La voz de los ancestros
El teponaztli de Huatusco, Veracruz

The Voice of the Ancestors: The Teponaztli of Huatusco, Veracruz

Jorge Escamilla Udave[1]

 

Resumen

En la parte central del estado de Veracruz, dominio territorial del coloso Pico de Orizaba, se ubica la ciudad de Huatusco de Chicuellar. En ese rincón de la geografía estatal existe un teponaztli muy antiguo asociado con eventos de trascendencia histórica. De su intervención restaurativa se desprendió un catálogo del manejo y del uso prolongado al que fuera sometido en su larga vida, a riesgo de privarle de su profundo sonido que, sostienen las leyendas locales, podía ser escuchado hasta las faldas del pico nevado y que, por lo mismo, era asociado con la voz de los ancestros. A partir de diferentes fuentes históricas: crónicas, leyendas y testimonios de la tradición oral, nuestro correlato reconstruye su larga vida y el sentido otorgado al teponaztli dentro de la cosmovisión indígena, premisa inspiradora que motivó el esfuerzo por preservarlo como símbolo inequívoco de la identidad huatusqueña actual.

Palabras clave: teponaztli, restauración, historia, mito, Huatusco

 

Abstract

In the city of Huatusco de Chicuellar the central zone of the state of Veracruz, territorial domain of the Pico de Orizaba volcano, there is an ancient teponaztli associated with transcendent historical events. Its restoration set off a catalog of handling and prolonged use to which it was subjected in the course of its long life, at the risk of depriving it of its deep sound that, according to local legends, could be heard up to the slopes of the snowy peak and therefore was associated with the voice of the ancestors. Using different historical sources, such as chronicles, legends, and testimonies from oral tradition, our account reconstructs its long life and the meaning given to the teponaztli within an indigenous cosmovision, an inspiring premise that spurrred the effort to preserve the instrument as an unequivocal symbol of contemporary huatusqueña identity.

Keywords: teponaztli, restoration, history, myth, Huatusco

 

 

La tradición oral y el respeto a las fuentes

La etnografía enseña que todo pueblo respetuoso de su pasado y de sus tradiciones suele privilegiar la narrativa oral al considerar que en ella se condensa la historia y los aspectos más nobles de su identidad. Nos enseña, además, que todo recelo ante el interés foráneo sobre dichas tradiciones se presenta como reacción natural frente al riesgo que conlleva confiar los más preciados tesoros a objetivos ajenos, primero que nada por la utilización que se hace de la información, tornándola privilegio de especialistas y gallardete de nobleza académica; en segundo lugar, porque los herederos de la tradición aparecen como seres anónimos, sin rostro, nominalmente informantes.

También nos enseña, como bien lo expresa Yolanda Aguilar (1992: 12), que “el oficio del antropólogo se acerca a los linderos del arte […] y tiene el cometido de la verdad”; por eso es condición de honestidad otorgar crédito especial al cronista local, quien logra inspirar al especialista para plasmar la información en un documento, ofreciendo todo su caudal de conocimientos sin esperar nada a cambio, al saberse únicamente continuador de las voces de la tradición eslabonadas a través de las generaciones.

Así, en la presente crónica histórica y testimonial, es necesario destacar la influencia del profesor Miguel Ángel Flores Rodríguez, wewehchi o “sabio de la comunidad”, con su incansable labor de promotor de la historia de Huatusco y de la región. Amerita el reconocimiento a este importante eslabón en el presente de esa tradición inaugurada por el profesor Ismael Sehara, en el lejano siglo XIX: voz sabia del pasado que, al llegar a la madurez, le otorgara a un instrumento como el teponaztli[2] su justa dimensión, al percibirlo como pieza clave del legado patrimonial y de la identidad local.

 

La cadena de transmisión del conocimiento popular

Flores Rodríguez se rindió al mágico embrujo del relato de Sehara y sus elaboradas filigranas alrededor del teponaztli;[3] se nutrió de sus impresiones, con las que rememora su experiencia infantil en el año de 1867 –con escasos 10 años de edad–, cuando escuchaba las consejas de los abuelos narrando historias con un dulce halo de misterio que hacía volar en alas de ensueño su imaginación alrededor de un instrumento que él mismo consideró una reliquia viva y patrimonio identitario de los huatusqueños. En su nostálgico relato, Sehara recuerda el embelesamiento que experimentó al escucharlo ser tocado en el teocalli dedicado a Macuilxóchitl –ubicado en el corazón de la actual ciudad de Huatusco–, templo que tuvo la fortuna de conocer en ruinas pero aún en pie, antes de que fuera destruido y desapareciera con ello toda huella de su existencia, completando lo que siglos atrás iniciaron los soldados españoles comandados por Gonzalo de Sandoval.

En nuestro tiempo, contando con la sabiduría obtenida con la narración de estos dos eslabones de esta importante cadena de transmisión de la herencia popular, podemos asegurar sin equivocación que el teponaztli de Huatusco es el único testigo y emblema de dos mundos, reliquia del pasado prehispánico que nació para elevar su profunda voz hasta la morada de las diosas protectoras de la naturaleza. Luego se transformó en la voz acompañante de los cantos dedicados a Santa Cecilia, patrona de los músicos, en esa curiosa simbiosis con la que los pueblos indígenas supieron amalgamar un pasado glorioso a través de las imágenes protectoras de diosas telúricas con las advocaciones marianas, junto con la del gran Quetzalcóatl.

Por todo lo anterior, la realización de este documento espera cumplir una doble encomienda: la primera dirigida hacia el interior de la cultura, proponiéndose al mismo tiempo como instrumento de divulgación histórica, promotor del reconocimiento del teponaztli como símbolo de identidad, continuando la admirable labor iniciada por Ismael Sehara y perpetuada por Miguel Ángel Flores Rodríguez, orgullosos ambos de su origen huatusqueño. Y la segunda se dirige al exterior, aspirando a lograr que se reconozca que el mejor custodio y defensor del patrimonio es la misma comunidad. Se espera que cumplir los dos elevados objetivos permita contribuir a la permanencia del instrumento dentro del territorio de origen, negando toda posible declaración que lo eleve a simple objeto de museo.[4]

Este artículo recoge, en lo posible, una gran cantidad de información histórica, mítica y testimonial, con lo que espera se le otorgue la seriedad de documento de consulta y que al final se permita colocar el teponaztli en el sitio que le corresponde dentro de la historia local y como parte del catálogo de instrumentos de valor antiguo que perviven hasta nuestros días. Esperamos se allane el camino, dando a conocer el largo trecho andado desde el pasado por esta reliquia presente y no permitiendo que sea borrado de la memoria del porvenir.

Es oportuno anotar que el valor de un instrumento antiguo se mide a partir de una serie de consideraciones íntimamente relacionadas, como su autenticidad y la función desempeñada con cierto uso ritual; es decir, que posea una voz timbrada que agrade a los dioses. Además, deben tenerse en cuenta criterios estéticos como la calidad artística en su elaboración y el sentido simbólico de sus decorados, permitiendo muchas de las veces establecer una aproximación a la etapa histórica de su construcción considerando la combinación del conjunto de estos elementos.[5]

Existen instrumentos que reúnen la mayoría de los aspectos antes mencionados, pero están desprovistos de decorados; y, sin embargo, se dimensiona su valor a partir de los rasgos restantes, resaltando particularmente el de ser único en su género dentro de una región geográfica determinada, como es el caso del teponaztli de Huatusco, que dentro de su sencilla elaboración encierra la respuesta y la explicación de los motivos de su uso, en lo cual coincide con otros ejemplares como los reportados por Marshall H. Saville (1925: 43, 244) y con algunos que hasta mediados del siglo XX seguían en custodia de pueblos (Romero, 1964: 25). En cuanto a otros más, se sabe que, en apoyo para su protección, se realizaron réplicas para sustituirlos y conservarlos sin más daño.[6]

 

Reconstruyendo la historia de la restauración

Como en todo relato, resulta obligado comenzar haciendo una breve reconstrucción de la historia alrededor del instrumento, dirigiendo nuestra mirada del presente hacia el pasado, a partir del momento en que un grupo de entusiastas se dio a la tarea de encontrar a alguien que pudiera restaurarlo debido al estado de deterioro en que se encontraba al paso del tiempo, así como por el uso constante e inadecuado que lo llevó a sufrir varios accidentes a lo largo de su historia activa, los cuales produjeron serios daños en su estructura y en su voz original.[7]

La reconstrucción histórica también contempla la descripción detallada de su restauración, en la que pudo descubrirse que se le practicaron varias “composturas” sin tener el conocimiento básico para ello, produciendo daños definitivos en el instrumento, por lo que se iniciaron los preparativos de una restauración profesional por parte de un especialista con amplia experiencia en la rehabilitación de instrumentos antiguos. Se encontró en el lutier Antonio Amezcua Carriedo la experiencia y la voluntad de participar, por lo que se gestionaron los apoyos en la Universidad Veracruzana, institución en la que prestaba sus servicios.

Los entusiastas promotores se dieron a la ingente tarea de allegarse recursos a través de formas nobles de participación comunitaria, a fin de reunir lo mínimamente necesario para cubrir los emolumentos del especialista, quien tendría que viajar desde Xalapa a Huatusco para realizar su trabajo, al considerar que lo más pertinente era que el teponaztli no se moviera de su sitio. Además de que toda intervención tendría que ser observada, Amezcua Carriedo realizó la restauración en el año de 1999 cumpliendo varias temporadas de viaje y estancia.

En apoyo del especialista se habilitó un banco de trabajo en el interior del casco de la iglesia de Santa Cecilia, curiosa estampa al realizarse el trabajo a cielo raso, al carecer el edificio de bóveda presbiterial, y procurando que su labor se realizara con el aislamiento requerido, lejos de miradas curiosas y evitando a toda costa cualquier posible intento de sustracción de la reliquia. El profesor Flores Rodríguez contó con el apoyo de sus alumnos del Colegio Preparatorio Francisco J. Múgica, quienes se sumaron a la labor de salvaguardar la pieza (imágenes fotográficas dan cuenta de esa acción sin precedentes) al formar una peculiar valla humana custodiando al especialista, quien permanecía prácticamente rodeado de la juventud entusiasta. Es aquí donde comienza la más bella historia de recuperación del teponaztli, entretejiendo historias actuales con antiguas consejas, que sonarán más a leyendas que a verdades, mismas que se fueron recogiendo al realizar entrevistas de opinión a los que directamente participaron en la propuesta.

 

Figura 1 Figura 1
Figura 3 Figura 4

Figura 1. Proceso de restauración del teponaztli
Fuente: Jorge Escamilla Udave

 

Reparación versus restauración

Las historias alrededor del teponaztli parecen adoptar el tono de leyenda característico de acontecimientos sorprendentes, por lo que resultan muy sugestivas y atrayentes; por ejemplo, el lutier Antonio Amezcua considera que el destino tiende sus finos hilos, y que la restauración no es obra de la casualidad, ya que previamente se había designado a dos personas para llevarla a cabo y a las dos las sorprendió la muerte. Si nos inclináramos a creer en los designios del destino, podríamos asegurar que se combinó una serie de circunstancias que hicieron que Amezcua fuera el encargado de la restauración. De manera realista, podríamos señalar también que otros aspectos obraron a favor de su llamado: la relación de amistad que alentó su designación y el conocimiento previo de su trabajo, por lo que no resulta extraño haber corrido con la suerte de tener el instrumento de valor histórico en sus manos, con el compromiso de restaurarlo, sabiendo lo que significaba el reto de la reintegración sonora a partir de la reconstrucción de su estructura original.

Por tanto, y a pesar de lo atractivo de la línea mística, preferimos comenzar por destacar aquellos datos sobresalientes obtenidos a partir de la misma restauración realizada por el lutier, datos que revelan la historia atesorada en silencio, encerrada entre los anillos que dan cuenta de la antigüedad del trozo de madera y a través de los cuales el especialista pudo interpretarla; por cierto, señala que los anillos son la clave de la composición estructural de la madera, dando cuenta del recorrido matemático de la vida del instrumento, así como de los motivos de la reacción y el comportamiento que ha tenido sobre los tiempos, ya que los anillos decrecen y se compactan.

Su análisis determinó el tipo de entonación con el que fue elaborado y luego equiparado para determinar la tesitura que le corresponde con la voz humana; su elaboración exigía un amplio conocimiento de la acústica, puesto que sus lengüetas producían de “uno a cuatro sonidos variados, dependiendo de su grosor y de su longitud” (Rojas, 2000: 21). A partir de estos elementos se pudo comenzar a datar su antigüedad aproximada, puntualizando en este aspecto que las maderas de fibras duras van consolidando su estructura con el paso de los años, y a través de los siglos su compactación va provocando su natural fosilización, que la vuelve maciza, dura, pero también quebradiza.

Hasta aquí podemos decir que, en la primera evaluación técnica del instrumento, pudieron apreciarse características tales como el tipo de madera utilizado para su confección, medidas, densidad y una datación aproximada a partir del análisis de los anillos perimetrales de la madera. Primeramente se determinó que la realización del instrumento se hizo sobre un trozo de madera de zapote, la cual formaba parte de las preferencias de la época prehispánica,[8] debido a su dureza y, sin duda, a su connotación mágica, que permitiría obtener una sonoridad tan profunda que logra ser escuchado a gran distancia –portando una carga simbólica que hoy se desconoce–; incluso en los relatos que han podido trascender a partir de la oralidad, se sostiene que su voz llegaba a escucharse hasta las mismas faldas del Citlaltépetl o Pico de Orizaba.[9]

Todo parece indicar que existe un patrón constructivo de los instrumentos, tanto en medidas como en los materiales empleados, y que el tono se encuentra en relación directa con el tamaño y el grosor de la madera.[10] Además, se puede precisar la temporalidad de su fabricación en el momento mismo en que se genera el daño estructural, provocado posiblemente por caídas, uso indebido y, en general, debido al manejo que haya tenido a lo largo de su vida activa.

Así, el primer diagnóstico reveló una invaluable información al presentar un espectro de su prolongada utilización. También se pudieron registrar las intervenciones a que fue sometido el instrumento y, de esta manera, establecer un esquema de su manejo, el cual refleja las variadas reparaciones a manera de placebos, para que pudiera seguir siendo tocado y contrarrestar en lo posible el daño sufrido. Las intervenciones tuvieron como objetivo principal permitir que el instrumento pudiera seguir en activo, y como la avería mayor la sufriera en una de sus lengüetas –piezas clave de la percusión–, a pesar de las composturas nunca pudo recobrar su voz y poder original; ese era el desolador panorama que tuvo que enfrentar el lutier.

Al final del proceso de restauración, el instrumento recobró un aceptable nivel de sonoridad; sin embargo, el riesgo de su deterioro definitivo seguía latente. Lograda la restauración, se estimó obligatorio retirarlo de la vida activa, por lo que se planteó la necesidad de elaborar una réplica para sustituirlo. Actualmente solo se permite tocarlo con las debidas precauciones en las fiestas de celebración de Santa Cecilia, tal como ha sucedido desde que finalizó el proceso de restauración, lo cual sucedió en forma providencial un 21 de noviembre de 1999, acompañando a los danzantes concheros en su ritual de velación anual.[11]

Partiendo del análisis de sus características y de las condiciones de preservación, el dictamen concluyó que, por el análisis de los anillos perimetrales de la madera, podía ubicarse la probable realización del instrumento en tiempos de la Colonia tardía, así como la nula posibilidad de que su antigüedad fuera anterior a la Conquista, como ilusoriamente sostiene la tradición oral local. El dictamen preliminar del lutier estuvo basado en su larga experiencia como restaurador de instrumentos europeos antiguos y en su amplio conocimiento de los comportamientos que las maderas presentan a lo largo de los siglos.

Sobre las referidas intervenciones de las que fuera objeto el instrumento en diferentes épocas, destaca la fractura sufrida por una de sus lengüetas, lo que hizo necesario reparaciones periódicas, mismas que permiten ubicar en el tiempo los posibles momentos, al analizar principalmente los materiales empleados, en tal caso clavos y aglutinantes característicos de cada época, además de determinar que tales intervenciones fueron realizadas por personas sin especialización técnica –es de comprender que se trataba de reparaciones y no de restauraciones–, por lo que fueron realizadas de manera burda.

Resulta importante documentar a partir de lo que aporta el proceso de la restauración, ya que en él se encuentran implícitos importantísimos datos de la cosmovisión prehispánica, y de ello depende, por ejemplo, ubicar el lugar que ocuparon los instrumentos percusivos dentro del ritual y, además, determinar su papel simbólico. En ellos se reflejan las reglas de obediencia en su fabricación, puesto que algunos tienen talladas imágenes de animales míticos representativos de las deidades, a quienes estuvo dedicado originalmente el instrumento; muestras diversas las tenemos en el Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México.[12]

Respecto a la necesidad de realizar una réplica del teponaztli, fue necesario darse a la tarea de localizar madera de zapote que reuniera similares condiciones y, por fortuna, esta se consiguió en la zona tropical de Jalcomulco. Si bien un instrumento no hace la historia local, así como una golondrina no hace verano, la trascendencia de su revitalización hace necesario revalorar cada uno de los elementos que le confieren una singular dimensión histórica, ya que los lugareños han depositado en el instrumento su sentido de identidad, al considerarlo pieza clave del mestizaje cultural.

 

Geografía histórica

Desde los primeros tiempos del dominio español, el registro del clima de la región de Huatusco ha causado gran controversia; por ejemplo, las visitas religiosas emprendidas en 1609 por Alfonso Mota y Escobar lo registran como caliente de temple (Mota y Escobar, 1992: 155). Esto generó que los especialistas repitieran ese dato como una verdad indiscutible, por lo que en las primeras exploraciones arqueológicas ubican la región dentro de la faja semiárida central veracruzana, asignándole una temperatura caliente (Medellín, 1952: 13), pasando por alto que se trata de un territorio agreste, situado en la zona central y montañosa del estado de Veracruz, sobre las estribaciones orientales de la Sierra Madre Oriental, con fragosa topografía, contando con una gran cantidad de accidentes en su conformación, como las barrancas que hacen variable las alturas y, por añadidura, su clima. Es necesario precisar que la altura y la proximidad con el Pico de Orizaba convierte a la zona en una región rodeada de bosque mesófilo, característico de alta montaña y de clima templado-húmedo-regular (Sánchez, 1977: 163), cuya predominancia de lluvias se verifica de junio a septiembre.

De la historia antigua solo nos detendremos para anotar un panorama muy general, señalando primero que en tiempos prehispánicos se construyó una serie de centros ceremoniales a manera de baluartes o fortines, colocados en puntos estratégicos de las infranqueables barrancas, por donde corrían impetuosos los ríos que nacen en las montañas. Su poblamiento se inicia con grupos de filiación tolteca-nonoalca, resultante de la caída de Tula, que provocaría su abandono y dispersión (los nonoalca se desplazaron en 1117). Su peregrinar fue estudiado puntualmente por Kirchhoff, quien probó que hubo presencia del grupo en la franja serrana, en Zongolica (Melgarejo, 1950: 57-67; Sehara, 1965: 27; López Páez, 2010: 9-10). De la misma forma se prueba la presencia de grupos de filiación teochichimeca (1397-1398). Tiempo después, estos grupos fueron desplazados por los mexicas (Melgarejo 1950: 77-82). De ahí que a menudo se sostenga que se trata de un asentamiento de origen tolteca a raíz de “una conquista de tierras huaxtecas en Huatusco, Veracruz, por un hijo de Netzahualcóyotl, de nombre Xochiquetzaltzin” (Melgarejo, 1950: 47).

Sehara (1965: 28) prefiere comenzar con la conquista realizada por Moctezuma Ilhuicamina (1455-1456), sin duda al registrarse la conquista de Cuahutochco, que, junto a Cotaxtla y Tlapacoyan, constituían los tres lugares fundamentales. Agustín García Márquez (2005: 24) lo encuentra registrado en el Códice Mendoza (folio 48), junto con otros siete pueblos pertenecientes a la provincia tributaria de los aztecas. Uno de estos sitios constituyó el asentamiento original de la población que hoy conocemos como Huatusco, pero aproximadamente para el último tercio del siglo XVI se vio la necesidad de realizar una importante movilización de población a un sitio más próximo a los caminos entre Veracruz y Orizaba, ya que al parecer el lugar original quedaba aislado al subir el nivel del río Cotaxtla en tiempos de lluvias.

Lo anterior provocó la división en dos asentamientos; el sitio de asentamiento prehispánico que llevó el nombre de Santiago Cuautochco (hoy Carrillo Puerto), y que funcionó a manera de cabecera; y el asentamiento de San Antonio Cuautochco, originalmente llamado Otlaquiquiztla, nombre que luego perdería, quedando el nominal del santo en cuestión acompañado de la palabra Huatusco, aunque en tiempos antiguos debió comprender una mayor extensión (Melgarejo, 1950: 126). Para evitar confundir el sitio arqueológico con el asentamiento colonial se recomienda consultar la citada obra de Agustín García Márquez (2005: 24-27), quien recoge una considerable cantidad de referencias.

La historia colonial estuvo marcada por importantes acontecimientos en los que la región escribe breves páginas de historia propia; en cambio, tuvo destacada participación en el movimiento de Independencia y, entre 1814 y 1817, cuando la violencia se exacerbó en este espacio geográfico, fue cuando se hizo más evidente la división en dos bandos en conflicto, entre realistas e insurgentes, al grado de que estos últimos “formaron un gobierno provincial, teniendo como capital al pueblo de Huatusco” (Ortiz, 2010: 31; Blázquez, 2000: 104-105). Este último periodo histórico deja su impronta en el pensamiento liberal que permea el pensamiento del pueblo de Huatusco; el espíritu liberal seguirá vivo dentro del periodo histórico, enmarcando importantes sucesos en los que el teponaztli se encuentra presente.

 

Historia y mito entretejidos

Resulta necesario iniciar planteando la interrogante ¿dónde comienza la historia y dónde el mito? Es costumbre de las plumas que han recogido la historia registrar el mito integrado al relato histórico; innegable es la seducción de este proceder, pero también sus inconvenientes resultados. Esa razón nos obliga a tomar en cuenta los ecos perdurables de las antiguas tradiciones mesoamericanas en las que podemos identificar los motivos de la asociación que poseen instrumentos como el teponaztli, que en la tradición oral nos remiten de inmediato a las imágenes de las diosas telúricas Macuilxóchitl-Xochipilli y a la del mismo Quetzalcóatl.[13]

Diego Durán y el padre Francisco Javier Clavijero a su tiempo nos dejaron su impronta del pensamiento cosmológico indígena, la que más tarde fue conocida por la acuciosa pluma de Joaquín Arróniz, sorprendido al recoger los datos directos en los pueblos que habitaban la serranía nevada del Pico de Orizaba, a través del trabajo de campo al que ya denomina “etnográfico”, y en cuyo registro la encontraría vital, integrándola por ello en uno de sus fundamentales ensayos. Su señero texto recoge la historia de Orizaba, donde incluye el maravilloso relato sobre el peregrinar de Quetzalcóatl desde Tula con rumbo a la costa –y a quien la leyenda regional no deja llegar a embarcarse en la costa de Tlapalla–, a quien la muerte sorprende en Ahauializapan ‒que el autor interpreta como “Valle de la alegría”‒, por lo que es preparado y sepultado con grandes honores en el Poyauhtecatl, nombre antiguo del Pico de Orizaba, acompañado de música y de cantos que imitan a las aves (Arróniz, 1867: 59-69).

En tiempos de Joaquín Arróniz, en la tradición oral perduraba la asociación entre la pródiga naturaleza del Pico de Orizaba como el lugar de alegría, reino de las diosas telúricas y la morada eterna del gran Quetzalcóatl, por lo que la leyenda daba muestra de la fuerza del pensamiento antiguo al seguir presentes los preceptos de la cosmovisión de los pueblos nativos. Esa tradición envolvía los mismos relatos de los hombres de letras, como bien lo asimilara el profesor Sehara, quien voluntariamente servirá de eco de la tradición que seguía viva en la segunda mitad del siglo XIX; con su relato captura sus importantes fundamentos, pues sigue fuertemente enlazado con las generaciones, como bien lo expresa Flores Rodríguez: “… la memoria histórica es muy relativa, porque puede recoger una tradición de doscientos años muy fácilmente”;[14] a esto podríamos agregar que su enraizamiento más profundo sigue presente en el anecdotario de la gente de nuestro tiempo.

En la tradición oral, en pleno siglo XX, seguían presentes las antiguas relaciones indígenas sobre el origen antiguo de los asentamientos en la región, que eran el producto mismo de las diferentes oleadas migratorias toltecas, a quienes se les considera introductoras del “culto a Quetzalcóatl” como uno de los más importantes rasgos culturales, puesto que “aun considerando mítico el punto de partida, existirá en la memoria de aquellos hombres la tradición de algo real para dar nacimiento al mito”, “la importancia del dios del viento, antecedente de Quetzalcóatl Ehécatl” (Melgarejo, 1950: 47, 19, 32). Así, casos como la fantasía del mito alrededor de la tumba de Quetzalcóatl los podemos encontrar registrados como extraños sucesos en pleno siglo XX, rodeados de la misma tradición que les atribuye un halo de misterio, como el caso del recolector de guano que, al rascar en una cueva, en una de las cañadas cercanas a Huatusco, descubrió un entierro con objetos diversos, entre los que apareció una máscara de jade. El temor cristiano lo llevó a consultar al sacerdote, quien lo acompañó al lugar; finalmente llevaron el bulto y los objetos a la iglesia, y el Ministerio Público mandó a avisar a los familiares y se procedió a realizar la sepultura.

Los rumores del hallazgo hicieron que se presentara a reclamarlos el comandante de la policía don Patricio Moreno, argumentando que los despojos pertenecían a un hermano muerto en la revolución. Más tarde, especialistas del Instituto de Antropología de la Universidad Veracruzana se presentaron y, por más indagación e interrogatorios que le hicieron al supuesto pariente, nunca dieron con el supuesto sitio en el panteón, con lo que se piensa se perdieron los restos de Quetzalcóatl al llevarse don Patricio el secreto a la tumba; así de fuerte es la tradición que sigue sosteniendo el mito.[15]

Melgarejo (1950: 54 y 55) presenta una versión similar al hablar de la exploración de la Cueva de Tlapalan, en Totutla, lugar cercano a Huatusco, donde presumiblemente “habían encontrado la momia de un hombre blanco, con vestido y ofrenda funeraria indígenas”. El investigador lo relaciona con la versión registrada en:

 

Los Anales de Cuautitlán [donde] describen el fin de Quetzalcóatl en territorio veracruzano, con patética belleza: Llegó a Tlilapan Tlapalan, desde donde se divisa “la orilla celeste del agua divina, se paró, lloró, cogió sus arreos, aderezó su insignia de plumas y su máscara verde. Luego se atavió, él mismo se prendió fuego y se quemó […] Se dice que cuando ardió, al punto se encumbraron sus cenizas, y que aparecieron a verlas todas las aves preciosas, que se remontan y visitan el cielo […] Al acabarse sus cenizas, al momento vieron encumbrarse el corazón de Quetzalcóatl. Según sabían, fue al cielo […] Decían los viejos que se convirtió en la estrella que al alba sale”. Sahagún lo describió llegando al mar; “mandó a hacer una balsa hecha de culebras que se llama coatlapechtli, y en ella entró y asentose como en una canoa, y así se fue por la mar navegando”. Esto sería en la provincia de Coatzacualco (Melgarejo, 1950: 54 y 55).

 

Como anillo al dedo nos ofrece el dato que confirma la importancia ritual de la muerte de Quetzalcóatl y la voz del teponaztli que la interpreta en su honor: “El canto del teponaztli dice cómo ‘En Tlapalan fueron esperados y se ordenó que sólo durmieran allí’; en tanto Mendieta es claro afirmando fue a Coatzacualco, llevaba cuatro jóvenes sacerdotes de Cholula, los regresó, y desapareció…” (Melgarejo, 1950: 54 y 55).

Y remata con una reflexión alrededor del sentido que tiene señalar varios sitios de la supuesta muerte como signo de la destrucción del poderío tolteca: “La diversidad de lugares donde murió Quetzalcóatl o desapareció, puede interpretarse como extinción o decaimiento de su culto, como lugar donde se refugiaron los vencidos toltecas” (Melgarejo, 1950: 54 y 55).

 

Divinidades, mitos y música

En la cosmovisión indígena prehispánica, existe una estrecha asociación entre música y divinidades. Así tenemos que el nombre original de la población que hoy conocemos simplemente como Huatusco era conocida como Otla-quihuiztlan, que hacía alusión a la actividad que distinguía a sus moradores, ya que su sentido en náhuatl sería “lugar de trompetas de bambú”. Y en el siglo XVI la población era conocida con el nombre del santo tutelar al que le procedía el nombre indígena, por lo que era llamada San Antonio Otlaquiquiztla, y pertenecía a la vieja provincia de Cuauhtochco, conservando el título de cabecera de Santiago Huatusco, lugar del origen ancestral (Sánchez Durán, 1977: 163).

Las versiones recogidas de la relación música y diosas se conservaron en la tradición oral, mismas que pueblan el imaginario literario de los hijos dilectos del terruño, que las recogieron a través de su pluma, sabidos de su original estirpe y con el empeño de reafirmar la identidad huatusqueña; así lo demuestran numerosos escritos. Como botón de muestra los hay monográficos (López Páez, 2010) y los dedicados particularmente a desentrañar la historia del teponaztli de Huatusco. Aquí reflexionamos sobre algunos de ellos, deteniéndonos a realizar un análisis de la evolución que –según nos sugieren– ha acontecido a lo largo de los tiempos, puesto que en ellos se encuentran implícitas las transformaciones en la mentalidad indígena, logradas a través del proceso evangelizador.

La primera leyenda refiere que en las entrañas de la base de la torre de la iglesia de Santa Cecilia permanece enterrado el ídolo de Xochipilli.[16] En las versiones recogidas en el trabajo etnográfico perduran las diosas telúricas transfiguradas en númenes femeninos que pueblan sus leyendas, como la versión de la princesa Zaacatzin, que representa la voz de la tradición y se niega a realizar el traslado en tiempos de la fundación de Santiago Huatusco, para quedar en el llamado “Fortín” el asentamiento prehispánico original (Medellín, 1952: 15-16).[17]

Una versión muy similar permanece sobre el asentamiento colonial de Huatusco, en el que se yergue la ciudad actual. Ahí también existió un centro ceremonial, donde diariamente deposita flores y entona cantos una mujer del pueblo de nombre Xochicuauhtla, lo que en apariencia resulta curioso y contrasta con la otra versión: que sus hermanos de sangre la desprecian por haber abrazado la nueva religión y que, como sucediera en el episodio de Juan Diego y la Virgen de Guadalupe, se le presenta Santa Cecilia, de quien recibe un teponaztli como muestra de su revelación, y del que se deprende la conversión de su pueblo, que se muestra arrepentido por su conducta.[18]

Como podemos apreciar, en la primera leyenda se hace presente el respeto y el apego a las tradiciones ancestrales que sigue la mujer guiada por la obediencia; en la segunda ya comienza a ser claro el proceso de conversión religiosa; y finalmente abrazan con fe las imágenes santas, como una aceptación tácita de las normas religiosas, legitimadas con las apariciones.

 

Arqueología y tradición encadenadas en sucesos memorables

A lo anterior se agregan los datos arqueológicos, nuevos hallazgos que nos permiten sostener la suprema presencia de las diosas dentro del territorio del antiguo asentamiento conocido como “La Fortaleza”, donde Medellín Zenil (1952: 70, 83) encontró esculturas de Chicomecoatl, “diosa de los mantenimientos”, y otra presumiblemente de Macuilxóchitl, mientras que García Márquez (2005: 29) considera que representa probablemente a Chicomecóatl. En el lugar que ocupa la ciudad de Huatusco fueron encontradas figuras con cabeza en forma de aves, advocación que Flores Rodríguez (2016: 1) identifica con Xochipilli, así como aparece en el Códice Magliabecchiano, además de flautas de barro, que son asociadas al mismo dios.

El dato más antiguo lo tenemos en el Templo Mayor, corazón del antiguo México-Tenochtitlán, a través de las ofrendas –reportadas por el arqueólogo Leopoldo Batres, el 13 de diciembre de 1900–, asociadas a una escultura de Xochipilli-Macuilxóchitl, en las que se encontró un teponaztli en arcilla y otro en piedra; el primero se caracteriza por incorporar sus palos percutores integrados; es liso y sin decorado; el otro muestra de forma estilizada el rostro de un personaje cuyos ojos están pintados en las palmas de las manos extendidas al centro del instrumento, conformando su rostro junto a varios símbolos (Rojas, 2000: 18-19, 21).

Otra importante asociación la encontramos en el libro de Eduardo Nogueira (1958).[19] Se trata de un ejemplar conocido con el nombre de Teponaxtle de Macuilxóchitl, por la bella talla que reproduce el hermoso decorado. En él se distingue la insignia de la diosa, en la que aparecen el penacho emplumado y un brazo –presumiblemente el derecho– en alto, portando flores entre los dedos de la mano (macuilia).

No queremos pasar por alto los diferentes ejemplos presentados por el profesor Flores sobre la mencionada relación que guarda el teponaztli con la diosa Xochipilli. Haciendo referencia, por ejemplo, a los tlahuicas (Morelos), entre quienes la diosa era conocida como Macuil-Xóchitl, en la celebración colocaban el instrumento a su lado. Menciona otros casos de su similar organológico entre grupos indígenas del país que los utilizan dentro de ciertas fiestas religiosas. Está por ejemplo el de Tepoztlán, Morelos; y, finalmente, la profusión de teponaztlis (o lipaniket, en totonaco) de la Sierra de Puebla, o el caso del lipaniket de Tepetzintla. Otro de los casos mencionados por Flores es el del teponaztli denominado kuntantoni entre los otomí de San Pedro Tlachichilco; con estos ejemplos tomados de Stresser Pean y Galinie, respectivamente, fundamenta la permanencia de elementos entre algunos de los grupos indígenas y mestizos de México, quienes, a través de fiestas, siguen estableciendo una relación entre la madre telúrica y el teponaztli (Flores, 2016: 3-5).[20]

 

La tierra y las identidades

La expresión con la que inicia el libro histórico de Sehara –con el estudio preliminar por parte de Leonardo Pasquel (Sehara, 1965: VII)– señala el profundo sentido místico que tiene el terruño: “… como marcado por la predestinación se encuentra el asiento de Huatusco”, y nos queda ad hoc para establecer la cercanía temporal de una serie de acontecimientos que se sucedieron en un periodo de trece años (de 1865 a 1877), y que vendrían a marcar la historia particular del teponaztli en cuestión.

Para lograr nuestro objetivo nos apoyaremos en los relatos históricos que al tiempo complementan dibujando la vida provincial de la época. Comenzaremos reproduciendo el capítulo en que Sehara enmarca los festejos alrededor de Santa Cecilia del año de 1867, centrando la atención en lo que bien pudiera ser en apariencia intrascendente para el resto de los habitantes, pero que, por la importancia personal, él titularía “Tradiciones y recuerdos: el teocalli” (Sehara, 1965: 111-121): “Pero nada nos entusiasmaba tanto a los salvajillos escolapios de por aquellos días, como las danzas populares indígenas y, principalmente, el hecho de conseguir, aun cuando sólo fuera por un par de minutos, la inmensa satisfacción de tocar el teponaxtli” (Sehara, 1965: 111).

A cualquiera le asalta la duda de si se trata del mismo instrumento motivo de la restauración; al final del relato se habrá despejado la incógnita si tomamos en cuenta cada uno de los detalles que lo identifican como pieza única; permitamos entonces que continúe el hilo de la crónica de antaño:

 

Describiré ligeramente este raro instrumento. El teponaxtli de Huatusco no era como los que usan todavía en los pueblos de indígenas de la Mesa Central; éstos afectan la forma de un enorme tambor colocado sobre el suelo en posición vertical, con un solo parche en la base superior; aquel era y es, pues aún existe bastante deteriorado, un cilindro hueco de obscura madera, perfectamente cerrado por ambas bases y, al parecer, construido de una sola pieza: en el centro de su sección longitudinal tenía varias ranuras que daban forma de dos lengüetas paralelas, con sus respectivas extremidades opuestas; al herir dichas lengüetas con un olote o un trocito de sauco, producían vibrantes sonidos semejantes a los de los timbales, la quinta y la tónica; pero semejantes en intensidad nada más, porque en cuanto a dulzura el teponaxtli no le pedía favor a una arpa eólica, según el decir de sus apasionados (Sehara, 1965: 112).

 

Es una suerte encontrar una descripción tan detallada de un teponaztli antiguo que por diferentes medios ha llegado hasta nuestros días. Imaginemos la inmensa dicha de poder admirarlo y saber que se conserva como una reliquia que pudo finalmente ser restaurada. Quizá se trate de una experiencia similar a la que vive el restaurador en un museo, ya que puede tener en sus manos un ejemplar al que aplica su conocimiento técnico para preservarlo del tiempo, aunque luego signifique guardarlo con celo dentro de gavetas especiales para su conservación. Pero detengamos aquí nuestra digresión y hagamos un viaje imaginario al pasado, con lo que paulatinamente tendremos que ir uniendo cabos.

 

Aquel día, la víspera de Santa Cecilia del 67, nos habíamos reunido los chiquillos en el Cerrito de la Plazuela, rodeando el teponaxtli que se encontraba semi-afónico y bastante estropeado. Con nosotros estaban también allí el Mayordomo de la Cofradía, tres o cuatro cófrades y un sacristán jorobadito, que se había criado entre el humo del incienso, el chisporrotear de los cirios y las abluciones de agua bendita (Sehara, 1965: 113). 

 

Dentro de la tradición de las comunidades cerradas, como lo eran en el decimonono los pueblos serranos de las inmediaciones de las faldas del Pico de Orizaba, sin duda alguna las instituciones religiosas y la participación en los complejos sistemas de cargos permitieron la preservación de objetos diversos, incluso a contrapelo de los movimientos compulsivos que trajo como resultado, en el siglo XIX, la aplicación de las Leyes de Reforma, que provocaron la sustracción, venta y pérdida de reliquias, obras de arte sacro y demás tesoros que poblaban los templos y conventos. Ello hizo de los cargos de cofrades y mayordomos el eslabón que logró resguardar algunas importantes muestras; con razón entenderemos la presencia de estos importantes personajes en el relato:

 

–Oiga usted, don Tacho, interrogó de pronto uno de los chicuelos, ¿que es cierto que el teponaxtli se apareció con Santa Cecilia en este cerro?

–Eso cuenta la tradición, contestó el sacristán; pero no se puede asegurar.

–Dicen también, continuó el Mayordomo, que la Santa anunció, que cuando el teponaxtli se usara en cualquier otra ceremonia que no fuera del servicio de las imágenes, perdería su virtud como reliquia, y que desde entonces se vería para siempre en triste situación, después de haber gozado por tantos años de tan buen estado (Sehara, 1965: 113-114).

 

El autor habla en tono apasionado, contagiado del fervor religioso, en apego a las arraigadas creencias del poder que los objetos de culto poseían –y siguen teniendo para el creyente– dentro del entorno sacralizado. Los objetos fueron puestos en riesgo con las mencionadas Leyes de Desamortización de los Bienes de la Iglesia, ya que muchas reliquias y obras sacras pasaron a manos de particulares, provocando claras reacciones de la gente en apoyo a la Iglesia que veían saquear. De ahí se desprende el sentimiento generado por los sucesos del siguiente episodio narrado:

 

–También eso se ha dicho; pero hay que poner en duda tal aseveración.

–No, señor, replicó el hijo de un guerrillero que acaba de llegar de la última campaña, desde que los de la Santa Cruz sacaron el teponaxtli para adular a Maximiliano, y fueron marchando detrás de su caballo, tocándolo como lo tocan delante de los santos en las encamisadas, desde entonces ya no suena dulce, ni recio, ni se oye hasta el volcán como se oía antes.

–De veras que sí, repuso otro muchacho, al día siguiente de la entrada del Emperador, dicen que amaneció rajado.

– ¿Quién? ¿El Emperador?

– No, hombre, el teponaxtli.

– Y antes de un mes de pasado eso, precisamente en la víspera del día de San Antonio, se cayó desde el segundo cuerpo de la torre, acabándose de rajar contra las paredes del carnero (Sehara, 1965: 114).

 

Al hablar de un personaje que de la gloria inmensa se precipita a la desgracia, suele ocurrir que semeja al tronco caído del cual cualquiera se siente capaz de hacer leña, sobre todo en tratándose de un extranjero, quien se sintiera merecedor de la gloria como “Emperador de los mexicanos”. Por eso sería prudente hacer un alto en el camino y retroceder dos años, precisamente al día 20 de mayo de 1865.

Presentamos una estampa viajera del tiempo apoyados en otro valioso documento, surgido de la pluma del mexicano José Luis Blasio –quien se desempeñara como secretario particular de Maximiliano, y quien en el relato de sus memorias describe la entrada triunfal a Huatusco; adelantamos para todas aquellos de mentes fantasiosas que jamás es mencionado el teponaztli–; lo interesante es saber las dinámicas de cambio de las mentalidades que, a muy corto plazo, transforman la percepción del mundo, contrario a la idea de que los procesos todos están inmersos en la larga duración, para distinguir cambios de mentalidad; sostenemos aquí que la verdad histórica es variada. A pesar de que se diga que existe una sola, resulta prudente recoger las diversas versiones.

En el caso de la visita de Maximiliano de Habsburgo a la región de Orizaba, existe un antecedente desde los primeros tiempos de su arribo a México. De atender con puntualidad al relato de Blasio (1905: 25-27), su secretario mexicano, al reseñar su breve periodo como emperador, iniciando con su entronización el 11 de junio de 1864, nos ofrece un episodio por demás pintoresco: el emperador, huyendo del clima de la capital del país, establece su primera residencia en la Hacienda de Jalapilla que, en el último tercio mediados del siglo XIX, se encontraba a considerable distancia de la ciudad de Orizaba (Blasio, 1905: 10-11).

A partir de esa estancia, los soberanos se hicieron adictos a las recepciones populares, pues se encargaron de visitar toda clase de establecimientos públicos, escuelas y prisiones, para regresar al despacho preparado en la Hacienda de Jalapilla, lugar desde donde se atendían los asuntos de Estado. Poco tiempo después, el soberano dispuso dejar Orizaba y en su camino con dirección a Xalapa pasó por Huatusco, disfrutando del paisaje natural de la región de la sierra nevada y de tupidos bosques. Pasaron por San Juan Coscomatepec y la noche siguiente prosiguieron su camino a Huatusco, vadeando el caudaloso río que erróneamente llaman Jomulco (de los pescados en Jalcomulco). Es aquí donde aparece precisamente la alusión a los recibimientos de que era motivo la comitiva imperial (se respeta la redacción original): “Algunos kilómetros antes de que llegáramos a Huatusco, vinieron á esperar al Soberano, varios alcaldes indígenas, llevando banderas blancas en las que se leían los nombres de las localidades representadas”.

Es de notar que la mayor presencia era la del contingente indígena, encabezado por sus representantes. Era natural en la época que la música celebratoria fuera ejecutada con instrumentos nativos. Quizás la referencia más antigua y significativa de que se tenga registro sobre la manera en que los contingentes indígenas de los pueblos se integraban a las celebraciones y festejos haya sido aquella, casi un siglo antes, y en ocasión de los fastos de la jura en 1776, cuando Orizaba fue elevada a villa, como lo muestra la singular crónica, en que hicieron acto de presencia las agrupaciones indígenas tocando sus instrumentos de origen prehispánico en la recepción de autoridades y gentes distinguidas (Arróniz, 1959: 216).[21]

Volviendo a la ocasión de la recepción de Maximiliano y de su corte en Huatusco, es natural que no se haga alusión específica a los instrumentos, pues la atención está centrada en el personaje y en los detalles de la fastuosa recepción, como lo podemos notar en la descripción que aquí reproducimos fielmente, en la que se atiende que:

 

Fué la entrada á Huatusco, triunfal; como era generalmente en todas las ciudades que Su Majestad visitaba. Arcos florales, vistosas pañoletas, vivas, hurras, repiques, salvas; todas las manifestaciones de entusiasmo de un pueblo feliz, todas se producían á nuestro paso.

En Huatusco, nos hospedamos en la casa del Sr. Clemente González, caballero muy caracterizado del lugar, y que ofreció muy gustoso sus habitaciones para el monarca y para su séquito.[22] Allí, se nos sirvió un espléndido banquete de sesenta cubiertos al que Su Majestad no asistió porque deseaba reposar.

Presidieron ese banquete, los Sres. general conde de Thun y Don Luis Robles, ministro de Fomento. Fue muy notable en esa comida el sinnúmero de postres y confituras que se nos sirvieron, habiendo inspirado al Emperador una frase muy ingeniosa y feliz tal abundancia.

Dijo su Majestad, que los vecinos de Huatusco, queriendo probablemente perpetuar el recuerdo de nuestra visita á esa localidad, querían que todos falleciéramos allí de indigestión.

Como agradara mucho á Su Majestad el clima y el carácter de los habitantes de Huatusco, decidió reposar allí tres días, visitó como de costumbre la cárcel, el hospital, las escuelas, y ya para salir de la población, dispuso se dieran mil pesos para ayuda de las necesidades de la localidad. Entonces con verdadera sorpresa del Emperador, el prefecto político, y demás autoridades rehusaron recibir la suma antes dicha, diciendo que en Huatusco no había gente necesitada, pues todos trabajaban y les bastaba el producto de su trabajo para subsistir.

Insistió el Emperador en dejar mil pesos en Huatusco, manifestando que si no servían para mejorar las necesidades de los pobres, puesto que éstas no existían, si servirían para mejorar el hospital de la ciudad, pues no quería pasar por localidad alguna, sin dejar una huella benéfica de su paso.

Pasamos después por la Hacienda del Mirador, propiedad del Sr. Don Carlos Sartorius y en su finca Su Majestad admiró el buen orden y la buena administración de ella, y nombró al propietario caballero de la orden de Guadalupe después de felicitarlo por su laboriosidad y por su inteligencia.[23]

 

Dejamos a nivel de apunte una versión diferente, la de nuestro multicitado Miguel Ángel Flores, incluso contraria a la romántica presentada, la del secretario personal Luis Blasio; en ella retrata la posición ideológica liberal compartida por la gran mayoría de los pobladores de Huatusco y sus alrededores.[24] Después de este rodeo histórico regresamos del año de 1865 a 1867, para corroborar que en solo dos años la percepción del emperador parece haber cambiado. Entre líneas parece asomar la posición ideológica a través de la atildada pluma alcanzada en su madurez por Sehara, quien se permite deslizar en su relato de sus recuerdos infantiles su posición frente a las manifestaciones de júbilo que mostró la clase acomodada, y supuestamente gran parte del pueblo, ante la llegada de Maximiliano (Sehara, 1965: 114).[25]

 

–¿Pero, entonces, por qué nos han dicho los maestros en la escuela, que la persona del Emperador era sagrada?

–¡Qué sagrada iba a ser!, prorrumpió el jacobino en ciernes hijo del guerrillero; ese señor fue un hombre como todos los demás, como usted, como tú y como…

–Cállate, niño, no sigas diciendo tonterías. Escúchenme ustedes, que voy a referirles lo que la tradición nos ha transmitido acerca del lugar en que nos encontramos. Esto dijo el sacristán, agregando que, si lo que nos iba a contar no era una verdad absoluta, tampoco sería una absoluta mentira, y en seguida habló, poco más o menos, en los términos que ocuparán el siguiente párrafo (Sehara, 1965: 114-115).

 

Lo anterior nos sirve de marco de referencia del valor que el teponaztli tenía para el pueblo de Huatusco, y del que Sehara se hace eco al señalar de manera directa la afectación a la integridad de un instrumento de valor religioso y místico, al poner en riesgo la importante conexión con el pasado, al cual, por cierto, presenta en forma de leyenda, como pasaron a contarse las fuentes de la tradición oral. Como ya lo habíamos anotado antes:

 

Una de las peregrinaciones tlaxcaltecas que se dirigieron a las costas del Golfo, después de la fundación de México, buscando lugares propicios donde establecerse, llegó a estas comarcas hace muchísimos años. El gran Teopixque que la presidía, a quien consideraban y veneraban, no sólo como a un jefe, sino más bien como a una divinidad encarnada, fue seducido por la belleza de este país y determinó fundar aquí la cabecera de la colonia emigrante. Desde luego señaló el sitio en que nos encontramos, para que sobre él se edificase el gran teocalli en honor del misterioso Quetzalcóatl, de quien era ferviente admirador. Al cabo de algunos años la colonia había quedado establecida, dando al poblado en nombre de Cuauhtochco (lugar de conejos de árbol o de los gatos monteses) y el Gran Teocalli se había levantado en este sitio, ocupando todo al frente, y las casas contiguas a su izquierda. Llegó la hora final del Teopixque y, antes de exhalar el último suspiro, predijo a los principales que rodeaban su lecho de muerte, que desde el día en que fuese profanado el Teocalli hasta la consumación de los tiempos, no volvería a levantarse otro templo perdurable sobre la base que sustentaba a aquél (Sehara, 1965: 115-116).

 

La tradición fundacional mesoamericana ofrece similares relatos que proyectan la reproducción de los asentamientos humanos, presuntamente con el fin de reforzar los deseos fundadores y a maldecir todo intento de usurpación territorial. Hasta lo mágico tiene un lugar privilegiado en la defensa del patrimonio comunitario. Las migraciones, que no eran otra cosa que conquistas expansionistas, parece que encontraban en el tributo su mayor aprovechamiento, estableciendo respeto a las instituciones de los pueblos tributarios, como podemos verlo:

 

Moctezuma Ilhuilcamina, 5º Emperador del antiguo México, sometió a Huatusco en la época de sus famosas conquistas por el Oriente y Sur del país. Aunque el culto de los habitantes de esta región era muy distinto, por más humanitario, filosófico y decoroso que el que profesaban los mexicanos conquistadores, éstos los respetaron contribuyendo, además a hermosear mayormente el Gran Templo, durante los largos años de su dominación (Sehara, 1965: 116).

 

Los anatemas persistieron más allá de los tiempos prehispánicos, y se acentuaron en tiempos de la dominación española. Las razones se explican a partir de las formas adoptadas para la erradicación de toda expresión religiosa anterior, junto a la aniquilación de todo vestigio material que lo recordara:

 

Pero llegó la época de la conquista del país por los españoles. El Capitán don Gonzalo de Sandoval vino a someter a los cuauhtochcas, acompañado algún tiempo del célebre religioso Aguilar, quien desde luego se ocupó activamente en la tarea de evangelizar a los indígenas. El clérigo y el soldado acordaron y comenzaron a llevar a cabo la destrucción del Gran Teocalli, del cual solo nos queda el montículo (Sehara, 1965: 116-117).

 

Aquí de nuevo nos detenemos, con la intención de contrastar lo dicho con la información histórica de dos fuentes; la primera corresponde a Krickeberg (1933: 21, 23-24):

 

El episodio de Conquista más destacado es aquel que apunta a la figura de Gonzalo de Sandoval, quien fue comisionado para quedar a cargo de la Primera Villa Rica de la Vera Cruz (Quiahuiztlan) a la muerte de Juan de Escalante (Cortés se la había conferido primero a Alonso de Grado, quien no se sintió competente para ese puesto). Poco tiempo después Sandoval tuvo ocasión de demostrar su habilidad cuando llegó a Nueva España Pánfilo de Narváez […] Los levantamientos indígenas no se hicieron esperar: Quauhtochco (Hautusco), Auiliçapan (Orizaba), Tlatlaltetelco […] después de la toma de la capital, fue uno de los pasos que dio Cortés, de mandar a Gonzalo de Sandoval con 35 jinetes y 200 soldados de a pie para someter a dichas provincias.

 

La segunda referencia es del doctor Aguirre Beltrán (1991: 68), en su estudio sobre Huatusco:

 

Ya con autoridad y a su llegada a Zempoallan, don Hernando, pensando sin duda de la misma manera que el misionero, había demolido el cú de los indios totonacos y Gonzalo de Sandoval a su paso por Cuauhtochco, noviembre de 1521, siguiendo el ejemplo de su capitán, procedió a la destrucción del teocalli del lugar. En su tarea ayudólo el después clérigo Alonso de Aguilar, quien sobre los escombros del antiguo templo plantó el signo de la cruz. Los encomenderos tenían entre sus obligaciones la de fabricar iglesia en el lugar de su repartimiento; alguno de los primeros sobre las ruinas del teocalli levantó la capilla de Santa Cecilia.

 

Y en lo que sigue del texto de Sehara es donde notamos que la historia se entremezcla con el mito y la leyenda, creando versiones donde el pasado solo podía preservarse de esa manera, a través de la tradición oral que les teje alrededor un halo de misterio y conserva aquello que no pone en riesgo la cultura dominante, terminando por escoger la versión de la leyenda que más acomoda al proceso de sincretismo religioso promovido por la Iglesia. Repetimos una de las tres versiones contadas anteriormente, concediéndole el lugar de triunfadora al condensar el resultado de la conversión católica del indio, pero como lo recogiera Sehara (1965: 117-118):

 

Dicen que una india joven de extraordinaria belleza, a quien llamaban Xochitlcuauhtla, abrazó con ardiente celo la fe cristiana, y que venía a este lugar, donde se había levantado el Lábaro de la Redención, a implorar el favor del cielo para su pueblo, entonando melancólicos y dulces cantos, que tanto semejaban al reclamo de la alondra enamorada, como el saludo del zentsontli a los primeros albores del amanecer. Y aquí viene aquello, de que un día se le apareció la sombra de Santa Cecilia manifestándole que deseaba que se le erigiese un templo en ese lugar, al cual protegería y defendería de los maleficios del demonio, para evitar que se realizase la predicción del Gran Teopixque. Como prenda o señal de alianza entre ella y sus futuros devotos, le entregó el teponaxtli vaticinándole, según creen muchos, lo que poco antes nos ha dicho el señor Mayordomo acerca de este curioso instrumento, y en seguida desapareció envuelta en una nube, de las que se desprendían extraordinarios y nunca oídos acentos de música de ultratumba (Sehara, 1965: 117-118).

 

Conociendo los pormenores de los años marcados de la destrucción del centro ceremonial y la reedificación del nuevo templo de Santa Cecilia, ahora sí podemos seguir con la línea del relato del profesor Sehara:

 

La Capilla, cuyos últimos restos tenemos a la vista, no pudo levantarse sino al cabo de muchos años, allanándose para ello innumerables dificultades y teniéndose que lamentar, después de terminada, diversos desastres que vino sufriendo hasta ser casi totalmente consumida por las llamas, en la época de la tremenda guerra de la Insurgencia […] y aquí tienen ustedes, continuó riéndose el sacristán, cómo se vienen cumpliendo las profecías que se atribuyen a Santa Cecilia y al Sumo Sacerdote tlaxcalteca, porque el teponaxtli parece que ha quedado sin remedio, y la pobre casa de la Santa sin esperanzas de ser reedificada, al menos por ahora. Y, sin embargo, dijo el narrador levantándose y señalando a las ruinas de la Capilla, allí tienen ustedes a Santa Cecilia y aquí, donde nosotros estamos, al Gran Teopixque, desafiándose y como diciéndose el uno al otro: vamos a ver quién vence a quién.

Estas últimas palabras provocaron las risas del Mayordomo y su cófrades, y también la nuestras; pero los chiquitines nos retiramos de allí impresionados con el relato del sacristán, y sin poder comprender cómo podrían existir poderes del otro mundo que se hicieran la guerra mutuamente, pues a este respecto, sólo habíamos presenciado luchas descomunales entre el Arcángel San Miguel, por parte del Empíreo, y el ex-Arcángel Luzbel, por su cuenta y riesgo en las pastorelas y loas con que nos deleitaba por entonces Tío Claudio López (Sehara, 1965: 118-119).

 

El periodo de trece años al que nos referimos al principio, de acontecimientos estrechamente ligados con la historia local y la del teponaztli, se cierra con la demolición del teocalli y la construcción del nuevo mercado. Todo ello Sehara lo consigna al describir la quinta época, dedicada a los tiempos de la Restauración de la República, y hasta lo que eran los tiempos que corrían (Sehara, 1965: 82):

 

…en el año de 1868, se comenzó a demoler un montículo artificial de regular altura, que era conocido con el nombre de “Cerrito de Santa Cecilia”, por encontrarse en la plazuela de la propia denominación, hoy Mercado “Juárez”. Los vecinos del barrio llamado “de arriba” emprendieron este trabajo por haberles ofrecido el Ayuntamiento que si derribaban el cerro y allanaban el piso de la plazuela, calzándolo convenientemente, se trasladaría a este lugar el Mercado, que entonces se hallaba establecido en la plaza ocupada hoy por el Parque “Zaragoza”. A costa de una labor bastante pesada y de no pocos sacrificios pecuniarios, los expresados vecinos lograron dar cima a la obra, la cual quedó totalmente terminada y se inauguró a mediados del año de 1870.

 

Las razones se encontraban en un conflicto histórico el cual nos aclara, con su estilo puntual, Miguel Ángel Flores. Nos dice que desde tiempos coloniales hubo disputas a raíz de la división de la República de Indios[26] y la de Españoles; una de ellas se refiere al establecimiento del tianguis que favorecía al barrio de arriba, es decir, el de indios, en el que actualmente se encuentra ubicado el parque central del lugar, pero en tiempos coloniales y hasta las primeras décadas del siglo XIX, los del barrio de abajo donde se ubicaba el de población española se quejaban de que les quedaba relativamente lejos y por esa razón las autoridades propusieron que se emparejara el espacio frente a los terrenos donde se intentaba edificar la iglesia de Santa Cecilia, que por diferentes razones había quedado inconclusa.

Las gestiones se llevaron a cabo y los vecinos del barrio de abajo participaron de la limpieza y nivelado del lugar donde precisamente se encontraba en pie parte del teocalli, y más tarde, habiendo emparejado, procedieron al traslado del tianguis, que poco a poco fue tomando la forma de un mercado con sus pequeños puestos, pletóricos de colores y de mercancías en tiempos de verbena popular y feria, cuando se acercaba la celebración de Santa Cecilia, el 22 de noviembre.

Pero ahora pasemos a lo expresado por Sehara (1965: 82-83), con lo que cierra la parte del relato en las fechas clave en las que se encuentran unidas la vida del teponaztli y algunos sucesos importantes de la historia local:

 

Hubo que cumplir la oferta, trasladando el Mercado a la plaza “de arriba”, y este procedimiento dio lugar a que se enardeciese la división de que se ha hecho referencia en el párrafo anterior, pues los vecinos del barrio llamado “de abajo” se consideraban perjudicados en sus intereses con la relacionada traslación. A fin de paliar, por lo menos, la contienda siguiente, que fue en extremo azarosa, el Gobierno aprobó una disposición, en virtud de la cual se estuvo trasladando el Mercado, alternativamente y de una plaza a otra, cada tres meses. Por fin, en el año de 1877, quedó de una manera definitiva establecido el Mercado en la antigua plazuela, que ya por esta época llevaba el nombre de “Plaza de Juárez”, fincándose allí intereses de consideración a los cuales ya no era fácil atacar en lo sucesivo.

 

Y, como es natural, el fin de su relato va de la mano con el de la vida del profesor Sehara, de la que parecía estar haciendo recuento vital (1965: 119):

 

Más de siete lustros han pasado desde aquella conversación sobre el Cerrito. En el transcurso de tan largo tiempo, he visto demoler este resto del antiguo Teocalli y arrancar de sus entrañas, entre las risotadas de los presidiarios encargados de ejecutar la obra, los ídolos que fueron objeto de santa veneración por parte de una ilustre tribu indígena fundadora de Huatusco, y he visto también irse levantando poco a poco, en este sitio, un edificio público bautizado con el nombre del indígena más ilustre de nuestra edad contemporánea; me refiero al “Mercado Juárez”, ese moruno edificio que, por las noches y al fulgor de las lámparas de Edison, se me figura un esbozo de la Mezquita de Córdoba, haciendo abstracción, por supuesto, de los desarrapados chicuelos que suelen andar por allí revolcándose en el fango de los caños.

He visto igualmente derribar, hasta sacarlas de cimientos, las ruinas carbonizadas de la antigua Capilla y, poco tiempo después, ir surgiendo de aquel sitio los espesos muros del nuevo templo dedicado a Santa Cecilia; pero este templo, que se comenzó hace más de treinta años, que no ha podido llegar a la mitad de edificación, no obstante haberse gastado en ella muchos miles de pesos y que, actualmente, ya se desespera de terminarlo; este templo de tan poca fortuna, tal parece que no puede contrarrestar el anatema del Sumo Teopixque constructor del Gran Teocalli. Pero allí está, sin embargo, resistiendo los embates de la suerte, con su bóveda presbiterial hundida, su muro izquierdo presentando una solución de continuidad enorme y su originalidad pórtico, dórico vergonzante con capa de orden compuesto, hecho tres pedazos y algo más… (Sehara, 1965: 119-120).

 

Cuando parecía terminar con el relato del teponaztli que centra nuestro documento, encontramos que en el capítulo final de su libro dedicado a “la era del progreso” (Sehara, 1965: 189-190), adelanta las inminentes transformaciones técnicas que traerían la desaparición del pasado. Ahí anota lo que sería su última referencia al lugar donde de niño viera y quizás tocara el instrumento sagrado:

 

Los templos de la ciudad fueron reconstruidos en parte, ensanchados y decorados con elegancia, por los señores presbíteros don José María de J. Carvajal, don Juan R. Pujadas, don Rafael Policanti y don Juan N. Rivera. En llevar a cabo la construcción del extenso templo de Santa Cecilia, aún no terminado, trabajaron empeñosamente las señoritas Isabel González y Rafael Herrera y los señores don Prudencio Solleiro y don Rafael González Muñoz.

A la piedad de la señorita Lina Álvarez, se debe la construcción de la simpática capilla de la Luz, abierta al culto últimamente. Anexa al templo de Santa Cecilia, debido a los afanes del señor Carlos A. Hernández, se construyó la elevada torre donde ha sido colocado el nuevo reloj público, que regaló a la ciudad la acaudalada señora doña Sofía González viuda de Rebolledo.

 

En 1868, un año después de este importante suceso, se estimó la importancia y se valoró un nuevo intento de reedificar la iglesia de Santa Cecilia y, aunque el suceso es posterior, conviene conocer lo que López Páez añade a la destrucción del centro ceremonial, lo que permitirá dar sentido al siguiente fragmento del profesor Sehara. Emparejar el piso de lo que sería más tarde el mercado e iniciar la construcción del nuevo templo finalmente se llevaría a cabo por etapas; la primera de ellas correspondió coordinarla al párroco Anastasio Sedas y a un grupo de personas de buena posición económica. Veinte años más tarde, una de las etapas estaría a cargo del Sr. Párroco Rafael Policanti, quien, luego de mencionar también a las personas que lo apoyaron, agrega: “Hago constar para conocimiento de mis sucesores que hoy 23 de junio de 1888 al encargarme de esta parroquia continuaré las obras del extenso templo de Santa Cecilia” (López Páez, 2010: 70).

Finalmente nos ofrece la respuesta que a todos nosotros interesa conocer, y trata precisamente sobre el destino del instrumento al que hemos dedicado este ensayo, y con base a sus puntualizaciones podremos concluir si se trata del mismo al que en años recientes han restaurado:

 

¿Y el teponaxtli? El teponaxtli aún existe, constantemente acurrucado a los pies de la imagen de algún santo; pero ya no suena, ya no lanza aquellas melancólicas notas de arpa eólica, ya no se oye lejos, hasta allá, hasta dónde comienza a deshebrarse la nívea cabellera del esplendoroso Citlaltépetl, de ese centinela avanzado de la Nación cuyo brillante casco, luciendo hermoso penacho en alta mar saltándole de gozo el corazón, porque va a llegar a la deseada tierra, a una tierra hospitalaria, a esa abierta costa veracruzana, donde el extraño encuentra siempre un hogar bajo cada techo y un amigo en cada individuo. ¿Y el nacional? ¡Oh, el nacional! El nacional, al divisar la cúspide de la montaña estrella, exhala un profundo suspiro, en vano pretende contener un sollozo y, tras de éste, brotan lágrimas a raudales, porque en breve va a confundirse en estrecho abrazo con esa queridísima tierra donde viera la primera luz, con la tierra de los juegos infantiles, de los dulces amores de la adolescencia y de las doradas ilusiones de la juventud, en una palabra, con la tierra patria, con la tierra, con la tierra madre, con la tierra santa! (Sehara,1965: 120-121).

 

Cerrando el círculo virtuoso de la historia del teponaztli

Como recordará el estimado público lector, nuestro relato comienza en la época actual, haciendo un amplio recorrido por la historia, y, al regresar transformados por la magia del relato histórico testimonial, es justo anotar que, en el recuerdo de uno de los mayores impulsores de la restauración, se encuentra siempre presente la existencia del teponaztli. Miguel Flores Rodríguez recuerda que en sus recorridos infantiles, entre puestos de vendimia de dulces propios de la temporada, se podía escuchar en la víspera de la fiesta de celebración a Santa Cecilia los sonidos del teponaztli durante todo el día, y que luego pudo enterarse de que era tocado desde lo alto de los muros de la edificación en ruinas, específicamente desde la torre inconclusa. En ese tiempo lo único que sabía del instrumento era que formaba parte de la magia de la celebración, pues resultaba fantástico para la imaginación infantil tratar de descubrir el lugar de dónde se producía el sonido y tratar de descubrir, además, quién era el que lo sonaba. De ahí se desprende que una de las averías del instrumento la refiera la tradición como habiendo ocurrido al caer desde la base de la torre inconclusa de la iglesia de Santa Cecilia, ya que formaba parte de la parafernalia de los fastos en honor a los santos, en especial a la santa.

En esa época la santa era venerada en la vitrina arriba de su altar, y al pie de ella se encontraba acurrucado el teponaztli, envuelto entre mantas, y eran los locatarios del mercado quienes lo tenían en custodia. De este hecho se deriva que hasta el año de 1974 haya permanecido en su vitrina,[27] y que al inaugurarse el nuevo mercado, la santa haya regresado, acompañada del instrumento, a ocupar su lugar dentro de su iglesia; pero al presentarse el peligro de su derrumbe, ambos han tenido que abandonar el territorio sacralizado, al que posiblemente se les niegue el regreso; por eso no resulta curioso advertir que el destino los ha vuelto piezas inseparables, y que unidos esperan lo que les depare el futuro inmediato: un retorno glorioso a un templo renovado o terminar sus días errabundos.

 

Notas finales

Honor y gloria a la memoria del cronista local continuador de la tradición ancestral, eslabón imprescindible del relato anónimo que busca continuarse. El teponaztli de Huatusco y su sentido sagrado, mítico, mágico e histórico, es catalizador de la identidad huatusqueña, alegoría de un pasado glorioso. El valor de esta pieza sobreviviente de los tiempos se encuentra más allá de su sencilla elaboración; se centra en la función ritual con la que surgió, pero también en ser el único o último de su género en la región de Huatusco y quizá de la entidad veracruzana, hasta que prodigiosamente surja otro que venga a probarnos lo contrario.

En el teponaztli de Huatusco se reúnen antigüedad e historia ancestral; por ello, la restauración no solo devuelve su voz, también reconstruye el tejido roto del anecdotario histórico del huatusqueño, como logra vislumbrar el grupo de entusiastas promotores de su restauración que, en el anhelo de devolverle su voz original, desvelaron su silenciosa historia, contada por los anillos de su madera y escrita con la pluma prodigiosa del padre tiempo que ennoblece la vida con su huella. El paraíso terreno de la región vio crecer entre su carne el árbol de zapote que luego se transformó en instrumento, con su propia voz para agradar a las divinidades indígenas primero y luego a las imágenes santas, sin menoscabo de su origen ritual. Ahora se antoja seguir difundiendo su historia, buscando llegar lejos, alcanzando los lugares hasta donde la voz del teponaztli suele escucharse. Los habitantes de Huatusco cuentan con la elocuencia descriptiva del profesor Ismael Sehara, y en sus palabras el instrumento rememora pasajes de una historia del Huatusco de antaño que solo los relatos pueden revivir.

Al final de este recorrido seguido con indudable atención por el noble lector, este, sin duda maravillado y sorprendido, tendrá en su mente un rompecabezas completamente armado, y sin embargo nuevas dudas que requieren respuestas. Quizás al final de la ruta comparta con nosotros la satisfacción de conocer los pormenores de esta reliquia que la reconstrucción histórica nos ofrece, de conocer un ejemplar único en su género, que, más allá de su sencilla confección, encierra un tesoro histórico cuya lección de sobrevivencia es motivo para el rencuentro de los huatusqueños con su pasado, por lo que significa: un símbolo de identidad que unifica todas las etapas de la historia matria.

Nuestra decisión de recalcar las palabras de Leonardo Pasquel, lanzadas a manera de presagio en el estudio preliminar a la obra de Sehara: “como marcado por la predestinación se encuentra el asiento de Huatusco”, obedece a que la aparente lucha cósmica, mística y territorial entre el Teopixque y la imagen de Santa Cecilia, resultado del anatema lanzado, pareciera que está siendo ganada por el tiempo que nada perdona, puesto que, al ser destruido el teocalli y más tarde desalojados Santa Cecilia y el teponaztli de su original recinto, ante presumible amenaza de ruina de la iglesia, ha sido declarada por las autoridades un problema de seguridad para las personas, por el riesgo de su posible desplome, y se ha tomado la decisión de cerrarlo.

Ahora la custodia del instrumento ha sido encargada a la iglesia de San Antonio de Padua. Existe la última oportunidad de detener el anatema, impulsando la restauración de la iglesia y no dejando que las dos partes en la lucha desaparezcan: el vetusto edificio y el teponaztli; o quizás alimentados por la esperanza mística debamos esperar que se repita aquel acontecimiento de la aparición de Santa Cecilia con el instrumento restaurado acurrucado de nuevo en sus manos, en busca de un nuevo depositario a quien hacerle la solicitud para la reedificación de su templo; sabemos que el espíritu de Xochicuauhtla sigue vibrante, como la voz del teponaztli, en los corazones de los huatusqueños.

 

Referencias

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Entrevistas

Prof. Miguel Ángel Flores Rodríguez, diciembre de 2011.

Maestro lutier Antonio Amezcua Carriedo, entrevista radiofónica en abril de 2011.

 

[1] Investigador independiente. ORCID: 0000-0002-2596-0249. Correo electrónico: jorgeudave@hotmail.com

[2] “El teponaztli (idiófono tallado en un tronco de madera, en una sola pieza y con dos lengüetas acústicas; tocado con baquetas con cabeza de hule) es uno de los integrantes emblemáticos del instrumental precortesiano y, junto con el huehuetl (membranófono sobre un cilindro de madera, tocado con las manos), es uno de los dos percutores clásicos, sagrados entre los pueblos originarios de Mesoamérica” (Gabriel Pareyón, 2005: 1).

[3] Preferimos escribir la palabra con “z” y terminación “i” como lo hacen los lingüistas. Tratándose de citas históricas, respetamos la forma en que los autores la escriben como fiel signo de su tiempo; por ejemplo, excepcionalmente lo encontramos con “x” y al final con “i” latina, como aparece en los documentos del profesor Ismael Sehara y en el de José Luis Melgarejo Vivanco. Existe otra forma con gran parecido a la de los lingüistas, también con “z”, pero su terminación en vocal “e” cuando se trata del contexto del idioma español, mientras que en náhuatl suelen utilizar la “z”.

[4] Una opción la ofrece el INAH con el trámite para solicitar el registro de bienes en propiedad o posesión de las personas físicas o morales; inicia con el llenado del Formato INAH-00-021 pero, frente al esfuerzo de preservación de siglos en manos de la comunidad, me parece legitimar su derecho a la custodia.

[5] Advertimos la sobriedad que presentan los ejemplares de teponaztli que ilustran los códices indígenas coloniales, regularmente sin decorado, como es el caso en el conocido con el nombre de Códice Florentino, y también lo son los que aparecen en la Historia de las Indias de Nueva España e islas de tierra firme de Diego Durán y en el Manuscrito Tovar, mientras que las piezas votivas en materiales como piedra arcilla aparecen con profusión de decorados; relevante distinción que espera la atención del especialista.

[6] En Saville (1925: 43, 245) se reproducen dos pares de teponaxtles. Se trata de cuatro piezas lisas, sin decorado. En la primera página aparecen con el título Plain Teponaztli, y ambos aparecen muy deteriorados. Uno pertenece al Museum of the American Indian de la Heye Foundation, Nueva York, y el otro al British Museum en Londres. La otra página se trata del Sumario (Addenda). Los instrumentos fueron recogidos en México hace cien años (1825), cuando estaban en uso. El llamado “Teponaztli de San Juan Atzinco” fue presentado, quizás por vez primera, por Javier Romero Quiroz (1964: 25; véase, además, la foto 11). El referente de un teponaxtle decorado, al cual tenía en custodia el pueblo de origen, nos lo ofrece Javier Romero Quiroz (idem), y es conocido como “teponaxtle de San Juan Atzinco”, sitio que antiguamente pertenecía al municipio de Ocuila, distrito de Tenancinco, Estado de México. El autor anota que los pobladores “impiden tocar y fotografiar al Teponaxtli”. Véase, además, el video de Erick Hernández (2015) que aparece en YouTube con el título Tepoztlán, Morelos. “La chirimía y el teponaztli”, en el que aparecen los ejecutantes del instrumento, pertenecientes al Barrio de “La Santa Cruz”, exponiendo el anecdotario de su origen.

[7] Se contó con la anuencia del clero, autoridades municipales y personas encargadas de la custodia del instrumento. Entre los colaboradores cercanos se encuentran Adriana Esseverri, el L. A. E. Narciso Hernández Valenzuela, el músico Martín Herrera Orozco y el profesor Flores Rodríguez (Flores, 2016: 6).

[8] Resulta difícil enlistar las clases de maderas y las razones de su uso, ya que se trata de uno de los aspectos menos documentados. Gabriel Pareyón (2005: 6) encuentra en el Códice Florentino (lib. XI, cap. VI, par. 3, ap. II, 20) el dato que explica el árbol y la madera idóneos, con el llamado tlacuilolcuahuitl o ‘árbol de los pintores y escribanos’; y su definición no podía ser más definitiva: “tlacuilolcuahuitl: matizado, relumbrante; es grueso, liso, compacto; va pintándose como vetas bien repartidas. De él se hacen el teponaztli, el huehuetl y el mecahuehuetl. Bien que suenan por sus agujeros, es blanda su voz, se descubre bien su palabra: se le antoja a la gente, es codiciada por la gente, es deseada, es querida; su voz es clara, es audible, es sonora, es galana; se le hace clara a la gente, se le antoja”.

[9] Son contadas las referencias sobre el alcance del sonido; por eso recurrimos a la versión recogida por Miriam Judith Gallegos Gómora (2007: 43) sobre el tunkul (teponaztli) entre los mayas de tabasco (Yokot’an): “Los españoles que le oyeron en el siglo XVI comentaban que su sonido se escuchaba hasta una distancia de tres leguas, equivalente a 16 kilómetros, cuando había buen viento”.

[10] Los instrumentos prehispánicos y coloniales se elaboraban con apego a patrones relacionados indiscutiblemente con consideraciones rituales. Quedan aún pendientes los estudios sobre las variaciones de tamaño, basados en el tono de las voces que reproducían y, por supuesto, el sentido religioso que poseían.

[11] Entrevista radiofónica con el lutier Antonio Amezcua Carriedo, en la desaparecida estación de AM, la XERUV, Radio Universidad Veracruzana en Xalapa (abril de 2011); además, Flores (2016: 6).

[12] En Nogueira (1958) encontramos instrumentos de percusión o timbales del tipo conocido como teponaxtle; todos ellos presumiblemente prehispánicos, poseen medidas estándar a lo largo y en el grosor del tronco. Los hay tallados con diseños de animales simbólicos; así, tenemos los teponaxtles: cabeza de Cipáctli (lámina 20, largo: 65 cm); el de Macuilxóchitl (lámina 21, largo 78 cms.); de cabeza de Cipáctli, núm. 7 (lámina 21, largo: 64. 4 cm); de Cipáctli, núm. 4035 B (lámina 21, largo: 61 cm); el de Cuauhtli-ocelotl (lámina 22, largo: 35 cm), totalmente decorado y lamentablemente perforado. De igual forma decorado está el de los dos coatles (lámina 23, largo: 49.5 cm). Los decorados con figuras humanas y curiosamente identificadas por el lugar de procedencia como los dos de Tepoztlán, Morelos (lámina 24, largo: 53 cm, aproximadamente); el de Tlaxcala (lámina 19, largo: 60 cm) el de Tula (lámina 24, largo: 49.9 cm); o los de grecas y numerales, como el denominado Martell (lámina 25, sin especificación de medidas). Dentro de estos se encuentran los que tienen plasmado símbolos cosmográficos; está el de Acxotla (95 cm de largo, aproximadamente), que tiene tallado un kinkunzen; y el Ocelotl-Macuilxóchitl (lámina 26, largo: 53 cm); y el florido, de Viena (lámina 26, largo: 26.7 cm). Y, finalmente, el de Xicotepec, lámina 27, largo: 46 cm). Mención especial merece el Teponaxtle de Malinalco (lámina 19, largo: 60 cm), que aparece tanto en Nogueira (1958) como en el puntual estudio que del mismo realiza Quiroz (1964).

[13] Continúa casi inexplorado el tema de la incorporación simbólica musical prehispánica a la iconografía de vírgenes y de santas. La referencia pictórica más antigua gira alrededor de la imagen guadalupana; así, tenemos la pintura anónima fechada en 1653, perteneciente a la colección del museo de la Basílica de Guadalupe. Se trata de la pintura monumental conocida como El traslado de la Virgen de Guadalupe a la Primera Ermita, y el Primer Milagro; en ella aparecen los tañedores de instrumentos precortesianos (huehuetl y teponaztli) y se sabe que el traslado iba acompañado de una composición musical llamada Pregón de Atabal, escrita originalmente en náhuatl (Luque y Beltrán, 1997: 11-17).

[14] Entrevista con el profesor Miguel Ángel Flores Rodríguez en la ciudad de Huatusco de Chicuellar, Veracruz, 28 de diciembre de 2011.

[15] Véase la sección Anecdotario, del libro que conmemora el centenario de la elevación de Huatusco a ciudad.

[16] “… el templo azteca de Cuauhtochco estaba dedicado, entre otras diosas, a Xochipilli, y la tradición nos cuenta que aún se encuentra enterrada en los cimientos de la torre inconclusa del templo la efigie de este dios” (Flores, 2016: 1).

[17] Dan asimismo varias versiones sobre la persona legendaria de una mujer llamada Zaacatzin. Coinciden casi siempre y se completan una a la otra, más que contradecirse. En síntesis, fue una princesa nativa de las hoy ruinas de Quauhtochco, que no quiso acompañar a su pueblo a la nueva fundación de Santiago Huatusco; pero les hacía visitas todos los miércoles de cada semana para embriagarse con ellos y ofrecerles el tesoro que en “El Fortín” (el Teocali), se guardaba. Zaacatzin ofrecía dinero, pero solo para ser usado en cosas honestas, como el sostenimiento de la familia. Los campesinos de varios poblados cercanos van cada año, “cuando florece la caña vaquera” (el 24 de junio), a ofrendarle a ella y al “Fortín” animalitos del monte, todos de color negro, a fin de que les conceda los bienes suplicados (Medellín, 1952: 15-16).

[18] Una hermosa versión nos la ofrece Miguel Ángel Flores (2008: 10-11): “en el lugar donde antes se ubicaba el templo a los dioses prehispánicos y se levantara la cruz de la nueva religión, acudía una hermosa nativa que había abrazado fervorosamente la nueva creencia; Xochitlcuauhtla era su nombre; esta, a pesar del desprecio y marginación de que era objeto por parte de sus hermanos de raza, acudía diariamente al sitio a entonar cantos y oraciones. Se dice que un día Santa Cecilia se le apareció pidiéndole que en ese lugar se levantara un templo y que, en prueba de su presencia, le entregaba un teponaztli, lo que conmovió a la población y generó empatía con las nuevas creencias. A Santa Cecilia se le conoce como la protectora de los músicos”.

[19] Aparece en la lámina 20, figura 2, y tiene de largo 78 cm.

[20] Desde el orden organológico, en otros grupos étnicos aparece con su nombre respectivo, según el idioma de que se trate: “…tinco en Chiapas; tun en poblaciones de Guatemala y El Salvador; tunkul entre los mayas de Yucatán; nicachi entre los binnigula’sa (zaes zapotecos); ke’e o kehe entre los ñuu savi (mixtecos); nukub entre los tenek; lipaniket o patunco entre totonacos de Veracruz; bit’e entre los hñähñu (otomíes, quienes también lo llaman ra’do’do. Siempre se trata del mismo instrumento” (Pareyón, 2005: 7).

[21] El orizabeño Joaquín Arróniz, con agudo criterio de historiador conspicuo, recupera importantes documentos de la historia y de los fastos alrededor de la jura de Villa en 1776, cuando fuera elevada Orizaba a tan importante distinción. Los textos nos dejan asombrados por recoger la versión de un cronista de la época; nos dejan una hermosa estampa en la que figuran los músicos indígenas en la celebración dominical. Se refiere que le dieron la bienvenida a las personas de distinción “Hecha la señal por la Parroquia se condujo a ella este ilustre Cuerpo en forma de Magistrado, debajo de Mazas, con pomposo y lucido acompañamiento, precedido de los Pobres Indios que procuraron obsequiarle a su modo con las demostraciones que acostumbran, tañendo Timbales, Clarines, Atambores, Chirimías (que son los instrumentos que usan en sus solemnes funciones” (Arróniz, 1959: 216).

[22] En el libro de López Páez (2006: 114) se puede apreciar la foto de la casa a finales del siglo XIX, heredada por don Ignacio González.

[23] Sehara también da cuenta de este episodio, aunque de manera somera y sobria, y no hace mención del teponaxtle, quizá por la razón de reservarlo para el anecdotario personal. Su versión de la recepción contrasta con la de Blasio, al grado de señalar que “El pueblo en masa concurrió a su entrada y presenció su salida; pero en medio de un silencio casi sepulcral, manifestando más bien curiosidad que entusiasmo o respeto ante la presencia del Archiduque” (1965: 71).

[24] Nos dice Flores (2008: 10-11) que “la entrada a Huatusco, triunfal según Blasio, pero Blasio miente, considero que sí, tal vez había algunos conservadores, pero Huatusco siempre fue liberal […]. Para abundar se hospedó en casa de un extranjero de origen venezolano; ningún huatusqueño le hospedó y la anécdota que Blasio, por pudor, pudo ocultar es genial, cuando se rechazan los 200 pesos (mil según Blasio) que dejaba para los pobres. Mayor prueba de liberalismo no pudo haber”.

[25] Con su caudal de conocimientos adquiridos por los años de indagación de la historia de su amada Huatusco, Flores nos regala una joya informativa del ambiente liberal imperante en la región huatusqueña: “Maximiliano visitó Huatusco porque iba de paso hacia el Mirador. En entrevista que realicé a don Carlos Sartorius aproximadamente en el año de 1990, él me aseguró que la visita del emperador obedeció a que iba a ofrecerle el Ministerio de Cultura a don Carl Christian Sartorius, cargo que no aceptó por ser extremadamente liberal. Y según sus palabras le dijo a Maximiliano que le recibía como amigo, pero no como emperador, que si aceptaba pasar que comería la comida de la hacienda en la vajilla de la hacienda, así es que Maximiliano dejó en Huatusco parte de su vajilla (todavía existe un plato y una copa). Maximiliano además de nombrarle miembro de la orden de Guadalupe le regaló un óleo con su efigie” (ídem).

[26] En 1609, la Congregación de Indios fue dictada por el conde de Monterrey, a la sazón virrey de México, con lo cual quedó marcada la división de la población.

[27] En 1970 se inicia el desmantelamiento del Mercado Juárez, construido a finales del siglo XIX, y que se encontraba muy deteriorado, iniciando paralelamente la construcción del nuevo edificio (Felipe, 2016: 1).