El rock en México: un
camino inesperado hacia la forma natural del mundo de la vida
Rock in Mexico: An Unexpected Path toward a
Natural Form of Life
RESUMEN
En este artículo se analizará la influencia
del rock en México, no sólo como una alternativa al nacionalismo
revolucionario, sino también a la modernidad capitalista, contexto tanto
fáctico como ontológico del que forma parte la realidad nacional mexicana. Para
comprender el significado del rock en sus primeros 15 años de existencia en
México, se examinará cómo este movimiento sociocultural, del cual se apropió la
juventud mexicana, llegó a ser no sólo una presencia heterogénea disruptiva y
(re)constituidora dentro del discurso hegemónico revolucionario, sino también
una presencia de la que se deriva una posible forma de vida social
poscapitalista.
ABSTRACT
This
article analyzes the influence of rock in Mexico as an alternative not only to
revolutionary nationalism, but also to capitalist modernity, a factual and
ontological context of which Mexican national reality is a part. To understand
the significance of rock in its first 15 years of existence in Mexico, it looks
at the ways in which this sociocultural movement appropriated by Mexican youth
became not only a disruptive, heterogeneous, and (re)constituting presence
within revolutionary hegemonic discourse, but also one that gives rise to a
possible form of post-capitalist social life.
PALABRAS CLAVES
Rock; hegemonía; heterogeneidad; valor de uso; ethos
barroco; lo sagrado
KEYWORDS
Rock;
hegemony; heterogeneity; use-vale; baroque ethos; the sacred
Introducción
La historia del rock en México revela que éste,
como una fuerza social involuntaria, llegó a representar una alternativa a una
cultura posrevolucionaria opresiva. Según los hechos históricos, poco después
de su aparición en la década de 1950, el rock se volvió una práctica cultural
controvertida, despreciada o malentendida por varios sectores de la sociedad
mexicana. Esto tiene que ver en parte con el hecho de que desde el punto de
vista de muchos, la estética roquera adoptada por jóvenes mexicanos significaba
la cooptación de estos sujetos sociales por parte de la cultura estadounidense,
constituyendo una especie de traición a la patria, un abandono de la “esencia”
identitaria nacional. Sin embargo, esta mirada fue demasiado reduccionista. El fenómeno
del rock no solo contribuyó a la liberación de prácticas culturales con
residuos decimonónicos, sino que también ayudó a cambiar el entorno cultural y
social del país.
La segunda mitad del
siglo XX se destaca por ser una época en que los jóvenes llegan a hacer
importantes contribuciones en los ámbitos de la cultura, de la intelectualidad
y también de la política. Para dar un ejemplo: en la década de 1960, escritores
jóvenes influenciados por el nuevo Zeitgeist
estimulado por el rock y la contracultura, entre los cuales sobresalen José
Agustín y Gustavo Sainz con sus respectivas novelas La tumba (1964) y De perfil
(1966), del primero, y Gazapo (1965),
del segundo, coadyuvaron a transformar el panorama literario, ampliando su
temática y haciendo del mismo un espacio de expresión artística menos
exclusivista. Esto, por un lado. Por otro, el rock también fue una alternativa
a un fenómeno más amplio que determinaba y determina la vida social mexicana:
la modernidad capitalista. Con el fin de entender el significado del encuentro
que se dio entre el rock y la realidad nacional en México y, más importante aún
para este estudio, el que se dio entre aquel y lo que Bolívar Echeverría
denomina el ethos barroco, subyacente
en la sociedad a pesar de su interpelación continua por parte del estado, no sólo
se analizará cómo este movimiento sociocultural del que se apropió la juventud
llegó a ser una presencia heterogénea disruptiva y (re)constituidora dentro del
discurso hegemónico revolucionario, sino que también se examinará cómo de esta
presencia se deriva una posible forma de vida social poscapitalista. El análisis partirá de una cadena teórica entre ciertas
oposiciones conceptuales, aplicables tanto al rock y a la realidad mexicana
como a ambos juntos, que establecen Ernesto Laclau, Bolívar Echeverría y
Georges Bataille, al tratar éstos de lidiar con las exigencias de la modernidad
predominante en diferentes planos de la realidad, particularmente el político,
el económico y el del mundo de la vida.
Más allá del esencialismo discursivo
A principios de la década de 1970, aseveró
Carlos Monsiváis, criticando a la contracultura mexicana de inspiración
anglosajona, que
si a los jipitecas les importa disolver el
modo de vida más pregonado en México, el de las clases medias, fracasan al no
captar que a la imitación no se le opone la imitación en un medio donde el
proceso colonial ha ido de la admiración elitista por la cultura francesa o
inglesa a la admiración multitudinaria por Norteamérica (Monsiváis, 1977: 237).
El significado de las palabras de Monsiváis no
carece de sentido para la época, un momento en que se buscaba a conciencia una
identidad latinoamericana y se recelaba de la penetración o imperialismo
cultural estadounidense. No obstante, una de las propuestas que se plantean
aquí es que, en México, el rock llega a sufrir cambios significativos por
mediación del ethos barroco que,
según Bolívar Echeverría, es “una estrategia de construcción del ‘mundo de la
vida’” (Echeverría, 2000: 12), que tiene como uno de
sus recursos constitutivos “la estrategia del mestizaje cultural” (Echeverría,
2000: 56). De modo que la cultura roquera que se trasplantó, aun cuando haya
provenido del centro mundial del capitalismo moderno, no fue una simple
imitación. El rock tendría que hibridarse con el mundo de la vida mexicana y,
de esa manera, terminaría reconquistado, cobrando un nuevo sentido, de acuerdo
con lo que escribe Echeverría sobre la estrategia barroca de mestizar (o
hibridar) (Echeverría, 2000: 181-182).
Como señala Eric Zolov,
el rock en México empezó siendo imitativo y luego se hicieron esfuerzos por
hacer un rock considerado auténtico. La idea de autenticidad, al principio, era
cantar en inglés, mientras que los que tocaban temas llamados “refritos”
(éxitos de rock originalmente en inglés) cantaban en español. Sin ser
conscientes de ello, los dos grupos estaban haciendo lo que Zolov afirma
sugiere el término “refrito”: “notions of reappropriation and making anew” (Zolov,
1999: 72). Esta aserción de Zolov apunta a un proceso de mestizaje cultural.
Los jóvenes roqueros mexicanos, pudiendo apenas evitar la influencia del mundo
anglófono, tradujeron de acuerdo con su horizonte vivencial, ligando de esa
manera su contenido a un proceso histórico –la modernidad barroca– que la modernidad
capitalista (básicamente interiorizada como natural en el mundo anglosajón y en
proceso de hegemonizar el mundo entero) relegó al olvido. No obstante, la
expresión óntica del rock en México, por más que se mestizara culturalmente, llegó
a desafiar simbólicamente otro tipo de mestizaje, el “significante maestro”
sobre el que, según Pedro Ángel Palou, el “Estado mexicano se consolida
ideológicamente” (Palou, 2014: 14). De acuerdo con el psicoanálisis lacaniano y
sus desarrollos posteriores en otros campos, concretamente la filosofía
política, el “mestizaje” no sólo pertenece al orden simbólico –de los
significantes en un sentido amplio–, sino al imaginario en el que, como objet petit a, el estado es positivado
(Glynos y Stavrakakis, 2004: 208), es decir, encarnado. Así que los roqueros,
al no reflejar el paradigma simbólico-imaginario de mestizaje proyectado por el
estado, constituirían una amenaza dentro del espacio discursivo hegemonizado
por el mismo.
Volviendo a la
categoría del mestizaje en términos más generales, afirma Echeverría que “si
hay historia de la cultura, es justamente una historia de mestizajes” (Echeverría,
2000: 81). Sin embargo, más allá de la especificidad histórica que implica
“mestizaje cultural”, se piensa que el término “hibridez” (pese al desgaste que
ha sufrido por parte del posmodernismo), que también describe “procesos de
imbricación, de entrecruzamiento, de intercambio de elementos de los distintos
subcódigos que marcan […] diferentes identidades” (Echeverría, 2000: 81), será
más útil para referirse al mismo fenómeno óntico-ontológico, pues el mestizaje cooptado
por el estado nacional forma parte de lo que Roger Bartra denomina el “canon
del axolote” (Bartra, 2007: 21), de cuyo “arquetipo melancolía/metamorfosis, se
ha aprovechado ampliamente” (Bartra, 2007: 194). Como bien se sabe, esta
oposición entraña una serie de otras como “barbarie vs. civilización, campo vs.
ciudad, feudalismo vs. capitalismo,
estancamiento vs. progreso, hombre
salvaje vs. hombre fáustico, religión
vs. ciencia, Ariel vs. Calibán, comunidad vs. sociedad, subdesarrollo vs. desarrollo” (Bartra, 2007: 193). De
cada dos categorías, en el mestizaje ideológico predomina la primera. La figura
del mestizo interiorizada en el cuerpo social entorpece la perspectiva de
“metamorfosis” del mismo, lo cual supondría trascender del esencialismo
impuesto por aquella. Pero el mestizaje entendido como hibridez rehabilita la
potencialidad de este, haciendo de él lo que hizo Malintzin al intermediar
entre los pueblos originarios de México y los conquistadores españoles,
que consistiría en un comportamiento activo
–como el de los hablantes del latín vulgar, colonizador, y los de las lenguas
nativas, colonizadas, en la formación y el desarrollo de las lenguas romances–
destinado a trascender tanto la forma cultural propia como la forma cultural
ajena, para que ambas, negadas de esta manera, puedan afirmarse en una forma
tercera, diferente de las dos (Echeverría, 2000: 25)
Los mismos procesos que describe el vocablo
“hibridez” fueron y siguen siendo no sólo una forma de supervivencia, sino
también de resistencia, al poder reconfigurar los discursos que hegemonizan diferentes
coyunturas históricas. De modo que para pensar en los distintos tipos de
mestizaje de orden cultural que se pueden efectuar en una región como México,
que exceden lo que convencionalmente implica conceptual y fenoménicamente el
mestizaje, que es el que acapara el estado mexicano, se insistirá en la voz
“hibridez”, la cual dará cuenta de cómo el rock llegó a constituirse como una
presencia antagónica y heterogénea, y lo que esto supone no sólo en términos sociopolíticos,
sino también frente a la modernidad capitalista. Cabe añadir, además, que la
idea del mestizaje, más allá de la cooptación por parte del estado, ha sido
naturalizada por el proceso de la conquista y de la colonización del Nuevo
Mundo, de tal modo que la hibridez del mestizaje no representa una amenaza para
el orden de diferencias sedimentado en la región referida. Pero lo híbrido, que
mantiene el sentido de algo impuro, es una presencia incómoda y, como tal, es
una expresión de la realidad que el campo simbólico no puede abarcar. Refleja los
límites inherentes a éste. Uno de los aspectos fundamentales del rock, que transgrede
la hegemonía discursiva del estado, es su hibridez.
Ahora bien, falta
definir las nociones de “hegemonía”, “antagonismo” y “heterogeneidad” que, como
en el caso de hibridez, serán articuladas con otros conceptos afines o complementarios,
en este caso, los de Bataille y Echeverría. Se comenzará por la categoría de
antagonismo, dando a conocer primero su elaboración inicial por parte de
Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en Hegemony
and Socialist Strategy (1985) y luego su reformulación por parte de Laclau
a partir de su libro New Reflections on
the Revolution of our Time (1990). En la primera concepción, sostienen
Lacau y Mouffe que “en el caso del antagonismo nos encontramos con […] la
presencia del Otro [que] me impide ser totalmente yo mismo” (Laclau y Mouffe,
1985: 168). De modo que el antagonismo representa un límite a la identidad.
También sirve para establecer una división dicotómica en el espacio social (Laclau,
2004: 318). Hay que aclarar, sin embargo, que cuando Laclau replantea el
antagonismo de este modo, la idea de la dislocación toma su lugar, la cual
representa el límite de las formaciones discursivas, constitutivas a su vez de
las formaciones hegemónicas. Cabe señalar que, según Laclau, la dislocación es
“cread[a] en la realidad social por la presencia de lo Real” (Laclau, 2008: 24),
este último concepto introducido por Jacques Lacan, que significa “lo que
resiste absolutamente a la simbolización” (Lacan, 2006: 110). Se piensa aquí
que lo real es problemático, en vista de que es supuestamente inaccesible a la
simbolización. Judith Butler, en su crítica a esta noción tal como la usa Slavoj
Žižek (en conformidad con Lacan), que entraña una rehabilitación de la misma, manifiesta
que “suponer que lo real es una forma de resistencia [simbólica] continúa
siendo un modo de predicarlo y asignarle a lo real su realidad” (Butler, 2002: 292).
Se puede entender lo real como la realidad en cuanto tal, pues, como asegura
François Roustang a propósito de este concepto lacaniano, “está intrínsecamente
ligado a la epistemología de la ciencia” (Roustang, 1989: 69), la cual se
construye partiendo de una comprensión exacta de lo que existe. Se concluye,
por tanto, que lo real sí es simbolizable, pero que se resiste a la integración
en la lógica diferencial del discurso. Esto, sin embargo, no quiere decir que
no está en contacto con ella, como implica el nudo borromeo compuesto por los
órdenes de lo simbólico, lo imaginario y lo real. Y si este nudo significa el
enlazamiento intrínseco de estas tres dimensiones para el sujeto y para el
campo social, las formas de referirse a lo real (siempre incompletas) tienen
que ser inagotables.
Volviendo a la idea de
la hegemonía elaborada por Laclau y Mouffe a mediados de los ochenta, explica
David Howarth que este
is predicated on a poststructuralist theory of discourse, in which
discourse is first and foremost a kind of social practice that links together
and modifies heterogeneous elements in changing historical formations. The
outcomes of such practices are discursive formations, in which the linkages
between the elements of these systems are relational and differential.
Discursive formations are finite, uneven and incomplete. Both as a practice and
as an incomplete system of related moments, discourse thus presupposes a world
of contingent elements […] which can be linked together in various ways
(Howarth, 2014: 10).
Pero en el modelo de hegemonía desarrollado
por Laclau años más tarde, impulsado principalmente por las críticas de Žižek,
all social relations are built upon a fundamental “structural
undecidability” or “lack” that can never be fully sutured. At best, these gaps
in a symbolic order are rendered visible by dislocatory events that can be
symbolized in different ways. One such symbolization is achieved by the
construction of social antagonisms that divide the social into opposed camps;
other symbolizations may pre-empt or contain such antagonistic constructions.
The struggle for hegemony is now conceived in terms of the production of “empty
signifiers”, which function to represent the “absent fullness” of an ontologically
lacking social order (Howarth, 2014: 11).
En esta modificación conceptual de la
hegemonía laclauiana, esta no deja de ser articulatoria y discursiva. No
obstante, el papel desempeñado por lo real en cuanto dislocación y
heterogeneidad –en las que se vislumbra la escisión (incompletitud) constitutiva
de lo social– llega a ser fundamental (imbricado, como se verá aquí, con la
discursividad y, por ende, fenomenológicamente captable, aunque sea de modo
fragmentario o parcial). La dislocación que amenaza o remueve el orden
simbólico implica heterogeneidad, pues, como escribe Laclau en La razón populista (publicado
originalmente en inglés, en 2005), “la heterogeneidad no significa
diferencialidad”, esto es, los significantes diferenciales (no antagónicos) que
circulan en la vida social, sino “la expresión de una dislocación sistémica” (Laclau,
2005: 151). Se entiende esto como la diferencia en cuanto tal, como aquello que
es desterrado y mantenido a raya o que no es mensurable debido a los límites
naturales de la percepción, el conocimiento y el discurso. Pese a que Laclau,
al introducir el concepto de la dislocación, redefine el antagonismo como parte
de una construcción discursiva, aquí se sigue a Lasse Thomassen, quien propone
que el antagonismo no es necesariamente una parte constitutiva (o fundamental)
de la hegemonía, sino más bien que tiene grados de expresión y puede tanto
suprimir como externalizar la heterogeneidad (Laclau, 2005: 290, 305). La
lógica del capitalismo moderno, por ejemplo, ha demostrado esto, pues ha
logrado atajar una oposición arrolladora en su contra a cambio de libertades
ilusorias. Pero en lo que atañe a la introducción del rock en México a mediados
de la década de 1950, la heterogeneidad empieza a expresarse en lo real del
injerto cultural de los estilos y las actitudes practicados por los jóvenes
estadounidenses (de camino a la subversión social) y en las desviaciones de los
valores –las buenas costumbres– avalados por el estado revolucionario: “recato,
timidez, prudencia, amor a las tradiciones, respeto por el hogar, sacralización
de las Señoritas, espiritualidad ilusionada” (Monsiváis, 2011: 49) y no se diga
el patriarcalismo y el paternalismo estatal.
Cuando el rock llega a
formar parte del mundo simbólico mexicano hegemonizado por el estado no sólo genera
una ruptura en el discurso nacional, sino que también lo obliga a ser
redefinido. Aunque terminó usando tácticas represivas, el estado mexicano tuvo
que resignificarse, expandiendo su función como significante vacío (PRI) y cada
vez más “transform[ando] su particularidad en el significante de una totalidad
sistémica ausente” (Laclau, 2008: 80). Nunca llegó a construirse como una
(contra)hegemonía pero, en términos laclauianos, la contracultura mexicana como
mínimo manifestaría una demanda. Según José Agustín, a partir de “la segunda
mitad de los años cincuenta” (Agustín, 2007: 15), se buscaba en México “vías
que expresaran la profunda insatisfacción ante esa atmósfera anímica cada vez más
contaminada, que encontraran nuevos mitos de convergencia o, en el caso de los
jóvenes, que descargasen la energía acumulada y representaran nuevas señas de
identidad” (Agustín, 2007: 16), algo proporcionado por el rock y por la
contracultura en términos generales. Pero este malestar descrito por Agustín puede
ser algo más que una “demanda”, y sugerir que lo que exige la juventud mexicana
no sea una nueva formación hegemónica, sino otra finalidad.
La heterogeneidad divisada
en las costuras del sistema social hegemónico debido al surgimiento de las
inquietudes de la juventud mexicana canalizadas por la cultura del rock implica
lo siguiente: 1. la sociedad
constituida en torno al discurso del estado revolucionario supone una
homogeneidad social (de diferencias semióticas relativamente fluidas) que contiene
las interacciones simbólico-materiales dentro de los parámetros establecidos
por el espacio social hegemonizado, 2.
un momento de dislocación (heterogeneidad) social vislumbrada en la “necesidad
dionisiaca” (Agustín, 2007: 86) de la contracultura no necesariamente de crear
una nueva hegemonía, pero sí de conectar con lo sagrado (la reconstitución de
lo social) que, según Bataille, tiene dos aspectos –el “mundo profano [que] es
el de las prohibiciones” y el de las “transgresiones limitadas”, esto es, “el
mundo de la fiesta, de los recuerdos y de los dioses” (Bataille, 1997: 72)– y 3. la posibilidad de radicalizar el ethos barroco, pues afirma Echeverría
que “no es […] un ethos
revolucionario: su utopía no está en el “más allá” de una transformación
económica y social, en un futuro posible, sino en el ‘más allá’ imaginario de
un hic et nunc insoportable
transfigurado por su teatralización” (Echeverría, 2000: 16). Es preciso aclarar
este punto. Echeverría establece que “en el ethos
barroco se encuentra una afirmación incondicional de la forma ‘natural’ de la
vida social; pero en él, por el contrario, tal afirmación tiene lugar dentro
del propio sacrificio de esa forma ‘natural’; la positividad –el valor de uso–
se da a través de la negatividad –la valorización del valor económico” (Echeverría,
2000: 91). Cabe destacar que el valor de uso –“la forma natural del proceso
social de producción y consumo”– es un “proceso de intercambio material y
semiótico” para el filósofo ecuatoriano (Gandler, 2008: 269). Ahora bien, en
teoría, la utopía del ethos barroco en
el más allá es trasladable al más acá al articularse con el “vivir en tiempo presente” del rock (Frith,
2014: 187). Es equivalente al ‘“ahora” del valor de uso” propio de este ethos (Echeverría, 2000: 172). La
factibilidad de esta utopía tampoco podría prescindir de la transversalidad
social del rock, como describe Héctor Castillo Berthier:
Entre los factores que han permitido la
permeabilidad social del rock entre los distintos estratos sociales está el
elemento de la llamada “transnacionalidad”, que impide ligarlo a un solo país […]
También debemos mencionar el aspecto “transclasista” del rock, que no ha
respetado clases sociales y que ya, en su análisis histórico, conserva la
esencia de los distintos estratos por donde pasa, muda su imagen, cambia sus
propuestas y legitima ese tránsito en las escalas de ascenso y descenso social,
siempre terminando por vincularse a algo esencial para todos los grupos
sociales: su realidad (Castillo, 2010: 27).
Si es transnacional, el rock puede ser tan
mexicano como norteamericano o inglés. Si es transclasista, puede unir clases
que de otra manera no se daría. Pues bien, a diferencia del ethos barroco latinoamericano, que se
mestiza como una forma tanto de supervivencia y resistencia por parte del
oprimido como de preservar los elementos fundamentales de la vida social de dos
mundos enfrentados (el de los extraños en su propia tierra y el de los extraños
en tierra ajena), creando algo nuevo que, sin embargo, opera en segundo plano, el
rock combina elementos de tal manera que produce un sujeto social que se desvía
de las normas establecidas (de la “economía política” del estado y de las
prácticas normativas de producción y consumo) en primer plano, es decir,
explícitamente. La hibridez semiótica del rock (donde se cruzan las culturas
negra, blanca e hispana de Estados Unidos), al entrecruzarse con el ethos barroco, tiene (al menos) la
capacidad de convertir el sacrificio de la forma natural en un proceso cuyo
efecto cualitativo pasa de lo imaginario al plano de la actividad social en
primer plano. Y aunque el rock es “un medio para relacionarse y comprender el
entorno” (Salas, 1988: 87), que se traduce como rebelión contra el mundo de los
adultos para el joven roquero, también es más que eso. El rock en su
heterogeneidad exteriorizada es el caput
mortuum, la falla discursiva, de la sociedad o, más bien, de lo social. Dick
Hebdige, en su importante estudio sobre las subculturas británicas de posguerra
asociadas con diferentes variantes del rock, Subculture: The Meaning of Style (1979), describe mediante Jean
Genet el efecto de la (sub)cultura roquera –una de cuyas modalidades, cabe señalar,
es ser callejera– en el espacio social: “Por un lado, advierten al mundo ‘normal’
de los peligros de una siniestra presencia –la de la diferencia
[heterogeneidad]– y atraen sobre sí vagas sospechas, risas incómodas, ‘iras
virulentas’ y mudas’” (Hebdige, 1979: 15). Este caput mortuum, término usado por Lacan en El seminario sobre “La carta
robada” y que, como explica Laclau, es “el residuo dejado en un tubo
después de un experimento químico” (Laclau, 2005: 176), representa un desafío a
la economía política del estado moderno, cuya “modernidad”, distinguida
claramente en el siglo XVIII como fenómeno, radica en el entrecruzamiento entre
las nuevas formas emergentes del capitalismo y el control de la masa humana que
constituiría a la población nacional. Michel Foucault manifiesta al respecto que
“los problemas m[á]s específicos de la vida y la población se plantearon en el marco
de una tecnología de gobierno que […] no dejó de estar recorrida desde fines
del siglo XVIII por la cuestión del liberalismo [económico]” (Foucault, 2008: 366).
Y esos problemas específicos de la vida y de la población son “salud, higiene,
natalidad, longevidad, razas…” (Foucault, 2008: 359). Pero, de acuerdo con
Laclau, la economía política no puede ser sólo un asunto numérico-estadístico,
pues inherente al campo social en que opera es la discursividad que le confiere
sentido.
Esta es una dimensión
que el estado mexicano ha explotado a tal punto que el panista Carlos Castillo
Peraza llegaría a afirmar que todos llevan a un priista dentro. María Scherer
Ibarra y Nacho Lozano, por cierto, han publicado un libro titulado El priista que todos llevamos dentro
(2016) que, a través de entrevistas a 37 figuras de diversos ámbitos, exploran
este fenómeno ideológico. Bartra, por ejemplo, sostiene: “Refleja la presencia
en México, así la entiendo yo, de una cultura priista profundamente enraizada y
extendida […] Yo haría un paralelismo con el pensamiento de Perón. El peronismo
en Argentina es también una cultura política muy extendida y muy enraizada, y
se podría decir que cada argentino tiene un ‘peroncito’ en la cabeza” (Bartra,
2002: 114-115). Esto va más allá de si uno se identifica políticamente con el
partido en cuestión o no. Se trata del arraigamiento de una hegemonía
político-cultural-discursiva que homogeneiza el campo social, determinando
(naturalizando) las equivalencias y diferencias dentro del mismo. A grandes
rasgos es la jaula de la melancolía.
El ethos barroco coexiste con este
fenómeno, resistiéndose, dentro de la dimensión imaginaria mencionada por
Echeverría, a la economía política del estado moderno por medio del sacrificio
de los objetos que constituirían el mundo de la vida anterior a la saturación
de la vida social por parte de aquella. El rock, por otra parte, con su “dark
poetry and surging Dionysian rhythms” (Paglia, 1993: 19-20), a decir de la polémica
Camille Paglia, está ligada a la inconmensurabilidad de lo dionisiaco y, por
ende, a lo real, de modo que transgrede (aunque sea inconsciente o
semiconscientemente) los parámetros establecidos por la hegemonía
político-nacional. Y el rock, al barroquizarse en el contexto mexicano, acerca
el ethos barroco al plano de la
realización material. Así que la cultura roquera, tanto en México como en
Estados Unidos o en Inglaterra, por más que no implique un proyecto
político-social en sí, potencia tendencias políticas desde las pulsiones, pues,
al permanecer fiel a sus raíces dionisiacas y al cumplir sólo parcialmente las
exigencias de la industria cultural, el rock, para usar las palabras del investigador
chileno Fabio Salas, “pasa a ser una moderna ceremonia dionisiaca donde la
sensualidad, la violencia, el sexo, la política, el cuerpo, el culto al placer,
el satanismo, la comunión e incluso la religión se interrelacionarán
continuamente entre sí en una simbiosis que […] pasará a constituirse en un ritual
cotidiano” (Salas, 1998: 27). Esta caracterización demuestra cómo el rock
canaliza lo heterogéneo, entre cuyas características, según Bataille, están la
violencia y la desmesura (Bataille, 2003: 147). Las descargas físicas y la
promiscuidad semiótica que permiten el rock subvierten el significado de los
objetos (entiéndase “objeto”, ya sea concreto, abstracto, vivo o inanimado, en
oposición a “sujeto”, el cual puede percibir, definir y/o reaccionar a aquel) constituidos
por la economía política moderna. Así que algo tan aparentemente inofensivo como
“la longitud del pelo”, en cuanto objeto, puede determinar, como lo hizo para
la sociedad convencional de México de la década del sesenta, por ejemplo, “el
sexo o la decencia” (Poniatovska, 1971: 23) de un joven que lleve el cabello
largo, elemento de estética corporal común en la gama de sujetos
contraculturales sesenteros.
Se puede argumentar
que la contracultura a nivel mundial no sólo fue una liberación de las
convenciones arraigadas en el siglo anterior a su aparición, sino también una
reacción visceral a la biopolítica generada y difundida por el estado nacional y
por la economía del capitalismo moderno. Jürgen Habermas establece, a propósito
de Bataille, que este “quiere superar el subjetivismo que cubre al mundo con su
poder reificante y lo petrifica en una totalidad de objetos susceptibles de
control y utilización técnica y sometidos a los dictados de la economía
[política y capitalista]” (Habermas, 1993: 257). Se piensa aquí que la
contracultura quiere hacer lo mismo, esto es, dinamitar el avance hacia una
sedimentación biopolítica encabezada por el estado nacional. Esta reacción
visceral al nuevo proyecto civilizatorio que empieza a vislumbrarse después de
la segunda posguerra mundial se puede explicar en términos de lo real. Por
ejemplo, reflexiona Monsiváis, a propósito del discurso de Gustavo Díaz Ordaz
del primero de agosto de 1968 conocido como “La mano tendida”, dos meses y un
día antes de la matanza de Tlatelolco, que
Díaz Ordaz no intuye, ni podría hacerlo, que a
la efectividad de sus palabras la cancelan factores que incluyen el rock, el
descubrimiento masivo del humor involuntario de los políticos, el culto al
cinismo como categoría ciudadana, el fin de la oratoria como persuasión
puramente acústica, el recién estrenado miedo a la cursilería y el hartazgo
ante la demagogia. En suma, a su eficacia la jubila la modernidad (Monsiváis,
200: 69).
La modernidad capitalista de los años cincuenta
y sesenta, además de traer consigo nuevas libertades, también acarrea nuevas
restricciones. Introduce un mundo cada vez más susceptible a la reificación, a
la muerte de la mística y de lo sagrado y a la posibilidad de volver a
constituir lo social que, para Bataille, se da a través de una interacción
entre el tabú y la transgresión de este (Richardson, 1994: 104). Y si el mundo
no parece haber llegado a eso, puede ser (de hecho, lo es) que el proceso
civilizatorio, a partir de la segunda posguerra mundial, aparente evitar estas
consecuencias. Las tendencias civilizatorias de la segunda mitad del siglo XX,
a pesar de las diferencias visibles entre las sociedades de los mal llamados
“primer” y “tercer” mundo, avanzan en este sentido. El rock, a su manera, lucha
(o luchó) contra esta inclinación de hegemonizar el campo social en beneficio
de una clase dominante sostenida (cada vez más) por la economía política
(regida plenamente en la actualidad por el capital global).
El rock es el producto
de un Zeitgeist, apolítico (¿acéfalo?)
en sí, pero político dentro del marco social que lo vio nacer y propagarse.
Tiene características que, frente a las tendencias de hegemonizar y
homogeneizar el espacio social, poseen una potencia contestataria que se
perfila, por ejemplo, al articularse con posturas manifiestamente políticas (el
rock es parasitario), una posible explicación de su entroncamiento con el
movimiento estudiantil en México. Estos rasgos son la capacidad de hibridarse (la
promiscuidad semiótica, por así decirlo), de franquear clases sociales y
culturas nacionales y la propensión constante a generar una experiencia dionisiaca
(que cruza los límites de lo profano –el ámbito intrascendental de la vida–
para acceder a la esfera de lo sagrado, vivencia necesaria para volver a
encantar el mundo). Y en cuanto a esto último, se piensa que es fundamental
(también) devolver a los objetos que pueblan el mundo de la vida una dinámica
(valor) de uso no constituida en términos de la economía política que, desde
fines del XVIII, supone el cruce entre la gobernación racionalizada (control
social) y la economía de mercado que es parte integrante del capitalismo
moderno. A continuación, se verá cómo el rock se sitúa en las situaciones
sociales mencionadas y aludidas en los primeros 15 años de su introducción en
México y lo que implica.
Involuntariamente político o cómo sacudir un discurso nacionalista
La hegemonía del estado mexicano (como bien se
sabe) no es una simple construcción discursiva, aunque sea parte constitutiva
de la misma. También acude a tácticas represivas. Sin embargo, su manipulación
del campo social desde el aspecto simbólico-imaginario, como es el caso de su
apropiación discursiva del mestizaje (estudiada recientemente por Palau), ha
sido de gran alcance. Para usar las palabras de Bartra, la función simbólica del
estado revolucionario ha sido de
un gobierno estable basado en una estructura
mediadora no democrática capaz de proteger el proceso económico de las
peligrosas sacudidas de una sociedad que albergaba todavía contradicciones de
naturaleza no específicamente moderna. Esta estructura mediadora, en el campo
de la cultura, cristalizó en la formación de la red de imágenes simbólicas que
definieron la identidad nacional y el “carácter del mexicano” (Bartra, 2002: 13).
A pesar de la primacía política del estado
moderno mexicano, su uso de la identidad nacional y el carácter mexicano como manera
de hegemonizar el espacio social no es aceptado sin más ni más, en cuyo caso se
termina recurriendo a la represión directa. Con eso en mente, el campo
simbólico es una vía natural para resistirse al espacio social hegemonizado por
el discurso nacional. De modo que no es sorprendente que una cultura tan
diferente como liberadora como es la del rock sea bienvenida entre la juventud
mexicana de mediados del siglo pasado. Y al absorber el input cultural del rock, los jóvenes mexicanos acabaron adoptando
formas para desprenderse de y erosionar la red simbólica que el gobierno arrojó
sobre la sociedad. La aparición de esta cultura musical, concretamente desde
las dimensiones corporal, lingüística y musical, pero también desde aspectos
más sutiles y profundos, coadyuvó a establecer nuevos límites de lo que es ser
mexicano.
El cuerpo
Uno de los discursos validados por el gobierno,
y que usaba para legitimarse en la década de 1950, la que vio la introducción
del rock en el contexto sociocultural mexicano, fue el de las buenas
costumbres. Estas reflejan el clima social anteriormente descrito. En resumidas
cuentas, el discurso de las buenas costumbres, una vez más, proyectaba valores
como la importancia del matrimonio, un rol fijo tanto para la mujer como para
el hombre (más para la primera), la familia nuclear y la contención social. Las
figuras trasplantadas de Marlon Brando, James Dean y Elvis Presley –símbolos
tempranos de la contracultura en general y del rock– designan modelos de
transgresión sociocultural que adoptarían los jóvenes mexicanos. En la ola de
contravención social que sigue a la aparición del rock, se destacan primero
elementos semiológicos corporales entre la juventud como el peinado y la
vestimenta. Estos signos de inconformidad con las convenciones sociales y de
identificación con una forma simbólico-imaginaria difícil de subsumir bajo el
discurso nacional fueron indicios de una nueva conciencia, de un real difícil
de contener y de ignorar. De las figuras estadounidenses de los años cincuenta arriba
mencionadas, Brando es la primera de la que se apropió la juventud mexicana en
términos cronológicos. No obstante, es de notar que, antes del actor
angloamericano, el comediante Germán Valdés, conocido popularmente como Tin Tan, difundió a mediados de la
década de los cuarenta, en México, la figura mexicano-estadounidense del
pachuco, conocida en parte por su ropa llamativa. Escribe Agustín, respecto de
los pachucos, que éstos hicieron propia
la forma de vestir de los jazzistas negros más
macizos, los locos del be-bop, que se ponían holgados trajes resplandecientes,
elegantes, de pantalones de pliegues en la cintura y valencianas estrechas como
tubo; sus sacos eran largos, de amplias solapas cruzadas y grandes hombreras;
usaban corbatas anchas como banda presidencial y bogartianos sombreros de
fieltro. El zoot suit, como llamaban a estos tacuches, se volvió también, por
méritos propios, el Traje del Pachuco, y causó sensación pues era diferente,
llamativo y provocativo: fue una de las primeras muestras de la estética de la
antiestética que después sería común en todos los movimientos contraculturales
(Agustín, 2007: 17).
Y sobre la trayectoria de esta figura y su
estilo en el contexto mexicano, asevera que “estos elegantes y sinuosos
maestros se extendieron a las zonas fronterizas mexicanas, donde se
reprodujeron con naturalidad, pues muchos jóvenes de las chulas fronteras se
apantallaron con los destellos refulgentes de los trajes de los pachucos y
pensaron que el modelito estaba perfecto para ir a bailar” (Agustín, 2007: 19).
Por otra parte, Monsiváis atestigua que “la sociedad tradicionalista (la única
que entonces existe), ve en un guardarropa tan ‘desenfrenado’ una proclama
incendiaria” (Monsiváis, 1992: 8-9). Los pachucos libraron una guerrilla
semiótica (discursiva) sin proponérselo, pues, para volver a citar a Hebdige,
“advierten al mundo ‘normal’ de los peligros de una siniestra presencia” (Hebdige,
2004: 15).
Ciertos elementos de
la estética de esta protofigura permanecen en el estilo cultivado por el joven
mexicano de los años cincuenta. Esto se observa en la descripción que
Parménides García Saldaña hace de los jóvenes influenciados por la figura del
chico malo –Johnny Strabler– interpretado por Marlon Brando en The Wild One (1953):
Imitando “los atavíos” del héroe somos el
héroe […]
Playera blanca, chamarra de cuero, botas
negras de cuero, cabello envaselinado y abultado, copete de pachuco, cola de
pato, la mirada desafiante, las manos en las bolsas laterales de la chamarra,
pantalón de mezclilla, el cigarro inmóvil prensado por los labios, los pasos en
lenta marcha como un vaquero a punto de duelo […] disfrazado, el adolescente
mexicano ha encontrado un uniforme de acuerdo a su circunstancia, pero como
réplica de un héroe juvenil elaborado en un país altamente desarrollado (García,
1972: 55).
Con relación a la confluencia culturalmente
híbrida de lo que llegaría a ser el rock, el cual, además, acabaría
imbricándose con una cultura para la que el mestizaje cultural se constituyó
como una forma de supervivencia, coexistencia y resistencia, cabe destacar la
filiación entre las figuras rebeldes anglosajonas y la juventud mexicana por
medio del pachuco. Candida
Taylor establece que
the zoot suit became ‘a symbol of rebellion’ for middle- and working-class
whites during the 1950s […] In the stifling atmosphere of Cold War containment,
youths in the 1950s began to look outside their culture for alternative ways of
expressing their individuality […] They had their own money to spend without
necessarily having to earn a living, and thus could choose to reject the values
of their parents and community by looking elsewhere for cultural styles (Taylor,
2000: 64).
Como revela la cita de Taylor, la juventud
angloamericana, además del zoot suit
que adoptó del pachuco y del hepcat
(entusiasta del jazz) afronorteamericano, también tomó del primero su copete y
su cola de pato. Un ejemplo de la apropiación de estos elementos es la imagen
de Elvis Presley en su segunda aparición en el programa de Milton Berle en
1956, donde se presentó con un zoot suit
y un peinado a lo pachuco (Taylor, 2000: 64). No sólo por ser apropiaciones extranjeras
socialmente disruptivas, sino también por ser figuras ya híbridas, los
elementos que introdujeron las del
greaser angloamericano y el pachuco representaban un peligro en el contexto
mexicano tanto para la hegemonía simbólico-imaginaria administrada por el
estado nacional como para el que adoptara dichos elementos. George Lipsitz sostiene que en el también inflexible
Estados Unidos “by wearing zoot suits, young [Anglo-American] people identified
with the dress of the poor rather than the rich, and flaunted their alienation
from the surrounding culture” (Lipsitz, 1990: 121). Como implican el uso
del zoot suit y el peinado del
pachuco, el “atentado” (término usado por García Saldaña) contra el discurso
del estado a nivel social se da en buena medida a través de la estética
corporal. La estética corpórea del pachuco, del greaser y del que García Saldaña describe como el “primer modelo de
ondero” (García, 1972: 54) introduce una presencia incómoda que perturba el
espacio social hegemonizado. Asevera el escritor mexicano, respecto del pionero
de la onda (García, 1972: 54), que su “uniforme […] lo hace temido,
despreciado. Su creencia en ese aspecto temible y despreciable lo hacen
sentirse. El uniforme es para indicar su presencia a los otros” (García, 1972: 56).
Reparando en el ejemplo del primer ondero (García, 1972: 55) de los años
cincuenta, este revela, a través de su hibridez corporal, la heterogeneidad desterrada
y olvidada por las formaciones hegemónicas, en este caso el nacionalismo
hegemónico mexicano. ¿Pero no habrá otra función de esta figura? Pues también dice
García Saldaña que el pionero de la onda, al imitar los atavíos del héroe, es
el héroe. Este, cabe destacar, es un arquetipo, arraigado en lo más profundo de
la conciencia humana, de modo que es necesario preguntarse si este nuevo héroe
de la juventud no es la creación de un nuevo mito, lo cual, no obstante, para
Laclau sería un elemento clave para una nueva formación hegemónica. Se esclarecerá
este interrogante hacia el final de este artículo.
La hibridez del primer
ondero y sus sucesivas permutaciones basadas en figuras como el personaje Jim
Stark, interpretado por James Dean en Rebel
Without a Cause (1955), Elvis Presley y luego el hippie, introdujo elementos heterogéneos que sacudieron el sistema
de diferencias apuntalado por el discurso hegemónico de las buenas costumbres y
el mestizaje nacional. Como indica Zolov, la prensa contribuyó a generar un
escándalo impulsado por el supuesto problema de la nueva cultura juvenil
denominado rebeldismo sin causa, el
cual se vio sometido a una crítica vehemente por traducirse en un ataque a la
cultura nacional (Solov, 1999: 39). La nueva generación de juventud “rebelde”,
con su estética de influencia norteamericana –ya un producto de hibridación
transétnica–, llegó a establecer una reconfiguración y resignificación de la
imagen que los jóvenes mexicanos de los años cincuenta debían proyectar, según
los preceptos de las buenas costumbres:
“obediente-bien-peinado-pulcro-y-conformista” (Agustín, 2007: 36). El desacato
a los signos visibles que transmitían y sustentaban los valores de la cultura
dominante mediante la sustitución de aquellos por los que se filtraban desde el
mundo anglófono alcanzó un punto culminante en los sesenta con la onda,
movimiento constituido por, según la descripción escrita por Monsiváis (al
mismo tiempo con altivez y objetividad),
los hippies mexicanos, los bohemios, los
outsiders reales o fingidos […] La horma de estos chavos, rematada con melenas
diversas, enmarcada por patillas de chinacos, suavizada por lentes de aro,
agraviada por bigotes marlonzapatistas, enturbiada por barbas de detective
privado, clausurada por parches de pirata; la horma de los onderos se ve
continuada con […] pantalones vaqueros, camisas oaxaqueñas de botones de
concha, mocasines, huaraches de variedades infinitas, camisas supuestamente
sioux o cherokees, chaquetones de ex-marino, chamarras de mezclilla, collares,
cinturones mixtecos, cordones, sudaderas negras, trajes de cuero verde, de
cuero negro, chamarras y pantalones de pana deslustrada, camisa kiowa, botones
de protesta (Monsiváis, 1970: 118-119).
Por más que esta cita de Días de
guardar sea una crítica a la onda –que en esencia son los hippies mexicanos– en cuanto una moda de
apropiación cultural (hay grados y modos de adopción), la nueva simbología
cultural inspirada en el rock anglófono fue más compleja y profunda de lo que
se pensaba desde su introducción al campo social mexicano. De hecho, en su
libro El 68. La tradición de una
resistencia (2008), Monsiváis reconoce el aporte del rock en el intento de
reconstituir la sociedad mexicana de una manera menos cerrada y más justa. Además,
se piensa importante destacar la idea de que la capacidad del rock (tomado en
serio como fenómeno) para hibridar, tanto a nivel musical como social, al menos
coadyuva a rehabilitar la noción de mestizaje, esto es, no como “una metáfora
naturalista que es a su vez el vehículo de una visión sustancialista de la
cultura y de la historia de la cultura” (Echeverría, 2000: 30), sino como un
fenómeno que aprovecha, en última instancia, diferentes “formas simbólicas” (Echeverría,
2000: 31). De modo que el rock, cuando menos en ciertos espacios y situaciones,
no puede evitar articularse con las estrategias del ethos barroco, pues, a pesar de circular como valor de cambio, también
mantiene (o mantuvo, si es que se acepta la tesis de que el rock ha muerto) su
valor de uso, resultando en la afirmación, en el primer plano y no en el segundo,
de la “‘forma natural’ del mundo de la vida” (Echeverría, 2000: 39).
El lenguaje
El lenguaje fue otro aspecto fundamental de la
contracultura mexicana en ciernes. Como con el cuerpo como forma de rebeldía,
el lenguaje tuvo su gran antecedente en el pachuco y estaba presente en los
rebeldes sin causa de los años cincuenta. Pero en la siguiente década se
distinguieron por su uso transgresivo del mismo “los chavos de onda, vanguardia
contracultural expresiva […] más conocidos como jipitecas” (Urteaga y Feixa, 2005:
272). Monsiváis, que demarca cronológicamente a los jipitecas –“versiones nativas
de los hippies” (Monsiváis, 1977: 229)– entre 1966 y 1972, afirma (otra vez con
desaprobación) que querían “crear, a semejanza de lo que ocurre en Estados
Unidos, una sociedad aparte, una nación dentro de la nación, un lenguaje a
partir del lenguaje” (Monsiváis, 1977: 227). En términos sociosimbólicos, esto
en realidad tiene más importancia de lo que parece. De acuerdo con Bataille, sugiere
la necesidad de encontrar un objeto sagrado que puede ser la razón de ser para
(reconstituir) la sociedad. Y ya que “el sacrificio no es más que la producción
de cosas sagradas” (Bataille, 2003: 115),
por ejemplo, como en el cristianismo cuyo “éxito […] debe explicarse por el
valor del tema de la crucifixión denigrante del hijo de Dios” (Bataille, 2003: 115),
el objeto sagrado en este caso tendría que ser el estado mexicano. Para que una
sociedad como la mexicana pueda liberarse de la hegemonía nacional, tendría que
constituirse partiendo de una heterogeneidad subversiva (nutriéndose del ámbito
prohibido, extrasimbólico) y no imperativa (la entrega del objeto sagrado por
parte del estado para que este siga en su lugar) que implicaría crear una
sociedad que se dejara llevar por lo inconmensurable, por lo sagrado. Se
propone aquí, de nuevo, que el objeto sagrado, completamente sacrificable, en
el contexto de la contracultura en México es ni más ni menos que el estado
revolucionario.
Volviendo a la
semiótica transgresiva del rock, el lenguaje se convirtió en un elemento importante
de la contracultura mexicana, y los que manejaban ese recurso con más
radicalidad fueron los protagonistas de la onda. Agustín ofrece una muestra de
ese “lenguaje a partir del lenguaje” y su naturaleza:
La forma de hablar de los jipitecas era muy
sugerente, un caló que combinaba neologismos con términos de los estratos
bajos, carcelarios, y se mezclaba con coloquialismos del inglés gringo, así es
que se producía un auténtico espanglés: jipi, friquiar, fricaut (freak out),
yoin (joint), díler (dealer), estón o estoncísimo (stoned), jai (high). Algunos
de los términos eran totalmente nuevos (chido, irigote) o, si no, añadían
nuevos sentidos a palabras existentes, pues denotaban cosas, condiciones o
estados que no se conocían, o con el significado que adquirían después de la
experiencia sicodélica (la onda, agarrar la onda, salirse de onda, ser buena o
mala onda, el patín, las vibras, azotarse, aplatanarse, alivianarse,
friquearse, prenderse, atizarse, quemar). En buena medida los sicodélicos sentían
que estaban inventando el mundo y que debían volver a nombrar las cosas (Agustín,
2007: 80).
A pesar de que los jipitecas llevaron el
lenguaje hablado a sus límites, la transgresión lingüística no fue privativa de
este grupo. Es decir, ya existía un antecedente fundamental en el pachuco.
Luego vendría el pionero de la onda, que manejaba un lenguaje “grasiento,
espeso” (García, 1972: 55).
La ola contracultural,
no obstante, no sólo abarca lo social (en el sentido más inmediato) pues, como
indica Agustín,
a mediados de los sesenta surgió el fenómeno
de las novelas sobre la juventud, escritas desde la juventud misma, con una
recreación literaria del habla coloquial, experimentación formal, fusión de
géneros; irreverencia, humor, ironía y crítica social, cultura popular, “sexo,
drogas y rocanrol”, sicodelia, esoterismo, fantasía, ironía, humor y conexiones
con el existencialismo, el marxismo y la religión (Agustín, 2004: 156).
Si bien no fue un movimiento literario, Margo
Glantz categorizó la literatura que estaban haciendo los jóvenes referidos, que
experimentaba con el lenguaje y narraba sobre temas propios de la juventud, como
literatura de la onda. En Onda y escritura en México (1971),
Glantz caracteriza el lenguaje de esta literatura de la siguiente manera:
El “pachuco”, ahora el “caifán”, situados en
los extremos, marginados, proporcionan una base ideal para que el lenguaje
particular del adolescente se vaya gestando. A partir de ese lenguaje híbrido, casi
postizo […] se gesta una piel especial que, como la indumentaria, diferencia al
joven “in”, al que no es “fresa”, o hasta al que lo es, pero no lo siente, del
mundo “otro”, del mundo de los adultos, del mundo enajenado […] Los jóvenes
iniciados en la Onda utilizan el albur que el lumpen les proporciona y lo
aliñan con la cadencia del rock para formar parte de esa nueva clase humana,
citadina y pequeñoburguesa […] de las páginas de Agustín, Sáinz o García
Saldaña (Glantz, 1971: 18).
Ya sea el de los chavos de onda o de la
narrativa de José Agustín, su lenguaje es a la vez más espontáneo y complejo
que lo que sugieren los calificativos desaprobatorios “híbrido” o “casi
postizo” pues, por medio del mismo, se logró perturbar tanto la homogeneidad discursiva
a nivel lingüístico como una cultura literaria resistente a otras propuestas
estéticas con auténtico valor artístico.
Frente a la realidad
nacionalista, tanto los jipitecas como los escritores “de la onda” “se proponen
[…] la construcción de opciones”, para usar las palabras de Monsiváis (1977: 235).
Aun cuando el movimiento jipiteca también fuera producto de estar al día con la
moda y con la tónica general de rebeldía juvenil, aquello sólo caracterizaba
parte del fenómeno, el cual tenía ramificaciones sociales realmente radicales y,
mediante su reconfiguración simbólicamente violenta de lo mexicano a través de
su manipulación corporal y lingüística, le abrió al mexicano, como además lo hicieron
desde la literatura los escritores “de la onda” a través de su experimentación
con el lenguaje y otros elementos narrativos y temáticos, una puerta a otro
México.
Música, política, represión y la esperanza de
renacer
Es de fundamental importancia subrayar que la
semiótica del rock hace las veces de la producción/reproducción social como la
concibe Echeverría en “El “valor de uso”: ontología y
semiótica”, ensayo cuya primera versión fue publicada en 1984 como “La
‘forma natural’ de la reproducción social”. En éste, el filósofo se hace la pregunta: “Si la referencia a la ‘forma
natural’ o ‘valor de uso’ es el trasfondo de la crítica al capitalismo [que
también lo sería, por extensión, al estado moderno, eslabón entre lo social y
la lógica del capital], ¿por qué Marx la emplea con tanta cautela, ‘sólo allí donde
juega un papel como categoría económica’?” (Echeverría, 1998: 155). A partir de
este interrogante y del hecho de que Marx no profundiza teóricamente en el
vínculo forma natural-valor de uso, Echeverría desarrolla en
su ensayo lo que implica la estrecha relación o equivalencia entre estas
categorías: un medio de reproducción social, de producción y consumo de objetos
que, ya sean materiales o abstractos, tienen un valor semiótico constitutivo de
la vida social. La pregunta tiene ecos de lo que argumenta Jean Baudrillard en Crítica de la economía política del signo
(2002). El valor de uso no es el que –concebido como objeto concreto cuyo valor
es determinado por su utilidad fundamental e inmediata– simplemente se opone al
valor de cambio, dado que, para empezar, la “abstracción del sistema del valor
de cambio”, revela Baudrillard, “no se sostiene sino por el efecto de realidad
concreta y de finalidad objetiva del valor de uso y de las necesidades. Tal es
la lógica estratégica de la mercancía, que hace del segundo término el satélite
y la coartada del primero” (Baudrillard, 2002: 173). Esta observación indica
que, dentro del capitalismo, cualquier objeto cuya cualidad primaria se percibe
como de uso puede ser subsumido por u ocultar el valor mercantil. De manera que
la crítica a o subversión del capitalismo se tiene que dar desde una dimensión
no económica del valor de uso, es decir, desde un lugar donde la
mercantilización resulta alienígena para la producción y consumo de valores
–objetos materiales o abstractos con valor predominantemente simbólico– y
formas sociales. En la semiótica roquera particularmente de los sesenta,
se divisa esta forma de producir y de consumir “valores”. Se verá a
continuación cómo lo sagrado, esto es, lo heterogéneo en el rock (en el sentido
batailleano) desempeña un papel esencial en un gesto de (re)constitución de la
forma natural de la vida social (que
más fundamentalmente debería llamarse mundo
de la vida).
En el espectro de los primeros 15 años del rock en México, los
jipitecas representan la apoteosis de la inconformidad social. Desde que la cultura
roquera empezó a germinar en los años cincuenta hasta el Festival de Rock y
Ruedas de Avándaro, en 1971, llevaron la vestimenta, el lenguaje y la
música a sus límites. Los jipitecas ponen en práctica la fórmula enunciada por
Timothy Leary, inspirada en el ácido lisérgico: “Drop out, Tune in,
Turn on. Salte del juego, ponte en onda, préndete” (Monsiváis, 1977: 228).
Salirse del juego, rechazar la hegemonía sociocultural de una forma
simbólicamente desdeñosa, significa quebrantar la continuidad de su sistema de
diferencias. Este momento de la evolución del rock señala su paso de rebeldía
juvenil a una postura claramente antisistémica. Demuestra el impulso de tener una
alternativa sociocultural a la vida social determinada por el estado revolucionario
y por el capitalismo moderno. Hay que destacar, además, que aun cuando se haya
originado en el centro contemporáneo de la modernidad capitalista (Estados
Unidos), el rock se presta a la adopción de estructuras sociales no capitalistas.
Y, de nuevo, como el estado nacional moderno está estrechamente vinculado e
imbricado con el capitalismo moderno, resistirse al sistema del primero es
también oponerse al segundo. Ahora bien, la socióloga Bernice Martin plantea
que el rock “asume […] la función clásica que Durkheim atribuía a ‘lo sagrado’:
la de ensalzar y reforzar la integración grupal, y lo consigue […] mediante una
búsqueda compartida del simbolismo asociado al caos y a la ambigüedad” (Martin,
1992: 5). Más adelante detalla que
el carácter sagrado
del individualismo y de la propia expresividad es un rasgo persistente de la
sociedad contemporánea y una fuente de la que mana el simbolismo asociado al
caos expresivo en la cultura actual y, en no menor grado, en la música rock. En
un sentido bastante literal, amplifica la anomia. Pero al mismo tiempo […] el hecho de que
tales principios y los símbolos asociados al caos expresivo sean compartidos
por el grupo de pares los convierte en un factor primordial de afinidad, un
instrumento de cohesión social para el joven (Martin, 1992: 8).
Es verdad que el
individualismo y la expresividad individual caracterizan a los sujetos
roqueros, pero también los distingue la propensión a ser parte de un grupo o
comunidad que no sólo comparte un “simbolismo asociado al caos y a la
ambigüedad”, sino también la experiencia de escuchar el rock, una vestimenta
que los identifica como roqueros y con la que se reconocen mutuamente, un
lenguaje que tiene el mismo efecto, la admiración por los músicos que tocan las
canciones de este género y las leyendas que elevan el estatus de estos al de
figuras míticas. Ese caos y ambigüedad pueden entenderse en términos de maná,
el cual habita en el ámbito de lo sagrado prohibido, parte constitutiva de una heterogeneidad
plena. No es de extrañar, por consiguiente, que la vivencia del rock,
concretamente en su versión hippie, se parezca a la mística descrita por Bataille
en su obra.
Explica Michael Richardson, a propósito del pensador y escritor francés,
que la mística es un producto del individualismo (común a los sujetos modernos)
y que esta sustituye el contacto directo con Dios por la
cohesión social (Richardson, 1994b: 21). La unión extática con aquel reemplazaría
lo que Durkheim llama “principio totémico” (o maná, que Bataille toma de él),
elemento sagrado que cohesiona a la sociedad. El maná o el principio totémico
es aquello a partir del cual se puede trascender de las entidades discretas del
mundo profano. De forma que el roquero, incluso en su modalidad individualista,
semejante a la experiencia mística, está persiguiendo “la esfera vaga de la intimidad
perdida” (Bataille, 2001: 54), puesto que “el hombre está, desde el principio”,
“a la búsqueda” de ésta “tanto en sus extraños mitos como en sus ritos crueles”
(Bataille, 1987: 94).
Desde la deserción social, la hibridación del jipiteca introduce de un
modo escandaloso elementos heterogéneos que perturban la configuración
sociosimbólica hegemonizada por el nacionalismo revolucionario. Y si su
inclinación hacia el hibridismo estaba directa o estrechamente ligada a
dislocaciones de la modernidad capitalista, es posible proponer que la tendencia
semiótica de entrecruzamiento entre lo mexicano y lo norteamericano descubre
una búsqueda, la de una nueva “metáfora”, como diría Joseph Campbell, para la vida social. Esta metáfora de la que habla el mitólogo
estadounidense proviene de la necesidad primordial de sostenerse en figuras y
estructuras simbólicas que desde tiempos inmemoriales dieron sentido –una
experiencia recurrente de intimidad (desde un punto de vista batailleano)– a la
vida humana, las cuales funcionan tanto para mantener la capacidad de asombro de
ésta como para facilitarle un modo significativo de aprehender aquello que
sobrepasa los límites del conocimiento. Se trata de la función de los mitos,
aquellos que en cierta época encarnaban un sistema de creencias y que sólo se
diferencian de las religiones practicadas actualmente debido al predominio de éstas
en el transcurso de la historia. Vivir conforme a un grupo de creencias de
carácter mítico-religioso o mítico-social, es decir, místico, en el sentido de
que asombra y crea una situación de intimidad que trasciende de lo profano, no
significa enajenarse, sino acercarse, si se ahonda en las ideas de Echeverría
con Bataille, a la forma natural de la vida social, esto es, del mundo de la
vida –Lebenswelt en alemán, término, cabe apuntar, asociado con Edmund
Husserl–. Y una de las características fundamentales de la Lebenswelt, en
el sentido husserliano (y no heideggeriano), es la experimentación de la vida
“concreta” no mediada por las abstracciones de las ciencias objetivas (Tito,
2008: 289, 291) o, visto desde la perspectiva de la modernidad capitalista en
la que aquellas facilitan el afianzamiento del ethos de esta, las de la
valorización del valor. El mundo de la vida tiene, pues, su propia lógica
prediscursiva y precientífica, además de, cabe añadir, precapitalista.
Por más que las referencias a la fenomenología hechas
por Echeverría atañen a una noción de “mundo de la vida” al parecer no procedentes
de Husserl, sino de otras fuentes como Heidegger, aseverar que el ethos barroco se caracteriza por una
“afirmación de la ‘forma natural’ del mundo de la vida” (Echeverría, 2000: 39)
y que “no puede ser otra cosa que un principio de ordenamiento del mundo de la
vida” (Echeverría, 2000: 48) tiene más reminiscencia de la Lebenswelt husserliana que el In-der-Welt-sein
(estar-en-el-mundo) heideggeriano. Žižek se
refiere al mundo “de la vida” de Heidegger como “nuestra inserción irreductible
e insuperable en un mundo vital concreto y, en última instancia, contingente” (Žižek, 2007: 75). Este
estar-en-el-mundo se presta al “concepto crítico de la identidad”
(Pérez-Borbujo, 2014: 32) mantenido por Echeverría, el cual supone poder ir más
allá de o subvertir la misma, como la identidad de las naciones que, se deduce
aquí, no se erigen sobre la forma natural del mundo de la vida, sino sobre el
espectro de ésta reconstituida por el estado (Gross, 2009: 46) y el capitalismo
modernos (Gross, 2009: 46-47; Echeverría, 2000: 38). No obstante, como
principio de ordenamiento, el ethos
barroco –especialmente en un mundo cuya forma natural es reemplazada por la
ontología de la modernidad capitalista, la cual presenta nuevas posibilidades
de estar en el mundo– no necesariamente entraña una ausencia de libertad
ontológica respecto de los sujetos individuales. Por otro lado, se piensa aquí
que el ethos barroco puede explicarse,
de acuerdo con la descripción del mundo de la vida husserliano, como fundamento
universal (Grund, Boden) de la experiencia y como
horizonte potencial (Horizont) de la
misma (Moran, 2015: 110), haciendo que las relaciones humanas desemboquen
espontáneamente en la forma natural de la vida social o, más fundamentalmente, sigan
la lógica apriorística de la Lebenswelt.
En otras palabras, el ethos barroco
es un principio de ordenamiento, esto es, un horizonte de potencialidad, porque
existe un fundamento universal que organiza la vida humana. Sin embargo, la
modernidad capitalista aleja la experiencia humana de la razón (logos) que constituye la forma natural
de la vida social, la cual parte de estructuras y figuras de un peso fuertemente
simbólico que, mal que bien, como se deduce aquí, incluye lo mítico y lo religioso.
El papel que desempeña lo simbólico en el mundo de la vida queda claro en textos
de Echeverría como “El “valor de uso”: ontología y semiótica” y “El juego, la
fiesta y el arte”. Ahora bien, Bataille esencialmente habla de la presencia
necesaria de lo mítico-religioso cuando se refiere a la ausencia de mito, la cual, paradójicamente,
tanto manifiesta el descreimiento contemporáneo respecto del mito como afirma el
papel constitutivo de éste en las dimensiones social e individual de la vida
humana. Por más que esté presente en el concepto de heterogeneidad que toma
Bataille de Durkheim, el que apropia Laclau de aquel está vaciado de su
contenido mítico-religioso, despojándolo de su capacidad de responder a
dimensiones de la vida social e individual que sobrepasan lo político. La
contracultura mexicana de fines de los sesenta y principios de los setenta tiende
hacia el restablecimiento de su mundo de la vida, no sólo mediante una
intensificación de los elementos vitales que caracterizan el ethosbarroco,
sino también por medio de una mitificación de su
organización social.
Este gesto se observa en el Festival de Rock y Ruedas de
Avándaro, evento que
Zolov interpreta como uno en que se vuelve a imaginar la comunidad
mexicana. El
planteamiento aquí es que el modo en que se dio el acto de
reimaginar al pueblo
mexicano, que Zolov detecta en la simbología generada durante el
concierto,
apunta a una necesidad más primaria sedimentada en la
“decantación histórica” (Echeverría,
2000: 41) del ethos barroco.
Volviendo un poco a su
llegada a México, el rock siempre rozó entre lo apolítico y lo político, entre
las esperanzas de la modernización y los problemas inherentes a ella. Fue tal
vez inevitable que el rock fuera politizado. Al principio fue considerado como un
heraldo de la modernidad “primermundista”, pero poco después de su advenimiento
se fueron perfilando aspectos percibidos como negativos, en contraste con el
discurso hegemónico del estado mexicano. Eric Zolov describe el entusiasmo con
que al principio se recibió el rock:
Rock ′n′ roll […] a modern lifestyle that appealed to many adults′
sense of progress and prosperity, especially the desire to be viewed by the
outside world as advanced. Indeed, rather than fearing rock ′n′ roll′s
associations with savagery, many middle- and upper-class adults eagerly latched
onto rock ′n′ roll as a status of modernity. From 1956 to 1959 the Mexican
public was galvanized by the discussion of rock ′n′ roll′s transformative
impact on society (Solov, 1999: 29).
El rock se empezó a mirar con recelo al poco
tiempo de haberse introducido en la industria cultural y al comenzar a perturbar
los núcleos discursivos dentro del país. Se convirtió en un espantajo para el
estado y su hegemonía discursiva, y para la izquierda equivalía a imperialismo
cultural. El rock estaba inmerso en discusiones que lo pintaban como fruto de
una invasión extranjera (alienígena, heterogénea). Una de las acciones que patentiza
este desasosiego ante el rock fue cultivarlo despojándolo de lo que tenía de antisistémico.
De ahí que se apoyaron a artistas “roqueros” que higienizarían (homogeneizarían)
los elementos “contaminantes” (heterogéneos) de un rock más vital y sintonizado
con la pulsión dionisiaca (la heterogeneidad subversiva, batailleana). Confirma
Agustín que aquellos “fueron controlados férreamente y la industria les dictó
qué piezas cantar, les supervisó el vestuario, les impuso coreografías
convencionales y, en general, les diseñó una ‘imagen’ anodina de nenes decentes”
(Agustín, 2007: 39-40).
Pero, retornando a la
segunda mitad de los años sesenta, la influencia del rock británico y el
surgimiento de características más decididamente contraculturales en el género
tomaron el relevo, haciendo que el rock
and roll se transformara en lo que hoy se conoce simplemente como rock, lo cual llegó a constituir un reto
para esta corriente dentro de México. Los jóvenes que empezaron a ver el
rocanrol de los refritos como una versión de rock sin trascendencia comenzaron
a formar parte de un nuevo movimiento –la onda, en términos generales– que
aspiraba a la autenticidad en la producción y en el consumo de esta cultura
musical. La aspiración a la autenticidad, que en parte distingue a la onda, se
puede entender como una búsqueda de sustancia, de sentido, de definición. Curiosamente,
el acercamiento del rock cada vez más a extremos culturales antihegemónicos
(antagónicos, heterogéneos) coincide con el auge del movimiento estudiantil en
México. Esta concomitancia se puede leer como las dos caras de una subjetivación
antisistémica. Se propone aquí que tanto la contracultura social como la
política no son sólo un producto del surgimiento, a mediados del siglo XX, de
la cultura juvenil, sino de la deshumanización ocasionada por la modernidad en
su fase capitalista, encarnada en las
décadas de los cincuenta y sesenta por el desarrollo estabilizador, “sello
económico que habría de caracterizar la política económica de los gobiernos de
López Mateos y, más todavía, de Díaz Ordaz” (Fernández y Rodríguez, 1985: 51).
Ahora bien, según Carles Feixa, la onda
responde a un momento de crecimiento económico
y de crisis de hegemonía del priismo en el poder […] La onda se diluye en dos
polos contrapuestos y/o complementarios: el activista y el expresivo. El
primero dirigido a la protesta estudiantil, al compromiso pacifista, a la
crítica de la dictadura priista […] el segundo dirigido a la contracultura, la
música y la experimentación con alucinógenos (Feixa, 1993: 115).
En ese sentido, el rock forma parte de un Zeitgeist general de inconformidad y de deseo
de liberación, subjetivado por la juventud que llega a ser un elemento
constitutivo del movimiento estudiantil de 1968. Monsiváis asevera, por su
parte, que
los jóvenes del 68 se educan en grandes
novedades de la contracultura. El rock, especialmente, les sirve para destruir
trabas mentales y de comportamiento, e internacionalizarse de acuerdo a una
trama libertaria […] En el 68, el rock es un componente de la actitud rebelde,
y si no todos los activistas lo escuchan, lo compartido es la impresión
perdurable: la música anticipa la conducta, organiza el sentido de lo radical,
rompe barreras mentales, nos pone al día en otro espacio cultural y emocional […]
Lo que no se produjo en la década de 1950, se da con rapidez en 1968 gracias a
la combinación de actitudes desafiantes, rebelión estudiantil internacional,
mariguana y rock (Monsiváis, 2008: 168-169).
El rock problematiza la identidad arraigada en
el canon del axolote. De modo que la reacción violenta al movimiento
estudiantil del 68 (y aquí no se sugiere de ningún modo minimizar las razones
fácticas) no es sólo una respuesta abominable a las demandas de éste, sino que
también es la respuesta de una mala fe colectiva a aquellos elementos
heterogéneos que se imbrican e hibridan resultando en un sujeto antinacional
que paradójicamente está más cercano a un ethos
barroco llevado a primer plano. Los testimonios de La noche de Tlatelolco (1971) de Elena Poniatowska ayudan a
ilustrar este punto. Como bien se sabe, este texto recoge las impresiones y los
testimonios de personas que estuvieron involucradas en el movimiento
estudiantil y de gente que, si bien no estuvo involucrada en el movimiento,
vivió de alguna forma los acontecimientos que culminarían en la masacre
realizada por fuerzas del gobierno el 2 de octubre de 1968 y el periodo que
siguió inmediatamente a la “carga de asesinatos, desaparecidos, torturas y
encarcelamientos” (Agustín, 2007: 83). Varias afirmaciones tratan del rechazo a
la estética corporal influenciada por la contracultura de los jóvenes
integrados en el movimiento como un gesto desenfrenado y ofensivo, lo cual, por
cierto, era verdad, por mucho que fuera consciente o inconsciente. Por ejemplo,
un miembro del Comité Nacional de Huelga (CNH) manifiesta que “los adultos ven
cualquier cosa de la juventud como una agresión a sus principios y a sus bases
morales. Así se explica ese ilógico ataque, por ejemplo, a las melenas” (Poniatowska,
1971: 23). Con respecto a las minifaldas que usaban las mujeres, las madres de
familia hacían comentarios como “Yo me moriría antes que usar una falda así” o
“¿Por qué no mejor sales en cueros?” (Poniatowska, 1971: 23-24). Raúl Álvarez
Garín, un miembro del CNH, recuerda tristemente a un compañero del comité que
llevaba el apodo de Cuec. Rememora cómo el Cuec, que tenía “el pelo largo, [y]
la barba larga” (Poniatowska, 1971: 152), propuso tirar flores a los soldados
del gobierno de Díaz Ordaz. Se sobrentiende de este testimonio que este miembro
del CNH, con una propuesta evidentemente inspirada en posturas hippies, fue
ultimado por fuerzas del gobierno, ya que Álvarez Garín termina su testimonio
afirmando que “me hubiera gustado llevarle flores, amor y flores, el día de su
muerte” (Poniatowska, 1971: 151-152). La violencia contra el movimiento
estudiantil se podría explicar como una consecuencia de la subversión del
objeto a, el modelo social nacional,
del mestizo según el estado revolucionario.
Después de la matanza
en la Plaza de las Tres Culturas, se dieron cambios importantes entre los que
conformaban el movimiento estudiantil y los jipitecas. Respecto del periodo que siguió a la masacre,
Zolov asegura que “the massacre left the majority of the student population
numb, defeated and frightened by the repressive powers of the regime” (Zolov,
2004: 32). Las demandas de los estudiantes, cruentamente
acalladas, demostraban una fe en la posibilidad de cambiar los procesos
políticos. Pero también, como afirmó Octavio Paz, el activismo estudiantil de
fines de los sesenta fue una expresión de cultura dionisiaca (King, 2008: 66). Se
piensa aquí que esta manifestación dionisiaca constituye una búsqueda de una
nueva metáfora, generada por el proceso de dislocación ontológica ocasionada
por los imperativos de la modernidad capitalista. Es la “fuerza misteriosa e
impersonal” del “maná” (Bataille, 2003: 145), la que conduce el rock a la
psicodelia, es decir, a niveles más intensos de arrebatamiento. Es la misma
fuerza trasoñada por un pueblo que hace que, por falta de contacto con lo
sagrado (lo dionisiaco, lo heterogéneo), se identifique con un líder fascista,
el cual irradia esta energía y canaliza, a través de sus prohibiciones y su severidad
disciplinaria, la pulsión de sumergirse en lo heterogéneo en cuanto tal. Lo
planteado revela los límites de la teoría del discurso laclauiana, puesto que ésta
tiene la desventaja de centrarse demasiado en el aspecto retórico de los
fenómenos sociopolíticos, sin dar suficiente espacio a las pulsiones y
estructuras simbólicas arraigadas en lo más profundo de la humanidad. Se puede, por
ejemplo, construir una formación hegemónica en torno a demandas específicas
como las del Consejo Nacional de Huelga, a saber:
1. Libertad a los presos políticos.
2. Destitución de los generales Luis Cueto Ramírez y
Raúl Mendiolea [de la policía], así como también del teniente coronel Armando
Frías [jefe del cuerpo de granaderos].
3. Extinción del cuerpo de granaderos, instrumento
directo de la represión y no creación de cuerpos semejantes.
4. Derogación de los artículos 145 y 145 bis del Código
Penal [delito de disolución social], instrumentos jurídicos de la agresión.
5. Indemnización a las familias de los muertos, y a los
heridos, víctimas de la agresión del 26 de julio en adelante.
6. Deslindamiento de responsabilidades de los actos de
represión y vandalismo por parte de las autoridades a través de la policía,
granaderos y ejército (Monsiváis, 2008: 11).
Pero después de
conseguir las metas propuestas, consecuentes con los principios de la
Ilustración dieciochesca que caracterizan a los pueblos modernos de Occidente,
estas pueden ser revertidas o usadas retóricamente como revestimiento de
intereses que subvierten aquel proyecto universalista de liberté, égalité y fraternité, algo que la política y el
capitalismo modernos han podido opacar con mucha eficacia al apelar, para
seguir con Bataille, a “la obstinación que tenemos por ver durar el ser
discontinuo que somos” (Bataille, 1997: 21), en otras palabras, al lugar
privilegiado atribuido a la singularidad del individuo en el orden del universo.
Es así, como bien se sabe, que el capitalismo ha podido seguir expandiéndose y
sumergiendo a la ciudadanía global en un simulacro de libertad individual,
derechos igualitarios (hasta donde lo puede permitir) y una mejora de calidad
de vida para todos. Y aun cuando no quepa duda de que ha habido avances sociales
y materiales en los últimos siglos, la modernidad actual, siendo heredera del
proyecto ilustrado, ha fracasado en implementar la radicalidad de éste a
cabalidad. Una manera de asegurar una vida que no esté anquilosada en la
hegemonía protagonizada por el estado y por el capitalismo modernos es
devolverle a ella la sacralidad que ha sido supeditada a la razón usada para
fines utilitarios, tanto en el sentido biopolítico como en el económico, cada
uno íntimamente ligado a la modernidad capitalista. Debido a esta necesidad de
estar en contacto con lo sagrado, como fuerza disruptiva y restauradora, pareciera
que, si no del todo, el movimiento estudiantil se contagió del maná al que se
entregaría la cultura del rock como reacción a las exigencias de la modernidad
predominante.
Monsiváis sostiene que
a los jóvenes del 68 el rock “les sirve para destruir trabas mentales y de
comportamiento, e internacionalizarse de acuerdo a una trama libertaria” (Monsiváis,
2008: 168). Si las formas y el espíritu roqueros –índices de una naturaleza más
fundamental– están ligadas a la destrucción de las trabas mencionadas, se puede
plantear que el movimiento estudiantil se aleja de “las perspectivas de la
economía restringida” y se acerca a “las
de la economía general […] la puesta
al revés del pensamiento y de la moral [hegemónicos]” (Bataille, 1987: 61). En
otras palabras, no se trata sólo de hegemonizar el campo social con un nuevo
sistema de diferencias, sino de introducir el “carácter explosivo de este
mundo, llevado a la extremidad de la tensión explosiva en el tiempo presente” (Bataille,
1987: 76). Esto remite al valor de uso entendido desde el ethos barroco. Al filtrarse o manifestarse entre los jóvenes del 68
la explosividad de lo heterogéneo, y al sintonizar éstos con su capacidad
dislocatoria expresada (se infiere aquí) en el esfuerzo por lograr una
reconfiguración política en México, los mismos se introducen, para usar las
palabras de Mark C. Taylor, en la economía general de lo sagrado (Taylor, 1987:
137). Al adentrarse en esta economía de “lujo sin retribución” y “pérdida
ociosa” (Assandri, 2007: 80), se reemplaza el sacrificio del “ahora del valor de uso” (Echeverría,
2000: 41), constitutivo de la forma espontánea del mundo de la vida, por el de
la futurición del valor determinado por el estado nacional, sujeto a los requerimientos
civilizatorios de la modernidad capitalista (Echeverría, 2010c: 270-272). Esta irrupción de lo
heterogéneo que no debe (por insostenible) surgir de forma permanente, sino de
forma regular y continua, demuestra la necesidad de tener dos principios
vitales que anclen y luego sacudan la realidad social, como las pulsiones apolínea
y dionisiaca descritas por Nietzsche. La impronta de este pensamiento es
evidente en Bataille, pero también se puede hacer una extrapolación de ella al
de Laclau y de Echeverría. Comenzando por la importante equivalencia existente
entre lo apolíneo y lo dionisiaco en Nietzsche, y lo profano (o economía
restringida) y lo sagrado (o economía general) en Bataille (Olson, 2013: 22), esta
correspondencia se puede extender a la hegemonía y a la heterogeneidad en
Laclau, y al ethos barroco y el ethos realista, que respectivamente responden
al valor de uso y el valor, en Echeverría. Por último, se piensa aquí que el
movimiento estudiantil del 68, que el estado sofocó violenta y despiadadamente,
se puede explicar en términos de la “siniestra presencia” avanzada por aquel,
especialmente por ser en el ámbito político. La masacre de Tlatelolco siempre
se debería recordar como un acto de represión execrable contra el pueblo
mexicano, pero también es factible tomar en cuenta lo que significó el duro
castigo infligido a la contracultura al nivel del mundo de la vida.
Después de los
acontecimientos violentos de 1968, el jipismo llegó a llenar el vacío que éstos
dejaron en muchos activistas estudiantiles. Y, como asegura Zolov, “as youth from the
middle classes increasingly ‘dropped out’ to become jipis, the country′s rock movement benefited in the process” (Zolov,
2004: 32). El resultado sería una nueva corriente de cultura
roquera en México: la onda chicana. Este movimiento de rock mantuvo la misma posición
básica de los jipitecas antes de la masacre de 1968: quedarse al margen de los
espacios sociales y políticos hegemonizados por la ideología nacional, pero
alimentando a la vez espacios heterotópicos donde su cultura pudiera
desenvolverse libremente. Sin embargo, la nueva configuración de esta postura, leída
superficialmente como antipolítica, abrió la puerta a una heterogeneidad que el
gobierno se vio obligado a refrenar de manera rotunda.
De todas formas, aunque
la onda chicana fue un fenómeno efímero, la huella que dejó en México dura
hasta la actualidad. El estado, en su momento, vio la amenaza que esta
tendencia roquera constituía en el gesto de “salirse del juego”, pero también en
la siniestra presencia híbrida exhibida por ella. Con respecto al adjetivo
“chicano” del término “onda chicana”, Zolov establece que este
was associated with a loss
of national identity. The term conjured up images of a half-breed, cultural
nomad who did not fit in, either in Anglo society or in Mexican society […]
However […] Mexican youth […] reappropriated the term. The sense of cultural
nomadness embodied in the word was newly valorized; the transgression of
national borders […] was now viewed as empowering. As a movement, La Onda
Chicana, then, celebrated “in-betweenness” […] Mexican youth had not “gone
American” […] Rather […] the older, officially prescribed boundaries of Mexican
identity were no longer held to be sacred (Zolov, 2004: 35).
Fue durante la época de este movimiento en la
que Luis Echeverría asumió la presidencia del país (1970-1976). Cabe subrayar que
Echeverría fue “célebre por su papel en la represión del 68 y su verborrea
populista” (Volpi, 2009: 11). El nuevo presidente, entre sus intentos de
seducir a la juventud, se involucró en la realización del gran evento de la
onda chicana: el festival de Avándaro, el cual tomaría lugar en septiembre de
1971.
Afirma Josh Kun, en la
siguiente descripción del evento, que
police repression of Mexican youth culture continued at […] Avándaro […]
which is still looked to as the galvanizing moment in Mexican rock history […]
Drawing an estimated crowd of three hundred thousand jipitecas and fresas,
middle-class kids and barrio kids, Avándaro feature[d] such acts as Bandido, Peace
and Love, and Mexican rock′s most durable figures, Three Souls in My Mind (later
known as el Tri). … Avándaro was the Mexican counterculture′s grand coming-out
party, the mass public debut of Mexican rock′s own prescription of ailing Mexican
nationalism (Kun, 2005: 191).
Es en Avándaro, según Zolov, que los jóvenes tratan de crear “a new
collective identity that rejected a static nationalism while inventing a new
national consciousness” (Zolov, 1999: 207). Como sugiere Kun, siguiendo
a Zolov, Avándaro sirvió como una plataforma para borrar la división de clases
a nivel masivo. Juntos, jipitecas de clase media, fresas y jóvenes de clase baja,
participaron en una resignificación de lo que era ser mexicano. Agustín sostiene que
“Avándaro no fue un acto de acarreados para echarle porras al gobierno o al
MURO, sino una impresionante, significativa, manifestación de contracultura
que, naturalmente, tuvo repercusiones políticas; tan fue así que se le satanizó
al instante y el gobierno apretó la represión contra todo tipo de evento
rocanrolero” (Agustín, 2007: 89). Además del “impresionante consumo de droga”, “la
natación al desnudo”, “la liberalidad moral” (Agustín, 2007: 88) y el
repertorio de canciones de rock cantado casi exclusivamente en inglés (Zolov,
1999: 207), en este suceso se produjo una interrupción de estatus social
(también de marginación racial), el sacrílego ondeo de la bandera mexicana “que
en vez del águila y la serpiente tenía un signo de la paz” (Agustín, 2007: 89) –acto
considerado, en términos legales, una infracción– y el flameo desvergonzado de
la bandera norteamericana (Zolov, 1999: 209). Fue un evento duramente criticado
y demonizado por todas las posturas políticas hegemónicas (entre las cuales
figuraba Monsiváis), por su supuesta antimexicanidad (antinacionalismo), por la
presunta violencia que provocó y por ser cómplice del imperialismo. Pero, como
asevera Agustín, fue todo lo contrario, hasta calificarlo de “mexicanísimo” (Agustín,
2007: 89). Y de acuerdo con el análisis desarrollado aquí, mexicanísimo sería lo mismo que decir barroco, esto es, “un
principio de ordenamiento del mundo de la vida” (Echeverría, 2000: 48), uno
caracterizado en parte por su estrategia de hibridación, de codigofagia (Echeverría,
2000:51, 55). Es preciso recordar que el hecho de que el ethos barroco sea un principio remite a una estructura ontológica
más esencial, con rasgos invariables que van más allá de lo que es determinado
históricamente. Escribe Echeverría, sobre la oposición enfatizada por Marx
entre la forma natural y la forma de valor, que la primera
no
hace referencia a una “substancia” o “naturaleza humana” de vigencia
metafísica, contra la cual la “forma de valor” estuviera “en pecado”; tampoco a
un anclaje de lo humano en la normatividad de la Naturaleza, respecto de la
cual la “forma de valor” fuera artificial y careciera de fundamento. Se refiere
exclusivamente al hecho de que lo humano, siendo por esencia “artificial”,
no-natural, es decir, contingente, auto-fundado, debe siempre construir sus
formas en un acto de “trascendencia de lo otro” o de “trans-naturalización”,
acto que hace de ellas formas construidas a partir de proto-formas que se
encuentran en la naturaleza, las mismas que, “negadas determinadamente”,
permanecen en ellas en calidad de substancia suya (Echeverría, 2010b: 110).
La forma natural no es una estructura apriorística,
sino la evidencia de ésta. Pero, entre los cuatro ethos de impronta occidental, se propone que es sólo el barroco
donde están los más claros remanentes de las protoformas constituidoras de la
forma natural de la vida social en el contexto de la modernidad capitalista. En
el festival de carácter dionisiaco de Avándaro, se llevó a cabo una ceremonia
donde lo profano cedió el paso a lo sagrado, la discontinuidad a la
continuidad, el valor al valor de uso, la economía restringida a la general, lo
homogéneo a lo heterogéneo. No hubo demandas de orden “terrenal”, por así
decirlo, como las del movimiento estudiantil (totalmente justificadas) –las
cuales, cabe destacar, no pueden desvincularse de la influencia del capital en
el destino político y sociocultural de México–, sino una importante apropiación
simbólica de un espacio a la vista de la nación “mestiza”. Y lo que vio esa
nación “mestiza” fue que estaba en mauvaise
foi (mala fe), que se sumó a un proyecto en que,
desde el siglo XVIII, se ha vuelto imposible
separar los rasgos propios de la vida civilizada en general de los que
corresponden particularmente a la vida moderna. La presencia de estos últimos
parece, si no agotar, sí constituir una parte sustancial de las condiciones de
posibilidad de los primeros. La modernidad, que fue una modalidad de la
civilización humana, por la que ésta optó en un determinado momento de su
historia, ha dejado de ser sólo eso, una modificación en principio reversible
de ella, y ha pasado a formar parte de su esencia (Echeverría, 2000: 34).
Interpretado desde la óptica desarrollada
aquí, en el festival de Avándaro se formó, de improviso, un ritual de
sacrificio. Y, volviendo a Bataille, “el principio del sacrificio es la
destrucción, pero […] la destrucción que el sacrificio quiere operar no es el
aniquilamiento. Es la cosa –sólo la cosa– lo que el sacrificio quiere destruir
en la víctima” (Bataille, 2001: 47). El estado nacional, “mestizo”, axolótico, en
este caso es la cosa. Dice Bataille:
El imperio [léase aquí estado] se somete desde un principio al primado del orden real. Se
plantea a sí mismo esencialmente como una cosa. Se subordina a fines que
afirma: es la administración de la razón. Pero no podría admitir otro imperio
en su frontera como igual. Toda presencia a su alrededor se ordena por relación
a él como un proyecto de conquista. Así, pierde el sencillo carácter individualizado
de la estrecha comunidad (Bataille, 2001: 70).
Para que haya vida o renacimiento, tiene que
haber muerte. Lo que hay que llevar a la muerte como ofrenda es la cosa o lo
que Bataille también designa proyecto,
que es lo mismo que aferrarse a lo apolíneo, a lo profano, al valor, a una idea
hegemonizada de identidad o esencia nacionales. Pero con el fin de realizar
este sacrificio, se tiene que cambiar la relación con la materia. Así y todo,
esto no se puede lograr sin que la sociedad contemporánea, de la que México
forma parte, vuelva antes a una vida mediada por lo que podría identificarse
como un impulso mítico. Según Richardson, la sociedad actual se engaña al creer
que no necesita mitos para existir, tanto que se inventó el mito de su ausencia
(Richardson, 1994b: 13). En las sociedades donde se perpetúa el proyecto, que a su vez alimenta y
sostiene el capitalismo moderno, “la pobreza se extiende entonces sobre la vida
humana como un nublado sobre el campo” (Bataille, 1987: 93). Llegar a un punto
en que se deja atrás la producción y consumo de valores económicos para reemplazarla
con una relación objetiva indiferente al flujo y acumulación de capital es
difícil o tal vez utópico. Pero para derribar tanto los mecanismos de control y
persuasión ciudadanos como los paradigmas de vida social generados por los
estados nacionales nutridos del “baile especulativo del capital” (Žižek, 2011: 309),
una lucha hegemónica tal como la formula Laclau no es suficiente. El cambio
tiene que provenir del plano existencial. Es decir, a fin de volver a una forma
natural de la vida social –en un planeta regido por el capital– se tiene que
transformar el acercamiento al mundo y a las cosas en él. El mito, fundamental en
el pensamiento de Bataille, aun cuando en la obra de éste su importancia sea tácita
(Richardson, 1994b: 11), es esencial para este fin. Nuevamente es necesario
recurrir a la fenomenología, en este caso, de la religión, para explicar
precisamente de qué se trata. Parecido a la forma en que Husserl elabora el
concepto del mundo de la vida, que admite un sentido trascendental, invariable,
y otro fáctico, cultural e históricamente determinado (Buckley, 1992: 94), Mircea
Eliade asegura que el ser humano es homo
religiosus, esto es, un ser para quien lo “sagrado” es un elemento en la
estructura de la conciencia, y no una etapa en su historia. El mundo con
significado –el hombre no puede vivir en un caos– es el resultado de un proceso
dialéctico que puede ser llamado la manifestación de lo sagrado” (Eliade, 1971:
7). Ese elemento inherente a la conciencia, como el sujeto trascendental que
hace posible un mundo de la vida, es incambiable, constante, y una de sus
expresiones básicas es el mito. Según Eliade, el mito es el fundamento de la
religión (Eliade, 1973: 117). Y lo que el filósofo de la religión ve en las
fiestas religiosas en general es una pulsión para estar in illo tempore, en un origen mítico, perfecto, en presencia divina
(Eliade, 1987: 92). El impulso de estar in
illo tempore es esencialmente el mismo que identificó Bataille en la
búsqueda humana de “la esfera vaga de
la intimidad perdida” (Bataille, 2001: 54). El pensamiento de Echeverría
también está dentro de la órbita de esta propensión que se observa en
aquellos. El filósofo, por ejemplo, hace una distinción entre el “modo
rutinario de la existencia cotidiana” y el “momento extraordinario” (Echeverría,
2010: 179, 177). Según Echeverría, el segundo que irrumpe por medio de
“innumerables […] figuras” (Echeverría, 2010: 175) tiene en la fiesta –el
pensador se centra en esta, el juego y el arte como recursos que producen una
ruptura en la vida rutinaria– “el más alto grado de radicalidad” (Echeverría,
2010: 179) respecto de la generación de una ruptura en la vida cotidiana. Habla
concretamente de “las fiestas religiosas o eróticas, que son siempre, en mayor
o menor medida, ceremonias rituales” (Echeverría, 2010: 179). Bataille, por
cierto, manifiesta que “hay similitudes flagrantes, o incluso equivalencias e
intercambios, entre los sistemas de efusión erótica y mística” (Bataille, 1997:
231). También alega que “lo que el misticismo no ha podido decir (al decirlo
desfallece), lo dice el erotismo: Dios no es nada si no es desbordamiento,
transgresión de Dios mismo en todos los sentidos; en el sentido del ser vulgar”
(Bataille, 2007: 28). Sobrepasar a Dios “en el sentido del ser vulgar” es ir
más allá de una idea o metáfora de Dios que se ha vuelto cómoda y
espiritualmente inerte en la vida rutinaria. Como sostiene Eliade, “el hombre
no religioso de los tiempos modernos continúa utilizando las pautas de
comportamiento, las creencias y el lenguaje del homo religiosus, aunque al mismo tiempo las desacraliza, vaciándola
de sus significados originales” (Eliade, 2001: 180). La desacralización y
vaciamiento de los significados originales del homo religiosus, como se advierte en Bataille, también puede
incluir al hombre religioso. Para usar las palabras de Joseph Campbell, en la
modernidad capitalista “la religión [los mitos, las creencias] debe ser transformada”
(Campbell, 1991: 52). Y al transformar la relación con lo divino y las cosas en
el mundo, se puede introducir un nuevo ethos
(el ethos barroco tiene la capacidad
de ser su punto de partida) que en la práctica signifique una superación del
predominio tanto implícito como explícito del ethos realista en las sociedades del mundo.
Echeverría afirma que
en la ruptura festiva de la rutina el esquema
de uso autocrítico del código que presenta el comportamiento humano es
diferente. La irrupción del momento extraordinario es en este caso mucho más
compleja porque no conmociona ya solamente a la vigencia en general de toda ley
[como en el juego], sino a la vigencia de una ley “encarnada”, la ley de la
subcodificación identificadora del código. Lo que en la ruptura festiva entra
en cuestión no es ya solamente la necesidad o naturalidad del código, sino la
consistencia concreta del mismo, es decir, el contenido del compromiso que
instaura la singularidad, individualidad, “mismidad” o identidad de un sujeto
en una situación histórica determinada (Echeverría, 2010: 177).
Cuestionar el código en la dimensión
extraordinaria (dionisiaca, sagrada, heterogénea) en beneficio de la
subcodificación de la vida rutinaria es lo mismo que restaurar lo fáctico in illo tempore, restableciendo a fin de
cuentas un “mundo con significado”, que en realidad es “el resultado” del “proceso
dialéctico” entre lo contingente, lo que es determinado históricamente –como el
ethos barroco– y la “manifestación de
lo sagrado” (Eliade, 1971: 7), que pertenece al ámbito de lo necesario o de lo
trascendental. No obstante, las rupturas que describe Echeverría no pasan de lo
imaginario: “La ruptura festiva se cumple mediante la organización de todo un
espacio ceremonial y un acontecer ritual que re-construyen al mundo como mundo
imaginario” (Echeverría, 2010: 191). En Bataille, entre la ruptura de lo extraordinario,
de lo heterogéneo en la vida social cotidiana y ésta habría un continuo, de tal
modo que aquélla no se podría concebir como un fenómeno restringido a lo
imaginario, sino más bien como una parte fundamental e inseparable de la
realidad vivida. Y el rock, a distinción de otros fenómenos culturales de la
modernidad reciente, se aboca hacia esto. De acuerdo con este análisis, el
festival de Avándaro, como una ceremonia ritual entre la fiesta religiosa y la
erótica, más que significar la creación de una identidad colectiva capaz de
fundar una nueva conciencia nacional que desafiara la que está hegemonizada por
el estado (Zolov), es la restauración del vínculo que necesita y puede
establecer la conciencia humana con lo sagrado, con lo divino, con lo
heterogéneo. Si se ha conseguido o mantenido esta propensión en México en la
modernidad, ha sido gracias al principio
de ordenamiento ontológico del ethos
barroco, pero de forma limitada, pues si no se lleva la teatralización de la
ruptura al plano de la realidad, no se puede restablecer una vida compartida
por lo ordinario y lo extraordinario, donde el valor de uso puede desprenderse del
valor y donde el no saber (Bataille) –la
muerte del saber que posibilita un saber nuevo (Bataille, 2001b: 124)– desanda
el paso de los conocimientos técnico y científico, que se han convertido en
cómplices del capitalismo moderno. La contracultura, sobre todo la sesentera
con las rupturas identitarias y de comportamiento que efectuó a través de la
hibridación cultural, con su acercamiento al “ocultismo, el misticismo, las
religiones tradicionales” (Herman, 2009: 28) y con su actividad política, por
más pueril que pueda parecer desde afuera, fue literalmente una expresión
sintomática de una época –un signo de los tiempos–, concretamente una reacción
a la colonización del mundo de la vida, para usar la expresión habermasiana,
por parte de los imperativos de la modernidad capitalista. Analizado con rigor
teórico, se necesita tomar en cuenta la determinación ontológica del ethos barroco sobre el desarrollo de la
cultura roquera en el contexto mexicano, especialmente al hablar del
significado de la generación Avándaro, la otra cara de la contracultura en
México. Echeverría, al reflexionar sobre las formas en que se puede “revivir […]
la experiencia de la plenitud de la vida y del mundo de la vida” (Echeverría,
2000: 192), da a entender que la dialéctica entre el ethos barroco y las exigencias del capitalismo moderno ha hecho que
el primero pase de las “ceremonias, ritos y sustancias destinados a provocar el
trance o traslado a ese “otro mundo”’ a “otras técnicas, dispositivos e
instrumentos que deben ser capaces de atrapar esa actualización imaginaria de
la vida extraordinaria”, es decir, “la experiencia estética” (Echeverría, 2000:
192). El rock mexicano participa de este tipo de vivencia. No obstante, las
ceremonias y los ritos que vinculan el mundo ordinario con el extraordinario
forman parte de la experiencia del ethos
barroco. Similar a la forma en que el misticismo en la modernidad sustituye el
anhelado contacto con Dios por la cohesión social, la vivencia estética llega a
reemplazar la mítico-religiosa –entre las cuales el ethos barroco está a medio camino– conforme vaya racionalizándose
la vida social de acuerdo con los requerimientos del ethos realista. El rock mexicano, en su acercamiento a lo
heterogéneo, tanto a través de sus atrevidas hibridaciones socioculturales como
por medio de un valor de uso abiertamente consagrado a la experiencia de la
plenitud vivida individual y colectivamente, introduce o reintroduce en su
momento la necesidad de reintegrar la polaridad sagrada, que también es la
mítica, la dionisiaca, la heterogénea, al mundo circundante, empobrecido por la
modernidad capitalista. Otro ejemplo de esto, anterior a Avándaro, que la onda experimentó
y compartió con la nación “mestiza”, fue durante un eclipse solar total en
1970:
Más o menos pudieron sentir su peso colectivo […]
cuando jipitecas y onderos de todas partes se congregaron en Oaxaca para presenciar
un eclipse solar total […] En los distintos sitios se llevaron a cabo todo tipo
de rituales cósmico-acuarianos, y fue alto el consumo de alucinógenos, “para
ver el eclipse hasta la madre”. Así ocurrió, en medio del estrépito esotérico,
y después los más de cien mil macizos regresaron muy contentos a sus casas (Agustín,
2007: 84-85).
Por más que fuera pasajero, el papel
antagónico que desempeñó la onda, tanto en su versión activista como expresiva,
para emplear los calificativos usados por Carles Feixa, se debe interpretar no
sólo como una reacción y resistencia a las buenas costumbres mexicanas y a un
gobierno autoritario, sino también, o incluso más, a las exigencias del
capitalismo moderno por vía del estado nacional.
A modo de conclusión, la historia y el movimiento del
rock en México se han estudiado en este país y en Estados Unidos desde ámbitos
como la historiografía, los estudios culturales, la antropología y la
sociología. Estos campos de análisis, tanto como las primeras publicaciones de los
que vivieron de cerca el fenómeno, han sido sumamente productivos y
aleccionadores, además de conformar una especie de memoria colectiva de esta
cultura musical. Pero siendo un acontecimiento multidimensional, el rock en
México da para otros aspectos de examen. Por tanto, se ha adoptado una
aproximación transversal (refiérase a Wolfgang Welsch y Alfonso de Toro), una
que tal vez no se emplea lo suficiente, para poner en primer plano otros temas
que el rock mexicano, en este caso, desde sus inicios hasta el festival de
Avándaro, pone a la vista. Por un lado, el rock en México fue involuntariamente
político en sus formas y fue politizado por haber representado un disturbio
simbólico en el espacio social hegemonizado por el estado. Este nivel o
dimensión de análisis se puede llevar a cabo gracias a las importantes aportaciones
teóricas presentadas en Hegemonía y
estrategia socialista (1985) de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe y las posteriores
elaboraciones conceptuales de Laclau. Desde la perspectiva o posición del rock mexicano,
se puede ver cómo funciona el estado discursivamente en su apropiación del
significado del mestizaje, en su manejo de las buenas costumbres y en su
posición paternalista en el espacio político-social, frente a una ciudadanía
axolótica (Monsiváis, Bartra, Zolov, Palau). Sin embargo, y de acuerdo con
Žižek, hay algo más allá del estado nacional que hay que tener en cuenta a la
hora de luchar contra o socavar el aparato represivo: el capitalismo (queda más
evidente cuando ya no es vigente el discurso del estado mestizo). Pero como
dilucida Bolívar Echeverría, México (como cualquier estado moderno del mundo)
no puede ver el capitalismo como un fenómeno externo a la vida social nacional,
ya que es una parte constitutiva de la modernidad capitalista. A pesar de ello,
existe en México, y también en otros países latinoamericanos, un núcleo de
resistencia a la ontología del capitalismo moderno: el ethos barroco. Este fenómeno que nombra Echeverría es sumamente
importante al momento de analizar la historia y epistemología contemporáneas de
Occidente. Las ideas que desarrolla sobre este ethos frente a los otros tres que identifica, entre los cuales
destaca el ethos realista, son
amplias, pero se pueden llevar a cabo otros niveles y dimensiones de análisis
respecto de aquel. Aquí viene a cuento el pensamiento heterológico de Georges Bataille
y su uso de conceptos como lo profano y lo sagrado, lo homogéneo y lo
heterogéneo –conceptos que Laclau incorpora a su corpus teórico–, la economía
restringida y la economía general y la ausencia de mito. Por medio de Bataille,
se puede inferir la forma en que el rock en México, determinado por el
principio de ordenamiento ontológico del ethos
barroco, potencia y vierte luz sobre los modos de oposición y quiebre
sistémicos latentes en las elucubraciones de Echeverría sobre el ethos en cuestión. En otras palabras, el
ethos barroco conserva algo del mundo
de la vida antes de la occidentalización del “Nuevo Mundo” por parte del
“Viejo”, de resistencia a la imposición de una biopolítica europea de la
suroccidental ibérica a la noroccidental estadounidense, pero los modos
precapitalistas permanecen en un segundo plano. Como se sostiene aquí, el rock
mestizado, barroquizado, entronca con las formas del ethos barroco y las saca a primer plano, sobre todo en el fugaz
pero revelador evento/acontecimiento que fue Avándaro, mostrando los elementos que
aquí se piensa son los reprimidos en la modernidad capitalista de la forma
natural del mundo de la vida: la (re)constitución mítica de un pueblo, de una
identidad colectiva (la exhibición de otra bandera mexicana, con un símbolo de
paz en lugar del águila y la serpiente, estropeados por el discurso
nacionalista), la vinculación permanente entre los planos ordinario y
extraordinario (el festejo dionisiaco, sagrado, que se dio en el evento y que
es una modalidad recurrente en el rock) y el gasto improductivo (el exceso
evoca un valor de uso cuya función no está determinada en modo alguno por la
valorización del valor económico). Puede ser una visión demasiado utópica de
este fenómeno cultural en sus primeras etapas, concretamente en el contexto
mexicano, pero trasladándola a un análisis teórico que indaga sus implicaciones
respecto de lo que constituye una vida social anterior a y más allá del
capitalismo, el rock ha demostrado precisamente lo que se ha perdido en la
modernidad capitalista y lo que tal vez vale la pena recuperar.
Aceptado el 4 de diciembre de 2017
Bibliografía
AGUSTÍN, José
(2004). La ventana indiscreta: rock, cine y literatura. Toluca: Fondo
Regional para la Cultura y las Artes.
––––– (2007). La contracultura en México: la historia y el
significado de los rebeldes sin causa, los jipitecas, los punks y las bandas.
México, D. F: Debolsillo.
ASSANDRI, José
(2007). Entre Bataille y Lacan: ensayo
sobre el ojo, golosina caníbal. Buenos Aires: El Cuenco de Plata/Ediciones
Literales.
BARTRA, Roger
(2002). Anatomía del mexicano. México, D.F: Plaza y Janés.
––––– (2007). La jaula de la melancolía: identidad y
metamorfosis del mexicano. México: Grijalbo.
BATAILLE, Georges
(1997). El erotismo. Trad. Antoni
Vicens y Marie P. Sarazin, México: Tusquets.
––––– (2001). Teoría de la religión. Trad. Fernando Savater, Madrid:
Taurus.
––––– (2001b) The Unfinished System of Nonknowledge. Trad. Michelle Kendall y
Stuart Kendall, Minneapolis, MN: University of Minnesota Press.
––––– (2003). La conjuración sagrada: ensayos 1929-1939. Trad.
Silvio Mattoni, Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
––––– (2007). Madame Edwarda. Trad. Salvador Elizondo,
México: Fontamara.
BAUDRILLARD, Jean. Crítica de la economía política del signo.
Trad. Aurelio
Garzón del Camino, Madrid: Siglo Veintiuno.
BRANAMAN, Ann (2010). “Identity and Social
Theory”, The Routledge Companion to
Social Theory. Ed. Anthony Elliott y Daniel Mendelson, Londres: Routledge.
BUCKLEY, R. Philip (1992). Husserl, Heidegger and the Crisis of
Philosophical Responsibility. Dordrecht: Springer Netherlands.
BUTLER, Judith (2002).
Cuerpos que importan: sobre los
límites materiales y discursivos del “sexo”. Trad. Alcira
Bixio, Buenos Aires: Paidós.
CAMPBELL, Joseph y
Bill D. Moyers (1991). El poder
del mito. Trad. César Aira, Barcelona: Emecé.
CASTILLO BERTHIER,
Héctor Francisco (2010). “Viva el rock mexicano. Entre roqueros, rocanroleros,
roles y rolas”, Dignitas. 14: 25-56.
DURKHEIM, Émile
(2009). “Dos leyes de la evolución penal”, Caderno
CRH. 22 (57): 635-652.
––––– (2012). El suicidio: un estudio de sociología. Trad.
Sandra Chaparro Martínez, Madrid: Akal.
ECHEVERRÍA, Bolívar
(1998). Valor de uso y
utopía. México: Siglo Veintiuno.
––––– (2000).
La modernidad de lo barroco. México, D.F: Ediciones Era.
––––– (2010). Definición de la cultura. México: Itaca.
––––– (2010b). Modernidad y blanquitud. México, D.F:
Era.
(2010c). Vuelta de siglo. México: Era.
ELIADE, Mircea (1971).
La búsqueda. Trad.
Dafne Sabanes de Plou y María Teresa La Valle, Buenos Aires: La Aurora.
––––– (1973). Australian Religions: An Introduction. Ithaca: Cornell University
Press.
––––– (1987). The Sacred and the Profane: The Nature of Religion. Trad. Willard R.
Trask, Nueva York: Houghton Mifflin Harcourt.
––––– (2001). Nacimiento y renacimiento: el significado de
la iniciación en la cultura humana. Trad. Miguel Portillo, Barcelona: Kairós.
FEIXA PÀMPOLS,
Carles (1993). La ciudad en la
antropología mexicana. Lleida: Servei de Publ. de la Univ. de Lleida.
FERNÁNDEZ
Christlieb, Paulina y Octavio Rodríguez Araujo (1985). En el sexenio de Tlatelolco (1964-1970): acumulación de capital, estado
y clase obrera. México: Siglo Veintiuno Editores.
FOUCAULT, Michel
(2008). Nacimiento de la biopolítica:
curso en el Collège de France (1978-1979). Trad. Horacio Pons, México, D.F:
Fondo de Cultura Económica.
FRITH, Simon (2014).
Ritos de la interpretación: sobre el valor
de la música popular. Trad. Fermín A. Rodríguez, Buenos Aires: Paidós.
GANDLER, Stefan
(2008). Marxismo crítico en México:
Adolfo Sánchez Vázquez y Bolívar Echeverría. México, D.F: Fondo de Cultura
Económica.
GARCÍA SALDAÑA,
Parménides (1972). En la ruta de la onda.
México: Diógenes.
GLANTZ, Margo
(1971). Onda y escritura en México:
jóvenes de 20 a 33. México:
Siglo Veintiuno Editores.
GLYNOS, Jason y Yannis Stavrakakis (2004).
“Encounters of the Real Kind: Sussing out the Limits of Laclau′s embrace of Lacan”,
Laclau: A Critical Reader. Ed. Simon
Critchley y Oliver Marchart, Londres: Routledge.
GROSS, David (2009). The Past in Ruins: Tradition and the Critique of Modernity. Amherst:
University of Massachusetts Press.
HABERMAS, Jürgen
(1993). El discurso filosófico de la
modernidad: doce lecciones. Madrid: Taurus.
HEBDIGE, Dick
(2004). Subcultura: el significado del
estilo. Trad. Carles Roche, Barcelona: Paidós.
HERMAN, Gary (2009).
Historia trágica del rock. Teià,
Barcelona: Ma Non Troppo.
HOWARTH, David. “Introduction: Discourse,
Hegemony and Populism: Ernesto Laclau′s Political Theory”, Ernesto Laclau: Post-Marxism, Populism and Critique. Abingdon, OX:
Routledge.
KING, John (2008). The Role of Mexico′s Plural in
Latin American Literary and Political Culture: From Tlatelolco to the
“Philanthropic Ogre”. Basingstoke: Palgrave Macmillan.
KUN, Josh (2005). Audiotopia: Music,
Race, and America. Berkeley: University of California Press.
LACAN, Jacques
(2010). El seminario de Jacques Lacan:
los escritos técnicos de Freud: 1953-1954: libro 1. Trad. Rithée Cevasco y
Vicente Mira, Barcelona: Paidós.
LACLAU, Ernesto
(2004). “Glimpsing
the Future”, Laclau: A Critical Reader.
Ed.
Simon Critchley y Oliver Marchart, Londres: Routledge.
––––– (2005). La razón populista. Trad.
Soledad Laclau, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
––––– (2008).
Debates y combates: por un nuevo
horizonte de la política. Trad. Miguel Cañadas, Ernesto Laclau y Leonel
Livchitz, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
LACLAU, Ernesto y
Chantal Mouffe (2004). Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización
de la democracia. Trad. Ernesto Laclau, Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica.
LIPSITZ, George (1990).
Time Passages:
Collective Memory and American Popular Culture. Minneapolis: University of Minnesota
Press.
MARTIN, Bernice
(1992). “La sacralización del caos: el simbolismo en la música rock”, Centro de estudios públicos. 48: 1-59.
MONSIVÁIS, Carlos
(1970). Días de guardar. México: Era.
––––– (1977). Amor perdido. México, D. F: Era.
––––– (1992).
“Tin Tan. Es el pachuco un sujeto singular”, Intermedios. 6-13.
––––– (2008).
El 68: la tradición de la resistencia.
México, D. F: Era.
––––– (2011).
Los ídolos a nado: una antología global.
Ed. Jordi Soler, Barcelona: Debate.
MORAN, Dermot (2015). “Everydayness,
Historicity and the World of Science: Husserl′s Life-World Reconsidered”, The Phenomenological Critique of
Mathematisation and the Question of Responsibility: Formalisation and the
Life-World. Ed. L′ubica Učník, Ivan Chvatík y Anita Williams, Cham: Springer
International Publishing.
OLSON, Carl (2013). The Allure of Decadent Thinking: Religious Studies and the Challenge of
Postmodernism. Oxford: Oxford University Press.
PAGLIA, Camille (1993). Sex, Art and American Culture: Essays.
Londres: Viking.
PALOU, Pedro
Ángel (2004). El fracaso del mestizo. México, D. F: Ariel.
PÉREZ-BORBUJO ÁLVAREZ, Fernando (2014). “Echeverría: el ethos
del pensamiento”, Para una crítica de la modernidad capitalista: dominación
y resistencia en Bolívar Echeverría. Ed. Mabel Moraña, Quito, Ecuador:
Corporación Editora Nacional.
PONIATOWSKA, Elena
(1971). La noche de Tlatelolco: testimonios de historia oral. México: Era.
RICHARDSON, Michael (1994). Georges Bataille. Londres: Routledge.
––––– (1994b).
“Introduction.” The Absence of Myth:
Writings on Surrealism. Londres: Verso.
ROUSTANG, François (1989). Lacan,
del equívoco al callejón sin salida. México: Siglo Veintiuno.
SCHERER IBARRA,
María y Nacho Lozano (2016). El priista
que todos llevamos dentro. México: Grijalbo.
SALAS ZÚÑIGA,
Fabio (1998). El grito del amor: una
actualizada historia temática del rock. Santiago de Chile: LOM.
TAYLOR, Candida (2000). “Zoot Suit: Breaking the Cold War′s Dress”,
Containing America: Cultural Production
and Consumption in 50s America. Ed. Nathan Abrams y Julie Hughes, Birmingham: University of Birmingham
Press.
TAYLOR, Mark C. (1987). Altarity. Chicago: University of Chicago
Press.
THOMASSEN, Lasse
(2005). “Antagonism, Hegemony and Ideology after Heterogeneity”, Journal of
Political Ideologies 10 (3): 289-309.
TITO, Johanna
(2008). “On Animal Immortality: An Argument for the Possibility of Animal
Immortality in Light of the History of Philosophy”, Animal Subjects: An
Ethical Reader in a Posthuman World. Ed. Jodey Castricano, Waterloo, Ontario: Wilfrid Laurier University
Press.
URTEAGA CASTRO-POZO, Maritza y Carles Feixa Pàmpols (2005). “De
jóvenes, músicas y las dificultades de integrarse”, La antropología urbana
en México. Ed. Néstor García Canclini,
México, D. F: Conaculta/UAM/FCE.
VOLPI ESCALANTE,
Jorge (2009). El insomnio de Bolívar:
cuatro consideraciones intempestivas sobre América Latina en el siglo XXI.
Barcelona: Debate.
ŽIŽEK, Slavoj
(2007). El espinoso sujeto: el centro ausente
de la ontología política. Trad. Jorge Piatigorsky, Buenos Aires: Paidós.
––––– (2011). En defensa de causas perdidas. Trad.
Francisco López Martín, Madrid: Akal.
ZOLOV, Eric (1999). Refried Elvis: The
Rise of the Mexican Counterculture. Berkeley: University of California
Press.
––––– (2004). “La Onda Chicana: Mexico′s
Forgotten Rock Counterculture”, Rockin′ Las Américas: The Global Politics
of Rock in Latin/o America. Ed. Deborah Pacini Hernandez, Héctor Fernández
l′Hoeste y Eric Zolov, Pittsburgh, PA: University of Pittsburgh Press.
Doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Florida. Tiene un
certificado de estudios latinoamericanos por la misma universidad y actualmente
está afiliado a Wells College, Nueva York alextorres@wells.edu
El
término mundo de la vida (Lebenswelt), proveniente de la
fenomenología, se refiere a un horizonte contextualizador que no sólo
estructura las relaciones humanas, sino que también determina cómo se producen
y se consumen los objetos que pueblan la vida social cotidiana.
Escribe
Durkheim, en El suicidio, que “la
anomia procede del hecho de que, a ciertos niveles sociales, faltan fuerzas
colectivas, es decir, grupos constituidos para reglamentar la vida social”
(Durkheim, 2012: 330). En otras palabras, es la ausencia de un anclaje social
profundo.
La
“metáfora” que, según Campbell, representa un sistema de creencias podría
entenderse como una formación sociosimbólica que, además, mantiene un aura
mística, cualidad que ha minado y empobrecido la modernidad capitalista. Léase,
por ejemplo, la entrevista titulada “El mito y el mundo moderno” de El poder del mito (1988).
Más allá de su creencia en el
individualism ilustrado, Émile Durkheim “argued that the complex division of
labor in industrial capitalism broke down social solidarity and built up
individuality: his concepts of ‘anomie’ and ‘egoism’ pointed to the deleterious
social and personal consequences of the untrammeled self” (Branaman, 2010:
136). Y aunque para Durkheim la desviación social en la Europa de su tiempo no
“consistía”, como en las sociedades primitivas, “casi únicamente en no cumplir
los ritos de culto, en violar las prohibiciones rituales, en separarse de las
costumbres de los mayores, en desobedecer la autoridad, allí donde estaba
fuertemente constituida”, sino “en la lesión de cualquier interés humano”
(Durkheim, 2009: 646), con el avance de las biopolíticas nacionales
determinadas por el “triunfo de la modernidad capitalista como esquema
civilizatorio universal” (Echeverría, 2000: 20), desviarse de la cultura y
pensamiento hegemonizados llega a constituir un crimen simbólico, de la misma o
de mayor gravedad que el que produce una “lesión de cualquier interés humano”. “Este
tipo de reacción se refleja, por ejemplo, en una reforma antisocialista que se
aplicó en la década del 40 en México al artículo 3º constitucional (gratuidad
de la educación superior) en la que “[l]a educación que imparta el Estado”,
entre otras cosas, “tenderá a desarrollar … el amor a la patria” http://www.diputados.gob.mx/bibliot/publica/inveyana/polint/cua2/evolucion.htm
Y aunque Laclau toma en cuenta la importancia del afecto,
por ejemplo, como catalizador de acción, en su caso, política, funciona de
todas formas de un modo esquemático en su pensamiento.
Zolov usa el término resemantización: “It was through this
resemanticization of foreign rock and the emergence of a native rock idiom (La
Onda Chicana) that the discourse of an imagined Mexican community was wrested
from state control” (Zolov, 1999: 177).