La experiencia armada de las
guerrillas urbanas en Monterrey durante la primera mitad de los setenta
Combat Experiences of Urban Guerrillas in Monterrey during the First Half of the 1970s
Héctor Daniel
Torres Martínez[1]
RESUMEN
El presente artículo analiza la experiencia armada del
movimiento de guerrilla urbana en el entorno regiomontano durante la primera
mitad de la década de los setenta del siglo XX. Se parte de un estudio de caso
de corte cualitativo, cuya finalidad radica en remitirnos a las imágenes y
discursos que los guerrilleros crearon de sí mismos. Los objetivos son examinar
la figura del guerrillero urbano y su autorrepresentación y explicar la
irrupción armada, las concepciones revolucionarias y los métodos de acción de
estas agrupaciones político-militares. Los alcances del trabajo se limitan a
definir las líneas principales del imaginario guerrillero a través de una
investigación documental a partir de los archivos de la Dirección Federal de
Seguridad (DFS). De igual manera, la investigación está sustentada en fuentes
orales y bibliográficas.
ABSTRACT
This
text analyzes the combat experiences of urban guerrillas in Monterrey during
the first half of the 1970s. It begins with a qualitative study centered on the
images and speeches that the guerrillas created for and of themselves, in an
effort to give them voice, insofar as possible, in their own words. It aims to
examine the figure and self-representation of the urban guerrilla, and also to
explain the armed rebellion, the revolutionary concepts and methods of action
of these political-military entities. The scope of the paper is limited to
outlining the main aspects of the guerrilla imaginary, based on a documentary
investigation carried out in the archives of the Federal Security Directorate
(DFS) and supported by oral and bibliographic sources.
PALABRAS CLAVE
Guerrilla
urbana, clandestinidad, revolución, imaginario, Monterrey.
KEYWORDS
Urban guerrilla, secrecy, revolution, imaginary,
Monterrey.
Este trabajo analiza la visión del mundo que enarbolaron los
guerrilleros urbanos sobre el proceso armado durante la primera mitad del siglo
xx en el entorno regiomontano. Por
tanto, para explicar el paso de reclamos populares, marchas, movimientos
sociales democráticos a la utilización de metralletas y bombas, con la
conformación de estructuras más radicales como las agrupaciones
político-militares, es necesario analizar, como referente fundamental, la
visión de los rebeldes, remitirnos a las imágenes y discursos que ellos crearon
de sí mismos y hacer un esfuerzo por darles voz, en la medida de lo posible,
con sus propias palabras. Un análisis de sus concepciones revolucionarias y de
sus métodos de acción nos ayudarán a enlistar los rasgos del fenómeno armado o,
al menos, de lo que desearon o a lo que aspiraron que fuera.
Para poder analizar lo anterior, se
parte de particulares indicios, contenidos en producciones textuales de dos
organizaciones político-militares, en los cuales es posible examinar figuras,
actitudes y aspiraciones, al igual que sueños, utopías o percepciones
milenaristas de los grupos guerrilleros. El interés radica en definir la forma
en que particulares individuos, permeados de una cultura radical en una época
específica, construían, experimentaban y daban sentido a su mundo (Chartier,
1999: 4). De esta manera, podemos conocer y examinar la figura del guerrillero
urbano y la forma en que se autorrepresentó, a través de las huellas que
dejaron plasmadas en las producciones simbólicas (particularmente textos) que
posibilitan adentrarse en las “visiones” que enarbolaron los rebeldes.
Por tanto, se ha tomado en
consideración a dos de las cuatro agrupaciones guerrilleras que existieron en
el entorno regiomontano: las Fuerzas de Liberación Nacional y Los Procesos.
Ambas organizaciones elaboraron más materiales con contenido simbólico que las
otras dos agrupaciones, Los Macías y la Liga de Comunistas Armados.[2] Por lo
anterior, es a partir de producciones textuales como el Proceso revolucionario de Ramos Zavala en 1970 o los comunicados
confidenciales de las Fuerzas de Liberación Nacional (que circularon durante
los últimos años sesenta y los primeros años setenta) que fue posible rastrear
los dispositivos simbólicos que elaboraron los guerrilleros acerca del orden
social, sus antagonistas, las instituciones políticas y, particularmente, su
realidad.
Tales textos no abarcaron un amplio
número de receptores o al pueblo en general. Su uso era más bien confidencial y
exclusivo de las redes clandestinas. Además, éstos no son abundantes; más bien
“son pocos los casos en los que los insurgentes formulan sus aspiraciones y los
objetivos de la revuelta en folletines y volantes” (Baczko, 1999: 34). El
presente trabajo se limita a definir las líneas principales del imaginario
social[3]
guerrillero y busca, por otra parte, esclarecer el sentido de rebeldía que
subyacía en estos agentes históricos. También enfoca el fenómeno desde una
tentativa revolucionaria, relegando las perspectivas oficiales que enmarcan la
irrupción social y sus actividades a la criminalidad e irracionalidad política,
sin pretender por ello una apología de la misma.
Guerrillas
en México
El origen de la palabra “guerrilla” nos remite a la España de
inicios del siglo xix “a raíz de
la lucha por su independencia, para designar a las fuerzas irregulares de
civiles que, junto a las tropas de la Corona, se alzaron en armas contra los
ejércitos franceses de ocupación” (Borja, 2002: 724). Para el caso de México,
Jorge Regalado menciona que:
Esta forma de hacer
política la podemos encontrar a lo largo de nuestra historia ya sea con
carácter de autodefensa, de resistencia o de ofensiva. Se aplicó, por ejemplo,
en los preámbulos de las guerras de Independencia y de la Revolución mexicana,
pero también en la Guerra Cristera y en muchos de los levantamientos e
insubordinaciones que se suscitaron dentro del mismo bloque político que ha
dominado en este país de menos desde el Porfiriato hasta los tiempos de Enrique
Peña Nieto (Regalado, en Castillo et al.,
2014: 89).
Por tanto la guerrilla es una técnica militar, una fase en el
método de lucha de toda organización político militar rebelde. No es la
organización (Montalvo, 2014: 57). Una conceptualización sobre la guerrilla
podemos encontrarla en Melgar Bao, quien retoma la noción consignada en el Diccionario de Política por Fulvio
Attinà, quien la define como “un tipo de combate que se caracteriza por el
encuentro entre formaciones irregulares de combatientes y un ejército regular.
Los objetivos que con ésta se persiguen son más políticos que militares” (1981:
769). Melgar Bao señala además que “la combinación de los fines políticos y
militares en la acción guerrillera no es ajena a sus marcas culturales” (Melgar
Bao, en Oikión y García, 2006: 31).
Así, durante la segunda mitad del
siglo xx, el fenómeno guerrillero
en México abarcó distintas latitudes del país y permeó entornos tanto rurales
como urbanos. Los grupos de la década de los sesenta han sido considerados como
formas de autodefensa armada de núcleos campesinos contra la explotación, la
opresión y las secuelas de asesinatos efectuados por autoridades
gubernamentales o por caciques terratenientes, con un alcance regional
(Palacios, 2009: 40). Para la década siguiente, la irrupción social estalló en las
ciudades, representada principalmente por sectores juveniles vinculados al
ámbito estudiantil y con una perspectiva más amplia al intentar aglutinar
movimientos rebeldes de carácter nacional. Las dinámicas de los dos principales
tipos de movimientos armados que se generaron, de acuerdo con Carlos
Montemayor, son sustancialmente distintas:
Las urbanas se
nutren de cuadros con una sólida formación ideológica que a menudo acentúa
entre ellos las diferencias de estrategias y de concepción política, impidiendo
la formación de un frente nacional que aglutine todas sus fuerzas; mientras que
en el medio rural, por el contrario, los lazos familiares actúan como un
poderoso factor cohesivo que suple la preparación ideológica. Los cuadros
urbanos actúan a través de células dotadas con un movimiento independiente y
clandestino; los cuadros rurales actúan en función de lazos de parentesco,
agrarios o culturales predominantes en la región, sobre todo si hablamos de
zonas indígenas (Montemayor, 2007: 15).
No obstante,
durante la década de los setenta,
las distintas organizaciones guerrilleras que se conformaron en los entornos
urbanos fueron articuladas principalmente por jóvenes universitarios de
diversos orígenes y extracciones sociales. Ante el contexto inmediato del
autoritarismo del Estado mexicano (que se desplegó en acontecimientos trágicos
como el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco y el denominado Jueves de Corpus, el 10 de junio de 1971, ambos en el Distrito
Federal), estos actores consideraron que las vías pacíficas de transformación
social estaban cerradas; veían totalmente clausurados e impenetrables los
canales de participación política para llevar a cabo los anhelos de modificación de una realidad que, de acuerdo con
Benjamín Palacios (exmilitante de la lc23s), en la “conciencia ética, pero
también teórica e ideológica de los actores, se revelaba como intolerable”
(Palacios, 2009: 38).
En un
contexto nacional donde los movimientos sociales eran “brutalmente reprimidos,
sus líderes encarcelados o asesinados y los procesos electorales abiertamente
controlados” (Echeverría, 2007, en línea), la opción armada, para estos
jóvenes, cobró importancia fundamental: se asumió como la única vía para
cambiar la situación social y política. Al ver sellados los canales institucionales de participación
política, aumentó el atractivo por la lucha armada como modelo de resistencia.
La violencia revolucionaria parecía ser el único medio posible de trasformación
“real” al cual recurrir, por lo cual se decidió iniciar “la larga marcha del
rebelde” (Sosa, en Camacho, 2006: 62) y en abierta insurrección contra el
régimen político nacional, se ejerció la violencia como herramienta política.
Sin embargo, este salto hacia la
violencia revolucionaria no fue automático o como una respuesta/estímulo
generada exclusivamente por la represión al movimiento estudiantil de 1968. De
igual manera sería inexacto y reduccionista señalar una relación causa-efecto
entre los mecanismos de la violencia estatal desplegados por el régimen
político mexicano en los acontecimientos antes enunciados y la irrupción
guerrillera. Ciertamente, la violencia oficial del Estado erosionó su
legitimidad entre amplios sectores de la clase media, lo que en gran medida
catalizó los mecanismos de resistencia, principalmente en jóvenes
universitarios, entre quienes se fracturó el pacto social con el régimen.
Un elemento importante a considerar
en la conformación del movimiento armado socialista fue el hito –de importancia
trascendental en las primeras experiencias guerrilleras en México– que
representó el asalto al cuartel militar en la ciudad de Madera, Chihuahua, el
23 de septiembre de 1965, por el Grupo Popular Guerrillero (GPG), encabezado por Arturo Gámiz. El
acontecimiento es significativo porque simbolizó el primer intento de construir
“una columna guerrillera en la sierra que, según el ejemplo cubano,
desempeñaría la función de eje político y militar de las luchas del pueblo y
paulatinamente desembocaría en una nueva revolución” (Palacios, 2009: 40).
La derrota de esta agrupación
guerrillera ofrece elementos interesantes de martirologio y, además, el día del
suceso fue parte del nombre de reivindicación de la organización guerrillera de
mayor presencia en las ciudades del país, en la década de los setenta: la Liga
Comunista 23 de Septiembre (LC-23s) (Castellanos, 2007: 65). Aunado a estos factores
nacionales de peso, habría que mencionar y añadir como lo señala Regalado:
que había un
contexto mundial que favorecía la opción armada: los triunfos y avances de las
revoluciones cubana y vietnamita, la presencia del movimiento comunista
internacional y la emergencia de movimientos nacionalistas y de liberación
nacional en diversas partes del mundo que igual optaban por el camino de las
armas. En Centroamérica destacaban particularmente los movimientos
revolucionarios de Nicaragua, El Salvador y Guatemala (Regalado, en Castillo et al., 2014: 90-91).
Guerrilla urbana y
militancia armada en Monterrey
Para el caso regiomontano, durante
la primera parte de la década de los setenta, el fenómeno guerrillero abarcó
cuatro organizaciones político-militares: Las Fuerzas de Liberación Nacional (FLN), con una predilección del campo
sobre la ciudad y rechazo por las expropiaciones y secuestros; La Liga de los
Comunistas Armados (LCA), expertos en expropiaciones y en el
disfraz en sus actividades; Los Macías, provenientes de una escisión del Movimiento Espartaquista
Revolucionario; y Los Procesos,[4] núcleo
fundador de lo que fue la lc-23s. Las FLN
y Los Procesos (que consideraremos de manera fundamental en
este estudio) fueron las agrupaciones que tuvieron un mayor impacto en el
movimiento armado y pudieron transitar hacia una expansión progresiva, aunque
con sus limitaciones.
Estas agrupaciones, desde su etapa de conformación, se
trazaron como directriz principal iniciar la lucha guerrillera y comenzar el
proceso revolucionario con miras a la transformación radical del sistema
político, económico, social y cultural del país. Sus repertorios de acción
fueron amplios y distintos: la clandestinidad, el selectivo reclutamiento de
militantes, el establecimiento de cuotas para mantener la organización, las
expropiaciones y el asalto a sucursales bancarias, los robos, los secuestros de
aeronaves y la destrucción de bienes materiales. Más allá de las distinciones y
de los modos operativos que desplegaron las organizaciones armadas, subyacen
ciertos denominadores comunes: se definían como “vanguardias” y fueron
partícipes, en mayor o en menor grado, de la necesidad de núcleos o comandos
armados que desplegaron acción directa contra el enemigo. Fundamentalmente
subyacía la premisa latente de alcanzar, eventualmente, una organización
superior que permitiera establecer una guerra de posiciones contra el Estado.
Pasemos ahora a considerar los
principales presupuestos, en términos generales, tanto de las fln como de Los Procesos. Para la
primera, su dirección no idealizaba la figura del proletariado como sujeto
histórico por excelencia: “el pueblo” desempeñó ese papel e, incluso, fue la
imagen de mayor preponderancia en sus discursos y, a la vez, intentaron
personificarse como “sus defensores”.[5] Esta
particular agrupación fue de carácter nacionalista-libertador, más que de una
preponderancia marxista tendiente a implementar la dictadura del proletariado.
Por esta razón, es posible imaginar que el mismo movimiento fuera concebido
como un segundo proceso emancipador de independencia (Cedillo, 2008: 229). Por
su parte, Los Procesos (al igual que la LCA
y Los Macías), a diferencia de la anterior, privilegiaban el área urbana sobre
el campo. Sus actividades en la escena local (fundamentalmente expropiaciones)
quedaban enmarcadas dentro de una “ética revolucionaria” necesaria para la
causa, y servían, según ellos, para preparar a sus militantes. En tales
actividades subyacía un mismo patrón coherente. La premisa estratégica
principal consistió en hostigar al enemigo; de manera particular, el asalto a
instituciones bancarias. Más allá de las repercusiones económicas en que se
traducían estas acciones (adquirir recursos para el movimiento), es un claro
indicio que muestra que los guerrilleros urbanos conocían los pilares en que se
sostenía el statu quo dominante.
Un
elemento que posibilita comprender la incorporación de individuos a la
guerrilla urbana en el entorno regiomontano fue esencialmente la indignación
moral, en cuanto el pacto social entre jóvenes y el régimen se quebró. Además,
la proliferación de espacios públicos como las universidades, la Obra Cultural
incentivada por jesuitas, las logias masónicas, los centros de intercambio
cultural México-Rusia y México-Cuba, al igual que los círculos de estudios de
literatura marxista, incidieron en la mutación cultural de los jóvenes hacia la
radicalización armada. Al respecto, François Xavier Guerra señala que las
mutaciones culturales son la
transformación del
universo simbólico que influye en el sentido y la significación de las
experiencias cotidianas de los actores sociales. Representan modificaciones en
los referentes mentales al igual que en las ideas, en el imaginario, en los
valores, en los comportamientos, en las prácticas políticas, pero también en
los lenguajes que los expresan […] nuevos lenguajes que manifiestan una nueva
visión del hombre y de la sociedad. Ejes centrales de nuevos sistemas de
referencias (Guerra, 1992: 23-31).
Sin embargo, ¿cuáles eran las
implicaciones de comprometerse con un proyecto radical y clandestino que
reivindicaba el uso de las armas?
Sin duda, la resolución no era sencilla. En primer lugar, experimentaron
cambios en sus referentes mentales que los llevaron a asumir determinado tipo
de comportamiento. La incorporación a la guerrilla urbana y su dinámica interna
demandó una doble existencia. Para eso era ineludible crear una nueva
identidad.
En el
caso de las FLN, sus militantes debían extirpar los
pensamientos y costumbres que habían llegado a ellos como producto de su
formación y del medio en que habían crecido, en tanto que habían dejado una
huella en sus personalidades.[6]
Eventualmente fue necesario que modificaran y sobrellevaran ciertas
privaciones, al grado de “templar nuestro carácter en una nueva vida”.[7] A su
vez, se difundía como prioridad que los guerrilleros experimentaran
satisfacción al despojarse de comodidades, que eso “se viera con alegría”, dado
que la premisa de primer orden consistía en “estar formando un mundo mejor para
todos; el cansancio y la negligencia deben ser vicios del pasado
individualista, recuerdos tristes y sin perspectiva”.[8]
Tal actitud era estimulada activamente entre los guerrilleros de las FLN, y es altamente probable que se
usara un tono semejante en los demás grupos armados. Así, al asumir la
clandestinidad como forma de existencia, ¿no subyace en esa acción una renuncia
a este mundo, la trascendencia en un particular sentido ascético?
La pulsión
de guerra latente y las presiones mismas de vivir en un mundo paralelo y
sincrónico tuvieron
sus efectos. La aparente normalidad en estos individuos se interrumpió, y
pronto se desprendieron de los lazos familiares, sociales y profesionales.
Quedaron inmersos en un cierto fatalismo inherente al compromiso
revolucionario. Todo pasó a segundo término –familia, dinero, incluso la propia
vida, debían ser puestos al servicio de la causa– para conseguir una
transformación radical de la situación política.
A partir de las diversas
producciones textuales que difundieron y sociabilizaron entre sus más cercanos
colaboradores, es posible intentar la reconstrucción e interpretación de sus
visiones del mundo, las cuales contribuyeron a ordenar y a dar sentido a sus comportamientos.
En primer lugar, para quienes decidieron incorporarse a un proyecto clandestino
y radical, la opción armada significó “el único camino al que los había
orillado el régimen”.[9]
Encarnaba, para ellos, la vía de posibilidad “real”, no utópica, para
implementar un cambio en el sistema. Al mismo tiempo, servía como una
herramienta que permitiría resistir la brutal embestida del aparato coercitivo
estatal.
El carácter de la amenaza de las
guerrillas urbanas difiere de lo que en su momento se presentó como
estrictamente criminal. La irrupción y existencia de grupos de guerrilla en el
país, más allá de la denuncia de los límites de lo político, en su discurso, al
igual que en su práctica, quedaba fuera de la ley y de las instituciones
existentes. Sus mecanismos de resistencia y de acción, tales como asaltar
sucursales bancarias, incendiar camionetas cerca de la embajada norteamericana
o secuestrar aviones parecerían, desde la óptica contemporánea, gestos
injustificables. Pero la motivación que subyacía a esas actividades, en ese
momento, era profunda. En ese sentido, los guerrilleros urbanos dejaron claro
el desafío abierto contra el Estado mexicano y no reconocían su autoridad;
desde su perspectiva, no trasgredían la ley, la desconocían; querían “evidenciarla
como coacción antes que garantía de impartición de justicia” (Escalante, 1990:
89).
El imaginario social
de la guerrilla urbana
La dinámica intrínseca del movimiento armado conmocionó a las
estructuras políticas y económicas del país. Como coyuntura social, la
guerrilla urbana implicó un inmenso proceso sociocultural que incluyó la
presencia de un “tiempo caliente” en la producción de imaginarios sociales.
Cabe señalar que
en determinadas
condiciones socioeconómicas, históricas o culturales, tales grupos pueden
comprometerse en diversas formas de resistencia, o sea, en el ejercicio del
contrapoder que, a su vez, puede restar poder a los poderosos y hasta puede
hacerlos vulnerables, como sucede cuando se produce una revolución. Por lo
tanto, el ejercicio del contrapoder no es sencillamente una forma de acción,
sino también una forma de interacción social (Van Dijk, 2009: 63).
En consecuencia, el imaginario social de las guerrillas
urbanas se escindió; por un lado, exaltó la virtud, la justicia, el heroísmo,
el sacrificio abnegado y la disciplina; por el otro, también fue una visión de
violencia revolucionaria, terror y de infiltración policiaca. A través de él se
posibilitaba enunciar los crímenes del Estado mexicano, lo mismo que de la
burguesía, “sus cómplices”. Estas denuncias en el plano oficial no tenían
cabida. De esta manera, los rebeldes articularon marcos de referencia al
señalar la importancia primordial del extermino de éstos últimos, sus
adversarios, creando una clara distinción entre el “Ellos” y el “Nosotros”.
De los distintos grupos armados que
existieron en el entorno regiomontano, particularmente personajes como César
Yáñez, El Hermano Pedro (líder de las
FLN), o Raúl Ramos Zavala, David (líder de Los Procesos) dejaron
plasmadas sus aspiraciones, ideas y concepciones sobre lo que Montemayor señala
como el “necesario cambio social para una vida más justa” (Montemayor, 2005:
108). El punto del que partieron tanto Los Procesos como las FLN abarca aspectos relativos al papel
de la izquierda y la clara identificación de sus enemigos. Acerca de la primera
perspectiva, ambos grupos la desdeñaron como una fuerza política real en la
transformación de la situación política que, a partir de la coyuntura de 1968,
fue incapaz de generar organizaciones revolucionarias sólidas, sensibles y,
sobre todo, efectivas (Ramos, 2003: 5-7). Se le recriminó su acercamiento con
el régimen, al abandonar sus proyectos de independencia y presurosa se
enlistó “en las interminables nóminas de las nuevas comisiones del gobierno”.[10]
Incluso cuando aparecieron planteamientos acerca de la necesidad de autodefensa
armada para el desarrollo del movimiento, tales posiciones fueron definidas
como “desviaciones,
combatiendo ferozmente su aplicación” (Ramos, 2003: 11).
Sobre sus enemigos, estos eran los
principales responsables de la decadencia del país, creadores de la
corrupción y del desorden existente, los cuales afianzaron su “posesión del
aparato estatal al colocar a sus aliados políticos en los más altos puestos
públicos”.[11]
Además, subyacía la premisa alusiva a la grave situación económica que sufría
el pueblo, producto del “traspaso de las pérdidas de la burguesía a la gran
masa trabajadora de la población, mediante aumentos de los precios y tarifas de
los bienes y servicios de consumo popular”.[12]
Así, los dos principales dirigentes
de ambas organizaciones esbozaron sus respectivos proyectos revolucionarios.
Por un lado, Ramos Zavala identificó una “dependencia estructural del país con
el imperialismo tendiente a la monopolización del capital” (Ramos, 2003: 26),
aspecto fundamental que, para él, incidía en la desigualdad social; por su
parte, César Yáñez, Hermano Pedro,
señalaba el método guerrillero como justo y aplicable a la situación nacional
ante la
necesidad que tiene nuestro pueblo de liberarse del yugo económico a que
el imperialismo norteamericano nos tiene sometidos, que es éste nuestro enemigo
principal, puesto que no existe una burguesía nacional, sino simplemente
representativa local de la norteamericana, y que a ella se debe la extrema
miseria, explotación, incultura, insalubridad y desempleo que aniquila y rebaja
cada día más a nuestro pueblo.[13]
Ambos coincidieron en que el verdadero y único rostro del
Estado mexicano ante los movimientos de masas era la represión reiterada.
Negaban las perspectivas de “apertura democrática” con las que se revestía el
régimen. Enmarcadas en una estrategia de control, en el plano real “no estaba
dispuesto a otorgarlas” (Ramos, 2003: 29). Para los grupos armados, el autoritarismo era la norma vital y
sostén institucional, en la cual “marchaba la política del régimen” (Ramos:
2003: 28). Esto hacía ineludible la noción de aplastarlo a través de la acción
armada para “derrotarlo en forma total, absoluta y definitiva, arrancándole el
poder para siempre”[14]
y, eventualmente,
implantar el socialismo, en lugar de introducirle al movimiento un “carácter
conciliador” (Ramos, 2003: 27).
Para los rebeldes, el aparato
estatal y sus órganos represivos estaban repletos de “traidores, desde
el presidente de la República hasta el último funcionario”.[15] Por tal
motivo, no
representaban los verdaderos intereses de la nación. Incluso desde el momento
de su designación, eran “ajenos a nuestro pueblo, no poseen el mínimo
fundamento moral para gobernarnos y mucho menos decirse legítimos depositarios
de nuestra soberanía”.[16] Con esto, el movimiento armado
socialista inició el proceso de invención de una nueva legitimidad. Sus
protagonistas, tanto quienes querían radicalizar el proceso revolucionario como
sus detractores, se estaban disputando el alma nacional, al punto en el cual
implementaron desde programas y visiones de un futuro hasta la creación de
escenarios para ellos mismos y para sus adversarios (Baczko, 1999: 39).
Revolución, cuestión
armada y dimensión social en la guerrilla urbana
Para quienes se sumaron a las distintas agrupaciones
guerrilleras, la Revolución se volvió todo: principio y fin de su existencia.
Esta faceta fue asumida como un punto cero, una zona de no retorno, donde la
nueva identidad se hacía presente, era “un proceso irreversible y quien penetra en él
no tiene más que dos alternativas: vencer o sucumbir”.[17]
Los grupos armados
en Monterrey compartieron un patrón similar: la necesidad de estructurarse como
organizaciones de tipo militar vertical y de desarrollar trabajo clandestino. A
su vez, se designaron como genuinos revolucionarios: “somos soldados
por conciencia y como tales debemos comprender las órdenes”.[18]
Estas eran operadas a través de sus respectivas direcciones. El componente esclarecedor que
subyacía en la afirmación radical se derivaba de la necesidad de operar cambios
reales en la acción y concepción de la izquierda revolucionaria en México
(Ramos, 2003: 33).
Estuvo presente además un esquema
de guerra total. Las comisiones y actividades guerrilleras implicaban la
posibilidad de ser descubiertos y caer en manos del enemigo, situación
preclara y firme en sus militantes: “la idea general es que estás en guerra y cuando estás en
guerra te van a matar y a lo mejor vas a tener que matar para defender tu
vida”.[19] El carácter revolucionario que los
grupos guerrilleros le imprimieron al movimiento fue total:
templaron su “carácter en una nueva vida”.[20] De igual manera, sus diversos
elementos debían “entregarle todos los actos de su existencia a la Revolución”.[21] Así,
“el proceso no admitía
caracterizaciones: o era verdaderamente revolucionario o simplemente no lo era”
(Ramos, 2003: 27-28). El reformismo, titubeos o indefiniciones eran
inadmisibles. De esta manera, la experiencia guerrillera, de acuerdo con
Vezzetti,
se hace pensable a partir de esa escena relegada, la guerra, que no es
cualquier violencia; es una violencia sistemática, organizada, conducida por
una estructura jerárquica y sometida a la unidad de mando. Y desde el momento
en que los conflictos quedaban reducidos al esquema de la guerra, los
procedimientos de la milicia armada terminaban imponiéndose sobre el conjunto
de la formación política (Vezzetti, 2013: 64).
Más que asumir la violencia, para las organizaciones político-militares
regiomontanas esta faceta se presentó y se interiorizó como una lucha impuesta
por el enemigo, el cual los orilló a un único camino: la vía armada.[22]
No obstante, tal disyuntiva se sociabilizó en más de un sentido. Por un lado, surge, en la visión
guerrillera, como una necesidad de respuesta “de manera instintiva de
conservación” del movimiento de masas en México (Ramos: 2003: 29). Las formas
clásicas de resistencia (reuniones nacionales, carteles, paros o
movilizaciones) resultaban obsoletas al enfrentarse a la fuerza represiva en
todos los niveles del Estado mexicano.
Para Ramos Zavala, dirigente de Los
Procesos, la acción armada se insertaba como un factor estimulante de primer
orden. Su función a nivel político consistió en “interceder en la protección
del movimiento, de sus acciones y de sus organizaciones” (Ramos, 2003: 30). Tal
perspectiva actuó también como un brazo justiciero que permitiría romper la
idea en la cual “el ciudadano común se identifica con una situación de impotencia,
con el señalamiento obligado de que con el gobierno no se puede” (Ramos, 2003: 30).
En este sentido,
la reivindicación del uso de armas tuvo un peso preponderante, pues debía jugar
un papel dinámico de respuesta a las agresiones y presiones ejercidas por el
Estado y su amplia capacidad de impunidad.
El elemento más preclaro que
dilucida lo referente a las expropiaciones lo mostró la LCA. Sus actividades, atribuidas en la prensa por error al Hermano Pedro, dibujaron una figura que
bien puede equipararse con la de un Robin Hood con ametralladora, que le robaba
a los ricos para beneficio de la clase obrera. Esta perspectiva difundida por
la organización también estuvo presente en las demás agrupaciones, cuya lógica
era muy similar; pero ésta última fue sin duda la que lo expresó
discursivamente con mayor claridad: “Las riquezas que expropiamos en asalto son
de los trabajadores que las han producido con sus propias manos y no de los
capitalistas que las acaparan; por ello se las arrebatamos para ponerlas al
servicio de la clase que las creó”.[23]
El proyecto guerrillero tenía
también con una dimensión social. Sus “aspiraciones revolucionarias” encierran
una concepción simple pero concreta: “Sólo ganando el apoyo de la
población se podía obtener la victoria”.[24]
Las figuras centrales
tanto en las FLN como en Los
Procesos, como lo hemos señalado, difieren; mientras que para las primeras el
nexo clave apuntaba a la reivindicación del pueblo, las segundas señalaban a
las masas proletarias y campesinas. Sin embargo, ambas presentan un “potente
símbolo unificador de todos los valores en que se reconoce la Revolución”.
(Baczko, 1999: 44). Lo que estaba en juego era adueñarse del derecho a hablar
en beneficio de las referidas fuerzas sociales y, por lo tanto, aspirar al
poder, para desde ahí iniciar la trasformación social.
La guerrilla urbana tenía como
punto de referencia principal la politización de los movimientos de masas dados
los atributos de potencialidad revolucionaria instintiva que les atribuían:
espontaneidad y explosividad (Ramos, 2003: 14). Esas características, desde el
punto de vista de Raúl Ramos, se debían a la insatisfacción social y política
existente, que lo llevó a vislumbrar (al igual que al Hermano Pedro) la imagen de que dichos contingentes estarían
“dispuestos a lanzarse a la lucha ante cualquier motivo y en cualquier
oportunidad” (Ramos, 2003: 15). Lo que hacía falta era la chispa que incendiara
la pradera.
No obstante, el punto de inflexión
que observaban en ellos era la falta de dirección hacia la acción radical.
Desde su perspectiva, históricamente habían sido controlados por el aparato
estatal que, al mismo tiempo, enajenaba y manipulaba a los obreros y campesinos
hacia su institucionalización, lo que eventualmente creaba una nula posibilidad
revolucionaria en estos sectores, cuyas aspiraciones eran más bien reformistas
(Ramos, 2003: 13).
De ahí la importancia de volverse y
encarnarse como su vanguardia que, al mismo tiempo que dirigir, tuviera una
representatividad genuina de sus aspiraciones (Ramos, 2003: 15). A su vez,
serviría también como la alimentadora de su conciencia para hacerla advertir
“en la necesidad inaplazable de la acción armada” (Ramos, 2003: 28) y llevaría
“a las masas a que se insurreccionaran”.[25]
En tal sentido, en este momento, el núcleo armado era el nexo clave: serviría
como el detonador político para la preparación del movimiento. Al mismo tiempo,
la dinámica interna, la adopción al medio, la moral y el entrenamiento
de los integrantes guerrilleros los iría formando como “la segura vanguardia de la Revolución”.[26]
Para
ello, organizaciones como las FLN sociabilizaban imágenes, aspiraciones
del guerrillero que, a través de comunicados, deseaban interiorizar en la
militancia. Para esta agrupación fue imprescindible “que cada cuadro se funda
en la masa, conozca sus problemas, se identifique con nuestro pueblo, aprenda
de él”[27].
La certeza de la sublevación popular en el movimiento armado fue sobrevalorada,
al punto de afirmar que con el pueblo “siempre tendremos una palabra sincera de
donde recoger también información para comunicarla, una casa donde comer, donde
dormir y donde levantar las banderas revolucionarias”.[28]
A la postre, la
sobredimensión que las guerrillas urbanas le atribuyeron al potencial combativo
de las capas campesinas, obreras y medias fue un fracaso. Su certero papel como
activos militantes del movimiento armado los llevó a vislumbrar un advenimiento
que nunca se materializó.
La promesa revolucionaria
Las visiones de un “mundo distinto” utilizadas por los
rebeldes (a pesar de que no explicitaron a profundidad cómo se implementaría la
nueva dinámica social) no deben clasificarse de utópicas, en el sentido clásico
del término. En ellas subyacían figuras de una sociedad distinta, sin clases, que se encontraba en un futuro
concreto, y la esperanza de alcanzarlo se proyectó como si estuviese al alcance
de la mano (Baczko, 1999: 7) y fuera sólo posible gracias a su confianza en la
voluntad como motor de la historia (Sosa, 2003: 34-45). De esta manera, el
futuro estaba en vinculación directa con su horizonte de expectativas, y la
principal misión del guerrillero urbano consistía, sobre todo, en ayudar a su
advenimiento.
Por tanto, el proyecto radical
contenía una intrínseca promesa revolucionaria. Las percepciones que subyacen
en ella reflejan ciertas actitudes milenaristas. Esta temática ha sido abordada
por Eric Hobsbawm, quien señala que, en la perspectiva del “milenio”, tanto
primitiva como moderna, existen tres patrones: una idea de que el presente debe
acabar, posibilitando el surgimiento de algo mejor, ya que el presente está
corrompido; la noción de que dicho mundo puede –y de hecho lo hará–
desaparecer; y la escasa o mínima especulación sobre el advenimiento de la
sociedad futura (Hobsbawm, 2001: 85).
De esta manera, la idea central del
milenio esbozada en el proceso armado socialista de la década de los setenta
del siglo xx, en mayor o en menor
medida, radicó en la imagen de ruptura con el tiempo. Para la implementación de
tal visión era imprescindible el fin del viejo mundo y la irrupción de uno
nuevo. La etapa inicial estuvo vinculada, por un lado, a un proceso de
agotamiento, crisis y destrucción de lo antiguo marcado por el signo
revolucionario; por otro lado, la gestación de algo nuevo, definido por el
signo de la creatividad y la esperanza. El acaecimiento transformador no era
anunciado por presagios, señales o un periodo de catástrofes; en contraposición
a la intervención divina, la guerrilla urbana partió de la voluntad para
realizar el cambio, a partir de medidas más definidas, con métodos y
estrategias específicas para implementar el nuevo orden social. Es
particularmente esta faceta, “la posibilidad de ser nuevo” (Hobsbawm, 1983: 55)
y el conocimiento del camino a seguir, lo que le otorgó singularidad a este
fenómeno.
Para poder abundar en el tema y
esclarecer tal perspectiva, haremos uso de dos esquemas: el mundo al revés y la tierra sin mal. Como recursos retóricos
no influencian directamente el significado. Más bien lo hacen resaltar o lo
difuminan y, con ello, también la importancia de los acontecimientos (Van Dijk,
2009: 167). El primer esquema obedece a la objetivación donde se subvierte la
realidad social. Bajo esta perspectiva, los principios que daban sustento al
contexto en que se desarrollan los actores sociales, a través de un juego de
espejos, se invierte. Esta premisa es importante, dado que enuncia, de manera
abstracta, los valores que promovía el movimiento armado. El principal atributo
consistía en la traducción en imágenes de la modificación de roles sociales en
los planos discursivo y simbólico. Ejemplo de ello es el escenario esbozado por
el Hermano Pedro acerca del
advenimiento del nuevo orden:
En el futuro, establecido un gobierno netamente popular libremente
escogido, que vele por los intereses de la mayoría de la población, se
entregará la tierra a los campesinos, las fábricas a los obreros y la banca y
el comercio al gobierno; con una nueva distribución de todas estas riquezas.
[El nuevo orden descansará] sobre los principios de que el trabajo es
obligatorio para todos, quien lo realiza puede disfrutar de sus frutos, y que
la cooperación y ayuda mutua son las formas más eficaces y morales para mejorar
la vida de toda la comunidad.[29]
En el segundo esquema, a través de la resignificación de los
grandes contingentes sociales oprimidos, el movimiento guerrillero generó una
visión muy particular del mundo, en la cual la representación del porvenir no
sólo era distinta, sino que la alteridad vislumbrada estaría impregnada de una
sociedad mejor. Los principales presupuestos apuntaban a esbozar un escenario
desprovisto de todos los vicios y males del pasado, donde el autoritarismo del
Estado y su característica inherente, la represión, al igual que la desigualdad
social, no tendrían cabida. Así, el advenimiento de esa tierra sin mal estaba correlacionado, dentro de las organizaciones
armadas, con la latente proximidad de una revolución inevitable, “la hora de la
lucha final se acerca y debemos estar listos para no perderla”.[30]
Era la visión de una irrupción social inminente, imparable e inaplazable,
aunada a la certeza política de la eventual sublevación de las masas obreras y
campesinas en el proceso revolucionario.
Las fln y Los Procesos
compartieron tal panorama. Para los primeros, el inicio de la década de los
setenta ponía de manifiesto la forma en que “se agrandaba y profundizaba la
crisis que sufría el país”, vislumbrando con ello el incremento en los niveles
de “descontento popular”.[31]
Por su parte, los segundos le atribuyeron al ambiente antidemocrático un
profundo malestar, que aumentaba el potencial combativo del movimiento de masas
y, al mismo tiempo, creaba circunstancias que posibilitarían captar fuerzas
sociales, tarea principal de la vanguardia.
Sin embargo, las aspiraciones
revolucionarias sustentadas y asumidas por los grupos armados acerca del papel
de las masas, especialmente de la clase obrera, provenían de un conocimiento
externo de la misma. Para los rebeldes no había duda: era necesario liberar a
los trabajadores de sus opresores, porque dicha fuerza social era incapaz de
hacerlo. De ahí la importancia de encarnarse como su vanguardia. Las visiones
alusivas a la incorporación de grandes y combativos contingentes proletarios
que engrosarían sus filas son recurrentes. En este sentido, las ciudades y su
concentración fabril les proveerían “una dirección obrera que hará de la lucha
una radical transformación económica y social”.[32]
Esa
extraordinaria perspectiva, tendiente
a estimular una representación social donde obreros y
campesinos se incorporan al movimiento guerrillero y se alzan contra el
régimen, era la cúspide del proceso armado, pilar que indiscutiblemente los
llevaría a la victoria “cuando el pueblo arranque a los opresores sus armas y
las use contra ellos en todas partes, en la ciudad y en el campo”,[33]
bajo la certera premisa de que “en cualquier lugar hay un posible militante”.[34] Pero la distancia entre sus
concepciones y la realidad era abismal. Particularmente la clase obrera fue más
proclive al reformismo gradual que al advenimiento revolucionario. Ésta no sólo
hizo caso omiso al llamado; por el contrario, su eventual incorporación al
movimiento, tal como lo postulaban las organizaciones político-militares, nunca
se materializó: “La visión fantástica de una insurrección inminente, del
levantamiento popular armado a corto plazo y del inevitable desmoronamiento del
poder burgués condujo a los guerrilleros prácticamente al enfrentamiento
suicida, a la acción desesperada y/o, en el mejor de los casos, a la prisión
política” (Alonso, 2000: 64).
Desviaciones
De acuerdo con algunos de sus
militantes, las dinámicas internas que revistieron el proceso guerrillero
condujeron a posturas que enmarcaron como desviaciones (Salcedo, 2005:
104-108). Sin embargo, como menciona Vezzetti para el caso argentino: si el
escenario de los conflictos es concebido como una guerra, es su ejercicio (o un
remedo de él) lo que necesariamente va a prevalecer […] la guerra sepultaba a
la política (Vezzetti, 2013: 64). No obstante, esas facetas llevaron la lucha
armada a un callejón sin salida y, a la larga, acabaron con los grupos (Alonso,
2000: 86).
En
primer lugar, como vanguardias, las organizaciones guerrilleras que aspiraban a
orientar y a dirigir los movimientos de masas hacia su “objetivo histórico”
estuvieron lejos de alcanzar dicho objetivo. Por el contrario, sus líneas de
acción las colocaron en una perspectiva tendiente a desplegar una política
sectaria. Lo anterior como forma de protección y blindaje contra la represión,
la vigilancia y la infiltración de la policía política. De igual manera, el
reclutamiento estricto y riguroso de sus eventuales militantes exacerbó tal
noción y creó un perfil elitista en las diversas militancias. La guerrilla urbana, bajo su propia
óptica, debía estar integrada por personas de la más alta conciencia
revolucionaria y de disciplina férrea,[35]
siempre con la premisa de estar formando una base seleccionada y segura para
iniciar el ciclo revolucionario ascendente.[36]
Otro
elemento que contribuyó en gran medida a la exacerbación social de la población
en el país contra la guerrilla fue el militarismo. Tal perspectiva se afirmaba
desde la incorporación activa.[37]
En ella subyacía una noción de certeza en las acciones armadas que, al oscilar
al borde de la criminalidad, los distanciaron de personificarse como defensores
del pueblo. Así, ante el desenvolvimiento y las vicisitudes del proceso, los
grupos guerrilleros, de acuerdo con Sergio Hirales, exmilitante de Los
Procesos, se “divorciaron cada vez más del pueblo” y se fueron sumiendo más en
su dogmatismo “fanático
casi religioso” (Alonso, 2000: 97). Asimismo, el voluntarismo
como motor de la historia, creencia que los llevó a vislumbrar la acción
guerrillera como el medio para implantar el socialismo, al igual que el
espontaneísmo, es decir, la precipitación en algunas de sus actividades sin la
planeación necesaria, resultaron contraproducentes y diametralmente adversas a
la causa.
Otro punto interesante que merece
la pena ser destacado radica en las concepciones que esbozaron entre sí los
diversos militantes de las distintas organizaciones armadas. A pesar de
compartir una misma lucha, la forma en que se definían fue distinta. Durante
los primeros signos de vida de las guerrillas urbanas en el entorno regiomontano,
éstas se enfrascaron en una dicotomía insondable. Los contrastes más
ilustrativos de este periodo ocurrieron particularmente entre las principales
agrupaciones estudiadas: Los Procesos y las FLN. De
acuerdo con Cedillo:
En versión de José
Luis Sierra Villareal, exmilitante de Los Procesos, sus homólogos de las FLN eran percibidos como una
organización particularmente sectaria: “eso del Hermano Pedro nos sonaba como a que eran Cristo y sus apóstoles”,
en alusión al elitismo y estrechez del grupo. Por su parte, al cancelar la
acción directa, estos últimos fueron “rechazados por sus congéneres quienes los
catalogaban como unos fresas armados” (Cedillo, 2008: 229-237).
Conclusión
Este trabajo adelanta un esfuerzo por analizar la experiencia
del movimiento guerrillero en función de la perspectiva de los protagonistas
del proceso armado. Se ha examinado la particular visión del mundo que
desplegaron dos organizaciones de guerrilla urbana en el entorno regiomontano
durante la primera mitad de la década de los setenta del siglo XX, la cual contribuyó a ordenar y a dar
sentido a sus comportamientos. También se ha puesto en consideración las
implicaciones y transformaciones de quienes asumieron el desafío de
incorporarse a la militancia armada.
A partir de un estudio de caso, y a
manera de autorretrato, se mostró no sólo lo que los guerrilleros urbanos
pensaban, sino cómo lo pensaban, la forma en que construían su realidad, cómo
le dieron significado y le infundían emociones a partir de los textos y
comunicados confidenciales que difundían entre sus militantes. Estos documentos
operaban como dispositivos que eran generadores de creencias y de ideas, al
igual que identidades sociales en el interior de las comunidades armadas.
Una consideración importante estribó en la configuración de
los imaginarios sociales que desplegó la guerrilla urbana. A grandes rasgos,
posibilitaban exaltar la virtud, la justicia, el heroísmo, el sacrificio
abnegado y la disciplina, aunque también están generados a partir de un
discurso de violencia revolucionaria, terror e infiltración policiaca. Esta
perspectiva permitió examinar los principales presupuestos, los repertorios de
acción y los proyectos revolucionarios, al igual que las concepciones y las
aspiraciones del movimiento armado.
En síntesis, desde nuestra perspectiva, los diversos proyectos
construidos por los insurrectos, agrupados tanto en las Fuerzas de Liberación
Nacional como en Los Procesos, constituyeron un indicativo de la capacidad de
estos actores para desarrollar estrategias y reelaboraciones de carácter
político como mecanismo de ajuste contra la violencia autoritaria del régimen
en pro de buscar la irrupción de un nuevo orden social.
Aceptado el 17 de octubre de 2017
Referencias
Archivos
Archivo General del Estado de Nuevo León (AGENL).
Archivo General de la Nación (AGN),
galerías 1 y 2.
Entrevistas
Edna Ovalle, Ciudad de México, 28 de agosto de 2013.
Severo Iglesia González, Monterrey, Nuevo León, 21 de mayo de
2014.
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[1] Doctorante de
Centro Universitario de ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de
Guadalajara hector.dairn02@gmail.com
[2] En los casos de
Los Macías y la Liga de Comunistas Armados, es altamente probable que las
formas de crear y sociabilizar sus ideas respondieran a otros patrones de
comunicación como la priorización de la oralidad sobre la escritura y de la
acción directa sobre el discurso escrito. Esto no niega que tuvieran un
proyecto político concreto.
[3] De acuerdo con Baczko, los
imaginarios sociales son “referencias específicas en el vasto sistema simbólico
que produce toda colectividad y a través del cual ella se percibe, se divide y
elabora sus finalidades. De este modo, a través de estos imaginarios sociales,
una colectividad designa su identidad elaborando una representación de sí
misma; marca la distribución de los papales y las posiciones sociales; expresa
e impone ciertas creencias comunes, fijando especialmente modelos formadores”
(Baczko, 1999: 28).
[4].De acuerdo con
Laura Castellanos, deben su nombre al documento titulado Proceso .revolucionario, difundido meses antes de
la ruptura definitiva entre Ramos Zavala y el PCM
durante el III Congreso Nacional de las Juventudes Comunistas, efectuado en Monterrey,
en diciembre de 1970, en el cual se tachaba a la dirección del pc de burguesa y burocrática, en .contraposición con
una “fuerza auténticamente revolucionaria y crítica”, y a la cual exhortaba a
tomar la .vía
armada. Véase Castellanos (2007: 184).
[5] AGN, Dirección Federal de Seguridad (en
adelante DFS), Fondo Fuerzas de
Liberación Nacional, Informe Confidencial
Exclusivo de las FLN, marzo de
1970, pp. 14-15.
[6] AGN, DFS, Fondo César Germán, Comunicado confidencial FLN, s/f, p. 21.
[7] Ibid., p. 22.
[8] Idem.
[9].Ibid., p. 19.
[10] AGN, DFS, Fondo César Germán, Comunicado confidencial FLN,
6 agosto de 1970, p. 30.
[11] Idem.
[12] Idem.
[13] Ibid., 8 octubre de 1971, p. 36.
[14] Ibid., s/f, p. 20.
[15] Ibid., 8 octubre de 1971, p. 37.
[16].Idem.
[17] AGN, DFS, Fondo Fuerzas de Liberación Nacional, Informe Exclusivo FLN, Red Local, marzo de 1970, p.
17.
[18] AGN, DFS, Fondo César Germán, Comunicado a todos los miembros de las FLN, s/f, p. 19.
[19] Entrevista
realizada a Edna Ovalle (exmilitante de las LCA)
en el Distrito Federal, el 28 de agosto.de 2013.
[20] AGN, DFS, Fondo César Germán, Comunicado a todos los miembros de las FLN, s/f, p. 22.
[21] Ibid., p. 20.
[22] Ibid., s/f, p. 19.
[23] AGN, DFS, Fondo Liga de Comunistas Armados, Tarjetas,
expediente 11-219-72, legajo 2, p. 99.
[24] AGN, DFS, Fondo Fuerzas de Liberación Nacional, Informe Exclusivo FLN, Red local,
marzo de 1970, .p. 17.
[25] AGN, DFS, Fondo Fuerzas de Liberación Nacional, Comunicado a todos los miembros de las FLN, 9 de octubre de 1980,
expediente 009-011-005, legajo 1, p. 1.
[26].AGN, DFS,
Fondo César Germán, Comunicado
confidencial FLN, 6 agosto de
1970, p. 32.
[27]. Ibid., p. 25.
[28] Idem.
[29] Ibid., s/f, p. 38.
[30] AGN, DFS, Fondo Fuerzas de Liberación Nacional, Primera comunicación FLN, 31 de agosto de 1969, expediente 11-212-74, legajo
11, p. 2.
[31] AGN, DFS,
Fondo César Germán, Comunicado
confidencial FLN, 6
agosto de 1970, pp. 31-32.
[32] Ibid., p.
36.
[33] AGN, DFS, Fondo Fuerzas de Liberación Nacional, Red Local, marzo
de 1970, p. 19.
[34] AGN, DFS, Fondo César Germán, Comunicado confidencial FLN,
s/f, p. 25.
[35] AGN, DFS, Fondo Fuerzas de Liberación Nacional, Informe Exclusivo FLN Red Local, marzo de 1970, .p. 16.
[36] AGN, DFS, Fondo César Germán, Comunicado confidencial a todos los miembros FLN,
p. 25.
[37] AGN, DFS, Fondo Fuerzas de Liberación Nacional, Informe Exclusivo FLN Red Local, marzo de 1970, .p. 10.