La tierra es redonda, como la vida
no es plana. Sofía Orozco, Guadalajara:
Letra Uno, 2017
La
tierra es redonda, como la vida no es plana. Sofía Orozco,
El 24 de agosto de 2010, fueron encontrados los cuerpos de 72
migrantes que habían desaparecido en su camino hacia la frontera en Tamaulipas.
Poco tiempo después, en 2011, se supo de las fosas de San Fernando, en
Tamaulipas, y en 2012, de las de Cadereyta, Nuevo León. Fue el inicio de un
descubrimiento macabro del cual aún no nos reponemos: México, no sólo el norte,
se estaba convirtiendo en un enorme cementerio clandestino.
En el caso del noreste, los Zetas
habían establecido un retén en San Fernando, en complicidad con la policía, y
robaban y desaparecían de manera consuetudinaria a los pasajeros de
autotransportes y de autos particulares con dirección a la frontera sobre la
carretera 101. Amos y señores del camino, con la complicidad del gobierno, decidían
quién pasaba y quién se quedaba.
El 25 de marzo de 2011, la compañía
Ómnibus de México presentó una
denuncia ante las autoridades por el secuestro de sus pasajeros a la altura de
San Fernando. Aunque no había sido la primera vez: ya era frecuente que los
autobuses (Ómnibus, ADO, Futura, Pirabús, Transpaís) llegaran vacíos a su
destino, con sólo las maletas de los pasajeros. Algunos eran migrantes
centroamericanos. Otros, muchos más, eran de Guanajuato, de Michoacán, de
Querétaro, de Puebla... Sólo entre el 23 y el 30 de marzo de ese año, 129
pasajeros fueron bajados de los autobuses.
Gracias a esta denuncia, además de
la investigación por parte del FBI acerca de un mexicano-norteamericano
desaparecido también en esa zona, y del caso de tres mexicanos huidos de un
campamento de secuestrados, se inició formalmente la búsqueda de los
desaparecidos.
El 1 de abril de 2011, las
autoridades de Tamaulipas encontraron la primera fosa. Llegaron a descubrir 47
en las siguientes semanas, y de ellas se extrajeron 193 cuerpos, antes de,
inexplicablemente, dar por concluida la búsqueda.
Pero no quedó en esto el horror.
Llegaron más de 400 personas al Semefo de Matamoros en busca de algún familiar.
Allí los cuerpos se amontonaban, los peritos no se daban abasto. Bajaban cuerpos
de camiones refrigerados y subían otros ahí mismo. Un funcionario dio la orden
de dispersar los cadáveres para no causar tanta alarma. Habría que ir a
buscarlos hasta la Ciudad de México. Algunos lograron encontrar a sus
familiares. Otros, a pesar de tener identificaciones, tuvieron que esperar más
de cinco años para que los restos les fueran entregados; muchos de ellos están
todavía en fosas comunes de Ciudad Victoria y de la Ciudad de México. Los
oficios de la narcomáquina en pleno. La narcomáquina que llega mucho más allá
de los criminales: a las autoridades, por incompetencia, por corrupción, por el
afán de cubrirse las espaldas. El resultado, la impunidad.
Es difícil hablar de las víctimas
cuya humanidad ha desaparecido. La narcomáquina, como dice Rossana Reguillo,
los ha despojado de ella. Son sólo cuerpos, a veces pedazos de cuerpos, otras
veces ceniza, incluso nada. La gente en México se está evaporando. No sólo a
manos de los criminales que matan, descuartizan, entierran en fosas clandestinas,
desintegran en ácido, sino también a manos de las autoridades que desaparecen
restos de personas en los laberintos burocráticos. En el mejor de los casos,
quedarán números, cifras: Más de 72, 43… y la verdad, son cientos, miles ya.
Este es el contexto en el que Sofía
Orozco sitúa su novela. Los personajes son pasajeros de alguno de esos
autobuses atacados por criminales, en San Fernando. No espera mucho para
decirnos, en la voz del propio autobús abandonado en un corralón, que el chofer
y los pasajeros fueron encontrados en una de esas fosas referidas arriba. El
principal personaje, el autobús que sale de Celaya con rumbo a Matamoros,
cuenta que el ataque ocurrió justo el 28 de marzo de 2011.
La novela polifónica inicia con la
narración del viaje a cargo del propio autobús. Dar voz a un objeto inanimado
y, además, iniciar así el relato, es sin duda osado. El camión plantea el
escenario, presenta a los personajes, uno a uno, con descripciones detalladas y
reflexiones que se permite hacer sobre la vida y sobre los pasajeros. La
siguiente es la que explica el título y la estructura de la novela:
La vida está llena de
historias que se bifurcan, como las ramas en un árbol, comienzan en un solo
tronco y terminan en un sinfín de posibilidades. Las vivencias no son planas ni
rectas, tampoco del mismo grosor. Hay historias frías, calientes, largas,
cortas, con amor y desamor, locas, cuerdas, oscuras, claras, felices y tristes,
de colores o en blanco y negro, llenas de encuentros y desencuentros. Una vida
cuenta con muchos comienzos y desenlaces momentáneos, dentro de un gran inicio
y un inevitable final (Orozco, 2017: 7).
Incluso dentro de esa primera narración, encontramos otras
voces sobreponiéndose a la voz del autobús narrador. En cursivas, Sofía Orozco
inserta reflexiones de un narrador, omnisciente tal vez, que interpela a cada
uno de los personajes. ¿La voz de la conciencia? ¿La voz del destino?
Ahí da inicio la historia, las
historias. La autora decidió dar voz a cada uno de los pasajeros para que
contaran su vida en retrospectiva, a partir del momento de iniciar el viaje.
Así conocemos a Bonifacio, el chofer; al sacristán y al sacerdote; a la hippie
y al escritor; a los novios, a la mujer con el papel en la mano, al Comandante,
al Gordo, a la familia: padre, madre, hijos; a la prostituta, a la señorita, al
último pasajero; incluso, a La Ciega sobreviviente, para terminar, en un
recorrido circular, con el mismo Autobús.
El escritor es como un médium que
permite a los muertos volver a tener voz y Sofía Orozco lo comprende así: desde
la primera persona de cada uno de esos malogrados viajeros, ejerciendo el
derecho a contar, los saca de los montículos de tierra gris, de las fosas sin
nombre y devuelve a cada uno los colores de la vida.
Casi todas las historias están
marcadas por la violencia, por el abuso, por la soledad; de algún modo estas
historias nos hacen preguntarnos por la relación entre esas infancias
destrozadas, esos jóvenes abandonados, esas mujeres ultrajadas y los asesinos
desalmados. Y las múltiples voces nos van guiando hacia la manera en que cada
una de las decisiones tomadas acercó a los personajes al último momento de su
vida.
La vida no es plana, dice Sofía
Orozco. La tierra es redonda, como redondas son las ruedas del autobús que,
rueda que rueda, lleva a esas personas a su trágico final. Un autobús que, como
muchos de nosotros, sabe lo que ocurrió, lo que está ocurriendo, pero no puede
contarlo. Sólo la ciega, que ve mucho más que los otros y atina a dejar el
autobús a tiempo, y él son los sobrevivientes: uno no puede contar, la otra no
puede ver, aunque adivina; ambos son símbolos de este México en el que vivimos.
Los demás están muertos. No son sólo víctimas. Cada una de ellas lleva consigo
un pasado, a veces muy oscuro. Y Sofía Orozco nos hace preguntarnos si siempre
las víctimas son inocentes. No hay blanco y negro. No hay sólo buenos y malos.
Los asesinos entran en el camión
como sombras no humanas rodeadas del olor a azufre. Y, sin embargo, lo más
terrorífico es que aquellos capaces de tanta maldad no son, a la postre,
demonios. Son tan humanos, tan vulnerables como los pasajeros. Uno de los
sicarios, sin saberlo, se convierte en víctima. Cualquiera, incluso el
compañero de asiento, puede ser un asesino. Cualquiera puede ser un criminal.
Vivimos en un mundo donde las fronteras son porosas. Las autoridades no están
para defendernos, los criminales pueden ser nuestros compañeros de viaje, no
hay separación tajante. La vida no es plana. De algún modo, todos somos
víctimas y todos somos culpables, al menos por guardar silencio.
La novela de Sofía es un
entretejido de voces, como las arpilleras peruanas bordadas para preservar la
memoria de las víctimas de la violencia. Es un intento por recuperar los
nombres, las voces, los objetos de aquellas personas que vieron truncadas sus
vidas, sus miedos, sus esperanzas, y que ahora no son más que silencio,
cenizas, polvo; en el mejor de los casos, un número de fosa, una cifra, y en el
peor, nada.
La
tierra es redonda… es
un llamado a la reflexión, a la acción. Y, de algún modo, es también un llamado
a la vida esa carretera 101 en la que, tarde o temprano, nos sorprenderá la
muerte en un viejo autobús. Más vale ir preparados y ligeros de equipaje.