantada por patrones hechos por la revista con medidas fijas, que
comenzaban a cerrar la negociación entre la tela y el cuerpo que, cada vez más
dócil, sería sometido al sistema de tallas que se generaría años después.
El aflojamiento del corsé
Como
ayuda para modificar la figura en la primera década del siglo xx, encontramos
el aún popular uso del corsé rígido, que imposibilitaba el movimiento libre del
cuerpo, pero que ofrecía la simulación de una cintura delgada, lo que se perdía
al quitarse la prenda. Sin embargo, su utilización no representaba un
inconveniente en la performatividad de la feminidad, ya que lo que se esperaba
de una mujer joven de clase social alta era precisamente que fuera frágil y
débil, elementos atribuidos al ámbito femenino desde –por lo menos– los tiempos
de la Ilustración.[10] En una
mujer, la delicadeza y la fragilidad se requerían porque, de lo contrario, su
performance sería atribuido al ámbito de lo masculino, hecho que en ese momento
equivaldría a una fea aberración por la negación de lo que se consideraba
natural a cada sexo.[11]
Años
después, estas ideas sobre la feminidad serían desafiadas y se reconocerían
distantes de los antiguos estándares de la belleza-frágil y dependiente de un
hombre representada por las ilustraciones de la Gibson girl. La revista expresaría en 1913 la consciencia y el rechazo que
tenía sobre estas ideas generalizadas explicando que:
Es
intolerable para el ego masculino que la mujer deba verlo como algo incidental
en vez de absolutamente necesario para su existencia, y cuando ella ha dado
señales de pensar por ella misma, inmediatamente él la ha señalado como “poco
femenina”. Hoy en día, en América […] salir a la calle con trajes sin enaguas
es algo prohibido, pero hace veinticinco años él estaba igualmente sorprendido
con la idea de que las mujeres estudiaran medicina, practicaran la ley o
compitieran por premios universitarios (Tortora, 1983: 225).
La Vogue de principios del siglo XX, como
podemos ver, promovía e invitaba a las mujeres a ser autónomas y a no temer la
desaprobación de los hombres por “cultivar la autorreverencia y no llamar a
ningún hombre su dueño” (Tortora, 1983: 225). El concepto de belleza que se
construía en Vogue cambió, conforme
el siglo avanzaba, en dos sentidos. Por un lado, una mujer podría prescindir
del visto bueno de la mirada masculina para afirmarse como bella y, por el otro
lado, este concepto estaría cada vez más relacionado con lo corporal y con las apariencias
y menos con el comportamiento en público y con la etiqueta. Muestra de esto es
la relación que en 1913 se hace entre la feminidad y la belleza con el uso de
una prenda como las enaguas en comparación con “hace veinticinco años”, cuando
la referencia es a la profesión de una mujer que, siendo médico o abogada,
escandalizaría a los hombres. Paulatinamente, los artículos sobre modas y
tendencias que caracterizan esta publicación fueron aumentando su presencia en
cada número conforme avanzaba el siglo, y, como ya lo ha anotado Phyllis G.
Tortora en su tesis The Evolution of Fashion Magazines in America 1830-1969, a
mayor aumento de estas temáticas, disminuían las notas y artículos que
refirieran a algo más que a la moda y a las tendencias. Sin embargo, aun cuando
el giro en el interés hacia el cuerpo en las revistas de mujeres es innegable,
este fue un proceso paulatino que se compuso de distintas facetas con
diferentes conceptos de belleza que construyeron diversos estándares para la
mujer bella, así como las reglas y las disciplinas que deberían aplicarse para
entrar en esa categoría.
La
silueta de la Gibson girl de la Vogue
del siglo XIX era curvilínea, utilizaba corsé y peinados elaborados. Contraria
a ella es la mujer representada a partir de la década de 1910, quien sería
delgada, mucho menos voluptuosa y se mostraba con prendas holgadas que ya no
ajustaban tanto la cintura, pero mostraba las piernas y/o los brazos. El uso
del corsé no se abandonó sino hasta después de la Segunda Guerra Mundial; sin
embargo, al no ser la cintura el centro de atención, éste se usaría más
holgado, permitiendo mayor libertad de movimiento. De este modo, la revista
presentaba una figura más cuadrada y andrógina, además de –en términos de la
época– masculinizada. Este contraste puede estudiarse desde la perspectiva de
Naomi Wolf, quien en The Beauty Myth
ofrece una interpretación acerca de cómo las imágenes de belleza pueden ser
utilizadas en contra de las mujeres, explicando que, a mayor libertad política,
las exigencias y las disciplinas de belleza aumentarán también. En este
sentido, en el contexto de la primera ola del feminismo, mientras las mujeres
obtenían algunas nuevas libertades políticas, las libertades estéticas se
reducían ya que, para lucir bella al mostrar las piernas y los brazos, se
requería un régimen más duro, con más disciplina y mayor vigilancia de una
misma para poder llevar las prendas. Incluso en esta época podemos ubicar una
serie de imágenes que denostaban a las mujeres con sobrepeso, particularmente a
las de las clases altas, estigmatizándolas y creando así una equivalencia entre
la gordura y la fealdad, excluyéndolas, por supuesto, de la categoría de mujer
bella (Farrel, 2011). Siguiendo esta lógica, la presión que las mujeres
experimentarían para satisfacer un estándar corporal, arriesgándose de lo
contrario a burlas y denostaciones, sería equivalente a las libertades
políticas que obtuvieran, pero inversamente proporcional al tamaño de las
prendas presentadas cada temporada.
En
sus inicios, Vogue buscaba comunicar
el estilo de vida de las clases altas neoyorquinas, así como sus modas y sus
reglas de etiqueta; sin embargo, al hacer esto comunicaría también
implícitamente un concepto de belleza que estaría ligado a la delicadeza y a la
fragilidad características de la mujer ideal victoriana. A esta mujer –según Vogue– no debería importarle el uso del
corsé, ya que no sería parte de su naturaleza cualquier actividad física que
requiriera mayor esfuerzo o movimiento. No obstante, las condiciones sociales y
materiales trajeron consigo un cambio en el concepto de belleza, que dejaría de
relacionarla con la fragilidad para optar por una belleza femenina más
independiente de los hombres, a partir de un reconocimiento de la capacidad de
una misma. Con esto, Vogue dejó de
lado el corsé para optar por vestidos holgados que mostraran la parte de las
piernas o de los brazos, cambiando así una disciplina por otra ya que, así como
las fotografías e ilustraciones de la revista lo mostraban, habría que ser
esbelta para lucir bien la ropa de los patrones, que para 1920 no serían ya
hechos a la medida sino, al contrario, sería el cuerpo el que debería ser
ajustable.
El sello de las editoras
Edna Woolman-Chase (1914-1951)
Aún con
una creciente influencia a nivel nacional, las páginas de la revista
presentaban una tensión entre las modas estadounidenses neoyorquinas, con
colecciones de ready-to-wear, y las
parisinas, que eran el otro centro de la moda que presentaba colecciones de
alta costura. Sin embargo, considero que esta tensión entre tendencias y
diseñadores del viejo y del nuevo mundo fue borrada temporalmente entre 1914 y
1950.
En
el año del estallido de la Primera Guerra Mundial, una nueva editora en jefe
llegó a Vogue. Su nombre era Edna
Woolman Chase. Bajo su cargo (1914-1952), Vogue
no sólo sobrevivió a las dos guerras mundiales, sino que salió victoriosa tras
haber fundado ediciones en Inglaterra en 1916 y en Francia en 1920, expandiendo
así la difusión de las revistas y de las modas norteamericanas, aprovechando a
su vez la situación política europea con artículos como “La presentación de Vogue de las modas norteamericanas
mientras París está en guerra”.[12]
Durante
el periodo de Woolman, y por órdenes suyas, se llevó a cabo el primer desfile
de modas en Nueva York, en el que se mostrarían prendas manufacturadas en la
misma ciudad (ya que los talleres de costura parisinos había cerrado por la
Gran Guerra), provocando también que “los periodistas de moda norteamericanos
voltearan a los diseñadores norteamericanos para obtener noticias sobre moda
que llenaran sus revistas” (Walford, 2012: 2). La industria de la moda
reaccionó ante una situación política global, ante la autoridad vacía que había
en el discurso de la moda por la caída de París; así, la prensa y las revistas
de moda decidieron reclamar el puesto a través de artículos, anuncios en el
radio y eventos que favorecerían la popularidad de lo hecho en Estados Unidos.
Por ejemplo, “… ¡América proclama lo suyo! Este año, como nunca antes, todos los
ojos voltean a Nueva York para la guía sobre moda. Cubrimos las colecciones
como lo haríamos en París –¡con entusiasmo y un sentido de novedad emergente!”
(Delis, 2017: 67).
El
objetivo de Edna Woolman, en este sentido, era mostrar las modas norteamericanas,
así como a las mujeres que las utilizaban, como modernas, a la altura de las de
París. Después de la Primera Guerra Mundial, las mujeres modernas eran
representadas por Vogue de acuerdo
con tres elementos: el consumo de cigarros, posesión de automóviles y uso de
corsés. Al respecto, en el texto “Feminine Modernity in Interwar Britain and
North America: Corsets, Cars, and
Cigarettes”, Penny
Tinkler y Cheryl Krasnick Warsh (2008: 113), historiadoras de la construcción
de imágenes de la feminidad en el siglo xx, explican que la presencia de estos
objetos era relacionada con la modernización de las mujeres, característica también
atribuida a la ciudad en la que habitaban.[13]
El concepto de belleza vigente en el periodo
entreguerras se trataba de una mujer moderna, y las prácticas que se le exigían
no eran de etiqueta y comportamiento sino más bien de consumo y uso de los
bienes. El gradual cambio en la importancia de lo físico y de lo moral es muy
visible en este periodo, donde la revista ya no habla sobre cómo utilizar cada
producto (corsé, auto o cigarrillo) sino que el énfasis está en su adquisición.
Esto es presentado como si con su consumo la belleza ya viniera incluida y el
acceso a la feminidad moderna se adquiriera al ajustar el corsé, subirse al auto
o fumar un cigarro.
La belleza-ajustable
La belleza física en este periodo consistía en un cuerpo-ajustable, que
se servía del corsé[14]
para dar la impresión de una u otra figura, dependiendo de la temporada. Para
este momento, con la publicidad de este tipo de fajas se puede ya notar en Vogue un discurso que ubica la
modificación del cuerpo como una necesidad en función de la moda; sin embargo, a pesar de que las mujeres de la
revista eran delgadas, este no era el objetivo físico a lograr en el periodo de
entreguerras. El concepto de belleza se relacionaba, más bien, con la afluencia
económica y con el consumo de fajas y de prendas que dieran en cada momento la
apariencia de la figura curvilínea que era tendencia: “¡Estas pequeñas prendas
hacen a la figura, que hace la ropa, que hace a la chica!”[15] Era una
faja la que creaba la ilusión de la belleza al usarla. La Vogue de Edna Woolman no exigía una modificación de la carne; lo
importante era lo visual, lo que se mostraba en público, el espectáculo.
En
privado, el corsé podía quitarse y el cuerpo sería libre de ser como en
realidad era. Lo privado no demandaba belleza de las mujeres, pero lo público
sí, y ésta se consideraba como un atributo dado por medio del consumo; por lo
tanto, como anotan Tinckler y Krasnick en su texto, “persuadir a mujeres
jóvenes y delgadas de que requerían corsés era un medio tanto para incrementar
el mercado juvenil como para convencer a todas las mujeres de que estar a la
moda requería corsetería” (2008: 122), que era a su vez requerido para el performance de la mujer moderna,
típicamente norteamericana.[16]
En
este periodo de Vogue, podemos ver
cómo la belleza no implicaba una devoción total, no implicaba siquiera un
cuerpo-proyecto en el que se debería trabajar a diario con base en un objetivo
cosmético. La Vogue de Edna Woolman
Chase entendía la belleza como el ajuste del cuerpo para mostrarse en público,
así como un símbolo de afluencia y de modernidad en las mujeres. Este concepto
de belleza se basaba en disciplinar el cuerpo sólo en los momentos en que una
mujer se encontrara en público; sin embargo, se mantenía el respeto hacia el
cuerpo como era en lo privado al quitarse las prendas que por momentos lo
sometían a la figura presentada por Vogue.
Jessica Daves (1952-1963)
Tras las guerras,
cuando Woolman dejó el cargo de editora en jefe en 1951, la influencia de Vogue era ya notable. Sus corresponsales
se encontraban en París en la Semana de la Moda, y reconocidos fotógrafos de la
época colaboraban en cada número. Sus páginas se encontraron repletas de las
prendas y de la publicidad de las grandes casas de diseño norteamericanas que
surgirían a lo largo de la década de los cincuenta, principalmente en Nueva
York (Walford, 2012). Después de la renuncia de Woolman, Jessica Daves tomó el
mando de la revista y, durante los años que ejerció el cargo de editora en
jefe, su mayor logro fue, como describirían en su obituario algunos antiguos
compañeros de trabajo: “La promoción del ready-to-wear
norteamericano, que fue también una de las distinciones de Vogue bajo el cargo de la señorita Daves. Ella ubicaba la
tendencia, y su mayor impacto en el mundo de la moda fue convertir lo hecho en
serie en chic” (Whitman, 1974, en línea).
A
diferencia de sus inicios, Vogue no
era ya una revista exclusivamente dirigida a las élites neoyorkinas. Se había
convertido en un medio de difusión de las modas para la clase media emergente
nacional y, según Daves, también en “un vehículo para educar el gusto público”
(Whitman, 1974, en línea). Pero Vogue
no nada más educaba sobre modas y tendencias, sino que difundía las ideas de
belleza y de cuerpo que hemos revisado. No era ya tampoco considerada, como en
sus primeros años, una publicación para hombres y mujeres sino que su discurso
se enfocó principalmente en el público femenino. De esto da cuenta Alexander
Liberman quien, acerca del periodo de Daves, decía que la labor de Vogue y de su editora era “enriquecer
las mentes de las mujeres con artículos de interés intelectual. Ella quería que
la revista reflejara su sentir acerca de que el mundo de las mujeres no era
sólo volantes y ropa, sino que incluía preocupaciones sustanciales” (Whitman,
1974, en línea).
Durante
el periodo de Jessica Daves como editora en jefe, podemos ver un cambio en el
concepto de belleza en Vogue ya que,
comenzando por las prendas, la diferencia es notable. Esta diferencia se debe a
que durante los años de la Segunda Guerra Mundial, en la década de los
cuarenta, con el advenimiento de la regulación L-85[17] que el
conflicto bélico trajo consigo, las cantidades de tela que podían destinarse a
cada prenda eran vigiladas por el gobierno que, temeroso de quedarse sin
materia prima para la ropa de los soldados, optó por limitar el uso de éstas
por parte de los civiles. Esto trajo una reducción visible en los tamaños de
las prendas, que se volvieron más ajustadas y utilizaban menos vuelo y volantes
en sus diseños, de modo que el vestirse se convirtió, en este sentido, en un
acto de apoyo nacional. Sin embargo, con el final de la guerra, la situación
textil cambió y el mundo de la moda reaccionó con diseños que incorporaban
mucha tela en cada prenda. Un ejemplo de esto es el New Look, que sirvió de
inspiración para las modas que, difundidas por Vogue, regirían la década de los cincuenta. Este estilo de prendas,
sin embargo, no sólo trataría de rescatar toda la tela que se había perdido
durante la guerra sino también buscaría recuperar la feminidad que,
supuestamente, estaría en riesgo por la incorporación masiva de mujeres en el
mundo laboral.
El “New Look” y el regreso a la
belleza-doméstica
Al
terminar la guerra, la regulación L-85 dejó de operar y el mundo de la moda dio
un giro hacia lo que se conoce como “New Look”.[18] Éste
buscaba exaltar la feminidad que “peligraba” por la incorporación masiva de las
mujeres en el mundo laboral durante los años de la guerra.[19] Estos
nuevos looks enfatizaban mucho la
cintura y, gracias al uso de crinolinas y volumen en el área inferior de los
vestidos o de las faldas, las caderas se veían más grandes en proporción con el
resto del cuerpo. En el contexto del intento por rescatar la feminidad de las
norteamericanas, las revistas mostraban vestidos más anchos, menos prácticos y
de nuevo incorporaban mucha tela en sus diseños. La mujer que portaba este
estilo no sería ya la que trabajaba en las fábricas y tomaba el lugar de los
soldados que se habían ido a la guerra, sino que se representaba de vuelta en
su casa, realizando labores domésticas, cuidando de sus hijos y de su esposo
mientras disfrutaba de la era del nacimiento de electrodomésticos que, según
representaban las revistas, la harían el ama de casa más feliz del mundo. Como
Betty Friedan (2009) lo ha explicado, en
la década de los cincuenta las revistas para mujeres comenzaron un bombardeo de
imágenes y de contenidos que rescataban el papel doméstico de las mujeres
dentro de la sociedad. Con esto, la idea de la feminidad ideal cambió, así como
el concepto de belleza.
A
diferencia de las décadas anteriores, la belleza como requisito para ser
exitosa como mujer comenzó a expandirse hacia el ámbito de lo privado. Al
respecto, la revista Vogue tenía
consejos sobre cómo una debería lucir incluso dentro de su casa, ocupando así
la mayor parte del tiempo de las lectoras e invitándolas a hacer nuevos
sacrificios para lucir bien.
“Así es cómo verse en casa”, un artículo de la
Vogue de 1963,[20] donde se proponen distintos looks para utilizar dentro de la casa,
ejemplifica bien esta situación, dado que, además de promover que las mujeres
sacrificaran su tiempo en aras de la planeación de un evento o de la
realización de un proyecto para el hogar, exigía que lucieran bien mientras lo
hacían. Las fajas ya no serían exclusivas para los eventos fuera del ámbito doméstico
sino que el cuerpo-ajustable debería permanecer en su lugar hasta que llegaran
los invitados, el esposo o, incluso, estando en soledad.
En
la década de los cincuenta, la belleza no requeriría aún de la administración
del tiempo en función de un proyecto de cuerpo bello; bastaría con usar el
maquillaje, el peinado o la prenda por periodos más prolongados, ya que también
el ámbito doméstico comenzaría a ser representado como el lugar del ama de casa
bella, quien luce bien mientras hace “sus labores”.[21] Por lo
tanto, a diferencia de décadas anteriores, y según Vogue, se requería sacrificar la figura-real por más tiempo al
someter el cuerpo a una faja o a unos tacones no sólo en la calle sino en el
hogar.
Después
de una década de reclusión doméstica, los sesenta trajeron un despertar para
las mujeres de las clases media y alta norteamericanas. Con las nuevas ideas
del feminismo, así como con la píldora anticonceptiva y con las reformas
laborales, “educación, filantropía, acción política y, en particular, el
trabajo pagado engancharon a las mujeres en la vida y en el espacio públicos”
(Tinkler y Krasnick, 2008: 113), el rol de las mujeres se diversificó y cobró
mayor importancia a nivel social fuera de sus hogares. Ellas cambiaron “sus
labores”[22]
por empleos de medio tiempo y estudios más prolongados, y con esto vino también
un cambio en la idea de lo que significaba la feminidad, así como en el
concepto de belleza al que estaba ligada. Así, en 1963 el concepto de belleza
en Vogue volvió a cambiar.
Diana Vreeland (1963-1971)
Vogue
contrató a un nuevo elemento para dirigir la publicación: Diana Vreeland, quien
sería editora en jefe de la revista hasta 1971. Bajo su cargo, y distanciándose
de la “mística de la feminidad” que había sido criticada por Betty Friedan y
promovida por la antigua editora en jefe, la Vogue de Vreeland celebraba el rol extradoméstico de las mujeres.
Los artículos dejaron de enfocarse en la maternidad y en el cuidado del hogar
para hablar de viajes, exposiciones de arte y conciertos, actividades que
involucraban un desenvolvimiento fuera del ámbito doméstico. Aun cuando bajo la
dirección de Vreeland Vogue dio un
notable paso lejos de las revistas criticadas por Friedan en su texto, no todos
los cambios serían favorables para las mujeres. Por un lado, Vogue situaba a las mujeres en las
calles y viajando (libres) por todo el mundo;[23] por
otro, las ataba a estándares físicos cada vez más difíciles de lograr, con la
delgadez como estandarte de la belleza.
El cuerpo: nuevo protagonista para Vogue
En 1962, Diana Vreeland
fue descrita por el New York Times
así: “Está acreditada por moldear la imagen de la revista y, en retorno,
moldear los looks de miles de mujeres”[24]. Si
bien se consideraba a Vogue como un
factor que influiría en el gusto de las mujeres, en los sesenta la revista dio
un paso más al devenir consciente de su papel como líder de opinión y de su
capacidad para influir no sólo en la elección de productos y prendas, sino
también en el gusto por una constitución determinada de los cuerpos, construida
por medio de algunas estrategias presentes en cada número de la revista durante
toda la década.[25]
El conjunto de imágenes, contenido editorial y discurso de la Vogue de Diana Vreeland generaría,
durante la década de los sesenta, un nuevo concepto de belleza, asociado con la
juventud, pero sobre todo con la delgadez, ambas expresadas a través del
cuerpo.
Con
Diana Vreeland y el “nuevo giro de la moda hacia el cuerpo”[26]
que se anunciaba en sus páginas, Vogue
entraría en un nuevo periodo en el que se concentraría en influenciar, además
del look de las mujeres, también sus
cuerpos de manera concreta. El ajustar el cuerpo no sería ya suficiente para
poder, según Vogue, llevar bien la
moda. El giro al cuerpo que la moda y la revista habían dado demandaría, por lo
tanto, no sólo una modificación por periodos cortos, mientras que una mujer se
encontraba en público, sino que exigiría ya una modificación directa del cuerpo
para lucir bella en todo momento, en público o en privado, indistintamente.
Vogue ya no encontraba en la ropa la
clave para ser bella, sino en el cuerpo que la portaría. Las prendas que se
mostraban en la revista cubrían menos piel y esto era traducido en un régimen
más duro ya que, a diferencia de otros periodos, la ropa no era ya pensada para
cubrir imperfecciones o para engañar a los demás con una cintura más pequeña o
unas caderas más angostas, “porque el futuro de la moda apunta muy claramente
al cuerpo” (Kounovsky, 1966: 41). Para ilustrar esto, tenemos dos prendas que
se popularizaron en la década de los sesenta por medio de las páginas de Vogue: la minifalda y el bikini. Si bien
han sido ya estudiados, en general, como elementos liberadores de la expresión
femenina (Alac, 2015), para este texto –siguiendo los postulados de Naomi Wolf–
su lugar se encontrará en el medio de la opresión y la liberación de ellas.
La mini y el bikini
Tanto la
minifalda como el bikini son prendas que, en comparación con las que se usaban
regularmente en la década de los cincuenta y en los primeros años de los
sesenta, dejaban mostrar más piel debido a su pequeño tamaño. A mayor cuerpo
mostrado, como hemos dicho, menor era la posibilidad de camuflar las
“imperfecciones” o áreas problemáticas de cada quien. Los bikinis, por ejemplo,
no dejarían ya lugar a la imaginación, y aun cuando podemos notar un cambio en
la complexión en general de las modelos y de las actrices de la época hacia una
figura más delgada, el cambio es incluso más notorio al comparar a una mujer
con ella misma en distintos momentos de la década. Un ejemplo es la modelo
Veruschka, quien en 1962 y en 1969 posaría en bikini para Vogue, mostrándose notablemente más delgada y con una prenda más
pequeña hacia finales de la década.
El
tamaño de las prendas, sin embargo, no es sinónimo de liberación automática de
las mujeres al usarlas ya que, a pesar de ser, según Patrik Alac explica en su Bikini Story (2015), un símbolo de
libertad y de modernización, no cualquier tipo de cuerpo sería candidato para
llevar la ropa pequeña que las modas dictaban cada temporada. En la revista Vogue, las mujeres que llevaban bikinis
o minifaldas eran siempre muy delgadas. Hemos visto el caso de Veruschka, pero
tenemos también el ejemplo de Leslie Twiggy
Hornby, quien se ganó ese apodo por sus delgadísimas piernas, que mostraba en
cada sesión de fotos con pantalones ajustados o minifaldas que las dejaban al
desnudo para revelar los huesos de sus rodillas, convirtiendo esta prenda en el
símbolo de la libertad para ser bella a partir de un cuerpo delgado que
utilizara ropa pequeña, propia de la juventud.
Aunque
superficialmente, en Bikini Story
Alac hace notar la relación que había entre los bikinis y los regímenes
alimentarios y de ejercicio necesarios para “esculpir sus cuerpos para la playa
con la ayuda de ejercicios especiales de gimnasia” (2015: 40). Apunta que el
primer número donde, en una revista, se hizo alusión a mostrar el cuerpo en la
playa fue también el primero donde se publicitó un medio para adelgazar “sin
medicina y sin dieta regular […] mientras proponía un tratamiento basado en
algas marinas” (Alac, 2015: 40). Estas nuevas disciplinas para adelgazar no
eran ya superficiales ni temporales sino que ofrecían un cambio total en el
cuerpo a todas horas. Ya no sería el corsé ni la faja que se retiraba por las
noches para dejar ser al cuerpo, no bastaría ya ajustarlo unas horas para salir
a la calle o para recibir invitados en la casa; los medios de modificación del
cuerpo habían cambiado porque detrás de éstos también el concepto de belleza
sería diferente.
La belleza-total
Mientras que en las
décadas anteriores la belleza era entendida como un modo de verse en público,
en los sesenta esta noción cambió gracias a algunos elementos como los bikinis
o las minifaldas, que al ajustarse más, o dejar ver más del cuerpo, exigían
asimismo una modificación más “auténtica” de la complexión. Paralelamente a la
introducción de nuevas prendas, se encontraban los movimientos de emancipación
femenina, que darían como resultado la reincorporación de las mujeres en el
mundo extradoméstico, y como sabría Diana Vreeland, “las mujeres se moverían por las calles, las
mujeres se moverían por todo el mundo” (Vreeland, 2011: 32); por lo tanto, la
revista estaría pensada para este nuevo tipo de mujer. Ellas estarían mayor
tiempo en las calles; por lo tanto, las exigencias estéticas demandarían más
tiempo de sus días, hasta llegar a sus casas.[27]
En
otras décadas, el mundo privado no exigía una modificación directa al cuerpo de
las mujeres; sin embargo, la incorporación de prendas como la mini o el bikini,
así como su difusión en revistas como Vogue,
esparció entre las lectoras la “necesidad” de estar a la moda y de lucir no
sólo las prendas sino “el cuerpo al que la moda se estaba dirigiendo”.[28] Así, de
la mano de las nuevas prendas, que constituyeron las modas de la década de los
sesenta, una ola de productos y de métodos para perder peso saturaron las
páginas de Vogue. Estas construirían
a su vez un nuevo concepto de belleza-total, que significaría no sólo aumentar
la autovigilancia para lucir bella todo el tiempo, sino la consideración del
cuerpo como un proyecto en el cual se debería trabajar sin cesar, como señalaba
Vogue en 1966: “El acondicionamiento
del cuerpo debería ser un proyecto especial”,[29]
obteniendo a cambio la figura que representaba el ideal de belleza femenina de Vogue. Diana Vreeland jugaría un papel
muy importante en la incorporación de las prendas que hemos revisado, ya que, a
diferencia de la editora anterior, Jessica Daves, Vreeland era conocida por
atreverse a mostrar más piel, más color, y por despegarse del recatado estilo
de los años cincuenta para celebrar lo que ella llamaba “Youthquake”.[30] Esto lo
expresaba, a través de Vogue,
mediante la aparición de modelos muy jóvenes como Twiggy o Penelope Tree, así
como mediante la incorporación de temáticas que se buscaba se relacionaran con
las mujeres jóvenes. Ejemplo de esto es el uso de la píldora anticonceptiva,
que refería, implícitamente, a la postergación de la maternidad, así como a la
conservación de cuerpos delgados e infantiles (como los de las modelos antes
mencionadas) como parte de una rutina de belleza.
Hacia una belleza-delgada
A lo
largo de la década de los sesenta, las tallas
de las modelos y de las actrices se redujeron considerablemente; las dietas de
algunas figuras públicas[31] eran
conocidas y publicadas en las revistas y la imagen de la mujer bella estaba ya
ligada de manera intrínseca a la de la mujer delgada. Todo esto sería no sólo
documentado sino promovido por la revista Vogue
donde, al describir a las modelos, se utilizarían expresiones tales como
“piernas largas y firmes”, así como “complexión pequeña”, a manera de halago, y
–de nuevo– la delicadeza se relacionaría con el concepto de belleza-delgada.
Así, a partir de esta retórica y con las imágenes de las delgadas modelos como
complemento, en Vogue las imágenes y
el texto fueron articulando, paulatinamente, un nuevo concepto de belleza. Este
sería difundido con cada número e interiorizado cada vez más por las lectoras,
quienes con cada página serían educadas para imaginar la belleza como una mujer
delgada que practicaba el cuidado de sí todo el tiempo para mantenerse bella.
Bajo
la dirección de Diana Vreeland, Vogue
se convertiría, como Jessica Daves lo había previsto, en el vehículo para
educar el gusto público, así como en el medio que facilitaría la difusión de
los medios para el control, la vigilancia y la disciplina de los cuerpos. Así,
por medio de la revista, se construiría el concepto de belleza que regiría los
estándares norteamericanos en la década de los sesenta: la belleza-delgada, que
traería consigo nuevos y más duros métodos para disciplinar el cuerpo de las
mujeres.
Conclusiones
Como
conclusión de este texto, podemos decir que, a pesar de que una función de los
medios de comunicación masiva ha sido, desde sus inicios, difundir información
y, en el caso de las revistas para mujeres, reflejar las modas de cada época,
su función social va más allá de ser un simple espejo del mundo. A pesar de que
los medios de comunicación parecerían –en principio– no estar ligados a la
materialidad humana, es decir, al cuerpo, el estudio del caso de la revista Vogue constata cómo estos medios pueden
fungir como dispositivos subjetivadores a través de la difusión de imágenes y
de herramientas que inciten a las lectoras a modificar sus cuerpos con miras a
un concepto de belleza construido por la revista. Tanto las herramientas
modificadoras como los conceptos de belleza, en su condición histórica,
cambian. Sin embargo, a partir de esos cambios podemos aproximarnos al modo de
pensar de una sociedad.
Como
hemos revisado, la revista Vogue
funcionó, durante sus distintos periodos, como el lugar no sólo de reflejo sino
también de construcción de modas femeninas y de distintos conceptos de belleza
que, influidos por condiciones sociales y políticas, sufrieron cambios que
resultaron en un concepto diferente de belleza cada vez. Estos conceptos, en
tanto Vogue es un medio de
comunicación masiva, serían difundidos en la sociedad para construir distintas
imágenes de quién sería considerada una mujer bella. Según hemos visto, cada
etapa de Vogue se caracterizó por un
concepto distinto de belleza que buscaría aterrizar en el cuerpo de las mujeres
por medio de distintos dispositivos que lo modificaran para acercarlo a la
imagen que la revista tenía de la belleza. A partir de la difusión de las
prendas mediante los medios de comunicación masiva como Vogue, desde el corsé hasta el bikini, los cuerpos de las mujeres
han sido sometidos de distintas maneras para ajustarse parcial o totalmente a
estándares de belleza construidos y difundidos por éstos, siendo las
herramientas para ajustar el cuerpo cada vez más invasivas, agresivas y
exigentes conforme disminuía la talla que se esperaba de una mujer.
Un
ejemplo de la aplicación real de estas disciplinas será la aparición de modelos
muy delgadas como Twiggy o Veruschka,
quienes, gracias a la televisión, al cine y a las revistas, se convertirían en
los íconos de la moda y de la belleza en la década de los sesenta, consolidando
así la delgadez como un elemento esencial de la constitución de la mujer bella.[32]
Servirnos del
itinerario de análisis propuesto por Michel Foucault permite estudiar los
medios de comunicación como parte de una red de relaciones de poder que
subjetivan a las lectoras de acuerdo con uno u otro concepto que en ellos se
genere. El caso estudiado en este texto fue el concepto de belleza en la
revista Vogue; sin embargo, a partir
de la localización de los mecanismos del dispositivo, así como de los conceptos
que operen en distintas publicaciones o manifestaciones de los medios,
podríamos localizar otro tipo de herramientas subjetivadoras. Por ejemplo,
¿quién es “el maestro normalista” para los medios de comunicación hoy en día?
Preguntando esto, podríamos no sólo descifrar modos de exclusión y de gobierno
social y corporal, sino pensar los textos que se construyen en los medios como
el lugar desde el cual comienza a construirse la segregación que, en algunos
casos, deviene violencia fatal.
Valga
recordar, en palabras del pensador francés, que “el objetivo” de este tipo de
estudios, en los que se trata de identificar ciertos dispositivos, conceptos y
formas de disciplina y de gobierno de los cuerpos y de los individuos, debe ser
luchar por crear nuevas subjetividades, “rechazando el tipo de individualidad
que se nos ha impuesto durante siglos” y lograr así el objetivo último, “la
creación de la libertad” (Foucault, 2015: 24).
Aceptado el 16 de
noviembre de 2017
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[2] Acerca de la cultura popular, cf. John Storey (2003).
[3] El concepto de dispositivo fue
desarrollado por Michel Foucault y posteriormente retomado por Gilles Deleuze y
Giorgio Agamben. Para el propósito de esta investigación, se utilizará la
definición del pensador italiano: “…
llamaré dispositivo literalmente a cualquier cosa que de algún modo tenga la
capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, moderar, controlar y
asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres
vivientes. Por lo tanto, no sólo las prisiones, los manicomios, el Panóptico,
las escuelas, la confesión, las fábricas, las disciplinas, las medidas
jurídicas, etc., cuya conexión con el poder de algún modo es evidente, sino
también la pluma, la escritura, la literatura, la filosofía, la agricultura, el
cigarrillo, la navegación, los ordenadores, los teléfonos móviles y –por qué no– el lenguaje mismo, que quizás es el más antiguo de los dispositivos, en
el que miles y miles de años atrás un primate –probablemente sin darse cuenta de las consecuencias a las que se exponía–
tuvo la inconsciencia de dejarse
capturar” (Agamben, 2015: 24).
[4] Existen investigaciones que
estudian la relación de los medios de comunicación con el consumismo en los
países económicamente desarrollados del Norte; Estados Unidos es un ejemplo de
éstos. Cf. Iqani (2012).
[5] El concepto de docilidad es así
mismo de suma importancia para entender los planteamientos aquí
problematizados. Esta idea se refiere principalmente a que, para que existan
modificaciones de lo corpóreo, esto tiene que estar desdoblado ante una suerte
de guía material que siente las directrices de lo pragmático. Es decir,
retomando el ejemplo de Foucault y la medicalización de la vida en el seno de
la Ilustración francesa y alemana, es a través de la medicina y del mecanicismo
moderno que se sientan “caminos a seguir” para modificar lo biológico y, con
ello, estatalizar el cuerpo. Cf. Foucault
(1999: 363-384).
[6] A propósito de la problemática
estético-corpóreo-política, Jacques Rancière refiere, en su texto El reparto de lo sensible, a la creación
de regímenes estéticos que, pasando por la creación de determinadas
sensibilidades, generan un sentido de comunidad operante. En este sentido, la
política es entendida no como una suerte de momento histórico determinado, como
lo podría entender la historia política clásica, sino como un concepto esencial
para entender al hombre como animal político, es decir, como sujeto que es con los otros: “Esta lógica de los
cuerpos en su lugar en una distribución de lo común y de lo privado, que es
también una distribución de lo visible y de lo invisible, de la palabra y del
ruido, es lo que he propuesto llamar con el término ‘policía’. La política es
la práctica que rompe ese orden de la policía que anticipa las relaciones de
poder en la evidencia misma de los datos sensibles”, cf. Rancière (2010).
[7] Butler comienza a plantear
preocupaciones por el concepto de “sexo”, “género” y las performatividades de
los individuos como un modo de subjetivación. Cf. Butler (2015a).
[8] Lo que Ferguson menciona al
respecto es que “al promover un culto de la feminidad, estos periódicos no
están meramente reflejando el rol femenino en la sociedad, sino que también
están proporcionando una fuente de definiciones y socializaciones a ese rol”. Cf. Ferguson (1983: 184-185).
[9] Creación del ilustrador Charles D.
Gibson.
[10] Características e inclinaciones
“naturales” dadas por el sexo. Es decir, niñas al hogar, niños a la guerra.
Niñas al ornamento, niños al exterior. Niñas al cuerpo, niños a la mente. Cf. Rousseau (2002).
[11] El sexo es
entonces una construcción que es materializada en los cuerpos a través del
tiempo por medio de la reiteración de ciertas prácticas impuestas; por ejemplo,
el uso de determinadas prendas que utilizan hombres o mujeres, que, al
reiterarse mediante imágenes y discursos, es apropiado a manera de género. Como lo ha explicado Judith Butler, “el
‘sexo’ no sólo funciona como norma, sino que además es parte de una práctica
reguladora que produce los cuerpos que gobierna, es decir, cuya fuerza
reguladora se manifiesta como una especie de poder productivo, el poder de
producir –demarcar, circunscribir, diferenciar– los cuerpos que controla”. Cf. Butler (2015b: 18).
[12] “Vogue's
Presentation of American Fashions While Paris is at War”, Vogue, Nueva York, 1 de noviembre de 1914, p. 35.
[13] Pierre Bourdieu
explica la apropiación de ciertas modas a manera de símbolos distintivos de las
clases altas. En este sentido, los cigarrillos, los corsés y los autos serían
parte del desarrollo de un gusto particular de las clases privilegiadas para crear
un sentido de identidad de clase y de diferenciación ante las clases bajas.
Tinkler y Warsh explican que el uso de estos objetos sería no sólo un símbolo
de riqueza, sino también de modernización. Cf.
Bordieu (2015).
[14] El corsé ya no sería el rígido del siglo xix, sino más bien una faja un poco más
flexible.
[15] Vogue de 1 de abril de 1934, citada
en Tinkler y Krasnick (2008: 121).
[16] En este periodo comenzó a construirse la
imagen de lo all-american, reforzada
también por las modas y por el énfasis en la producción y el diseño nacionales.
Cf. Walford (2012).
[17] Esta regulación,
implementada por la War Production Board, no permitía el uso de textiles que
fueran a ser destinados a asuntos militares. La WPB,
antigua agencia del gobierno de Estados Unidos, estableció la regulación en
enero de 1942, por órdenes ejecutivas, para el cuidado y producción de
materiales para la Segunda Guerra Mundial.
[18] Este diseño es de Christian Dior.
[19] Friedan (2009) explica este cambio con
mucho detalle.
[20] “This Is How to
Look at Home”, Vogue Pattern Book,
Nueva York, 1963, pp. 53-61.
[21] Por ejemplo, representaciones como las pin up girls (haciendo tareas
domésticas) son ejemplos de la expansión de los lugares de exigencia de la belleza
femenina.
[22] Así se le llamaba al trabajo del hogar
realizado por las mujeres. Cf. Friedan
(2009).
[23] El periodo de Diana Vreeland es
caracterizado por los distintos shootings
en lugares en el extranjero: Acapulco, Japón y Kenia, por ejemplo.
[25] En su autobiografía, Diana Vreeland
aceptaría su papel como líder de opinión, así como la supuesta demanda, por
parte de las lectoras, de una opinión impuesta por las revistas. Cf. Vreeland (2011: 198).
[26] “Fashion′s New
Swing to the Body”, Vogue Pattern Book, junio-julio
de 1963, p. 56.
[27] Como lo ha explicado Norbert Elias en el
contexto del nacimiento del concepto de “civilización” en Europa, los conceptos
son aterrizados en el cuerpo y sus prácticas cotidianas. De manera paralela, en
el caso de la belleza, podemos ver cómo un cambio en el concepto deviene un
nuevo proceso de codificación de la corporalidad. La vida entera es domesticada
bajo los estándares de belleza de la revista, donde se fabricaba el concepto de
belleza que regiría a la sociedad a través de la difusión y la apropiación de
sus representaciones; de este modo, ser bella traería consigo un nuevo
itinerario de prácticas corporales; por ejemplo, las dietas y los ejercicios
físicos más rigurosos para modificar el cuerpo de manera “total”. Cf. Elias (2010: 567).
[28] “Fashion′s New
Swing to the Body”, op. cit., p. 56.
[30] Con esta expresión, Diana Vreeland haría
alusión al “terremoto” social causado por los y las jóvenes en las ciudades (youth = juventud; quake = terremoto).
[31] La dieta del doctor Atkins, por ejemplo,
sería también conocida como “la dieta Vogue”,
por haber sido publicada en la revista. Cf.
Atkins (1972).
[32] Ambas modelos aparecieron en films.
Veruschka sería fotografiada por el protagonista de Blow-up (1966) de
Michelangelo Antonioni; mientras que Twiggy
sería el motivo de su propio documental, titulado Popcorn (1969).