Usos sociales de la música en la cotidianidad: una reflexión comparativa

Social Uses of Music in Everyday Life: A Comparative Reflection

 Juris Tipa[1]

 

Resumen

En este artículo se abordan los distintos usos sociales de la música, yendo desde su dimensión colectiva hacia la dimensión individual-subjetiva. Esta exploración tiene la finalidad no solo de exponer la diversidad de dichos usos, sino también estructurarlos u organizarlos con el objetivo de identificar sus principales funciones en la sociedad. Para lograr este objetivo se revisa estudios hechos en América Latina, Estados Unidos y Europa, que giran en torno de los gustos, el consumo de música y los procesos identitarios. De forma comparativa, estos datos están descritos e integrados en un marco general para identificar y explicar los diferentes usos sociales de la música desde distintas perspectivas. Se concluye que los usos de la música no han dejado de ser sociales y colectivos, aunque la alta disposición de la oferta musical en el nivel cotidiano ha permitido que las personas la utilicen de forma individualizada y vinculada con su comunicación identitaria.

Palabras clave: música, usos sociales de la música, gustos musicales, jóvenes, identidades.

 

Abstract

This article addresses different social uses of music, starting from its collective dimensions and moving towards its individual or subjective dimensions. The purpose of this exploration is to not only demonstrate the diversity of these uses, but also to structure them in order to identify the functions of music in contemporary societies. To this end, it reviews empirical studies of musical preference, consumption, and processes of identity formation, carried out in Latin America, the United States and Europe. These data are compared, analyzed, and integrated into a general framework to describe and explain the social uses of music from different academic and empirical perspectives. It concludes that the uses of music remain social and collective, although the current wide range of musical offerings has allowed people to use it individually, linked to personal notions of identity.

Keywords: music, social uses of music, music preference, youth, identities.

 

Introducción: ¿qué es la música?

La importancia de la música en nuestras vidas puede ser exagerada o minimizada, pero de ninguna forma se puede negar la presencia de ella. La música suele ser considerada como una actividad humana universal, es decir, transcultural y socialmente omnipresente que puede ser encontrada en cualquier cultura humana conocida hasta ahora (Cross, 2003; Rentfrow et al., 2011). Actualmente, la música está casi en cualquier lugar donde estemos: acompañando comerciales, películas, programas de televisión, deportes, nuestras compras en las tiendas, pasajes en el transporte público y las caminatas en la calle. Obviamente, es algo característico de las urbes; sin embargo, no exclusivamente. La radio, en ese sentido, ha sido una de las invenciones tecnológicas sonoras más revolucionarias de todos los tiempos,[2]  al llevar la frecuencia y la señal a lugares alejados de las ciudades. Además, las radios comunitarias, la “música del pueblo”, los cantos y la música que no solo acompañan, sino que son parte integral de rezos y rituales (sean modernos o pre-modernos), nos afirma esa universalidad humana de expresión sonora y su importancia cultural multicontextual.

La música no solo involucra sonido, sino también acción. Esto es algo evidente si observamos las prácticas sonoras fuera de la llamada “cultura occidental” contemporánea. Como lo menciona Cross (2003: 23), la música puede servir como medio de comunicación con los muertos entre los kaluli en Papúa Nueva Guinea, como un mecanismo para reestructurar relaciones sociales entre los domba en India o para renovar las narrativas culturales como en el klezmer entre los judíos. Sin embargo, en todas estas distintas circunstancias, el significado de la música muy rara vez es explícito. La música siempre es “sobre algo”, aunque esta intencionalidad varía de un contexto a otro e, incluso, dentro del mismo contexto, de un individuo a otro.

Dentro de la heterogeneidad de sus expresiones y significados, la postulación de qué es y qué no es la música se convierte en un campo de lucha discursiva, basada esta en las relaciones de poder e imaginarios que se expresan en forma de etnocentrismos, eurocentrismos, gustos y otras inclusiones-exclusiones simbólicas. Parece ser que, comúnmente, hacemos la distinción entre qué es y qué no es la música, basándonos tanto en nuestros propios juicios de valor como en lo aprendido formalmente sobre dicha clasificación. La definición de “la música” es una tarea desafiante porque cada uno tiene su propia noción y explicación acerca de qué es lo que se debería de entender por ella. Así, por ejemplo, la música históricamente ha adquirido definiciones como “sonido humanamente organizado”, “ciencia del empleo racional de los sonidos que entran en una escala, llamada gama”, entre otras (Arce Vidal, 2014: 152). Todas estas definiciones se basan en la noción de la música como un sistema de ordenación del sonido que involucra un invento y el desarrollo de un conjunto acumulativo de reglas y patrones “aceptables” de sonido. Sin embargo, ¿deberíamos hablar de un singular “universo de la música” o, más bien, de diferentes formas y lógicas de ella que no están solo basadas en las estructuras sonoras, sino también en sus usos socioculturales? Pues estos patrones y las lógicas del ordenamiento del sonido varían y siempre han variado entre culturas, épocas y regiones geográficas.

No obstante, la “historia universal” de la música, al igual que su enseñanza escolar y académica, frecuentemente se enfocan en la “música clásica”, situándola en una posición hegemónica-superior frente a otras expresiones sonoras, prácticamente ignorando lo que ha sido denominado como “música popular”[3] y, más aún, la “música tradicional”.[4] Entre estas expresiones generalizadas de música, es la “tradicional” la que tiene una historia mucho más larga que la “música clásica”; incluso podría decirse que aquella tiene raíces primordiales o, definitivamente, “pre-modernas”, mientras que la “música popular” o contemporánea usualmente se desprende de lo tradicional como un producto moderno-capitalista, debido a su comercialización y su masificación. Solo a partir de la segunda mitad del siglo XX se dio el giro paradigmático en los estudios académicos sobre la música; el punto de partida fue asumir que todas las variantes musicales (incluso la “música clásica”) son constructos socioculturales dentro de un campo de luchas simbólicas y de relaciones asimétricas de poder entre diferentes grupos y culturas y, por tanto, la música debería ser entendida en términos socioculturales e histórico-políticos (Shepherd, 2003).

Justamente de lo aprendido acerca de qué es la música surgen los “choques culturales” con el fondo de las relaciones de poder que se vislumbran a través de las afirmaciones y diferenciaciones entre la “música” y la “no-música” o el “ruido”. Arce Vidal (2014), utilizando como ejemplo la obra 4´33 de John Cage, propone que nuestra realidad siempre está transitando entre la “música” y el “ruido”. No existe ni un silencio absoluto ni un sonido absoluto; así que la diferencia entre lo que es y lo que no es la música proviene del significado y del uso social que se le va atribuyendo a esta. Arce Vidal (2014: 159) propone entender la música desde una “perspectiva pragmática” como “todo aquello que sea designado [como música] por al menos más de una persona en un contexto social definido”. Sobre esta definición quisiera hacer dos observaciones: 1) es muy general y, por tanto, incluyente; pero, al mismo tiempo, 2) prioriza el uso social de la música porque esta proviene de un “contexto social definido” y sus usos varían en la misma medida que los contextos socioculturales.

De ahí entramos en la complejidad, hasta ambigüedad de las interpretaciones acerca de la música, situándolas entre distintos contextos socioculturales que coexisten no solo en el mismo tiempo (la época), sino también en el mismo lugar (región, país, ciudad, etc.). En ese sentido, las denominaciones como “tradicional”, “culto” o “popular” adquieren una etiqueta socialmente construida en lugar de alguna diferenciación “objetiva” o “útil”[5] (Arce Vidal, 2014). Las diferencias esenciales entre la música de una sociedad y la de otra, según esta perspectiva, no son tanto musicales en sí, sino socioculturales, basadas en la división social del trabajo y en la sostenibilidad de una cultura: personas de diferentes culturas no han de aprender ni más ni menos cosas y lo único que varía entre distintas culturas son los campos particulares en los cuales se aprende. Así que las “etiquetas comerciales” que se atribuyen a diferentes expresiones de música implican una categorización social inmersa en las relaciones de poder: el prestigio, la asimetría y la construcción hegemónica de la diferencia.

Desde el punto de vista socioantropológico, el problema con dicha definición consiste en el uso de la palabra “música” que tiene connotaciones epistemológicas que no solo pueden variar, sino que varían entre distintas culturas por el uso social de las sonoridades. Así, por ejemplo, varios jóvenes que provienen de diferentes etnias y comunidades chiapanecas recuerdan que su llegada a la ciudad detonaba una fuerte sensación de otredad en cuanto a la música contemporánea, debido a lo diferente que ella resultaba ser en comparación con la música tradicional (Tipa, 2013 y 2014). Algunas personas hasta mencionaban que no conocían la “música” antes de llegar a la ciudad.[6] No cabe duda de que la música, como la conocemos desde su diversidad, ya existía en sus entornos de origen, solo que no fue clasificada como tal por parte de las y los sujetos. El hecho de percibir la música tradicional y la música contemporánea en términos diferentes no es algo extraordinario, suponiendo que lo tradicional esté asociado a algo “ancestral”-“propio”, mientras que lo contemporáneo lo esté con algo “moderno”-“ajeno” y globalizado.[7] Sin embargo, esta diferenciación entre la música tradicional y la música contemporánea (o, en sus propias palabras, “de la ciudad”) resulta estar basada en las nociones de hacia qué y para quién esta está dirigida. La música contemporánea está dirigida hacia la persona que la está escuchando de forma individualizada o personalizada, mientras que la música tradicional tiene una función mucho más institucionalizada y está orientada hacia “el dios”, “los espíritus” o “el orden de lo sagrado” (Tipa, 2013: 263-264).

Según algunos enfoques etnomusicológicos, la música tradicional, como una continuación de la tradición musical de raíces prehispánicas,[8] no fue creada para el goce estético del modo como solemos entenderlo en las sociedades contemporáneas, donde la música, entre sus demás usos, está destinada para el consumo individual. En ese sentido, la música tradicional es considerada como parte inseparable de las ceremonias y de los ritos religiosos, así que no se concebían como desvinculados el canto, la danza y la poesía (López, 2009: 185 y 191). Entonces, el fundamento de dicha clasificación está vinculada con la diferenciación entre lo profano y lo sagrado: la música contemporánea como “música para el consumo personal” y la música tradicional como “música de función” (la adoración) o “música institucionalizada” de forma similar como lo son, por ejemplo, los cantos en las iglesias católicas (Tipa, 2013). Sin embargo, como lo menciona Cross (2003: 11), cada sociedad/cultura humana tiene lo que en la musicología se reconoce como “música” porque, volviendo al tema de las definiciones, se trata de ruidos organizados según diferentes formas y lógicas:

 

Toda música puede ser definida como un ruido al que se ha dado forma según un código (es decir, según reglas de ordenamiento y leyes de sucesión, en un espacio limitado, de sonoridades), supuestamente capaz de ser conocido por el oyente. Escuchar música es recibir un mensaje. Pero la música no es, sin embargo, asimilable a una lengua. En realidad, al contrario que las palabras de una lengua, que se refieren a un significado, la música, aun cuando posea una operatividad precisa, no contiene jamás una referencia estable a un código de tipo lenguajero [langagier]. No es “un mito codificado en sonidos en vez de palabras”, sino más bien “el lenguaje menos el significado”. No es ni significado, ni finalidad (Attali, 1995: 41).

 

En este texto, con base en una investigación bibliográfica sobre distintos estudios acerca del consumo de la música, será explorado y analizado de forma comparativa ese abanico de diferentes usos y funciones contemporáneas de la música. Esto con el fin de contestar a dos preguntas generales: ¿qué funciones tiene la música en nuestras sociedades? y ¿por qué escuchamos la música? Asimismo, esta exploración será complementada con algunas reflexiones críticas sobre el uso de distintos instrumentos metodológicos en el estudio del consumo de la música y de sus diferentes usos contemporáneos.

 

Un panorama sobre los usos sociales contemporáneos de la música

En muchas sociedades la música ha tenido funciones exclusivamente sociales: para marcar los momentos de nacimiento, matrimonio, muerte; ha sido utilizada en los juegos y bailes; en la organización del trabajo y en la guerra, en ceremonias y rituales, etc. Como ya se mencionó, aunque la función haya sido social y ritual, esto no necesariamente implica que no haya habido una capacidad individual para apreciar la música fuera de su función colectiva. Es decir, no se puede poner en duda que las personas hayan disfrutado de la música individualmente, pero este no era el propósito principal de ella en términos de que la música no fue hecha como un objeto de consumo personal, individualizado.

Si lo comparamos con los usos que la música adquiere actualmente, el panorama era algo distinto. Hoy utilizamos la música para la relajación, para manipular nuestros estados de ánimo, para combatir el aburrimiento, para crear un determinado ambiente para las reuniones, etc. Esto no quiere decir que el uso de la música haya dejado de ser social o colectivo, sino que la alta disposición de ella a nivel cotidiano ha permitido que las personas no solo tengan acceso a distintos tipos de música, sino que también la utilizan de manera individualizada, con el fin de optimizar su sensación de bienestar (Frith, 2002).

La música puede ser “arte decorativo” y, al mismo tiempo, un poderoso instrumento del orden social. Attali (1995), en su ensayo Ruidos, presenta tres funciones estratégicas universales de la música, empleadas desde una posición del poder estatal: 1) hacer olvidar, 2) hacer creer y 3) hacer callar. Cada una de ellas tiene su propia mecánica de reproducción y de repetición, pero todas restringen las posibilidades autónomas de señalar qué es y qué no es música. Attali postula que los compositores de la música clásica escribían música “de fondo” para una élite que apreciaba en ella el símbolo del poder que, a su vez, ha extendido sus funciones a toda la sociedad, convirtiéndose en un ruido de fondo para las masas, canalizando y condicionando distintas prácticas cotidianas de consumo (por ejemplo, compañías como Muzak). Si bien es cierto que en todo el mundo las personas y los grupos intentan “orquestar” sus actividades sociales, esta “orquestación” también es el espacio para distintos agenciamientos, placeres y “formas de ser”.

Por un lado, la “música de fondo” está utilizada para estructurar un amplio rango de conductas y de elecciones de consumidores. A este rubro mercantil y puramente económico han sido dedicadas muchas investigaciones de mercadotecnia, enfocadas en el efecto de la música en la conducta de las personas. Si la música puede dar forma a la agencia social, entonces el control sobre la música en un ámbito social se convierte en poder social que, en algunos casos, puede ser percibido como algo que habría que resistir (DeNora, 2000). Frith (2002) para estos casos utiliza el término “escuchas involuntarios” o el “consumo involuntario”. No obstante, Frith indica que los espacios privados tampoco están libres de la “contaminación musical”: ¿cuántas personas viajan en el coche en silencio?; también es el caso cuando la radio, la televisión o el playlist algorítmico de alguna plataforma digital están encendidos mientras nos bañamos, cocinamos o escribimos. La radio y los reproductores de la música grabada se han convertido en los organizadores de la banda sonora de nuestras vidas cotidianas. La música ya no es solo un elemento en la organización y en la ambientación del espacio público, sino también del privado, del familiar y del íntimo. Así, por ejemplo, jóvenes usualmente marcan su espacio privado con la música (el volumen como barrera) y, consecuentemente, los lugares comunitarios como la cocina o el coche se convierten en espacios donde se reivindican las distancias simbólicas o, al contrario, los lazos íntimos a través de la sonoridad. Por lo tanto, la música es uno de los medios por excelencia de las relaciones sociales y la tecnología del yo en el sentido foucaultiano[9] (DeNora, 2000: 46-74; Lascano, 2014).

El interés académico por las preferencias individuales en la música empezó a desarrollarse en los años cincuenta del siglo pasado, bajo la perspectiva de que las preferencias de música reflejan motivos, necesidades y deseos inconscientes de las personas (Rentfrow et al., 2011). Según esta corriente, el uso de la música puede caber en seis categorías temáticas que cubren los campos de psicología social, sociología y antropología: 1) memoria (para recordar momentos y moverse figurativamente de “un lugar a otro” en el tiempo); 2) cuestiones sensoriales (placer); 3) manipulación del estado de ánimo y la motivación personal; 4) en las terapias de sanación; 5) para consolidar y motivar grupos sociales (cohesión del grupo) y 6) para actividades cotidianas como hacer ejercicio, trabajar, comer, socializar, llenar silencios incómodos (“crear ambiente”), acompañar relaciones íntimas, leer, dormir, etc. Además, dentro de estas actividades cotidianas, la música a menudo es utilizada para incrementar las funciones cognitivas y de concentración (DeNora, 2000: 151-163; Juslin et al., 2008; Rentfrow et al., 2011).

De manera semejante, Frith (1987) distingue cuatro funciones/usos sociales de la música donde se visibiliza la interconexión entre lo individual y lo social, lo subjetivo y lo colectivo:

 

  1. Utilizamos las canciones para crearnos a nosotros/as mismos/as una especie de autodefinición particular, para darnos un lugar en el seno de la sociedad. El placer que provoca la música pop es un placer de identificación con la música que nos gusta, con las y los intérpretes de esa música y con otras personas a las que también les gusta lo mismo. De manera simultánea, la producción de identidad es también una producción de no-identificación: con saber qué es lo que nos gusta, también tenemos una idea relativamente clara de qué es lo que no nos gusta, lo que puede resultar en referirnos a la música que aborrecemos en términos antagónicos y agresivos.

  2. La música nos proporciona una vía para administrar la relación entre nuestra vida emocional pública y la privada (por ejemplo, las canciones de amor o románticas).

  3. La música popular le da forma a la memoria colectiva, al organizar nuestro sentido del tiempo (las canciones y las melodías como la clave para recordar cosas que nos sucedieron en el pasado). La música conecta con un tipo concreto de turbulencia emocional, asociada a cuestiones de identidad individual y de posicionamiento social, en la cual lo que más se valora es el control de los sentimientos públicos y privados.
  4. La música popular es algo que se posee. Al decir que “están tocando nuestra canción” estamos revelando algo reconocible para amantes de la música. Se habla y se piensa sobre “su” música. Esto crea el sentimiento de que “poseemos” la canción misma, la particular forma de interpretarla que contiene esa grabación, e incluso al intérprete que la interpreta. Al “poseer” una determinada música, las personas la convierten en una parte de su propia identidad y la incorporan a la percepción de sí mismas.

 

Como se puede observar, la discusión sobre los usos de la música gira en torno de la construcción de identidad-subjetividad, emociones y relaciones entre lo público y lo privado, lo individual y lo colectivo. Tal vez, justamente por esa interrelación emoción/relación e individual/colectivo, los principales avances en los estudios del consumo de música fueron hechos en los campos de la psicología social y de la sociología.

La perspectiva sociopsicológica usualmente prioriza las funciones emocionales de la música (por ejemplo, manipular el estado del ánimo), poniendo en lugar secundario sus funciones sociales como la organización de las relaciones interpersonales y la construcción de la dimensión colectiva de la identidad personal (North y Lonsdale, 2011). Aquí, por supuesto, cabe preguntar sí las relaciones en las cuales nos involucramos interpersonalmente pueden estar distanciadas de las emociones individuales. Además, la música no siempre evoca emociones, sino que, según algunos estudios, en promedio estamos “conmovidos” por la música solo en 55% - 65% de los episodios que la involucran (Juslin, 2011). En gran escala, esto refleja la división entre el trabajo y el ocio (o el tiempo libre del trabajo), donde el consumo de la música suele estar más presente durante el ocio. Siguiendo a Juslin (2011), presenciar conciertos tampoco es, para la mayoría de la gente, una actividad cotidiana. De este modo, la música “en vivo” no es una fuente ordinaria de la experiencia musical, sino que generalmente la experimentamos en el hogar (incluyendo las reuniones) o en espacios públicos que no están destinados particularmente para el consumo de la música en vivo.

Durante los años noventa, los estudios sociopsicológicos del consumo de música dieron un giro hacia la perspectiva sociológica, enfocándose no solo en las cuestiones emocionales, sino también en las sociales (North y Lonsdale, 2011).[10] En estos estudios generalmente suele ser priorizada la perspectiva de “usos y gratificaciones”, según la cual las personas utilizan los medios masivos para satisfacer sus necesidades individuales. De esta forma, las y los consumidores no son recipientes pasivos de los contenidos culturales de los medios, sino que los utilizan de forma activa y selectiva. North y Lonsdale (2011), basándose en varios estudios cuantitativos concluidos en distintos países europeos, se dedicaron a identificar cuáles son los usos principales de la música entre jóvenes. En total los autores analizaron siete factores: 1) “el manejo del ánimo negativo” (para aliviar sentimientos negativos); 2) “identidad personal” (para desarrollar y reflejar una imagen social); 3) “vigilancia” (para estar actualizado con las novedades y aprender cosas nuevas); 4) “el manejo del ánimo positivo” (para alcanzar un buen ánimo); 5) “relaciones interpersonales” (para promover y mantener interacciones sociales); 6) “diversión” (para distraerse, combatir aburrimiento) y 7) “reminiscencia” (para revivir memorias, acordarse de momentos importantes). Según este estudio, la música muy pocas veces es utilizada para la función de “vigilancia”, es decir, para aprender sobre los demás y sobre el mundo alrededor. La “remanencia”, la “diversión” y las “relaciones interpersonales” tienen un porcentaje mucho más alto debido al uso de la música para involucrarse en “conductas musicales” (sic) como cantar, bailar o ambientar las reuniones. La música en “las relaciones interpersonales” resultó ser un elemento más importante que, por ejemplo, los videojuegos. “El manejo del ánimo” (sea positivo o negativo) y “la identidad personal” fueron los factores más mencionados (arriba de 90%) entre los usos de la música. Además de utilizar la música estratégicamente para crear y regular estados del ánimo, las y los jóvenes la utilizan para “expresar” sus identidades casi con la misma frecuencia que por vía de sus otros pasatiempos o hobbies.

 

El consumo de música y el proceso de construcción identitaria

En los estudios sobre el consumo de música suele prevalecer el enfoque sobre la importancia que este tiene en la construcción identitaria de las personas y, sobre todo, entre jóvenes. Aquí se podría proponer dos interrogantes importantes: ¿de qué forma la música participa en los procesos identitarios? y ¿por qué es tan importante, particularmente, entre jóvenes?

Para contestar a estas preguntas, primero se tiene que definir ¿qué es lo que se entiende por jóvenes y la juventud? Por la juventud, como la conocemos actualmente, usualmente se entiende una etapa de la vida o del ciclo vital humano que tiene sus orígenes en las sociedades industriales, como un producto del capitalismo y de la modernidad, vinculado con la masificación de la educación, el retraso en la inserción al mercado laboral, la aparición del tiempo de ocio y, consecuentemente, las culturas juveniles que impulsaron la creación y la expansión de un nuevo nicho del mercado de entretenimiento, orientado hacia ese nuevo sector poblacional llamado “jóvenes” (Feixa, 2006). Es decir, se debe a una construcción sociocultural, una invención humana relativamente reciente que consiste en una serie de condiciones sociales como normas, comportamientos e instituciones que distingan a jóvenes de otros grupos de edad; y una serie de imágenes culturales como valores, atributos y comportamientos asociados específicamente a jóvenes (Feixa, 1998: 18).

No obstante, las fronteras de esta etapa varían y son ambiguas, dependiendo del punto de vista desde el cual “medimos” la juventud o, en otras palabras, según si el posicionamiento es emic (punto de vista del actor) o etic (punto de vista externo). Dichas clasificaciones de la juventud van a depender de las diferentes clasificaciones de la edad. Así, por ejemplo, podemos hablar sobre la edad biológica (definida por un discurso médico), la edad cronológica (definida por instituciones estatales desde un enfoque numérico-demográfico) o la edad social (definida por la comunidad o cultura particular y basada en determinados ritos de paso o transiciones). En fin, todos estos tipos de edades podrían ser interpretados como distintas variaciones de edad institucional, porque son definidos por diferentes discursos institucionales desde un punto externo al actor (Tipa, 2017). Ahora, aunque el mismo actor puede apropiarse de estas formas de delimitar diferentes etapas de vida e incorporarlas estratégicamente en su modo de clasificarlas y de utilizarlas, podemos pensar en la edad y en la juventud como una adscripción identitaria o edad subjetiva, la cual es definida por el sujeto, es móvil y es relativamente independiente de las definiciones tipo etic. Así que se puede distinguir entre las formas subjetivas (“ser joven”) y las institucionalizadas-objetivas (“estar joven”) de clasificar las etapas de vida y sus referencias etarias correspondientes (Tipa, 2017). La juventud resulta ser un concepto complejo y hasta ambiguo debido a esta relación entre la autoadscripción y la heteroadscripción de la persona como joven o no-joven, lo que muestra que la juventud es un concepto relacional (¿con quién interactúo?), contextual (¿dónde estoy interactuando?) y performativo (¿qué es lo que hago y qué comportamientos se esperan de mí?) o que está vinculado con determinadas prácticas socioculturales, asociadas con la juventud y jóvenes que varían entre diferentes culturas y épocas, sobre todo, en relación con las condiciones de sexo-género, la pertenencia étnico-nacional y el estrato socioeconómico (Tipa, 2015 y 2016; Tipa y Viera Alcázar, 2016).

A pesar de sus fronteras móviles, al hablar sobre la juventud como una etapa de vida es indispensable recurrir a los procesos identitarios por los cuales esta se caracteriza y, en gran escala, se diferencia de otras etapas. De forma clásica se podría pensar en el legado de la pareja Erikson, quienes desde una perspectiva sociopsicológica elaboraron y describieron las fases fundamentales del desarrollo psicosocial de la persona (Erikson, 1968). Dentro de estas, la adolescencia y la juventud se caracterizan por la búsqueda de pertenencias sociales fuera del grupo familiar y de una consolidación identitaria a través de la construcción de relaciones entre pares, de un estatus y de una “auténtica” o supuestamente “original” forma de ser, tratando de evitar confusión de roles, el rechazo y el aislamiento.

Las y los jóvenes suelen definirse por su relación con la cultura popular (o “de masas”), promovida por las industrias culturales de entretenimiento. Los consumos culturales, sobre todo de música, forman parte activa de la construcción de su identidad y su cultura [juvenil]. La música es uno de los aspectos fundamentales de la organización de grupos de pares y, justamente, en los grupos de pares se aprenden las reglas del “juego social”, se desarrollan el estatus social y la identidad de sexo-género (Frith, 1981). De esta forma, además de ser el bien cultural más consumido entre jóvenes, la música es uno de los principios estructurantes/organizadores más importantes del espacio social juvenil (Urteaga, 2011: 170-182), donde jóvenes construyen y/o articulan selectiva y jerárquicamente las fronteras de sus diferencias/desigualdades/divergencias con otras personas con las cuales comparten activamente su involucramiento en la creación del espacio social contemporáneo.

De manera general, la importancia de la música suele disminuir con la edad de la persona (paulatinamente a partir de los treinta años y en adelante). Sin embargo, aquí aparece un matiz que no es directamente relacionado con la edad biológica o cronológica, sino con los compromisos y responsabilidades que la persona ha asumido (North y Lonsdale, 2011); en otras palabras, con la edad social. Así, por ejemplo, la música puede jugar un papel mucho más importante en la vida cotidiana de alguien que ya es mayor de treinta años, pero está soltero y no tiene hijos ni un trabajo que le absorba mucho tiempo, a diferencia de alguien que tiene la misma edad, pero con las características opuestas. Las personas que tienen más compromisos, responsabilidades y roles sociales ya no gozan de tiempo suficiente para dedicarse a escuchar la música e involucrarse en las prácticas asociadas con dicha forma de consumo cultural de manera tan frecuente. Asimismo, para las personas que North y Lonsdale denominan adultos jóvenes (16-29 años de edad), el factor “interacción social”, asociado con el consumo de música, es mucho más importante que, por ejemplo, para las personas mayores de cincuenta años.

Resumiendo: no solo la disponibilidad de tiempo es el factor que permite que las y los jóvenes se involucren activamente en el consumo de música y en las prácticas culturales asociadas con lo juvenil, sino que la música también juega un papel importante en los factores como la “identidad personal” y “relaciones interpersonales” y, como lo señala Dávila León (2005: 93), el proceso de la construcción de identidad se configura como uno de los elementos característicos y nucleares del periodo juvenil. Dicho proceso se asocia con determinadas condicionantes individuales, familiares, socioculturales e históricas, así que es un proceso complejo que se constata en diversos niveles simultáneamente y, entre estos, la música participa activamente en la construcción de las subjetividades de los jóvenes como formas de relacionarse consigo mismos y con el mundo alrededor.

Se puede profundizar en las afirmaciones anteriores si recurrimos a la propuesta de Dubar (2002) acerca de cómo podemos entender la identidad y los procesos identitarios. Dubar propone pensar en la identidad como un constante proceso que consta de diferentes dimensiones y contiene elementos móviles y elementos más estables. Para garantizar a las personas, al menos durante un tiempo, una cierta coherencia y continuidad identitarias, la identidad personal se organiza alrededor de una dimensión identitaria dominante “para los otros”. Esta dimensión consta de dos formas identitarias: identidad comunitaria, experimentada como algo “dado” y basada en los rasgos físicos, lingüísticos, el linaje y una cultura heredada en general; e identidad societaria, basada en el papel profesional, en el estatus social y en las pertenencias a grupos fuera de la familia, por tanto, experimentada como algo “construido”. Tanto la forma comunitaria, como la societaria, forman el aspecto colectivo de la identidad personal, así que nuestra identidad puede ser imaginada como un “contenedor” de aspectos o elementos identitarios en una secuencia: primero “llenamos” el contenedor comunitario y, al empezar a socializar fuera del grupo familiar, adquirimos nuevos elementos de tipo societario. Entre estos elementos identitarios, usualmente los más estables son los comunitarios, mientras los societarios suelen presentar una mayor movilidad.

 La dimensión identitaria “para sí” o “intermedia” también consta de dos formas: la identidad reflexiva, que proporciona una “relación para sí”, es decir, una identificación que consiste en investigar, argumentar, discutir y proponer definiciones de sí mismo/a basadas en la introspección y en el cuestionamiento de los elementos identitarios atribuidos y obtenidos (comunitarios y societarios), y la identidad narrativa, que se basa en una “biografía de sí” e implica la capacidad de organizar un relato, una narrativa que describe la trayectoria vital del individuo, los momentos que la modificaron y una reafirmación o negación de los elementos comunitarios o societarios de la identidad. De esta forma, la narrativización del yo es uno de los principales procesos identitarios que podría ser interpretado como un resultado de la autorreflexión (identidad reflexiva) y una consecuente comunicación identitaria (¿quién soy?) para las demás personas a través de la reafirmación/negación de sus distintos elementos (gráfico 1).

 

Figura 1
Gráfico 1. El proceso identitario.
Fuente: Tipa, 2013: 255

 

La identidad reflexiva, junto con la narrativa, forman el aspecto subjetivo de la identidad personal, basado en los vínculos sociales establecidos y, consecuentemente, cambiantes de acuerdo con la trayectoria personal. En este nivel, la música puede ser percibida no solo como un instrumento de socialización (lo colectivo), sino también como una herramienta de autorreflexión y de autonarrativización (lo subjetivo) que la persona hace respecto de sí misma.

Tanto la dimensión colectiva, como la subjetiva de la identidad están presentes en el consumo, los gustos y los rechazos musicales, porque estos están mediados por distintas formas identitarias, sobre todo, la comunitaria, la societaria y la reflexiva (Tipa, 2013). Es decir, según diferentes modos de convivencia sociocultural y una constante renegociación personal de sí mismo/a en diferentes contextos y momentos. De ahí se puede hablar sobre diferentes tipos de gustos acordes con el contexto y con la forma identitaria en cuestión. Los primeros encuentros con la música usualmente suceden en la niñez y dentro del grupo familiar. Estos gustos adquiridos pueden ser referidos como el gusto transmitido por los grupos cercanos, lo que en términos de Dubar correspondería a la identidad comunitaria. Aunque los grupos cercanos, más que nada, serían los familiares y los correspondientes gustos musicales transmitidos por ellos,[11] en la formación de este gusto también juega un papel importante la cultura heredada o de origen de la persona, sobre todo, su dimensión lingüística y determinados géneros musicales regionales y glocales.

En el mismo tenor, a la forma societaria de la identidad le correspondería el gusto generalizado, conformado en los espacios de la socialización secundaría,[12] que usualmente consiste en la música que “está alrededor”, que “está de moda”, que “todos escuchan” o conocen y, sobre todo, acerca de la cual tienen una opinión. Consecuentemente, el gusto generalizado funciona como un fundamento necesario e indispensable de la sociabilidad, convivio y construcción de relaciones interpersonales entre pares. Por tanto, los estilos musicales del gusto generalizado usualmente son los que se usan “para bailar” o que son asociados a lugares y ocasiones de convivencia y pasatiempo (Tipa, 2013).

Yendo desde lo general hacia lo particular, se puede hablar sobre el espacio íntimo o subjetivo, lo que en términos de Dubar sería el reflexivo. De ahí proviene el gusto más personalizado (el gusto íntimo), el cual se convierte en vínculo de sentido para las experiencias cotidianas de las personas. El gusto íntimo o personalizado puede ser considerado como el nivel donde se manifiesta el rol de la música en las capas subyacentes de la identidad personal, lo que sería la reflexión sobre sí mismo/a. En este nivel, la música aparece como un instrumento de autorreflexión y consecuente autodefinición (Tipa, 2013). Para describir estas canciones o intérpretes, a menudo utilizamos expresiones como “música que me llega” o “música que tiene sentido”. Estamos seleccionando la música según esta búsqueda de sentido: un sentido, una interpretación sumamente subjetiva, solo para nosotros/as, independientemente de si otras personas también pueden encontrarlos ahí o no. Esta sería la diferencia básica entre el gusto generalizado y el gusto íntimo.

Las letras de las canciones del gusto íntimo son más prioritarias o cobran más importancia en el nivel individual que las del gusto generalizado; esta sería la otra diferencia sustancial entre ambos. En la letra, en este caso, debe ser reflejado algo que la persona está viviendo o sintiendo íntimamente; en otras palabras, algo experiencial, autonarrativo y autorreflexivo, o algo que, en términos de Frith (1987), “administra” la relación entre nuestra vida emocional pública y la privada. Esta también es la razón de por qué solemos preferir canciones en nuestro idioma nativo o en idiomas que entendemos, ejerciendo así la dimensión de la “comunicación simbólica” en el consumo cultural. No obstante, la no-percepción de una narrativa de manera literal, es decir, cuando alguien no tiene el conocimiento del idioma correspondiente, muchas veces es sustituida por una narrativa imaginada, la cual sigue basada explícitamente en la autorreflexión de la persona (Tipa, 2013). La perspectiva del interaccionismo simbólico, aquí empleada, abre diversas posibilidades de análisis de la construcción identitaria a través del consumo de la música: la misma canción puede ser interpretada y apropiada de maneras diferentes con interpelaciones más exitosas que otras, debido a que la misma “matriz musical” es capaz de articular muy distintas configuraciones de sentido, mientras que otras logran articular configuraciones de sentido muy similares entre sí (Vila, 2002: 22-23). Por ello, desde una perspectiva externa, sería un error buscar el sentido de la música en el interior de los “materiales musicales”, sino que debe buscarse en los discursos contradictorios a través de los cuales la gente le da sentido a la música, donde la cuestión no es cómo una determinada obra musical o una interpretación refleja a la gente, sino cómo la produce, cómo crea y construye una experiencia musical (Frith, 1996: 184).

Lo anterior se debe al hecho de que la música está compuesta por estratos y códigos múltiples, lo que permite ser utilizada e interpretada por distintos grupos sociales y ser apropiada de formas diferentes a través de los “procesos interpelativos”, que son los procesos de construcción de sentido a través de una constante lucha discursiva (Vila, 2002). El contenido de la pieza musical no necesariamente está interpretado por el oyente de forma literal, sino a través de un sentido creado/imaginado y personalizado, es decir, “ajustado” a la manera de ser y estar de la persona en un momento o periodo particular.

Por lo último, propongo ver la relación entre los gustos, el consumo de música y la forma narrativa de la identidad como una comunicación verbal (discurso) y no verbal (práctica) de qué es lo que nos gusta, no nos gusta o nos deja indiferentes. De esta manera, la forma narrativa de nuestras identidades, además de ser un acto de comunicación de “quiénes creemos ser” o “no creemos ser”, también adquiere un aspecto estratégico que dependerá de cómo nos queremos presentar ante otros: qué es lo que vamos a revelar, ocultar o, hasta, inventar o fingir. Esto se debe al hecho de que la comunicación de nuestra identidad es selectiva y depende del contexto (¿dónde estoy?), la relación (¿con quién estoy?) y, consecuentemente, del performance o el comportamiento que se espera de nosotros y nosotras según dichas condicionantes contextuales y relacionales.

 

Estudiar el consumo y los usos de la música: algunos apuntes metodológicos

Las metodologías cuantitativa y cualitativa en los estudios sobre el consumo y los usos[13] de la música son complementarias, porque ambas conllevan ventajas (alcances) y desventajas (limitaciones), dependiendo del planeamiento del estudio (preguntas de investigación, objetivos, etc.) y del diseño y la aplicación de uno o de varios instrumentos de recolección de datos.

La ventaja más obvia que nos proporciona la metodología cuantitativa para este tipo de estudios es la posibilidad de hacer generalizaciones (identificar tendencias) y correlacionar los datos obtenidos con distintas variables socioeconómicas y sociodemográficas o “estructurales”. Por otro lado, la desventaja al utilizar, por ejemplo, cuestionarios es la poca flexibilidad en las posibilidades de analizar un fenómeno de manera compleja. En otras palabras, es posible describir tendencias, pero difícilmente proporcionar las explicaciones de dichas tendencias y fenómenos. North y Lonsdale (2011: 119), por su lado, señalan algunas limitaciones de los métodos cualitativos; por ejemplo, el impacto del entrevistador u observador en los datos obtenidos y la misma complejidad de su análisis como tal, refiriéndose a las múltiples posibilidades de explicar e interpretar un fenómeno que se vislumbra a través de lo cuantitativo.

Si el uso exclusivo de una metodología cualitativa, además, tiene la limitación de no poder detectar tendencias generales ni correlacionar distintas variables, el uso exclusivo de métodos cuantitativos conlleva otros puntos problemáticos fundamentales. El primero es el tema de los motivos, ampliamente utilizado en los estudios de los “usos y gratificaciones”. Esta perspectiva presupone que individuos están suficientemente conscientes de los motivos por los que utilizan o consumen una u otra obra o género musical, para que lo “puedan” reportar al investigador/a. El otro problema tiene que ver con la permanente incertidumbre de si todas las personas encuestadas han entendido de la misma manera las formulaciones de las preguntas y los conceptos empleados en el cuestionario; sobre todo, si lo han entendido de la misma manera en que el o la investigadora se lo propuso. Además, existe una limitación con el uso de las listas de géneros musicales para detectar las preferencias individuales. Aunque el uso de obras específicas es una forma alternativa de detectar las preferencias musicales dentro de una población, aun así está ignorada la dimensión del sentido y la apropiación simbólica que la persona le otorga a una u otra obra en particular.

Los géneros musicales son internamente amplios y, por lo general, son categorías relativas y vagamente definidas. Es decir, estas clasificaciones, o como Martínez (2007) las denomina: “geografías musicales”, varían de una persona a otra y es imposible establecer fronteras rígidas entre distintos géneros musicales que sean respetadas de igual manera por todos y todas. Lo que llamamos “género” musical, desde el punto de vista de las y los oyentes, no es lo mismo que desde el punto de vista de los grupos musicales, del mercado, la crítica musical o investigadores que se ocupan de estudiar las apropiaciones de la música por parte de los públicos (Semán y Vila, 2008). Actualmente existen géneros musicales que consisten en varias mezclas de distintos géneros, así que muchos artistas y obras musicales no pertenecen solo a un género. Asimismo, otra limitación sustancial es la suposición de que las y los informantes tienen suficiente conocimiento acerca de las denominaciones de los géneros (y los decodifican de manera semejante) para poder proveer la información sobre sus preferencias que se encasille dentro de estas.

En un estudio llevado a cabo por Semán y Villa (2008), dedicado al consumo de música entre jóvenes argentinos de “sectores populares”, se puede observar que distintas actividades están acompañadas con el consumo de distintos géneros musicales y no hay solo un género para una actividad particular, sino varios. Los autores mencionan las siguientes actividades y estilos musicales: bailar (el rock y la cumbia), pensar (el rock y la música romántica), ponerle fondo al trabajo (el rock y la música romántica), estudiar (el rock y la música romántica), hacer las tareas hogareñas (el rock y la cumbia), animar reuniones (el rock y la cumbia), compartir en pareja (el rock, la cumbia y la música romántica), compartir entre grupos de amigos (el rock y la cumbia), oír en reuniones familiares (el rock, la cumbia, la música romántica y el folklore), acompañar el uso de drogas (el rock y la cumbia), conectarse con las emociones (la música romántica, la cumbia y el rock “en su versión romántica” [sic]). Como se puede ver, solo se mencionan cuatro internamente amplios géneros musicales –el rock, la cumbia, la música romántica y el folklore– que parecen acompañar actividades muy diferentes. En este caso se vislumbra el aspecto complementario entre lo cuantitativo y lo cualitativo para poder averiguar bajo qué tipo de principios se elige la pieza particular dentro del mismo género musical. Si no, el rock, la cumbia y el folklore, a pesar de su heterogeneidad interna, pueden pensarse como géneros internamente homogéneos.

DeNora (2000: 46-74) indica que los discursos que utilizamos para describir lo que “necesitamos” de la música y cómo lo conseguimos son discursos “flotantes”. Es decir, ligados a las exigencias prácticas de las apropiaciones simbólicas e interacciones con los demás, que es algo subyacente a las necesidades emocionales. Por ello la música es uno de los medios principales para manejar los estados de ánimo, proporcionando un espacio virtual donde las personas pueden expresar simbólicamente sus emociones, hasta de forma “catártica” (DeNora, 2000: 57-58).[14] Los efectos de la música son canalizados en direcciones en las que las y los oyentes la orientan. La música no solo cumple con la presentación del yo (self) para los demás como un acto micropolítico y de proyección biográfica, sino también como construcción del yo para sí mismo, a través de procesos reflexivos de recordar, construir y reconstruir el “qué soy” como una autolocalización de sí mismo en la vida a través de la música.

En el mismo tenor, es importante recordar que los usos solo son una parte en el espectro analítico que puede ser empleado en el estudio social de la música. El consumo de la música, además, es un espacio simbólico donde se construyen imaginarios sociales sobre oyentes de determinados géneros y tipos de música, se comunican rasgos identitarios de la persona y, a la vez, se ejercen distinciones simbólicas de estatus social. Así, por ejemplo, el consumo y el gusto por la música grupera en México a nivel nacional aparece como uno de los géneros musicales más escuchados; no obstante, dependiendo de la región, el consumo de esta música conlleva una multitud de connotaciones, relacionadas con identificaciones nacionales, étnicas, del estrato, del estatus socioeconómico y del sexo/género que conllevan varios matices que no están basados tanto en los usos sociales de dicha música, sino que están relacionados con los estereotipos y con un imaginario social construido sobre el “otro” (Tipa, 2018). Para poder mostrar las tendencias generales en la preferencia y en el consumo de la música grupera, asociadas con características estructurales como la edad, el sexo, el nivel formal de educación y la ubicación dentro de un estrato socioeconómico, entre otros, el uso de instrumentos cuantitativos es indispensable; mientras un oportuno análisis de los sentidos, estereotipos e imaginarios sociales asociados con el consumo de esta música va a exigir el uso de una metodología cualitativa. Por consiguiente, dependiendo del planteamiento y de la complejidad propuesta en el estudio, la manera más fructífera de recolección de datos es a través de la metodología mixta, lo que permite abordar un fenómeno tanto desde su dimensión objetiva –lo que usualmente corresponde a instrumentos cuantitativos–, como desde su dimensión subjetiva, donde el uso de instrumentos cualitativos posee una aparente ventaja.

Hasta aquí se puede concluir que la realidad social que compartimos es extremadamente compleja y llena de múltiples matices, y el consumo de música puede servir como una ventana alterna para observar y estudiar dicha complejidad, siempre y cuando lo tomemos en serio o, en otras palabras, sin ignorar que el trasfondo de nuestros gustos, tanto preferencias como rechazos, no solo nos caracteriza como individuos desde nuestra subjetividad, sino que también refleja nuestro entorno y el contexto sociocultural objetivo por el cual estamos siendo construidos como personas. De ahí, el estudio de fenómenos de manera compleja también va a exigir diversidad en la metodología y en el uso de instrumentos metodológicos para evitar el sesgo de percibir de modo unidimensional algo que es explícitamente multidimensional e interseccional.

 

A manera de conclusión: del consumo a los usos y de los usos a los gustos

A la hora de consumir –elegir y “utilizar”– ciertos tipos de música, manifestamos distintos gustos y preferencias, aunque en determinados contextos a menudo solemos preferir los géneros que también escuchan nuestros amigos y nuestras amigas, definiendo y proyectando de esta forma nuestra propia identidad y conformando nuestras relaciones interpersonales; algo que se prioriza, sobre todo, durante la etapa de la juventud temprana (Johnstone y Katz, 1957; North y Hargreaves, 1999). Los principios subyacentes en los cuales están basadas las elecciones individuales de la música es uno de los temas más complejos en los estudios de los gustos y los consumos culturales, porque a través de la manifestación de los gustos, las preferencias y los rechazos podemos analizar un espectro social mucho más significativo de la persona, acercándonos a la relación e intersección entre las dos fundamentales dimensiones sociales de la vida humana: la subjetiva-individual y la objetiva o estructural.

Según Lascano (2014), la música, como producto mercantil de consumo masivo y, simultáneamente, como un producto de uso personalizado, constituye un material fundamental en la conformación de la subjetividad, funcionando como una tecnología que las personas utilizan para reflexionar sobre sus experiencias y demostrar saber qué tipo de música “necesitan” en distintas situaciones. Por consiguiente, la música como un recurso que forma parte de la tecnología del yo en el sentido foucaultiano ha llegado a ser crucial para las formas en cómo las personas organizan su memoria, identidad y autonomía, al igual que para describir, experimentar, nombrar, volver inteligibles, problematizar y materializar ciertos estados emocionales (DeNora, 2000; Frith, 2002; Lascano, 2014: 66).

Consecuentemente, el eje principal en los estudios sobre los usos de la música, usualmente gira en torno de lo personal/íntimo y de lo colectivo/público. El error principal aquí sería suponer que ambos polos compartan una frontera rígida y que la vida sucede solo en estos dos polos y no de forma imbricada entre ambos. El tema del consumo, los gustos y los usos musicales es uno de los campos culturales donde podemos observar dicha simbiosis. La música puede ser percibida como una experiencia tanto personal como colectiva porque se consume tanto en ámbitos íntimos como públicos; por ejemplo, en las reuniones sociales como las fiestas y los bailes. Desde la perspectiva interaccionista simbólica, la percepción de la música en el nivel íntimo nos muestra las maneras en cómo las personas, a través de la interpretación de las obras musicales, crean sentido de ellas de forma personalizada. Esta creación sucede a partir de una autorreflexión y de una compleja identificación que el o la oyente establece con su música preferida. Asimismo, esta identificación puede variar según distintas etapas de la vida y según los contextos sociales en los cuales la persona se desenvuelva e interactúe con otras. Esto significa que las personas no son receptores culturales pasivos, sino que participan creativa y estratégicamente en la recepción y en el consumo a través de una reinterpretación simbólica de las obras musicales, al igual que en la elección de su uso o de su función particular.

Ahora, si bien el consumo de música involucra diferentes usos y sentidos, así como nuestras preferencias como antipatías en este campo de acción, es el escenario de (re)producción de estereotipos e imaginarios sociales, tanto a nivel individual como grupal y colectivo. Es decir, el consumo de música es un escenario de luchas simbólicas y discursivas, atravesadas por las distintas desigualdades, diferenciaciones y discriminaciones. En ese sentido, el consumo de música nos sirve como un enfoque para estudiar un amplio espectro de fenómenos y procesos sociales, siempre y cuando analicemos y contextualicemos sus trasfondos, matices y los usos como formas de relacionarse y representarse socialmente, tanto para sí mismo/a como ante otras personas.

 

Referencias

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[1] Departamento de Antropología Social, Escuela Nacional de Antropología e Historia, México. ORCID: 0000-0001-5213-5757. Correo electrónico: juris.tipa@gmail.com

[2] Lo que por la magnitud de su impacto en el consumo de la música podría ser comparable con el posterior giro tecnológico del almacenamiento del audio en formato digital.

[3] De aquí en adelante, el término “música popular” es utilizado como sinónimo de la “música contemporánea” o “masificada”, lo que usualmente se diferencia de la “música clásica”.

[4] Asociada con lo folclórico o étnico y, por tanto, diferenciada de la “música contemporánea” y la “música clásica”.

[5] No obstante, estas etiquetas pueden ser utilizadas con fines comerciales de posicionamiento en el mercado, así que no son por completo “inútiles” o carentes de un uso práctico.

[6] A mediados del siglo pasado ya había sido observado que las poblaciones tsotsil y tseltal de Los Altos de Chiapas asocian el término “música” con lo que no es “indígena”, mientras que con otras categorías en su idioma nativo hacen referencia al sonido musical propio que se encuentra asociado a otros elementos y prácticas socioculturales, usualmente ceremoniales (Alonso Bolaños, 2008: 275).

[7] No obstante, esta connotación de lo ajeno no impide una apropiación simbólica y práctica de las expresiones contemporáneas de la música (Tipa, 2014).

[8] Aunque es imposible saber cómo sonaba la música prehispánica, pero indudablemente con el paso del tiempo esta ha transitado por muchas transformaciones significativas (López, 2009: 183-189).

[9] Como “la interacción entre uno mismo y los demás”, “la dominación individual” o “el modo en que un individuo actúa sobre sí mismo” (Foucault, 2008: 49).

[10] Este giro coincidió con los avances tecnológicos para la reproducción de la música en distintos formatos, cuando reproductores de CD portátiles (players) y los iPods brindaron la posibilidad de cambiar las piezas musicales con facilidad y rapidez, convirtiendo así el consumo de música en una “acción móvil”, en el sentido de que uno ya podía traer físicamente su música favorita consigo (North y Lonsdale, 2011).

[11] Aunque lo transmitido en el seno familiar posteriormente nos guste o no, pero la primera introducción al “mundo de la música” proviene justamente de allí.

[12] Por ejemplo, la escuela, el trabajo, las amistades, etcétera.

[13] Si bien el consumo involucra diferentes usos, los diferentes consumos estarían vinculados con las distintas formas de consumir la música, relacionadas con lo tecnológico (radio, vinil, casete, CD, plataformas de streaming, etc.) o lo cinético (por ejemplo, conciertos y música “en vivo”).

[14] Por ejemplo, escuchar a alto volumen música “agresiva” o la que nos conmueve de forma sustancial.