La representación
de Pancho Villa y la Revolución en el cine de
Pancho Villa’s representation and the Mexican revolution in Ismael Rodríguez films – 1945-1958
Ricardo Pérez Montfort[1]
RESUMEN: El
autor analiza a profundidad la llamada Época de Oro del cine mexicano a través
de una de sus figuras emblemáticas, Ismael Rodríguez. La Revolución y Pancho
Villa para Ismael Rodríguez fueron sólo un pretexto para mostrar su profundo
conservadurismo, reiterando la presentación del tono folclórico de la oposición
que hipócritamente se muestra entre la “civilización” y “lo primitivo”.
Documentado con bibliografía de la época, el artículo muestra cómo el director
que creía identificarse con el pueblo, en el fondo no podía ocultar su
desprecio por ese mismo pueblo, disfrazando su condescendencia con una supuesta
complicidad. La construcción de una identidad nacional a partir de una serie de
filmes nos muestra cómo se construye una “mexicanidad” cómplice del sistema
dominante.
PALABRAS CLAVE: Ismael
Rodríguez; Época de Oro; Cine mexicano; Revolución Mexicana; mexicanidad
ABSTRACT: The author analyzes the so called “golden time of the
Mexican cinema” through one of its iconic figures, Ismael Rodríguez, for whom
the Mexican revolution and the figure of Pancho Villa were only an excuse to
show his profound right-wing thinking. He worked the folkloric tone show
between the “civilization” and the “primitive” worlds. Documented with
bibliography from the time, the article gives a good glimpse on how the film
director, who believed he had a strong identification with the Mexican people,
quite deep in his mind could not hide his contempt for that very people, making
up his hypocrisy with an assumed complicity. The construction of a national
identity is shown in a serial of films thorough which it is build a “Mexican”
identity, part and parcel of the dominant political system.
KEYWORDS: Ismael
Rodríguez; Golden age; mexican cinema; mexican Revolution; mexicanidad
Ismael Rodríguez nació en la Ciudad de México, en el
seno de una familia que procreó 10 vástagos, tres de los cuales se llamaron Ismael. Los dos primeros murieron muy jóvenes y el tercero,
quien sería uno de los cineastas más conspicuos del siglo XX en este país, llegó al mundo el 19 de octubre de 1917. Como hijo de un panadero y una ama de casa
particularmente católicos, Ismael más que vivir la reconstrucción económica,
política y cultural en el México posrevolucionario, armó sus primeros recuerdos
con imágenes de la persecución religiosa que dio lugar a la llamada Cristiada.
Combinando la mojigatería de su casa con la cultura barriobajera de la
panadería, pasó sus primeros años entre vecindades, según él, muy al estilo de Nosotros los pobres, a unas cuadras de
la que sería la catedral de la cultura vernácula mexicana a partir de 1930: la
estación radiofónica de la XEW.[2]
Sin embargo,
justo es mencionar que los inicios de aquel emporio de Emilio Azcárraga Milmo
no le tocarían al joven Ismael, ya que en 1926 su familia decidió emigrar a Los
Ángeles, California. Allí estudió y vivió sus primeras aventuras de joven
machín, entre italianos, negros y judíos; y como sus hermanos mayores, Joselito
y Roberto, ya se habían incorporado a los avances tecnológicos del incipiente
cine hollywoodense y los actores transfronterizos mexicanos, Ismael desarrolló
su vocación cinematográfica casi de manera natural. En 1931 regresó con toda su
familia a México, pues sus hermanos habían sido contratados para participar en
la producción de la película Santa,
que realizaría el director Antonio Moreno con Lupita Tovar y Carlos Orellana, y
que entraría en la historia oficial del cine mexicano como la primera película
sonora de la industria del cine nacional.
Según sus
propias memorias, entre anécdotas burdeleras y supuestos chascarrillos de
claquetista, mezclados con actuaciones y oficios de arreglatodo, se incorporó
en el ambiente del cine en el que sus hermanos estaban íntimamente vinculados
como expertos sonidistas. En dicho ambiente trabajó con Fernando de Fuentes,
Miguel Contreras Torres, Miguel
Zacarías, Ramón Peón y Arcady Boytler. Al poco tiempo volvió a Estados Unidos
para estudiar los avances en técnicas de sonido sincrónico y en la adaptación
sonora de las salas de cine, regresando un par de meses después de cumplir los
19 años, hacia el final del sexenio cardenista.
Nuevamente
se incorporó al medio cinematográfico para trabajar como sonidista con Chano
Urueta, Juan Bustillo Oro, Rolando Aguilar, y según el propio Ismael, “trabajé
con todos los directores y de todos aprendí algo, porque veía cómo ellos
aprendían de sus propios errores…”. [3] Arrastrado por la
corriente conservadora del cine costumbrista, la comedia ranchera y el
regionalismo folclórico, tan en boga a finales de los años treinta y principios
de los años cuarenta, dirigió su primera película ¡Que lindo es Michoacán! en 1942. A la distancia, su megalomanía lo
llevó a decir que para ese entonces “…ya había logrado verme convertido en el
sonidista más joven y luego el director más joven del mundo…”[4] Pero no sólo eso, sino que gracias a su capacidad
acomodaticia, además de estar inmerso en lo más profundo del medio
cinematográfico mexicano de aquel momento, también quiso tender sus propios
puentes con los círculos del poder posrevolucionario, que por cierto ya
transitaba rumbo al civilismo. Sabiendo que el general Cárdenas tenía un amor
muy particular por su patria chica y que su primera película sería rodada en
Michoacán, Ismael se presentó ante el ex-presidente para que éste fuera su
padrino cinematográfico. Cosa que logró, aun cuando poco a poco fue quedando
bastante claro que sus compromisos y sus interpretaciones del pasado reciente
mexicano eran prácticamente opuestos.
Cárdenas
había tratado de revitalizar los principios fundamentales del radicalismo
revolucionario durante la segunda mitad de los años treinta. La distribución
agraria, la organización corporativa de los trabajadores, la educación
socialista y el énfasis en la separación del clero, especialmente el católico,
de las actividades políticas y económicas, el centralismo presidencial y el
posicionamiento del estado como regulador de la sociedad y las actividades
económicas mexicanas, habían convertido al general Cárdenas en una figura
particularmente apreciada por los sectores populares y las izquierdas, que no
así del mundo empresarial y el conservadurismo. En cambio, siendo bastante más
joven, Ismael Rodríguez, mostró una proclividad por las posiciones
reaccionarias propias de los empresarios que oscilaban entre la moral cristiana
y la hipocresía sentimental, así como entre la defensa de sus intereses
individuales y un nacionalismo discursivo. Tal vez fue sólo en este último
rubro en el que congeniaron medianamente el cardenismo y el mundo
cinematográfico al que tan bien se había integrado Ismael Rodríguez.
Perteneciente
a una generación a la que le tocó inventar parte de su pasado revolucionario,
que no testimoniarlo o recordarlo siquiera, Ismael fue consecuente con el afán
de crear mitos y lugares comunes que servirían como referencia oficial y
superficial de la Revolución Mexicana, cuando ésta ya había enterrado a sus
principales prohombres y los acontecimientos sustanciales de la misma se
integraban en el panteón nacional. Su nacionalismo era de dientes para afuera,
y su oportunismo se institucionalizaría, de la misma manera que una
seudo-revolución tricolor se había integrado al discurso oficial encabezado por
el PRI. Su contribución a la mitología revolucionaria la fue haciendo poco a
poco, y a través de múltiples referencias que transitaron de la simple
escenografía hasta la tergiversación de la historia a partir de sus propios
afanes megalómanos.
La
primera referencia a la Revolución Mexicana que apareció en la filmografía de
Ismael Rodríguez correspondió al año de 1945, cuando ya se perfilaba la
generación de hijos de revolucionarios y técnicos administrativos como heredera
del poder político y económico del país. El aún secretario de gobernación, el
relativamente joven licenciado Miguel Alemán Valdés, empezaba a ser visto como
candidato del todavía Partido de la Revolución Mexicana a la presidencia de la
República. Durante ese año, Ismael Rodríguez filmó Cuando lloran los valientes, película en la que un Pedro Infante,
con poca confianza en sí mismo, le hizo de ranchero neoleonés que se iba de
revolucionario por culpa de las arbitrariedades de los federales. En esta
película que integró por primera vez a la pareja compuesta por Pedro Infante y
Blanca Estela Pavón, la Revolución era sólo un trasfondo circunstancial y
trágico que daba lugar a situaciones que ya revelaban la afición por presentar
de manera positiva al machismo, al sentimentalismo, a la ambigüedad moral y la
hipocresía populachera propia del estilo de Ismael Rodríguez[5].
En esta
película, la Revolución le daba la oportunidad a Agapito Treviño alias El Caballo Blanco, interpretado por
Infante, de sacar la pistola a la menor provocación, de agarrase a puñetazos en
las cantinas, pero también de encontrar a un hermano perdido y al hacerlo
evitar que lo fusilaran. Esa misma Revolución también le mataba a su amada
Cristina, interpretada obviamente por Blanca Estela Pavón, justo en el momento
en que se disponían a gozar de su amor. Si bien esta cinta tampoco
desaprovechaba el clásico momento para echar una cancioncita o un corrido por
parte de Infante acompañado por el Trío Tamaulipeco, más que un drama
revolucionario resultó un culebrón ranchero que sólo tenía a la Revolución como
marco de referencia temporal y mexicanista. Según Ismael Rodríguez, Cuando lloran los valientes fue la
película en la que, por instancias suyas, Pedro Infante superó su supuesto
complejo de querer copiar al charro cantor Jorge Negrete. Rodríguez afirmó que
a partir de esa cinta Pedro Infante “…Creó así un estilo con ademanes, gestos,
comentarios, que ayudaban incluso a integrar la canción al argumento, aunque
muchas veces no tenían nada que ver una cosa con otra (como solía suceder) en
las películas mexicanas…”.[6] Así, reconociendo una de las truculencias características
de su propio cine, Ismael Rodríguez abandonó el tema revolucionario para no
volver a él sino hasta cinco años después.
Con más de
media docena de películas a cuestas, entre las que destacaban algunas muy
exitosas e imprescindibles piezas del cine de barriada, como Nosotros los pobres, Ustedes los Ricos y
Pepe el Toro, y otras en las que los
tríos se convertían en elementos intrínsecos de las luchas entre pares como Los Tres García, Vuelven Los García, y Los
Tres Huastecos; en 1950, Ismael Rodríguez y esa especie de alter ego suyo
interpretado por Pedro Infante, volvieron al tema revolucionario. En ese año
filmaron Las mujeres de mi general.
En esta
película, cuyo argumento era de la autoría del dramaturgo Celestino Gorostiza y
los diálogos del especialista vernáculo Pedro de Urdimalas, Pedro Infante
interpretó al general Juan Zepeda, macho locuaz y atrabancado, que vivía entre
las intrigas de Carlota, una amante resbalosa y supuestamente linajuda
interpretada por la Chula Prieto, y las lealtades, celos y berrinches de Lupe,
la soldadera, abnegada y dicharachera, que encarnó Lilia Prado. Como bien diría
Emilio García Riera, en esta cinta la Revolución aparecía como “torneo de
desplantes”, en el que los fusilamientos eran el pan de cada día; las
bofetadas, los chillidos, las ofensas y las vendettas personales se mostraban a
diestra y siniestra, logrando escenas que rayaban tanto en la exageración
risible como en la aberración exaltada.[7] La Revolución y los revolucionarios carecían de ideales y
gozaban al dar lecciones a los ricos sobre su capacidad de ser irreverentes y
violentos. Igual de patéticas resultaban las confrontaciones y las peleas entre
mujeres que los disfrutes populares a la hora de presenciar un ahorcamiento.
Sin
ningún pudor, Ismael Rodríguez presentaba a Lilia Prado como madre soldadera
arrullando a una botella de tequila o al mismísimo general Zepeda dirigiendo
una batalla con su hijita bajo el brazo. Pero tal vez lo que mejor representó
la irracionalidad de la Revolución, según aquel todavía bastante joven pero muy
reaccionario director, fue la escena final en la que el revolucionario Pedro
Infante-General Zepeda, junto con su hija y su devota soldadera Lilia
Prado-Lupe, accionaban una ametralladora carcajeándose en un frenesí al borde
de la locura. El tableteo del arma hacía coro con las risotadas de ambos, que
con las miradas extraviadas parecían esperar que la palabra FIN terminara con
aquella demencia. La Revolución sería pues una especie de enajenación total, en
la que el pueblo representado por la soldadera y su hijita, junto con el
general revolucionario se tiraban a matar disparando aquella incontrolable ametralladora
como último recurso botándose de la risa.
Ismael
Rodríguez representaba así una idea de la Revolución dramáticamente ambigua,
por no decir demencial y destructiva. Tal como lo comentó en su momento el
crítico Gustavo García, Rodríguez no ocultó su profundo conservadurismo, mismo
que parecía compartir con un gran público que se regodeaba en los padecimientos
físicos y mentales representados por sus actores predilectos[8]. Aquel director que creía identificarse con el pueblo, en
el fondo no podía ocultar su desprecio por ese mismo pueblo, disfrazando su
condescendencia hipócrita con una supuesta complicidad.
II
1957-58 fue un bienio especialmente
desafortunado para el cine mexicano. El 15 de abril de 1957 Pedro Infante murió
en un accidente de aviación en Yucatán, y los antaño muy activos estudios CLASA
y Tepeyac dejaron de funcionar dada la escasez de proyectos y producciones
cinematográficas que los rentaran. Los estudios América, apuntalados por los
magnates William Jenkins, Gregorio Wallerstein y Emilio Azcárraga, se
inauguraron con el supuesto fin de competir en la hechura de un cine barato y
previsible, mientras los estudios Azteca también desaparecían a principios de
1958, año en el que Fernando de Fuentes falleció y la ceremonia de entrega de los
Arieles se suspendió indefinidamente por falta de filmes qué premiar[9]. Para colmo el terremoto que cimbró la ciudad de México e
28 de julio de 1957 parecía presagiar las turbulencias sociales que
encabezarían los maestros y los ferrocarrileros a finales del sexenio de Adolfo
Ruiz Cortines.
Sin
embargo, Ismael Rodríguez quiso combatir la pena que le deparó la muerte de
Pedro Infante levantando tres películas al hilo dedicadas a la figura
legendaria de Pancho Villa y una más al duelo entre dos mujeres quesque
revolucionarias que titularía La
Cucaracha. Según él, durante todo el año de 1957 se dedicó a preparar y a
filmar aquellas tres películas que contarían diversas anécdotas y hazañas en
las que el Centauro del Norte, interpretado por Pedro Armendáriz, sería el
protagonista principal. En sus memorias Ismael Rodríguez mencionó que lo que lo
llevó a filmar esta serie de películas sobre Pancho Villa había sido la
provocación de un periodista que había escrito que México era un país de
cobardes, puesto que en la Cámara de Diputados estaban inscritos con letras de
oro los nombres de Álvaro Obregón y Emiliano Zapata, “…pero no está el que
prácticamente les puso la mesa: Francisco Villa.” Se atribuía esta ausencia al
ataque de Villa al poblado de Columbus, Nuevo México, y como no se quería tener
un conflicto innecesario con los gringos, quien sufría las consecuencias era
este representante eminentemente popular de la Revolución. “Entonces decidí
hacer una película sobre Pancho Villa”, rememoró Rodríguez. “Se habían hecho ya
muchas películas, pero ninguna había contestado a la pregunta esencial: ¿Cómo
era Pancho Villa?” [10]
Según
dicho director, para contestar esa pregunta invirtió tres semanas recorriendo
los estados de Durango y Chihuahua, recabando historias de sus Dorados, de
ex-miembros de su tropa, de sus esposas, sus amantes y sus hijos, que lo
presentaban “…lleno de humor negro, como era él…”; pero también encontró muchas
anécdotas sobre su poligamia, su desfachatez y su ambigüedad moral. Y estos
temas fueron los que mejor supo explotar Ismael Rodríguez a la hora de realizar
aquellas tres películas, que por cierto tuvieron varios títulos a cual más
obvios y redundantes: Así era Pancho
Villa (Cuentos de Pancho Villa), Pancho Villa y la Valentina (Más cuentos de
Pancho Villa) y Cuando ¡Viva Villa!
es la muerte.
Esta
tríada reunía un total de 21 anécdotas o cuentos o narraciones
cinematográficas, relativamente independientes entre sí o como diría el mismo
director, sin ilación, sino narradas “en forma aparentemente anárquica.”
Supuestamente inspirándose en la última escena del Ciudadano Kane en la que aparecen múltiples objetos apilados en
forma desordenada en una sala de su mansión “Xanadu”, la serie de Pancho Villa
realizada por Ismael Rodríguez empieza con una recorrido que va de la tumba de
Villa a un pequeño cementerio y de ahí a un salón repleto de tiliches en donde
la cámara se va acercando a una vitrina que contiene nada menos que la cabeza
del Centauro. La voz en off, que es la del propio Villa, cuenta que su cabeza
no está con el resto de su cuerpo en un cementerio, sino en un “… instituto de
Estados Unidos donde estudian como cada quien piensa y porqué…”. Esa misma voz,
sin más, dice que “…después de estar oyendo tantas palabras extranjeras que uno
no entiende, siento hambre de hablar de mis recuerdos, por eso voy a contarlos,
no vaya a ser que acabe olvidándolos…” Y un par de frases más adelante
advierte: “No esperen oír mi historia de revolucionario. De eso ya han hablado
muchos, casi siempre equivocados. Platicaremos cachitos de mi vida, para que me
vayan conociendo como persona más que como guerrillero o como bandido…”.[11]
Así, de
entrada, la pretensión de Rodríguez al presentar este anecdotario de Pancho
Villa fue la de despojarlo de su condición de revolucionario, aunque en la nota
inicial el propio director daba a entender con letra escrita sobre la pantalla
que se trataba de “un puñado de cuentos en los que el pueblo ha puesto su
gratitud y su justicia para Pancho Villa. Yo he querido creerlos como si fueran
verdad… y voy a contarlos a mi manera….”
decía. Recurriendo a los lugares comunes sensibleros, a las infinitas muestras
de bravuconería y de provocaciones atrabiliarias, a la aplicación de una
justicia voluntariosa e imprevisible, a una moral chiclosa, a cierto morbo
clasemediero y a un machismo a ultranza, el personaje protagonizado
acartonadamente por un Pedro Armendáriz de constante ceja levantada que lo mismo
aparece como un mandón, que como un llorón, como un jefe sorprendido o un
caprichudo juguetón o rabioso, es ante todo un héroe de pacotilla, un mito
inflado artificialmente que pretende tener cierta fortaleza de carácter. Las
tres películas se organizan a modo de crescendo,
empezando por anécdotas cortas, que poco a poco se van complicando hasta que
terminan con una narración más larga de veinte a treinta minutos, en la que
intervienen mujeres protagonista de canciones
emblemáticamente revolucionarias: Jesusita, Valentina y Adelita.
Así, cada
una de estas películas arranca con una especie de chiste o chascarrillo corto
filmado, para concluir con una historia romántica en la que la heroína ocupa un
lugar preponderante al lado del protagonista. Las anécdotas tienen en común un
lenguaje patriótico y un tanto infantil, y cuando no son del todo
melodramáticas son medio sosas y triviales. El machismo campea prácticamente
todo tratamiento de personajes masculinos y femeninos, provocando cuando no la
risa fácil la solicitud de complicidad por parte del director.
Varios
personajes le dan continuidad reapareciendo en las diferentes anécdotas: Carlos
López Moctezuma interpreta a un Rodolfo Fierro, por lo general, malencarado y
especialmente leal, Humberto Almazán representa a Luisito que le hace de
secretario escribano relamido y lambiscón. También aparece Elda Peralta como
una maestra modosita, pero con carácter y Miguel Manzano le hace de cura
rollero y oportunista. Las tres heroínas son: María Elena Marqués que interpreta
a Jesusita la de Chihuahua, Elsa Aguirre es La Valentina, la de “si me han de
matar mañana…” y Alma Rosa Aguirre es La Adelita la de “En lo alto de la
agrupta serranía….”.
A
pesar
de que en los diálogos y algunas anécdotas Ismael
Rodríguez contó con la
asistencia de guionistas como Ricardo Garibay, José Luis Celis,
Vicente Oroná
Jr. y Rafael A. Pérez y Pérez, el lenguaje impostado y
con acendrado acento
norteñón y golpeado, resulta por demás
apergaminado y tieso. Con clara
conciencia del poder de la censura, de pronto a los actores se les
escapa un
“Jijo de su…” o “Me estoy acordando de
tu…”. Invariablemente Villa se dirige a
su tropa como “sus muchachitos”, un sinónimo de
matar suele ser “tronar”, y no
faltan órdenes como “¡asosiéguense!” o
“¡párenle aí!” u “¡ora es
cuando!”.
También se cuelan algunas frases como “Hay que derramar
mucha sangre para que
el pueblo no apeste…” o de pronto aparece un albur
escondido a la hora de
escenificar el casamiento entre la Valentina y Pancho Villa, en la que
ella
quiere “todo y despacito”, claro: refiriéndose a la
ceremonia que ha de
proferir el juez de paz y no al propio acto de consumación
matrimonial.
Lo que
menos parece preocuparle a Ismael Rodríguez es si sus escenas son verosímiles o
no. Por ejemplo, es capaz de poner a Pascual Orozco y a Pancho Villa hablando
por teléfono recordando a Madero, o al mismo Villa respondiendo a la pregunta
que Abraham González le hace sobre porqué lo quiere tanto la gente, diciendo:
“Será porque friego a los ricos pa’ ayudar a los pobres…”. En esa misma escena,
cuando Abraham González le entrega su nombramiento de capitán al propio Villa,
este dice convencido: “Aquí muere Pancho Villa el bandido y nace el Pancho
Villa revolucionario…”
Los
atuendos son igualmente un desplante de desprecio a la inteligencia de los
espectadores: el Centauro del Norte aparece con una camisa azul limpiecita, con
un paliacate nuevo o con una corbata blanca, después de llevar varios días en
una cueva o al dirigirse a una multitud de hombres vestidos de manta también
impecablemente blanca desde un kiosco, del que cuelga un cartel que dice “Viva
Pancho Villa”. A la hora de presentar a La Valentina, ésta aparece después de
soltar varios balazos con un vestido rojo carmesí de campana, sin una sola
arruga, que resulta el mismo con el que monta su caballo blanco y aparece en la
colina de un cerro al amanecer justo antes de salvar a Villa de un ataque de
Pascual Orozco, y que también es el mismo con el cual la encuentran muerta los
villistas después de que ella decide despreciar el acuerdo que Villa logra con
sus enemigos para pagar su rescate.
Finalmente
las escenas de combate muestran un manejo bastante pobre de las supuestas
multitudes que conforman los ejércitos revolucionarios. En varias ocasiones,
Rodríguez repite la misma toma para tratar de mostrar el avance y el retiro de
la tropa. Los encuentros entre enemigos son por lo general confusos y no es
rara la incompatibilidad entre el sonido y la escena, la discontinuidad de una
puesta en cámara con la siguiente, en fin, aquel cineasta que se las daba de
ser “el más joven del mundo” en 1945 también mostraba que en 1958 era uno de
los más desordenados e ineficientes a la hora de filmar escenas de guerra.
III
Aun así, a finales de aquel año de
1958, Ismael Rodríguez logró su siguiente empeño al producir y dirigir la que
sería su máxima ópera con tema revolucionario. Siguiendo el esquema de un all-star movie, logró reunir a María Félix, a Dolores del Río, a Pedro
Armendáriz, al Indio Fernández, a Antonio Aguilar, a Ignacio López Tarso, a
Flor Silvestre, a David Reynoso, a Emma Roldán y a Cuco Sánchez en una sola
producción. Al quite fotográfico entró nada menos que Gabriel Figueroa y al
musical el inevitable Raúl Lavista. Le película llevó el nombre emblemático de La Cucaracha, pues parecía que ese era
el último lugar común musical de la Revolución que Ismael Rodríguez no había
explotado en sus producciones de tema villista. Adaptando algunos versos de
aquel jarabito y usándolos como coro, con el fin de mostrar cierta editorial de
lo que la película narra, esta resulta ser un drama plagado de sensiblería,
machismo, fanfarronería tanto masculina como femenina, cejas levantadas, hablar
golpeado y con modismos anorteñados, en el que dos mujeres, “La Cucaracha” e Isabel
se disputan el amor del Coronel Z, interpretado, de manera a veces convincente
y a veces acartonado hasta el codillo, por el Indio Fernández cuya voz es nada
menos que la de Narciso Busquets. De vez en cuando logra articular algunas
palabras pero por lo general responde con sus favoritos “¡Si, pues!” o “¡No,
pues!”. La confrontación entre una María Félix
machorra, bragada, bebedora, corajuda y hereje, y una Dolores del Río
mojigatona, hipócritamente digna, pero capaz de algunos desplantes sensuales,
termina siendo el leit motiv de una
Revolución que trata de trascender el escenario para convertirse en parte de la
trama, sin lograrlo del todo.
Los
hombres parecen estar inmersos en el remolino revolucionario que no tarda en
pasar a un segundo término cuando manifiestan sus pasiones machistas. El uso
exagerado de close-ups muy al estilo de Gabriel Figueroa en los que las
pestañas cargadas de la Félix, la ceja levantada de la Del Río, el ceño
fruncido del Indio o la mirada fija de Pedro Armendáriz, termina siendo uno de
las principales características de aquellas actuaciones a cual más acartonadas
e inverosímiles. Los paisajes del mismo Figueroa también redundan en los tilts
hacia las montañas, los peñones y los cielos, insistiendo en los folclóricos
huizaches, los órganos y los nopales, que de vez en cuando acompañan las largas
filas de soldados y soldaderas que van hacia ninguna parte, dejando ver al
fondo el perfil de la Peña de Bernal y los paisajes semidesérticos del estado
de Querétaro.
Los
campamentos y las batallas nocturnas aparecen bastante mal iluminadas con
resplandores falsos y evidentes pantallas de lona azul oscuro en los fondos.
Las escenografías de los pueblos por los cuales pasa la tropa son tal vez las
más convincentes. Sin embargo nuevamente el vestuario vuelve a mostrar una
concepción un tanto teatralizada y estereotipada de los revolucionarios. Los
sombrerotes, las cananas, y el contraste entre la vestimenta de charro del
Indio Fernández y de Antonio Aguilar, con la de manta del teniente aindiado
interpretado por Ignacio López Tarso raya nuevamente en lo cachirulesco. Lo
mismo sucede con el vestuario a veces militar y a veces de “india bonita” de
María Félix, que contrasta con el luto completo inicial de la beata Dolores del
Río que deriva finalmente en el clásico atuendo de soldadera de pacotilla, con
sombrero de paja y cananas al pecho.
Las ideas
del coronel Z sobre su causa se resumen en las siguientes: “Para ganar la
Revolución hay que morirse. Vámonos pues muriendo aprisa para que los que
queden regresen a su tierra y puedan trabajarla en paz…” En cambio las de La
Cucaracha se quedan en: “La Revolución es pelear, ganarse el pleito, los
avances y el trago… y lo más sabroso…” haciendo una mueca entre lujuriosa y
cómplice.
Varias
escenas de esta película podrían entrar en los anales de lo megalómano y lo
patético, como ya Emilio García Riera calificó este cine de Ismael Rodríguez,
entre las cuales destacarían las borracheras de la Félix y su supuesto parto,
casi al final de la película, o la confrontación entre Pedro Armendáriz y el
Indio Fernández por el dominio machista de La Cucaracha a partir de una batalla
de close-ups, sin faltar la escena en la que las dos mujeres principales se
insultan en el interior de una iglesia, cada una representando el lado opuesto
de una moneda con la que Ismael Rodríguez podría identificar a casi todas las
mujeres mexicanas que aparecen en sus películas: la arrogancia a la par de la
sumisión. Sin embargo habría que insistir en que tal vez la escena en la que el
conservadurismo y la hipocresía sensiblera de Rodríguez mejor se muestra, sería
aquella en la que La Cucaracha arrepentida le pide perdón por todos sus pecados
a una imagen de Cristo crucificado justo antes de bautizar a su hijo y de
enterarse de que en la Batalla de Zacatecas ha muerto Antonio Zeta. Ahí se
encuentran nuevamente las dos mujeres: una que carga el hijo del supuesto
revolucionario y la otra que “ya se contagió del modo de vivir” de los
revolucionarios.
Se podría
concluir que la Revolución en esta película es meramente un espectáculo,
mediocremente filmado, en el que el reto terminó siendo no quién ganaba las
batallas o proponía el plan que tuviera un mayor impacto social o político,
sino un pleito de egos de representantes del star-system mexicano, que como el mismo Ismael Rodríguez reconoció,
sólo sirvió para reunir “… una antología de miedo.”[12]
IV
La complacencia y la
auto-sobrevaloración de Ismael Rodríguez lo llevaron a escribir en sus Memorias que prácticamente gracias a sus
películas el nombre de Pancho Villa fue finalmente inscrito con letras de oro
en el Recinto Parlamentario de la República Mexicana[13]. Poco le importó que en 1966 una polémica, esa sí de
antología, llevara al PRI casi a una escisión profunda a la hora de tratar de
rehabilitar oficialmente al Centauro del Norte en el panteón nacional. Como lo
ha narrado Friedrich Katz, esta proposición corrió más bien a cargo de los
testaferros del cada vez más impopular presidente Gustavo Díaz Ordaz, y no
tanto por presiones del público o de un director de cine.[14]
Sin
embargo, sobra decir que la pretensión de Ismael Rodríguez de presentar cómo
era Pancho Villa y la Revolución en sus tres películas sobre el caudillo y las
otras tres con tema revolucionario fue completamente fallida o deberíamos decir
tal vez: enajenada. Su contribución a la creación de un mito acartonado y
hueco, voluntarioso y sin sentido propio, resultó por demás evidente. Pero la
enajenación no se hizo de manera aséptica e inocente. La Revolución y Pancho
Villa para Ismael Rodríguez fueron sólo un pretexto para mostrar su profundo
conservadurismo, reiterando la presentación del tono folclórico de la oposición
que hipócritamente se muestra entre la “civilización” y “lo primitivo”. Según
Carlos Monsiváis, Ismael Rodríguez contribuyó de esta manera a la conversión
del movimiento político y social de la Revolución en una serie de paisajes y
melodramas de western a la mexicana.
Su polvo, su sangre y sus batallas se convirtieron en producto rentable[15].
Y estas
seis películas al convertirse en referencias de una interpretación conservadora
de la figura de Pancho Villa y de la Revolución contribuyeron a la vez en dos
sentidos a la cultura mexicana contemporánea: una que podríamos identificar
como sociocultural y otra que sería meramente individual. Esta última iría en
dirección a llenar los bolsillos de su productor y director a partir de la
explotación y venta de un mito popular y sus circunstancias históricas. Esta
contribución podría justificarse desde una perspectiva empresarial, pero
también podría considerarse insolvente en términos de ética social y de
compromiso con la historia popular.
La otra
contribución que estas películas hicieron el mundo cultural mexicano
contemporáneo podría ejemplificarse con lo que alguna vez Consuelo Záizar, la
presidenta del CONACULTA durante el pasado y lamentable sexenio de Felipe
Calderón comentó a la hora de tratar de apuntalar una exposición sobre el cine
de la Revolución Mexicana. Ella decía: “La historia que conocemos de la
Revolución Mexicana es, en buena medida la que nos ha contado el cine… a partir
de este fascinante cuerpo de historias cinematográficas los mexicanos hemos
creado un imaginario bastante heterogéneo sobre la Revolución….”[16] La confusión entre la historia y el cine que esgrimía esta
funcionaria no era nueva. Tal vez era la misma que habían producido películas
como aquellas de las que se hablado aquí, y que desde un punto de vista
histórico han contribuido a crear serios problemas en las identidades populares
nacionales.
Creer que
Pancho Villa fue una especie de Pedro Armendáriz, que “La Cucaracha” era una
generala de la Revolución encarnada por María Félix, o que las soldaderas se
parecían a Lilia Prado, a Elsa Aguirre o a Dolores del Río, equivale en buena
medida a despojar a la Revolución y a quienes la hicieron de su propia
dimensión histórica. Con estos estereotipos, el pensamiento conservador colocó
a los artistas de cine, a los directores y a los argumentistas en el lugar que
les correspondía a quienes deberían reflexionar sobre el pasado y tratar de
entenderlo, explicarlo y desde luego trascenderlo. Y al hacerlo se banalizaron
los problemas sociales, económicos y políticos, sus causas y sus consecuencias,
con la clara pretensión de mantener al grueso de la sociedad ajeno a las
posibilidades de tener una conciencia real de sus circunstancias y por lo tanto
de su posible transformación.
La
mayoría de los medios de comunicación sigue repitiendo esta versión de
pacotilla de Pancho Villa y la Revolución Mexicana, inventada por el
pensamiento reaccionario de su época y su puesta en escena a partir de ese
imaginario que al parecer sigue vigente y que uno de cuyos promotores más
conspicuos fue Ismael Rodríguez. Él, junto con otros empresarios de los medios
de comunicación masiva entre los que destacarían los Azcárraga, los O’Farril,
los Jenkins, los Vargas o los Vázquez Raña, que junto con la pléyade de
políticos y administradores públicos que los toleraron y promovieron, podrían ser los responsables de este acto
criminal que ha sido el de tratar de despojar a un país de su pasado y de sus
héroes revolucionarios. Ojalá que las generaciones futuras los logren recuperar
tanto para la historia como para el cine.
Bibliografía
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mexicano). México: Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco.
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exposición. México: IMCINE- Cineteca Nacional.
RODRÍGUEZ, Ismael (2014). Memorias.
México: CONACULTA
[1] Centro de
Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS),
México. Doctor en Historia. SNI III. Correo
electrónico: rpmont54@yahoo.com.mx
Fecha de recepción: 25/06/2017. Aceptado: 04/06/2018
[2] Ismael
Rodríguez, Memorias, Edición Gustavo
García (México: CONACULTA, 2014), 9-12
[3] ibid, p.22
[4] ibid. p.24
[5] Emilio
García Riera, Historia documental del
cine mexicano, Vol 3 (México: Editorial ERA, 1971), 22
[6] Ismael
Rodríguez, Memorias, Edición Gustavo
García (México: CONACULTA, 2014), 31
[7] Emilio
García Riera, Historia documental del
cine mexicano, Vol. 4, (México: Editorial ERA, 1972), 292
[8] Gustavo
García y Rafael Aviña, Época de oro del
cine mexicano (Editorial Clío, 1997), 37
[9] ibid. p.76-77
[10] Ismael
Rodríguez, Memorias, Edición Gustavo
García, (México: CONACULTA, 2014), 63-64
[11] Ismael
Rodríguez, Memorias, Edición Gustavo
García, (México: CONACULTA, 2014), 65-66
[12] citado en Emilio García Riera, Historia documental del cine mexicano,
Vol. 7, (México: Editorial ERA, 1975), 148
[13] Ismael Rodríguez, Memorias, Edición Gustavo García, (México: CONACULTA, 2014), 66-67
[14] Friedrich
Katz, Pancho Villa, Vol 2. (Editorial
ERA, 1998), 391 y 392
[15] citado en
Andrés de Luna La batalla y su sombra (La
Revolución en el cine mexicano), Universidad Autónoma Metropolitana-
Xochimilco, 1984, 77
[16] Pablo Ortiz
Monasterio, coord., Cine y Revolución.
Catálogo de la exposición, (México: IMCINE-Cineteca Nacional, 2010), 7