Cine, política y censura en
la era del Milagro Mexicano. Eduardo de la Vega Alfaro. México: Universidad
de Guadalajara, Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, 2017.
Raciel Damón Martínez Gómez[1]
Con la aparición de los medios masivos de comunicación, nace
una nueva relación entre el poder y la sociedad. Los métodos de control para
maniatar a la disidencia se han modificado a través de la historia, conforme se innovan los medios con los
que se transmite la información.
Seguro, invisibilizar
un libro, como ocurre en El nombre de la
rosa, la novela de Umberto Eco, es distinto a enfrentar mensajes que viajan
sin orden y hacia perceptores que todavía es más complicado de detectarles y
mucho menos conocer el uso que se les dará a los contenidos. Si la Iglesia pudo
bloquear la lectura masiva en el thriller
ficticio de Eco y también lo hizo de forma real con el Juicio Final de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, ocultando las
partes pudendas, en la etapa contemporánea se dificulta la acción de silenciar
debido a la multiplicación de emisores y a la cuasi infinita posibilidad de
acciones comunicativas entre públicos masivos.
Sostenemos que, ante
la súbita aparición de los medios masivos de comunicación, surge un sentimiento
paranoico entre las élites del poder. El discurso de las novelas de George
Orwell es un reflejo de esta paranoia, así como la escuela funcionalista de
comunicación en los Estados Unidos evidencia la sorpresa de los eventuales
efectos. La propia transmisión radiofónica de Orson Welles donde simulaba la
invasión de los marcianos a la Tierra, constató la suspensión de realidad que
provocaban los nuevos medios de comunicación en comparación con los códigos
estéticos de la pintura, la literatura o el teatro.
Poco estaba preparada
la sociedad para encarar esta original forma de comunicar las cosas. Vaya,
hasta una veintena de parisinos se vieron sorprendidos, en 1895, cuando una
película mostraba cómo se venía encima una locomotora, en un filme de menos de
un minuto -52 segundos-, llamado La
llegada de un tren a la estación de La Ciotat, de los hermanos Lumière.
Con esta amplia
reflexión iniciemos los comentarios del libro. La Universidad de Guadalajara, a
través del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, publica un
libro revelador con gran rigor académico y al tiempo con una claridad narrativa
que lo hace fluir como una lectura de difusión para todo público: Cine, política y censura en la era del
Milagro Mexicano, del crítico e historiador de cine, Eduardo de la Vega
Alfaro.
Para ubicar el
contexto del libro, y por ello resaltar su importancia, es pertinente
establecer la circunstancia en la que se filma en un país como México. Y es
que, a diferencia de otras sociedades en el terreno cinematográfico, como la de
Estados Unidos, la sociedad mexicana no se distingue por su carácter liberal en
los campos de la cultura mediática.
La permisividad, no
ha sido un tema principal en el cine mexicano. Mientras que en EU una película
como The post, dirigida por Steven
Spielberg, muestra la larga tradición de aquél país para defender las garantías
individuales, en México los avatares de la prensa, como El golpe a Excélsior en 1976, ni siquiera están
registrados por la ficción fílmica.
Allá tenemos un
mosaico muy amplio de cintas en donde la realidad es retratada casi de
inmediato (que, habrá de señalarlo también, muchas veces implica un enfoque
sesgado de dichos acontecimientos.). Tan es así, que el tópico de la Guerra de
Vietnam se transformó en un subgénero dentro del género bélico.
En México tenemos
rezagos sobre hechos que han calado hondo en la cultura y que no han sido atendidos
por el cine. Sobre la represión del Movimiento de 1968, apenas conocemos un par
de películas largas en medio siglo.
Eduardo de la Vega en
este sentido abona a la hermética situación, una visión crítica sobre un
período en el que se transitaba de una fílmica bucólica ajena a los problemas
contemporáneos donde todo se solucionaba con canciones (o se ocultaba) y que
era un auténtico masaje para las masas, a un tipo de cine más comprometido.
A nuestro parecer,
nos agrada que el historiador De la Vega, al mismo tiempo que crítico, optara
por un corte temporal y se limite a la década de los cincuenta para revisar los
casos de censura de Espaldas mojadas (1953),
de Alejandro Galindo, una película muy comentada entre los especialistas; El impostor (1956), de Emilio Fernández,
El Indio, una pieza poco atendida en
los textos de cine; El brazo fuerte
(1958), de Giovanni Korporaal, me parece el más interesante de los cuatro casos
de censura, tanto por su modo de producción –de economía pobre-, como por el
tema que aborda y en sí su lenguaje; y la Rosa
Blanca (1961), del gran director Roberto Gavaldón, ya calificada en
diferentes espacios como un paradigma de la censura política en México.
Podría Eduardo
también haber incluido La sombra del
caudillo (1960), en la que coincido con el autor, es la obra maestra de
Julio Bracho. Pero De la Vega ya ha escrito sobre ella en La Revolución traicionada. Dos ensayos sobre cine, literatura y censura,
editado por la UNAM. En cambio el estudio que hace de las mencionadas cuatro
películas, son un aporte original para la crítica e historia del cine mexicano.
De la Vega escoge una
etapa donde apareció la culpa de los principales publicistas del melodrama vernáculo
transformado en ideología de Estado, para así enfrentar su ánimo transformador
–quizás más Emilio-, a un entorno hegemónico que cuidaba el prestigio de un
poder autoritario habituado a maquillar la realidad nacional.
Y es que un grupo de
cineastas mexicanos como Alejandro Galindo (1906-1999), Emilio Fernández (1904-1986), Roberto Gavaldón (1909-1986) y Julio
Bracho (1909-1978), reconocidos propagandistas del nacionalismo
posrevolucionario deciden modificar su talante y contar historias que vayan más
allá del folclorismo enquistado, aun conservando, en algunos de los casos, sus
formas estereotipadas que ensalzaban al pueblo, como es el discurso de El Indio Fernández.
Recordemos lo que fue
la franja histórica del Milagro mexicano para el cine. El México de la
posrevolución alberga a un Estado fuerte en su control de la representación
identitaria. La cultura que concibe el Estado tiende a educar a las masas por
medio de un cine, bien hecho sí, pero distante de la realidad.
En este período se
gesta un magma de tipicidad, fruto de una hegemonía estatal que decidió que la
identidad mexicana se integrara con un escudo infranqueable donde no se admite detracción:
primero, con el legado prehispánico de innegable profundidad e incuestionable
valor; y, en segundo término, la petrificación de lo popular como idealización
de la idiosincrasia.
Conforme la euforia
de los triunfos nacionalistas desciende en el mundo, se da paso a formas de
entender la identidad con expresiones culturales que sobrepasan a las estatuas de
bronce locales. Seguro que la Segunda Guerra Mundial impacta en la visión
nacionalista y tensa, de alguna forma, los símbolos que otrora permitían esa
identificación institucionalizada de lo mexicano a través del cine.
Consideremos a su vez
las corrientes fílmicas en Europa que dan cuenta de un universo mucho más
complejo que el emanado desde el Estado latinoamericano o mexicano. El mismo
realismo socialista de la URSS, el expresionismo alemán y sus reflejos del
poder, el neorrealismo italiano que pone en duda paradigmas socioeconómicos y
hasta la propia nueva ola francesa provoca crisis en la forma de hacer cine más
académico.
A México le costó
trabajo adaptarse a las novedades estéticas más abiertas y críticas incluso de
sus simientes. Evoquemos los vericuetos para exhibir Los olvidados (1950) de Luis Buñuel, y costó todavía más que la
obra de Fernando de Fuentes, ilustre veracruzano nacido en el Puerto, tuviese
la difusión de un inocuo filme ranchero de Tito Guízar. De la Vega consigna
cómo el régimen de Lázaro Cárdenas del Río ejerció, de diferentes formas, la
censura de El prisionero trece (1933)
y de otra obra maestra ¡Vámonos con
Pancho Villa! (1935), ambas películas de De Fuentes.
Las películas del
libro de De la Vega, abordan temas tabúes para México, por lo que se explica
–más no se justifica-, la censura que padecieron. De pronto, que México exhiba
una película como Espaldas mojadas contraria
a los intereses internacionales de la época, es decir rodada en un país
alineado a los EU, resultaba una afrenta diplomática.
Recordemos que el
imperio icónico decidió cómo serían los estereotipos de los países. Disney, con
Los tres caballeros (1944), era sólo
un botón de muestra de la concepción aséptica que debían tener los países
subdesarrollados, que tendrían que conformarse por cumplir un rol exótico.
Espaldas mojadas además presentaba un escollo que desafiaba la política
migratoria. Sumemos a esto la aún fresca política persecutoria del senador Joseph
McCarthy en EU –de 1950 a 1956-, entonces la obra de Galindo no tuvo la salida
inmediata por estos factores que todavía apostaban que los medios masivos de
comunicación tenían un efecto narcotizante en el público (la psicología
macartista acusó al cómic de Batman y Robin de fomentar relaciones homosexuales).
Por su parte, El impostor y El brazo fuerte conciernen a una acendrada silueta caciquil que
permea en la cultura mexicana. Visto como un mal necesario que da estabilidad
al sistema, un país tan grande demanda la presencia del cacique como salomónico
equilibrio entre los poderes centrales y los poderes locales. Tal parece que
esa es la fórmula para la dictadura perfecta que tanto señaló Mario Vargas
Llosa. Los equilibrios pactados por el Estado posrevolucionario, se vincularon
con este pivote que negociaba alianzas corporativas y repartía decisiones que
mantenían la paz social.
El saldo siempre ha
sido ominoso y se ha roto el pacto por diferentes razones, entre ellas ante la
abismal segmentación de las clases populares frente a los ricos, y todavía más,
con la violencia con que se perpetúan los poderes locales a los que no importan
más que sus fines.
El impostor y
El brazo fuerte finalmente respiraban
de esa tragedia. Y aunque El Indio
continuaba con su demagogia visual, El
impostor se sostenía de un texto de Rodolfo Usigli, El gesticulador, lo suficientemente crítico frente al paraje
inocentón que había dejado el cine de la Época de Oro de México. La película
aludía al movimiento magisterial en contra de uno de los caciques del centro
del país. Korporaal a su vez narra una historia con filones más originales.
Parodia, como dice De la Vega, diversos personajes y momentos explícitos del
cine como Río Escondido, Santa y hasta María Candelaria se pasa a traer. La película es una sátira del
poder en la provincia mexicana que estropea la corola bucólica del campo y que
la comedia se había encargado de establecer como un falso canon.
De los cuatro casos
estudiados por De la Vega, Rosa Blanca
(1961) de Gavaldón resulta el más atípico de ellos por no existir claramente
una razón para que permaneciera enlatada. La censura en este ejemplo colocó
como filme maldito a una pieza que estaba plenamente ceñida al proyecto de
Estado.
O, cuando menos, eso se
presumía. Sobre todo porque la Rosa
Blanca es, a las claras, una exaltación de las políticas del Estado
posrevolucionario, aunque seguramente por ello mismo contrastaba con una visión
económica que proponía el Milagro Mexicano.
Eduardo recoge los
testimonios del censor, o evaluador para decirlo de forma más eufemística, y
señala que se trataba de un momento delicado en el ámbito mundial, derivado de
la invasión de Bahía de Cochinos que devino en lo que se conoce como la “Crisis
de los misiles”. El ambiente internacional tuvo uno de sus momentos más álgidos
y, por ende, se desata una paranoia rampante en donde se creía que un producto
fílmico con estas características podría haber sido el pretexto para un
conflicto que detonara la Tercera Guerra Mundial.
Pero a la posible
perturbación de la paz del país vecino del norte, se agregaba otro factor más
terrenal como lo sería la manifiesta contradicción entre el régimen del
presidente Adolfo López Mateos y el ex presidente Lázaro Cárdenas, quien era el
beneficiado simbólicamente con Rosa
Blanca. Basada
en la novela homónima del escritor Bruno Traven, la película plantea
el conflicto entre una compañía petrolera extranjera y los habitantes que se defienden
ante el despojo de sus tierras. Tras la expropiación petrolera de Cárdenas
(1938), la Rosa Blanca era incómoda para el discurso oficial por su anti
imperialismo, del que se empezaba a distanciar el Estado. Por su carácter
político controvertido estuvo enlatada 11 años; su estreno fue en 1972 y en la
adaptación del guion participa el dramaturgo Emilio Carballido.
Para concluir,
digamos que el historiador y crítico de cine Eduardo de la Vega Alfaro deja un
testimonio en Cine, política y censura en
la era del Milagro Mexicano, de lo que es capaz un Estado moderno para
conservar su hegemonía frente a estos novedosos generadores de información y
formadores de opinión pública que son los medios masivos de comunicación. Las
élites en el poder todavía no saben aquilatar estas libertades que ya no son
tan verticales porque, las nuevas tecnologías, han puesto de manera horizontal
al ciudadano otrora minimizado.
El libro en este
sentido deja un sendero abierto: todavía hace falta, dice De la Vega Alfaro, saber
cuántas cintas han sido proscritas luego de haber pasado por los respectivos
procesos de supervisión. Por desgracia, de acuerdo a sus cuatro ejemplos, deben
ser muchas más.
[1] Doctor en Sociedades Multiculturales y Estudios Interculturales.
Universidad Veracruzana, México. Correo electrónico: racmartinez@uv.mx