ISSN2448-4954 No. 10, Año 6 Enero- Julio 2019 https://doi.org/10.25009/blj.v0i10.2566 |
El fandango jarocho y el Movimiento Jaranero: un recorrido histórico The Fandango Jarocho and the Jaranero Movement: A Historical Review |
Melba Ali Velazquez Mabarak Sonderegger [1]
https://orcid.org/0000-0003-0353-5492
RESUMEN: El fandango jarocho es un evento festivo comunitario con música y baile, producto del mestizaje, cuya tradición hunde sus raíces en la época colonial. Durante la primera mitad del siglo XX, el fandango jarocho atravesó un punto crítico en la continuidad de su práctica, por lo que, a partir de la década de los ochenta, surge un colectivo interesado en su investigación, revitalización y difusión, denominado Movimiento Jaranero. En estas páginas se realiza un recorrido histórico sobre el proceso de salvaguarda del fandango jarocho iniciado por el Movimiento Jaranero, entendido como una articulación socioestatal que buscó garantizar una generación de relevo y la pervivencia del fandango. Como resultado de la tensión entre pasado y presente, actualmente el fandango y el son jarocho –el género musical que le hace parte– se manifiestan en diversas esferas y con variaciones que alcanzan incluso la fusión con otros géneros musicales
PALABRAS CLAVE : patrimonio cultural, cultura popular, identidad cultural, México.
ABSTRACT: The fandango jarocho is a festive community event that includes music and dancing. Born of the blending of cultures, its roots run as deep as the colonial era. For the first half of the twentieth century, the fandango jarocho experienced a decline, and it was not until the eighties that a cultural movement, the Movimiento Jaranero, emerged with an interest in its research, dissemination, and revitalization. This article presents a historical review of the process of recuperation carried out by the movement, analyzing it as an articulation of society and state for the purpose of guaranteeing the fandango’s survival for future generations. Currently, as a result of the tension between past and present, both the fandango and son jarocho –the musical genre that sustains the practice– have found expressions in various cultural scenes, resulting in new styles as well as fusion with other musical genres.
KEYWORDS: cultural heritage, popular culture, cultural identity, Mexico.
El fandango jarocho y el Movimiento Jaranero: un recorrido histórico
1. El fandango
Señores, qué son es este,
señores, el fandanguito,
la primera vez que lo oigo,
válgame Dios, qué bonito.
El fandanguito , son jarocho
El término ‘fandango’ posee múltiples acepciones que varían según la región en el que se enuncia; incluso su etimología es resbaladiza. El término no encuentra definición clara de sus orígenes autorales, espaciales y temporales, y se ha generado polémica entre los investigadores que intentan arrojar luces sobre su génesis. Para Antonio García de León, la palabra deriva del kimbundu fanda, que significa fiesta o convite, al que se le agregó el sufijo hispano –ango, de tono despectivo (García de León, 2006: 27). Esta probable raíz en lengua angolana se explica a la luz del comercio de esclavos africanos con dirección al Nuevo Mundo en los siglos XVI y XVII, realizado preponderantemente con hombres y mujeres capturados en el África bantú (Ngou-Mve, 1994).
Existen muchas hipótesis respecto al origen del fandango como género bailable y musical. José Núñez señala que el fandango “fue traído [a América] por los españoles, más bien por los andaluces que tanto lo usaban antiguamente” (Núñez, 1932: 187). Por otro lado, Magnus Pereira afirma que “… considerar os fandangos como expressão cultural ibérica é um engano. Os estudiosos da cultura popular europeia localizam a origem dos fandangos na América Latina, inclusive daquela modalidade que se tornou uma tradição espanhola” (Pereira, apud Ferrero, 2006: 317). [2] Otro historiador que concuerda con esta idea es Peter Burke, quien registró que “o fandango veio da América para a Espanha por volta de 1700” (Brito, apud Ferrero, 2006: 317). [3]
Si el fandango surgió por primera vez –como estos investigadores apuntan– en las colonias americanas, habría emergido como resultado de la llegada de los colonizadores iberos, herederos a su vez de mestizajes culturales árabes, andaluzas, napolitanas, canarias y portuguesas, y en el crisol del nuevo continente se habría mezclado con elementos de las culturas indígena y africana, dando origen a variantes de fandangos que evolucionaron a través de sus propios procesos en los países latinoamericanos, desde la implantación de las colonias, la formación de los Estados nación y sus respectivas influencias culturales. Los instrumentos, las danzas, el estilo de tocar y las músicas que surgirían a partir de las mezclas de estas variables se volvieron bastante populares en las colonias americanas y, probablemente durante el siglo xviii, habrían de exportarse de vuelta a tierras ibéricas, generando, a su vez, las variantes de fandango que existen actualmente en España y en Portugal.
1.1 El fandango jarocho
En México, el término fandango [4] alude a una fiesta con música y baile zapateado (Gottfried, 2013; Pitre, 2016) realizada alrededor de una tarima, cuya práctica es producto del mestizaje hispánico, indígena y africano, y que hunde sus raíces en la época colonial. Esta definición no solo comprende el aspecto musical y dancístico, sino también una manifestación que engloba identidades, memorias sociales, el ingenio de un pueblo y una cosmovisión codificada en los versos, la danza, los códigos de conducta y la colectividad.
Formalmente se denomina fandango al universo socioespacial en el que se representa alguna de las múltiples variedades de sones: [5] jarocho, huasteco, arribeños, abajeños, tixtlecos, itsmeños, entre otros, dependiendo de la zona geográfica a la que se atienda (Sevilla, 2013). Este trabajo se enfoca particularmente en el fandango jarocho, entendido como universo sociofestivo comunitario en el que se integran el zapateado y el son jarocho, que comprende, a su vez, el aspecto lírico y el musical. El son jarocho se toca en una amplia región del estado de Veracruz, que abarca la zona del puerto y sus alrededores, la Cuenca del Papaloapan, la región de Los Tuxtlas y la de Coatzacoalcos y Minatitlán e, incluso, algunos municipios de los estados de Oaxaca y de Tabasco (Sánchez, 2002). Se ubica tradicionalmente en la región de la llanura costera del centro-sur del estado de Veracruz, en la parte central del Golfo de México (Kohl, 2007). A pesar de que los límites territoriales de esta práctica cultural han sido señalados innumerables ocasiones en una vasta bibliografía, es pertinente señalar que actualmente ha desbordado estas fronteras “originales” para tener presencia en otras regiones de Veracruz, así como en diversos estados del país –como Oaxaca, Tabasco y la Ciudad de México– e incluso en el extranjero, principalmente en Estados Unidos, gracias a los trabajadores migrantes que llevaron el son jarocho a ese país (Figueroa, 2007).
Los fandangos jarochos suelen variar según las particularidades de cada microrregión. Si bien las diferencias de estilo responden a cuestiones de uso y costumbre en cada localidad, también son resultado de las preferencias de cada grupo de fandangueros. Las afinaciones de los instrumentos, la velocidad del rasgueo y el modo de zapatear son tan solo algunas de las características estilísticas que pueden diferir. Aún más: debido a que la improvisación de versada es uno de los elementos característicos de este género festivo-musical, un fandango nunca resulta igual a otro.
No obstante las variaciones, pueden advertirse algunos elementos constantes que caracterizan al fandango. Como se ha mencionado líneas arriba, se trata de un evento festivo, generalmente acompañado de mucha comida y bebida, al que asisten niños, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, legos y experimentados. Las personas se sitúan en torno a una tarima de madera elevada, en la que se realiza el zapateado, danza que funge como percusión. Otros instrumentos musicales que tradicionalmente se encuentran en el son jarocho son: la jarana, instrumento de cuerdas que lleva la armonía mediante rasgueos y cuya presencia es predominante en el son jarocho; el requinto, cardófono que realiza la declaración del son, es decir, que indica al resto de los músicos el son que se tocará, el tono, así como el ritmo y la velocidad; la leona, cardófono de registro grave; la quijada, mandíbula seca de equino a la que se hace vibrar con pequeños golpes acompasados y que también se raspa con un palito para hacer sonar los dientes; el arpa; el pandero y el violín (Figueroa, 2007; Kohl, 2007). Menos frecuentes, pero que también pueden ser utilizados en el son jarocho, son el marimbol, una caja de resonancia con lengüetas de metal; y el cajón peruano, que acompaña en la percusión.
Para García de León (2006), los primeros fandangos que pueden ser considerados como propiamente jarochos surgieron desde mediados del siglo xviii, en una época en la cual las regiones del país comenzaban a consolidarse. Pero fue un siglo después, durante la construcción del México independiente, que los fandangos adquirieron una dimensión que esbozaba un aire nacionalista, pues “sirvieron como afirmación de lo propio –lo mestizo o lo criollo–, frente al rechazo de lo extranjero –lo gachupín– […] La música que se tocaba en aquellas fiestas de principios del siglo xix […] sirvió como argumento fuerte a la hora de reconocer ‘lo mexicano’” (Pérez Montfort, 1994: 82). Así, los fandangos, con su música y su baile asociados, comenzaban a perfilarse como símbolo identitario de algunas regiones y, por extensión, del país.
Ahora bien, si nos atenemos a la literatura colonial –sobre todo la censuradora del Santo Oficio–, los fandangos en la Nueva España vivieron su edad de oro en el siglo xviii y en el México independiente del siglo xix. En el caso particular del fandango jarocho, este tuvo su auge durante la segunda mitad del siglo xix, debido a la prosperidad económica experimentada en las tierras bajas del Sotavento veracruzano, particularmente a orillas del río Papaloapan, centro del comercio fluvial. Sin embargo, el siglo xx trajo consigo el declive económico y cultural de este escenario jarocho, por lo que el furor de sus fiestas parece difuminarse (Pérez Montfort, 1991). Sin embargo, el factor de mayor fuerza que convulsionó la región fue sin duda el inicio de la Revolución mexicana, en 1910, en contra de la dictadura de Porfirio Díaz, lo que en términos locales produjo constantes levantamientos campesinos en Veracruz y una desarticulación de formas de vida tradicionales jarochas.
Si la práctica del fandango en entornos rurales declinó durante la Revolución, la tendencia nacionalista del México posrevolucionario acarreó importantes oportunidades de revalorización de las culturas populares, entre las que podemos incluir el son jarocho. Entre 1917 y 1940, se generó un proyecto de Estado para crear, rescatar o resignificar imágenes que representaran la identidad mexicana –elementos culturales, históricos, políticos y sociales–, con el propósito de producir una narrativa unificada del territorio y generar cohesión social. No obstante, las culturas populares debieron acoplarse a las necesidades de la época. El son jarocho se popularizó principalmente en la capital del país y comenzó a aparecer en el cine, la radio y la televisión, mientras que el fandango, en el entorno rural, menguaba en su práctica. Poco a poco la tarima fue sustituida por el escenario y el son jarocho se mostró cada vez más desasociado de su fiesta.
Este periodo de transición del ámbito rural al urbano permitió la profesionalización del son jarocho y la conformación de grupos de soneros cuyos integrantes, provenientes del interior de Veracruz, se establecieron en las ciudades en busca de empleo o por razón de sus estudios (Figueroa, 2007). Estos músicos tuvieron que adecuar la estructura libre del son a categorías musicales más pertinentes para los oídos del nuevo público. [6] Con el auge de músicos de son jarocho como Lino Chávez o Andrés Huesca, el repertorio de sones se limitó apenas a aquellos más populares y el ingenio espontáneo característico del género fue soslayado por la repetición de versos fijos que podían ser ensayados por la agrupación como canciones con letra definida, y a una velocidad y con un virtuosismo mayores que en el fandango, lo que daba en un formato mucho más atractivo para ser transmitido por la radio.
2. El Movimiento Jaranero
Yo me encontré un cascabel
que ya se estaba muriendo,
una soga le compré
andaba desfalleciendo,
de la muerte lo salvé
por eso me anda siguiendo.
El cascabel , son jarocho
Hablar sobre el Movimiento Jaranero es entrar en arenas movedizas: las fuentes se contradicen y es imposible encontrar consenso en relación con las fechas y los datos. Entra aquí la cualidad contradictoria y complementaria de la memoria social –o, mejor dicho, las memorias, porque son múltiples–. Algunas personalidades consideradas integrantes del movimiento reniegan de él, desde los que cuestionan su nomenclatura hasta los que simplemente no quieren ser considerados parte de este. Tampoco es fácil distinguir con claridad quiénes fueron los miembros fundadores o quiénes son los principales, en tanto que el movimiento realizó un trabajo que fue haciéndose sobre la marcha, sumando tras de sí múltiples actores. Lo que sí puede enumerarse son los acontecimientos (y a aquellos que participaron en ellos) que generaron el proceso de revitalización del fandango jarocho y de su música.
La fecha que, para algunos investigadores, marcó el nacimiento del Movimiento Jaranero fue 1977, con la fundación del grupo Mono Blanco. Los miembros originales del grupo fueron los jóvenes Gilberto Gutiérrez Silva y su hermano José Ángel, originarios del sur de Veracruz y radicados en la Ciudad de México, quienes convidaron a integrarse al grupo a Juan Pascoe, nacido en Estados Unidos pero radicado también en la capital mexicana. Estos tres jóvenes músicos se propusieron investigar las antiguas fiestas comunitarias y organizar nuevamente los fandangos, que ya eran casi imposibles de encontrar. Poco después, Andrés Vega y su requinto también harían parte de la agrupación. Es importante resaltar que su postura de salvaguarda del son y del fandango entendía que para rescatar la tradición había que renovarla (Figueroa, 2007).
Con ayuda de Arcadio Hidalgo, un jaranero y versador experimentado que, poco tiempo después, también habría de integrarse al grupo, los músicos de Mono Blanco acudieron a las poblaciones en donde aún se practicaban fandangos, como en Saltabarranca, Tlacotalpan o Minantitlán (Sevilla, 2017). Su principal motivación era aprender el son jarocho de los viejos campesinos, el son que era inclusive discriminado por no parecerse a la versión vertiginosa y preciosista que se escuchaba en la radio y en los discos de acetato. Pronto descubrirían que, para asegurar que la tradición del fandango continuara, había que crear generaciones de relevo.
Los Monos, en su labor de revivificación del son, fungieron también como promotores culturales, al entablar enlaces entre la organización de fandangos y eventos relacionados con el son jarocho y diversas instituciones locales y estatales (Ávila, 2008). En 1987 es fundado el Instituto Veracruzano de Cultura (Ivec) y, gracias a la dirección de Gilberto Gutiérrez en el Departamento de Música Tradicional, la difusión del son jarocho fue eje principal de la política cultural del instituto. Con los fandangos de nuevo en las plazas, los viejos soneros arribaban de todos lados para departir su conocimiento, y los jóvenes interesados comenzaron el contacto con la música y con la fiesta. En la década de los noventa, Gilberto Gutiérrez y su grupo Mono Blanco le proponen a Promoción Cultural de la Secretaría de Educación Pública (antecedente del Conaculta) un proyecto llamado Promoción y Difusión del Son Jarocho a partir del Fandango. Este proyecto incluía la realización de fandangos durante las festividades patronales de algunos municipios; pero, desde el inicio, Mono Blanco percibió que los jóvenes que llegaban a los fandangos poco sabían de la dinámica de la fiesta. A pesar del interés y la disposición por participar, faltaba la técnica. Para solventar esta carencia se comenzaron a realizar talleres, primero de zapateado y luego del resto de los elementos del fandango, con ayuda de las familias Vega y Utrera (Gutiérrez, 2009). Los talleres que enseñaban a los jóvenes a fabricar los instrumentos; la estructura y temática de los sones para poder cantar e improvisar; la forma de afinar y tocar la jarana y el requinto, etc., fueron los puentes entre las viejas y las nuevas generaciones para restaurar la vigencia del fandango como el eje central del género.
Con apoyo del Ivec se realizaron campamentos para jóvenes en los que se les enseñaba algunos principios sobre la estructura rítmica y armónica de los sones, las formas líricas de la versada, afinaciones y rasgueo de la jarana, la leona, el requinto y otros instrumentos musicales del fandango. Durante esa década se realizaron diez ediciones del campamento en comunidades como El Hato, Pajapan, Jáltipan, y los participantes eran jóvenes provenientes de diversos lugares: de comunidades indígenas popolucas y nahuas, muchachos de las ciudades e, incluso, algunos adolescentes chicanos que viajaban a México para aprender a tocar son jarocho y retomar sus raíces culturales en los fandangos (Fandango, 2006).
Figuras como Juan Meléndez de la Cruz, de Minatitlán, Veracruz, han sido miembros activos del Movimiento Jaranero. Meléndez estudió en la Ciudad de México pero, al volver a su tierra natal, comenzó una labor como promotor cultural con talleres y campamentos de son jarocho para niños, y se encargó de organizar el primer fandango de la era contemporánea en Minatitlán, en 1984. Junto con Arcadio Hidalgo, Antonio García de León y los hermanos Noé y Benito González fundó el grupo Tacoteno, en 1984, y juntos rescataron sones poco conocidos en ese entonces, como Los chiles verdes o Las limas. Juan Meléndez solía anotar los versos que escuchaba en todos los sitios a los que iba, así que, para 2004, publicó una recopilación de lírica en el libro Versos para más de cien sones jarochos, una fuente frecuentemente recurrida por aquellos interesados en aprender versada jarocha (Formato Siete, 2017).
Otro de los defensores de la “tradición vieja” en la región de Los Tuxtlas fue Juan Pólito Baxin. Él aprendió de su familia la forma tradicional y pausada de tocar la media guitarra de son, y se mantuvo fiel a su estilo tuxtleco al formar parte del ensamble Cultivadores del Son, fundado en 1987 junto con Andrés Moreno, José Luis Constantino y Daniel Hernández, y, posteriormente, también Juan Mixtega Baxin. Al inicio, Juan Pólito y los Cultivadores del Son tocaban apenas en comunidades cercanas a la región, pues debían ocuparse de sus actividades en el campo, pero tiempo después, inspirados por el éxito del grupo Mono Blanco, entraron de lleno en la actividad musical con el son jarocho (Kohl, 2007). En su trayectoria fungieron también como promotores culturales al impartir talleres de jarana, guitarra de son, laudería y zapateado en la Casa de la Cultura de San Andrés Tuxtla (Olivares, 2016). A Juan Pólito se le atribuye el rescate de sones antiguos como El zopilote, El sapo, El torero o El capotín, gracias al contacto directo con los ancianos de la región, que mantenían en la memoria los versos y los sones (Figueroa, 2007).
Otra figura importante en la reivindicación del son jarocho es Antonio García de León, un formidable lingüista, antropólogo, historiador y miembro del grupo Zacamandú, que también ha colaborado para otros grupos como Tacoteno, Los Utrera, Son de Madera y Los Cojolites. Ha realizado diversos estudios en relación con la historia social, económica y cultural del país, y entre sus trabajos se encuentran investigaciones sobre el fandango y el son jarocho. Por esos méritos en su carrera ha merecido el Premio Nacional de Ciencias y Artes (2015). La agrupación Zacamandú, formada en 1979 y desintegrada en 1995, recopiló sones jarochos olvidados y los materializó en un disco memorable titulado Antiguos sones jarochos.
A menudo, los hijos o nietos de los antiguos fandangueros se integraron al movimiento, y en ese proceso el son jarocho comenzó a reinventarse; de los antiguos se rescataba la lírica de los sones desconocidos y de los practicantes jóvenes surgían nuevos versos para los viejos sones. Así es como diversos miembros de las familias, descendientes de los músicos de los grupos pioneros en el movimiento, continúan con la labor iniciada por sus antepasados. Algunas de estas agrupaciones han sumado más de treinta años mudando a sus integrantes y heredando el gusto por el son jarocho y su fiesta.
Además de Mono Blanco, Tacoteno, Cultivadores del Son y Zacamandú, se constituyeron nuevos grupos jaraneros que compartían la conciencia colectiva en cuanto a revitalizar los fandangos, como Chuchumbé, Los Parientes, Río Crecido, Los Utrera, Son de Madera, La Plaga, Siquisirí, Los Indios Verdes, etc. (Hernández, 2016). Lo que une a estas agrupaciones es el afán de resistencia frente al son jarocho del folclor nacional, al que consideran una deformación del son campesino; por ello se empeñan en contrarrestarlo con la ejecución de maneras que ellos consideran tradicionales. Sumados a los integrantes de estas agrupaciones, también han participado en la salvaguarda del fandango muchos otros miembros de la sociedad civil, individuos que han trabajado voluntariamente como promotores culturales para conseguir apoyos y patrocinios en la elaboración de las actividades del movimiento, investigadores y académicos que han procurado rescatar elementos tradicionales casi olvidados; periodistas, locutores y otros entes de los medios de comunicación y difusión que han hecho eco del valor del género musical (Ávila, 2008). Es por ello que la trayectoria del Movimiento Jaranero se entiende como un entramado socioestatal, protagonizado por miembros de la sociedad civil (músicos, lauderos, versadores, bailadores, investigadores, etc.) en pugna por difundir el son jarocho y revitalizar el fandango, con patrocinio, apoyo y difusión de diversas instituciones culturales, asociaciones privadas, organizaciones gubernamentales y académicas, así como con la colaboración de promotores culturales civiles y estatales que fungieron como mediadores entre los integrantes del Movimiento Jaranero y el Estado –a menudo los mismos músicos pasaron al servicio público–, para gestionar recursos públicos en la realización de talleres, fandangos, festivales, encuentros de jaraneros, conferencias, etcétera.
Los múltiples actores (tanto sociales como estatales) que han intervenido en el fomento y la revitalización del son han perseguido intereses diversos y con consecuencias visibles al día de hoy. Entre estos actores se puede identificar a grupos regionales que enseñan, tocan son jarocho y hacen fandangos con un propósito comunitario; otros grupos que recuperan el son jarocho para fusionarlo con géneros modernos; otros que encuentran en el son jarocho un nicho laboral, etc.; y, por otro lado, instituciones del Estado que retoman el símbolo y la popularidad del son jarocho y la práctica del fandango como banderas de la identidad cultural, a fin de enarbolarlas como estrategia de unificación nacional. Las posiciones antes mencionadas no son excluyentes y es posible distinguir la combinación de diversos intereses en los mismos actores; por ejemplo: un grupo de soneros que hacen comunidad en el fandango pueden ejercer la música como actividad profesional recibiendo remuneración por su trabajo, así como perseguir la idea del son como patrimonio cultural de los veracruzanos y los mexicanos.
2.1 Alcances del Movimiento Jaranero
Tuve que volverme río
para escaparme del mar,
sin poder imaginar
que el mar es destino mío.
El Balajú , son jarocho
Como se ha mencionado líneas arriba, el Movimiento Jaranero intentaba contrarrestar la idea instaurada en los medios de comunicación y en el imaginario popular sobre el son jarocho como aquella estampa folklórica que se corporeizaba en músicos de uniforme blanco, con paliacate al cuello, que tocaban a ritmo vertiginoso y sazonaban las canciones con décimas maliciosas. Es por ello que la música producida por los músicos del movimiento se distinguió por su oposición al son comercial. Para Cardona y Rinaudo (2017), el Movimiento Jaranero simbolizó también una postura de resistencia contra el proceso de blanqueamiento racial que esta práctica afromexicana originaria del sur de Veracruz demostró en los años posrevolucionarios. Para estos investigadores, el son jarocho, detentado originalmente por población de marcado origen afroindígena, sufrió transformaciones en su representación durante las décadas de 1930 y 1940, para encarnar a un jarocho de tez clara que figuró en películas y en ballets folclóricos. Esta figura estereotipada reafirmaba lo blanco y omitía lo que de negro e indígena se le debe a la representación. El Movimiento Jaranero, entonces, surgió como oposición a la elitización de la cultura jarocha que ahogaba las otras herencias étnicas, y en una labor de “desblanqueamiento” se reflexiona sobre el pasado indígena y, para algunos jaraneros, comienza una reivindicación de la raíz negra, por lo que algunos han denominado al son jarocho como “música de resistencia afromexicana” (Díaz-Sánchez y Hernández, 2013, apud Cardona y Rinaudo, 2017).
La defensa de lo tradicional por parte del Movimiento Jaranero incidió también en la valorización de la lírica del son jarocho. En contraste con las versadas comúnmente expresadas a inicios del siglo xx por conjuntos jarochos en la urbe –generalmente en bares, marisquerías, clubes nocturnos o salones de baile–, que se caracterizaban por contener versos irreverentes o “picantes” para solaz del público, las agrupaciones del movimiento defendían que el son jarocho era mucho más que solo versos chabacanos. Para ellos, la poética de los sones podía ser también comparable con la mejor tradición del Siglo de Oro español o del Barroco novohispano, por lo que consideraban muy necesarios su rescate y valorización (García de León, 2006; Alcántara, 2017).
El proceso de revivificación de la lírica del son jarocho puede entenderse en dos vertientes que se sucedieron, sin excluirse. La primera etapa implicó el rescate de la memoria social a través de la entonación de los versos de los antiguos sones, considerados “auténticos”, y que narraban mitos, lo cotidiano y eventos del pasado –los llamados “versos sabidos”– que, a fuerza de repetirse de fandango en fandango, pertenecen al imaginario popular (Meléndez, 2016). La segunda etapa surgió con el entendimiento de que la lírica del son jarocho no podía ser siempre una mímesis de sí misma y de que, para mantenerse viva, debía recrearse; por ello se buscaba que la nueva generación de jaraneros no solo memorizara y entonara versos antiguos, sino que también aprendiera de las estructuras poéticas, los temas y el sentido de los viejos sones, para obtener la facultad de crear nuevos versos que evocaran el mundo actual y sus imágenes. De esta manera el son jarocho comienza a reinventarse: a partir de la improvisación de versos en el fandango –siempre dentro de los límites de la estructura poética y semántica de cada son–, llamados “versos de nueva creación”; pero también en el surgimiento de nuevos sones en el seno de los grupos conformados, considerados “sones de autoría” (Hernández, 2016).
Gracias a la documentación con fuentes vivas de las comunidades jarochas que acopiaron los adeptos del movimiento, fue posible recuperar y posteriormente difundir, además de la lírica, aspectos relacionados con los instrumentos, la música y la danza del son y los fandangos que se realizaban antes de 1940 (Kohl, 2013). Los fandangos campesinos de antaño eran espacios comunitarios de expresión festiva en donde se reforzaban lazos sociales de todo tipo, ya fuera para forjar relaciones amistosas, para formar parejas o para integrar a los jóvenes y a los mayores en el aprendizaje de los elementos del fandango, a través de la observación, la imitación y la práctica.
Este proceso de enseñanza-aprendizaje de generación en generación en las comunidades rurales fue en decadencia al paso del tiempo por diversos motivos: la migración de las generaciones más jóvenes a los centros urbanos en busca de oportunidades laborales o por estudio, lo que provocó una brecha generacional entre los practicantes del son; la popularización de las radios y los tocadiscos en las comunidades rurales, lo que condujo al declive del son jarocho en comparación con otros géneros musicales urbanos que estaban en boga en la época (como la salsa o la cumbia); la pérdida de vigencia de las prácticas comunitarias, como los fandangos, frente a la irrupción de prácticas económicas de orden capitalista, etc. Estos y otros motivos crearon una realidad compleja para los fandangos, que fueron cada vez menos frecuentes y sin una generación de relevo para continuar la práctica.
La intención de los pioneros del Movimiento Jaranero era recordar, junto con los viejos soneros, esos conocimientos que se encontraban en el semiolvido y encontrar formas didácticas de transmitir ese saber a los niños y a los jóvenes de las comunidades, en principio, pero luego también a los que tenían interés en las ciudades, e incitar entre la población el antiguo entusiasmo por los fandangos, que son los espacios de aprendizaje por excelencia. Con ese propósito surgen, desde el esfuerzo ciudadano y con el financiamiento de diversas instituciones culturales, los campamentos de son jarocho y los talleres de zapateado, décimas, laudería y son jarocho que, además de enseñar las características técnicas, buscaban retornar a la médula comunitaria del fandango.
Debido a que la agrupación Mono Blanco tenía lazos también en la Ciudad de México, y muchos de los recursos para la revitalización del fandango provenían de fuentes federales, los talleres también ganaron rápida aceptación en la capital de país, por lo que muchos entusiastas del son y de su fiesta comenzaron a practicarlo en la urbe y a realizar viajes a las comunidades soneras para empaparse de la tradición (Gutiérrez, 2009). Como muestra de la gran vitalidad de que actualmente gozan el son jarocho y los fandangos fuera de los espacios rurales, en el ámbito jaranero se han acuñado neologismos que señalan la pertenencia a nuevas identidades híbridas de tipo social, profesional o de origen en el universo fandanguero, denominaciones como “jarochilangos” (jaraneros de la Ciudad de México), “xalaparocho” (jaraneros de Xalapa), “jarochicanos” (practicantes del son jarocho de origen mexicano en Estados Unidos) y “antroposones” (académicos humanistas practicantes del son). Estas denominaciones, aunque jocosas e inocuas, revelan una postura de rechazo a lo proveniente del exterior, considerado fuente de peligros para la tradición.
2. 2. Tensiones dentro del Movimiento Jaranero
En la jaula de mi pecho
una paloma encerré,
como no era de provecho
le abrí la jaula y se fue
para los campos derecho.
El pájaro Cú , son jarocho
Hubo un intento de sistematizar y simplificar el conocimiento que de forma tradicional se adquiría a lo largo de muchos años de contacto con los músicos veteranos, para su enseñanza en los campamentos de son jarocho y en los talleres. Como ejemplo, dentro del gran abanico de afinaciones posibles –chinanteco, por dos, cruzado, siete tonos, bandola, media bandola, variación, mayor obligado, tonos robados, moderna, etc.–, el Movimiento Jaranero hizo popular la llamada afinación por cuatro, facilitando el ensamble musical y el aprendizaje del son. No obstante, el uso preferencial de esta afinación es motivo de polémica entre los soneros, al obviar otros tipos de afinación menos populares y, por ende, menos conocidos. En efecto, la polémica forma parte de una disputa natural en la multiplicidad de las memorias sociales, una pugna por reivindicar y construir identidades en el universo jaranero. Esta diversidad de afinaciones distingue el estilo musical de las distintas regiones, y su conocimiento y dominio suele ser atribuido a soneros de más experiencia, mientras que la afinación por cuatro es usada de forma general durante el primer momento de aprendizaje del son.
Mientras que para algunos soneros las modificaciones que los miembros del movimiento efectuaron en la forma de tocar y enseñar el son jarocho representan una forma de resistencia a la versión ejecutada y difundida por la radio y por los acetatos, otros consideran que dichos cambios han jugado en sentido contrario a la tradición, pues han empobrecido la unicidad que diferencia los sones y las variedades estilísticas que cada región presentaba antiguamente: “Hoy, las tendencias ‘tradicionalistas’ del llamado ‘Movimiento Jaranero’ también juegan en ese sentido, pues han tendido a ‘ralentizar’ los sones y a unificarlos, perdiendo muchas veces la brillantez general, el virtuosismo instrumental (al que erróneamente se considera ‘comercial’) y las individualidades de cada son” (García de León, 2006: 39).
Las voces que critican el Movimiento Jaranero señalan que, al paso de los años, el afán de rescatar la tradición acabó por interpretarla o inventarla, al crear atributos de “tradicionalidad” sobre características que no necesariamente eran de la usanza antigua, creando a su vez un nuevo canon, tanto musical como visual, para la presentación del son jarocho en los escenarios y, valiéndose del éxito del género, se retornó a un son comercial reinventado que de nuevo se aleja del estilo campesino y que cobra impulso, popularidad y auge en las ciudades, pero que cada vez dialoga menos con el fandango. Esta es una de las razones por las que muchos músicos del son que defienden con escudo el son tradicional han procurado distanciarse y evitan ser asociados con el Movimiento Jaranero.
Entre los argumentos detractores, se señala también la contradicción de haber partido de la pretensión inicial de revitalizar el fandango y, en la actualidad, haber terminado pecando de aquello mismo que se pretendía combatir: acabar anquilosado en los escenarios: “Los mismos encuentros, que en un principio fueron inducidos en función de preservar la tradición, se han tornado en un espectáculo de oyentes pasivos, terminando por asfixiar lo que había que haber cuidado con más empeño, que era el fandango” (García de León, 2006: 59). Poco más de diez años han pasado desde esa aseveración de García de León, pero el resultado de esos encuentros de jaraneros ha sido algo más que la mera proliferación de público y una estrategia para avivar el turismo en la región (aunque efectivamente, también han jugado en ese sentido). Como consecuencia, también se han generado nuevas camadas de entusiastas por el son y el fandango, tanto en los pueblos como en las ciudades, dentro y fuera de México, ansiosos por aprender de los soneros con experiencia y de asistir a los fandangos.
Ahora bien, es verdad que el son jarocho se ha posicionado en los escenarios, como espectáculo, con mayor frecuencia que nunca, pero sería difícil afirmar que esto ha ido en detrimento de su práctica comunitaria en el fandango. Actualmente existen numerosos colectivos que combinan el escenario como actividad profesional y la enseñanza del son jarocho y la organización de fandangos en diversos lugares. Tan solo por citar algunos, se puede nombrar a Son Barrio Abajo, de Tlacotalpan; Jardín Kojima, de Otatitlán; La Casa de Nadie, de Xalapa; Los Parientes de Playa Vicente, que trabajan en varias comunidades de Veracruz y en la Ciudad de México; y Los Cojolites, en Jáltipan.
Las polémicas dentro del Movimiento Jaranero reflejan la pugna por la apropiación de la memoria y la identidad jarochas, y abarcan desde las críticas incisivas al son de escenario (incluidos los encuentros de jaraneros, los conciertos, las presentaciones de grupos); la integración de otros ritmos y lenguajes musicales en el son-fusión; la popularización en medios de comunicación de sones de autor en detrimento de sones antiguos; la uniformidad en los métodos de enseñanza del son jarocho en los talleres (el llamado “son de manual”); la ejecución del género en manos de individuos no-jarochos, la uniformidad en el uso de la afinación por cuatro, el uso extendido del afinador electrónico que ha sustituido la habilidad de afinar los instrumentos de oído y un largo etcétera. Por otro lado, Gilberto Gutiérrez, integrante de Mono Blanco, afirma que las modificaciones en la práctica del son y del fandango son pertinentes si corresponden a demandas y necesidades de los propios detentadores de la tradición (Cardona y Rinaudo, 2017).
3. Conclusiones
El Movimiento Jaranero actuó como un proyecto de salvaguarda del son y el fandango jarochos con consecuencias muy variadas, desde el rescate de la lírica de sones antiguos, la revivificación de fandangos tanto urbanos como rurales, la creación de nuevos sones, la invención de nuevos versos para los sones antiguos –inclusive con la innovación de la versada de perspectiva femenina–, la inserción de nuevos instrumentos en el son jarocho, la enseñanza formal del son jarocho a través de talleres, cursos y seminarios, la proliferación de grupos de son, la fusión del son jarocho con otros géneros musicales, la relativa uniformización de la afinación por cuatro, el surgimiento de practicantes de son y fandangos jarochos en el extranjero, la posibilidad de hacer del son jarocho un medio de subsistencia, etcétera.
La mayoría de las descripciones académicas que abordan al Movimiento Jaranero suelen enmarcarlo en las décadas de los ochenta y noventa, sugiriendo su consumación con el nuevo siglo. Bajo esta perspectiva, el movimiento expiró después de veinte años de actividades en pro de la revivificación del son jarocho tradicional y del fandango, al cumplir su objetivo de reivindicar el género y asegurar generaciones de relevo. Siendo así, el estado actual de la cultura jarocha vive un momento posmovimiento. Sea como fuere, el Movimiento Jaranero no es el mismo que el de hace cuarenta años. Su quehacer continúa en manos de otra generación de practicantes, y aunque sus métodos no pueden ni podrán ser los mismos, la pretensión de revitalizar el son y el fandango continúa. Han surgido nuevos desafíos a ser enfrentados, nuevas latitudes de donde pueden provenir los jaraneros, incluso nuevas manifestaciones en las que el son jarocho abreva. A pesar de las polémicas y opiniones diversificadas respecto a las divergencias que se han gestado a partir de “lo tradicional”, es decir, la usanza antigua, el son jarocho alcanza nuevos horizontes, se enriquece, se nutre de lo propio y de lo ajeno, es abrazado por cada vez más entusiastas y desemboca en escenarios y en tarimas de las urbes y de los pueblos. Lo que empezó hace cuarenta años continúa en movimiento y nadie lo detiene.
Con todo su recorrido a lo largo de estas cuatro décadas, y las transformaciones musicales, comportamentales, instrumentales, etc., el son jarocho y los fandangos demuestran ser actualmente una práctica viva que sigue diversificándose en múltiples contextos. Como práctica viva, no corre peligro de desaparecer, sino de ser transformada por sus practicantes. Son sus practicantes, entonces, quienes han determinado la ruta por la que el género musical y la fiesta se mueven, y son sus practicantes quienes reivindican el poder de la toma de decisiones respecto a la tradición. Las polémicas en torno a los cambios presentados en el son jarocho y en la práctica del fandango son un resultado natural de las múltiples pugnas por reafirmación identitaria.
Lo que tienen en común estos debates dentro del seno del Movimiento Jaranero es la preocupación por la salvaguarda de la tradición, específicamente en lo que concierne a los influjos externos que pueden modificarla. Lo tradicional es, por tanto, identificado con los estilos de vida, costumbres, prácticas musicales, instrumentos y cosmogonía rurales, especialmente la antigua, puesto que en ellos se reconoce el origen. Se genera así una tensión entre lo tradicional-rural (auténtico) y lo moderno-urbano (deformación). Gonçalves (2002) ha identificado a este fenómeno como “retórica de la pérdida”, como una constante conservacionista que compara la situación actual de una manifestación popular cualquiera con su pasado imaginado e idealizado, al que enaltece sobre las variantes actualizadas y le confiere valor de reliquia, por lo que se justifica su conservación. Pero en esa lógica se asume que la tradición es y debe ser invariable y, lo que es aún más problemático, que tiene un origen “auténtico”. El peligro de señalar la autenticidad de una práctica sobre otra es que, siguiendo esa línea de pensamiento al extremo, el fandango jarocho auténtico no sería el practicado en las primeras décadas del siglo xx, sino el uso de los siglos xviii y xix o, más aún, el fandango más auténtico no sería el jarocho, es decir, el mestizo, sino aquel que se pierde en los límites de la historia, tal vez en las primeras fiestas con tablado en Andalucía o quizás en las festividades de los pueblos bantúes.
La tradición, cuya etimología proviene del latín traditio (transmitir, entregar), implica que las prácticas simbólicas son constantemente reiteradas, actualizadas y transmitidas en un vínculo entre el pasado y el presente; por tanto, la tradición se forja en la repetición y en la costumbre, pero no es ajena a mutaciones relacionadas con las necesidades de origen interno ni a las influencias externas de otras culturas (García Canclini, 2001). Tampoco puede ser esencial ni contenerse en la imitación del pasado; siempre está en constante cambio para responder a las exigencias de los practicantes, a las necesidades de los tiempos cambiantes.
Por ello, la labor del Movimiento Jaranero no fue conservar la tradición, sino continuarla, y en su hilo de acción no había más alternativa que el cambio. Como resultado de ese movimiento en pro de continuar la tradición han surgido todas aquellas variaciones al fandango campesino de las primeras décadas del siglo xx, pasando desde la vuelta a lo folclórico, atravesando fandangos urbanos y aterrizando en los escenarios, con géneros híbridos de son jarocho y ritmos modernos.
Referencias
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[1] Universidad Veracruzana, México.
Correo electrónico: melba_sonderegger@hotmail.com
[2] “… considerar los fandangos como expresión cultural ibérica es un error. Los estudiosos de la cultura popular europea localizan el origen de los fandangos en América Latina, incluso el de aquella modalidad que se tornó una tradición española” (traducción propia).
[3] “El fandango vino de América a España aproximadamente en 1700” (traducción propia).
[4] En algunas regiones como la Huasteca, el fandango también es llamado “huapango”, palabra derivada del náhuatl cuauhpanco, que significa “sobre la tarima de madera” (García de León, 2006).
[5] Se entiende como “sones” a los géneros lírico-coreográficos interpretados típicamente por la población mestiza de las costas y de tierra adentro (Sánchez, 2002).
[6] Los sones en el fandango se presentan de forma “espontánea”; es decir, a diferencia de las canciones, no existe una estructura lírica fija, sino que los soneros se alternan en el canto de versos sabidos o de versos de su propio repertorio que respondan a la temática y métrica propias de cada son.