Cómo dejamos de pagar por la música. El fin de una industria, el cambio de siglo y el paciente cero de la piratería . Stephen Witt. Traducción de Damià Alou. Barcelona: Editorial Contra, 2016
Alfonso Colorado [1]
La brecha tecnológica resalta la diferencia generacional; sin embargo, los hábitos de consumo musical muestran que la tecnología también tiene la capacidad de integrar generaciones diversas. Muchos adultos escucharon todavía –en los años cincuenta y sesenta– discos de 45 rpm con una sola canción por lado; en esos años también usaron discos de larga duración, de 33 rpm; en la década de 1970 conocieron los cartuchos y los casetes; a partir de los años noventa contemplaron, con asombro, la irrupción del disco compacto. En su inmensa mayoría, esta generación usa ya mp3, tecnología que puede almacenar música en un archivo pequeño que se transmite rápidamente por internet. La música –y la radio, la tv y el cine– distribuida por streaming es un hecho consumado que, en un lapso brevísimo (2000-2007), convirtió en reliquias los formatos anteriores.
Para explicar esta vasta transformación, Stephen Witt analiza sistemas políticos y jurídicos, guerras comerciales, grupos anarquistas y un largo etcétera que lleva al lector a lugares insospechados. Para empezar, el libro contiene una historia no anunciada en el título, la del ascenso del rap. A finales de los años ochenta:
… la situación de los guetos urbanos afroamericanos había alcanzado un asombroso nivel de deterioro. El tráfico de crack había provocado una epidemia criminal que en los años 90 había llegado a su punto máximo en un incontenible frenesí de violencia y homicidios entre bandas. Siguió una torpe ofensiva policial que culminó en 1992 con los disturbios de Los Ángeles, un catastrófico estallido de guerra urbana de baja intensidad en la que fueron asesinadas más de cincuenta personas y más de mil edificios quedaron reducidos a cenizas (p. 57).
Un avezado empresario reconoció que la música emergida de ese caos era “el sonido del futuro” (también, en 1914, Debussy dijo que La consagración de la primavera era “cosa de negros”). Así, Time Warner, uno de los mayores conglomerados de medios del mundo, hizo tratos con pequeños sellos independientes, merced a lo cual, “en 1995, una parte importante de sus dividendos –pagados a carrilludos [cachetones] aristócratas del Partido Republicano que vestían caros ternos [trajes de etiqueta]– procedía de una pandilla mafiosa de matones negros que rapeaban sobre prostitutas asesinadas y vendedores de crack” (pp. 59-60). El éxito de ventas fue tal, que el dinero generado retrasó unos años el desplome de la industria discográfica; en un mercado global, los éxitos de raperos como Tupac permitieron que sellos como Phillips pudieran seguir promoviendo directores de orquesta y pianistas clásicos. Pero la política siempre está presente: prominentes miembros del Partido Republicano, escandalizados por la explícita violencia sexual de las letras de rap, obligaron a la compañía –cuyos principales accionistas también pertenecían a ese partido– a deshacerse de los exitosos sellos.
Este libro se estructura a partir de los relatos paralelos de tres personas que no se conocían entre sí: el ingeniero alemán bajo cuya dirección se creó el mp3 y dos norteamericanos (uno, el mayor ejecutivo de la industria musical mundial; el otro, un obrero que trabajaba en una fábrica de discos compactos en un anodino pueblo de Estados Unidos). Sin embargo, el texto va más allá y contextualiza personas y hechos, con lo que obtiene densidad antropológica y sociológica.
Así, el mp3 no tuvo su origen en la electrónica sino en la neurología: solo cuando se pudo saber cómo funciona la audición se pudo intentar engañarla con una tecnología que eliminase las frecuencias no audibles. El proceso fue arduo dado un escollo inesperado: la voz humana, ya que el oído está entrenado para percibir los más mínimos matices (ni la tecnología sonora más avanzada puede prescindir de personas como guías). Aquí el libro deja fuera un aspecto importante: nadie escucha igual, como lo señala Peter Szendy en Escuchar. Una historia del oído melómano. [2] Por ello, el mp3 no es aceptable para una comunidad, también global, que se mantiene fiel al disco compacto, en el que pueden apreciarse espacialidad, pureza tímbrica y otras características sonoras que en el mp3 desaparecen.
Un relato que por sí solo justificaría este libro es el de la irrupción del iPod, cuyo objetivo era almacenar la música que se compraría a las compañías discográficas. Para la generación que usó la radiograbadora, el Walkman, el Discman, el iPod era microscópico y tenía un elemento fundamental para el consumidor millennial: un diseño minimalista. La industria no entendió que se estaba poniendo en manos del público un arma letal de doble filo. Los malos entendidos fueron una bola de nieve. El mismísimo FBI y otras agencias de investigación tardaron mucho en tener siquiera pistas sobre quiénes filtraban el material de las disqueras; buscaban informáticos con formación universitaria, no un obrero negro (el paciente cero de la piratería) cuyo compinche era un anglosajón pobre y sin educación. Bastaba un pequeño robo de música en la sede de una compañía o en la fábrica prensadora de discos para que la música hurtada se distribuyera instantáneamente en todo el mundo gracias a internet; y el iPod fue el dispositivo ideal para guardarla y reproducirla. Así, el eslabón final de la cadena –el usuario– pasó a ser intermediario, y llegaba a obtener la música antes de que las compañías pudieran prensar sus discos. Un nuevo orden se instauró entonces en la distribución de la música y terminó por cambiarlo todo. Apenas en 2006, Moisés Naím señalaba: “En España, producir y distribuir un kilogramo de música y películas falsificadas resulta cinco veces más rentable que vender un kilogramo de hachís”. [3] Ya nadie falsifica ni diez gramos de música; la música circula por internet y, por ello, no solo las compañías sino hasta los piratas de los discos compactos son actualmente entes en vías de extinción.
Hay un dejo de justicia en el derrumbe del disco como industria (las compañías se quedaban con la mayor parte de las ganancias a costa de músicos y de consumidores) y el monopolio de la propiedad intelectual quedó anulado: no hay empresa multinacional –por más grande, poderosa y rica que sea– ni Estado que pueda competir contra la piratería global, realizada por miles de millones de usuarios. Esto es lo mismo que pasó, entre otras, con la tecnología armamentística, como lo explicó John Gray en Al Quaeda y lo que significa ser moderno. [4]
Esa comunidad pirata opera básicamente con dos modelos: uno en el que cualquiera puede compartir u obtener archivos, y otro donde solo se entra por invitación y en el que hay un fuerte control de la actividad. El primer esquema es tan democrático como efímero, porque es rápidamente ubicado y eliminado por los guardianes de la ley; el segundo es jerárquico y tiene un carácter secreto; sus miembros son hackers y a menudo realizan activismo político. Uno de los primeros grupos de piratas a escala industrial creó, durante la guerra en Iraq, la páginaLos soldados más estúpidos de Estados Unidos, donde colgaba los informes oficiales de las muertes para que los usuarios votasen sobre el tema.
Ya se trate de desobediencia civil o de consumir sin pagar, la piratería musical es una forma de vida cuya fuerza proviene no solo del número astronómico de sus adeptos o de ser un sistema sin centro (como la Biblioteca de Babel borgeana), sino de que es una auténtica comunidad: ofrece identidad y compañía. Entre más ferozmente individualista es la sociedad, más fuertes son los lazos que unen a gente que no se conoce personalmente; el friki del pueblo, del barrio, está conectado con sus pares alrededor del mundo.
El libro de Witt se lee, pues, como una novela en la que cada capítulo termina con una situación de suspenso, pero no descuida los aspectos históricos y muestra hasta qué grado la informática e internet han cambiado la vida; por ejemplo, antes de las computadoras, las compañías no podían realizar un registro preciso de sus ventas, solo efectuaban cálculos aproximados. Sin embargo, la vanguardia tecnológica no invalida los conocimientos tradicionales. Los ingenieros que crearon el mp3 fueron incapaces no solo de promoverlo comercialmente sino de siquiera sospechar que derrumbaría el dominio de cien años de la industria musical. Aprendieron también que sus órganos colegiados internacionales, que se pretenden objetivos, edificados únicamente a partir de criterios técnicos, están asimismo sometidos a los intereses creados y a la política: el sistema rival –el mp2–, tecnológicamente inferior, se usó durante años porque tenía detrás a la poderosa trasnacional holandesa Phillips. Asimismo, hay innovaciones que en realidad no son tales. El sistema que ha creado el streaming se basa en los singles, con lo cual pulverizó el álbum (el conjunto de diez o doce canciones), pero esto constituye un regreso al modelo imperante entre los años cuarenta y setenta del siglo pasado.
El final de esta historia fue inesperado, nadie lo vio venir. Una vez más mostró su poder el principio de emergencia: elementos con ciertas propiedades adquieren, al juntarse con otros, características nuevas. Es casi inverosímil que en 2004 el informe interno del conglomerado de medios que adquirió un importante sello discográfico –una de las mayores compras en la historia de la industria musical– no mencionara en sus perspectivas una sola palabra sobre las descargas digitales, pese a que el abismo estaba a la vuelta de la esquina. El sello Phillips, de larga tradición en la música clásica, desapareció mientras el rap se extendía desde los guetos negros de Estados Unidos hasta el resto del país y del mundo. Hoy su imperio es global. En Necesidad de música, [5] el mismísimo George Steiner señala que es imposible ignorar el poder social y cultural del rap si se quiere comprender la sociedad actual.
Leído desde el Tercer Mundo, Cómo dejamos de pagar por la música es tan estimulante como descorazonador. Este ejemplo de periodismo de investigación, aderezado con un toque de memoria personal, presenta sus resultados con una amenidad que muchas investigaciones académicas de nuestro entorno apenas rozan. Stephen Witt, nacido en 1979, en Estados Unidos, es alguien acorde a los actuales tiempos interdisciplinarios: matemático que trabajó en el mundo bursátil, promotor del desarrollo en África, y a su regreso estudió periodismo en la Universidad de Columbia. Su libro es fascinante no solo por la indudable capacidad del autor, sino porque tiene detrás una industria editorial –conformada también por periódicos y revistas de alta calidad– dirigida a un lector general. El sólido mercado editorial norteamericano permite a muchos investigadores prescindir de un trabajo fijo o de una plaza académica. Una muestra de los nuevos tiempos es que este volumen haya sido publicado por una pequeña editorial nueva e independiente que compite con los grandes sellos en lengua española; sin embargo, la traducción muestra que se tiene en mente únicamente al lector de la península ibérica, lo cual se muestra en el uso constante de expresiones coloquiales –que en realidad no alcanza a constituirse en un impedimento para la lectura–. Ojalá este libro sea un aliciente para realizar investigaciones de este tipo en América Latina que interesen al lector general. México, el mercado musical más grande del mundo de habla española, y quizá el más influyente –por lo menos desde un punto de vista histórico–, requiere investigaciones como esta.
En suma, este libro es provechoso para cualquier estudioso de las ciencias sociales que trate de entender cómo funciona un entorno social dinámico y los numerosos cambios que desencadena. Por ejemplo, quien estudia antropología, neurología o ingeniería todavía necesita una institución para legitimar su conocimiento, pero no hay universidad que pueda competir con la velocidad y el empuje de la informática, que es su propia escuela; en ese ámbito, la universidad como máxima institución del conocimiento queda rebasada. Se avecinan cambios que no somos siquiera capaces de intuir. El adulto promedio, que solo maneja la tecnología básica, vive en un mundo que en buena medida no conoce, aunque quizá tampoco los orondos especialistas: ninguna disciplina por sí sola es suficiente para aquilatar los cambios actuales. Esto siempre fue así, claro; solo que quizá ahora es más evidente.