Análisis crítico de discurso utópico tecnológico: un enfoque teórico

Critical Analysis of Utopian Technological Discourse: A Theoretical Approach

https://doi.org/10.25009/blj.i16.2673 

 

Néstor Jaimen Lamas[1]

 

Resumen

Este estudio plantea una aplicación teórico-metodológica para el análisis del utopismo tecnológico. Parte del Análisis Crítico del Discurso en Teun van Dijk y los distintos enfoques históricos del concepto de utopía, bajo la hipótesis de que la utopía, como concepto ambiguo, puede ser un elemento aprovechable en prácticas abusivas de poder discursivo.

Palabras clave: Análisis Crítico del Discurso, utopía, nuevas tecnologías, metodologías

 

Abstract

This study proposes a theoretical-methodological application for the analysis of technological utopianism. It draws on Teun van Dijk’s model of Critical Discourse Analysis and various historical approaches to the concept of utopia, with the hypothesis that utopia, as an ambiguous concept, is an element that may be utilized in abusive practices of discursive power.

Keywords: Critical Discourse Analysis, utopia, new technologies, methodologies

 

 

 

Este texto aborda la necesidad de un marco teórico-metodológico para el análisis del discurso utópico tecnológico, considerando que ‘utopía’ es un concepto polisémico y que su relación con la tecnología tiene connotaciones político-discursivas especiales. Las tecnologías digitales y el auge de los poderes tecnócratas, responsables de polarizar a la sociedad entre individuos “expertos” y “no-expertos” (Burris, 1989), hacen aún más necesaria una comprensión profunda de este tipo de discursos.

En dicho contexto surgen preguntas como ¿qué intereses anteceden la planeación de infraestructura tecnológica? Y, si se asume que la tecnología facilitará el camino a una sociedad ideal, ¿con base en qué valores ha de construirse tal utopía? Al enfrentar dichas preguntas, transversales a todo este artículo, se considera que la tecnología no es neutral (Zhao et al., 2004) y que, como se busca demostrar aquí, tampoco la utopía. La hipótesis que se plantea es que la utopía, como concepto ambiguo, merece un tratamiento especial en su análisis, pues de lo contrario puede propiciar manipulaciones en el discurso y el control de la opinión pública.

 

Utopismo tecnológico

Comenzando por el concepto mismo de tecnología, este se tratará como un fenómeno contemporáneo; pues, si bien la técnica, en tanto herramienta, es antigua como el humano, la tecnología a la que nos referimos es “un sistema de instituciones que no ha existido siempre, es un producto de la sociedad contemporánea constituido con los materiales de otras instituciones cercanas” (Broncano, 2000, p. 83). Es decir que, aunque en un sentido general, la técnica se define por la cualidad de abrir el campo de lo posible, la tecnología va más allá del artilugio: es un fenómeno social y recae en las instituciones dentro de un contexto tecnocientífico:

 

La tecnociencia, sus acciones y productos, resulta de la colaboración de una serie de agentes: investigadores científicos de varias disciplinas, ingenieros y emprendedores, inversionistas y accionistas, abogados y economistas, agentes comerciales y de marketing, etc. Un aspecto esencial es que el sujeto de la tecnociencia ‒el actor, el motor y hasta el inventor‒, se ha convertido irreductiblemente en plural: complejo, interactivo e inevitablemente conflictivo (Hottois, 2018: 130).[2]

 

A continuación, por utopismo tecnológico se considerará la creencia de que la tecnología es un medio para alcanzar una organización social idónea, mediante la solución de problemas individuales y/o la automatización social. De acuerdo con el historiador Howard Segal, el utopismo tecnológico es “un modo de pensamiento y actividad que alardea de la tecnología como medio para alcanzar la utopía”, en donde tecnología incluye “no solo la creación de dispositivos y herramientas específicas, sino también su implementación dentro de una sociedad re-estructurada sobre el modelo de una máquina gigante” (Segal, 2005, pp. 10 y 103). Por tanto, el utopismo tecnológico está estrechamente ligado a la ingeniería social (Askonas, 2019), si bien su objetivo es crear un sistema de gobernanza basado en la ciencia y en la razón.

El utopismo tecnológico tampoco es nuevo, ya que ha sido desarrollado en la literatura clásica y, particularmente, en la ficción, desde La nueva Atlántida (Bacon, 2006) hasta Utopía moderna (Wells, 2006; Nate, 2000); sin embargo, las tecnologías digitales le han dado un nuevo rumbo, trasladando su búsqueda por primera vez a territorios virtuales. Así como “el nuevo mundo” vio nacer el urbanismo moderno, fundamentado en la planeación organizada y científica, el ciberespacio y la realidad virtual constituyen el nuevo escenario por excelencia de la utopía contemporánea (Foster et al., 1999). Este espacio ha sido construido, incluso, en analogía con el espacio físico, lo que es más que anecdótico, como señala Cowles:

 

Quizás más allá de ser una plataforma, el rol del internet como “lugar” sustenta su potencial utópico. Desde el comienzo, y como parte de los protocolos que dictan su operación, el internet se ha diseñado para simular un lugar. Su intención es ser un mundo virtual, capaz de contener lugares infinitos, accesibles para múltiples localizadores: direcciones IP, enlaces, canales de chat, etc. Incluso en el lenguaje que usamos para describir la experiencia de internet, es evidente que no lo consideramos simplemente un medio de comunicación. Por ejemplo, hablamos de visitar un sitio web, pero nunca hablamos de visitar un programa de televisión (Cowles, 2009: 83).

 

El fenómeno no se reduce a internet. En general, las nuevas tecnologías, y en particular las llamadas NBIC (nanotecnología, biotecnología, informática y las ciencias cognitivas), han propiciado nuevas corrientes de pensamiento contemporáneo como el tecnoprogresismo, el poshumanismo[3] o el transhumanismo, que recurrentemente vuelven a la idea de utopía (Hauskeller, 2013). Tampoco el utopismo tecnológico se limita a la academia; por el contrario, prolifera en contextos informales. Lo podemos hallar en las instituciones públicas (Morais, 2011), en los medios de comunicación (Hetland, 2012) o en la literatura. Véase la ciencia ficción, que, además de un género de entretenimiento, ha sido uno de los mayores laboratorios de ideas tecnocientíficas desde finales del siglo XIX (Jaimen, 2022): Un mundo feliz (Huxley, 2020), La ciudad y las estrellas (Clarke, 2012), etcétera.

El imaginario tecnoutópico se propaga por demás en voz de empresarios y de directivos de las mayores empresas tecnológicas: Elon Musk, fundador de las transnacionales PayPal y Tesla, considera utópico un futuro en el que “la gente tenga acceso a cualquier bien o servicio que ellos quieran” (Time, 2021), mientras asegura que hará accesible para todos los viajes a Marte; Zuckerberg, fundador de Facebook, promete que el siguiente paso de su empresa será “desarrollar la infraestructura social comunitaria, para apoyarnos, para mantenernos seguros, para informarnos, para crear compromiso civil y para la inclusión de todos” (Quartz, 2022); Eric Schmidt, fundador de Google, pregona la utopía del internet como “el más grande experimento de anarquía que hemos tenido” (Ratcliffe, 2016). Cada una de estas declaraciones fomenta que la utopía tecnológica se instale en la opinión pública y a menudo sea aceptada como un acto filantrópico (MacKenzie, 2021) posible y deseable.

Por último, el utopismo tecnológico va ligado a la noción de progreso; supone que la tecnología tiene la facultad de ir construyendo un mundo cada vez más “avanzado”, mejor constituido, en un sentido materialista, pero también ético y cultural. Visto de otro modo, la utopía es una elevación de la noción de progreso, sin la cual quedaría anclada en un ideal materialista:

 

La idea de progreso implica más que una “mejor vida” en términos de mayor consumo o mayor variedad de bienes más accesibles; se espera una mejor humanidad en términos de una ética, cultura u orden sociopolítico de mayor calidad. Es este noble destino el que eleva las persuasiones progresistas utópicas por encima de sus fundamentos materialistas (Jonas, 1981, p. 412).

 

En resumen, el utopismo tecnológico, como expectativa idealizada del progreso tecnocientífico, forma parte del imaginario colectivo y se perpetúa en diferentes contextos, en voz de los diferentes actores sociales, en múltiples momentos: en la academia, la literatura y la opinión. Por esta razón, en lo sucesivo nos referiremos a ello como una forma de discurso, es decir, una representación sociomental que se reproduce (Van Dijk, 2009) en el texto, pero también en la acción, y que tiene connotaciones sociopolíticas particulares.

 

Análisis Crítico del Discurso

El discurso es un medio de propagación de modelos mentales y sociales (Van Dijk, 2009); un canal de reproducción simbólica desde el cual se accede a diversas formas de poder social. Así mismo se define desde la teoría del Análisis Crítico del Discurso (ACD), la cual estudia los abusos de poder social a partir del discurso o, más concretamente, el control de determinados grupos sobre otros (Van Dijk, 1999, p. 30). Esta relación de poder/control no se reduce a los medios de producción materiales, sino que implica también control sobre universos simbólicos y, más concretamente, el control de las mentes. En palabras de Van Dijk: “El control no solo se ejerce sobre el discurso entendido como práctica social, sino que también se aplica a las mentes de los sujetos controlados, es decir, a su conocimiento, a sus opiniones, sus actitudes y sus ideologías, así como a otras representaciones personales y sociales” (Van Dijk, 2009, p. 30).

El control mental está estrechamente ligado a la ideología, entendiendo la ideología no solo como un conjunto de creencias, sino como un “marco cognitivo que controla la formación, la transformación y la aplicación de otras cogniciones sociales tales como el conocimiento” (Van Dijk, 2009, p. 68). En tanto marco explicativo, el discurso accede a modelar los prejuicios, creencias y demás procesos cognitivos del individuo; es un ejercicio de poder social, pues, para lograr controlar mental, “hace falta controlar el discurso público en todas sus dimensiones semióticas” (Van Dijk, 2009, p. 37).

Esta relación ideológica-discurso no se reduce a sus relaciones cognitivas, en un sentido abstracto, sino que también “se refiere a una ‘conciencia’ de grupo o de clase que puede estar o no elaborada explícitamente en un sistema ideológico que sustente las prácticas socioeconómicas, políticas y culturales de los miembros del grupo destinadas a satisfacer” (Van Dijk, 2009, p. 46). Atañe a los intereses de un grupo; por ello, el “control de la mente” se da en una relación compleja; más allá de la comprensión textual de un acto discursivo, “incluye el conocimiento personal y social, las experiencias previas, las opiniones personales y las actitudes, ideologías, normas y valores sociales, entre otros factores que participan de la modificación del modo de pensar de una persona” (Van Dijk, 2009, p. 31).

El Análisis Crítico del Discurso cobra importancia ante el hecho de que estas relaciones no se dan de forma abierta o transparente. Como apunta Van Dijk, los grupos dominantes a menudo intentan “ocultar” la ideología de sus discursos, mientras que una de las formas más eficaces de ejercer este control es hacer creer al receptor que goza de una libertad ilusoria (Van Dijk, 2009, p. 68). Pero si por libertad entendemos “la oportunidad de pensar y de hacer lo que uno quiere” (Van Dijk, 1999, p. 186), el discurso, como control mental, es un atentado contra la libertad misma.

Por último, cabe señalar que el discurso no se limita al análisis formal del texto; por el contrario, contempla que el discurso es acción e interacción social (Van Dijk, 2019). Es decir que

 

la utilización discursiva del lenguaje no consiste solamente en una serie ordenada de palabras, cláusulas, oraciones y proposiciones, sino también en secuencias de actos mutuamente relacionados [...] también el orden de palabras, el estilo y la coherencia, entre muchas otras propiedades del discurso, pueden describirse no sólo como estructuras abstractas, como se hace en lingüística, sino también en términos de las realizaciones estratégicas de los usuarios del lenguaje en acción: por ejemplo, los hablantes y escritores están permanentemente ocupados en hacer que sus discursos sean coherentes (Van Dijk, 2019, pp. 21-22).

 

Ello se aprecia en más de un sentido en el discurso tecnológico y utópico tecnológico, particularmente en la opinión de reconocidos empresarios de la tecnología: son discursos enunciados por actores clave del cambio tecnocientífico y están validados por sus acciones; además, sus palabras tienen un efecto activo en la aceptación y la valoración del cambio tecnológico por parte de la sociedad, principalmente la no-experta.

Recapitulando, la importancia de someter a un análisis crítico del discurso al discurso utópico tecnológico surge de la necesidad de discernir intereses y/o intenciones de un discurso extendido, en un contexto en el que las nuevas tecnologías digitales median nuestras vidas. Parte de reconocer que somos ciudadanos digitales en un territorio que en apariencia es utópico, fundamentado en principios presuntamente legítimos, pero que no deja de ser un espacio privado (Cabañes, 2016). Parte también del reconocimiento de que estas nuevas tecnologías han producido ya un cambio paradigmático en la sociedad, generando incertidumbre sobre sus posibles riesgos.

 

Genealogía de la utopía

La presente genealogía tiene como finalidad establecer un marco teórico amplio para el análisis de la utopía en el que finalmente fundamentar nuestra aplicación teórico-metodológica. No se pretende hacer una historia de la utopía, en tanto narración lineal, sino una genealogía en el sentido foucaultiano, esto es, un rastreo del árbol familiar del utopismo, que no de su esencia. En palabras del filósofo francés: “Detrás de las cosas existe algo muy distinto: en absoluto su secreto esencial y sin fechas, sino el secreto de que carece de esencia, o que su esencia fue construida pieza por pieza a partir de figuras que le eran extrañas” (Foucault, citado en Barragán Cabral, 2012, p. 3).

La utopía es un concepto complejo, aunque tiene un origen localizado: la obra de Tomás Moro: Librillo verdaderamente dorado, no menos beneficioso que entretenido, sobre el mejor estado de una república y sobre la nueva isla de Utopía, mejor conocida como Utopía. Las raíces que dan lugar al término son ου (“no”) y τοπος (“lugar”), dando como resultado “no-lugar” o “lugar que no existe”, aunque también puede leerse como εὐ (buen) y τοπος (“lugar”), que es “lugar-bueno”. En un solo vocablo, Moro diseñó un cruce de significados que viene a decir “lugar bueno que no existe”. Ello pudiera interpretarse en muchos sentidos, pero por lo pronto nos da la premisa de inicio: la utopía es ficción.

Desde la antigüedad existen textos que pudieran catalogarse de utópicos. Ejemplo de ello son la obra de Platón, particularmente su descripción de la Atlántida (Platón, 1999), Aristóteles, Faleas o Hipódamo (Manuel, 1982). También pueden encontrarse fórmulas similares en la literatura cristiana de la Edad Media; por ejemplo, La ciudad de Dios de San Agustín (2015). El utopismo no es un invento renacentista y en cierta manera Moro es un continuador de todos estos autores; aun así, lo que distingue a su obra es que da pie a una fórmula canónica, sin la cual quizás no existiera el posterior debate filosófico de la utopía. Por tanto, se da inicio a la presente genealogía con él.

Nace así un género literario autoconsciente de instantánea popularidad, un género que, como ninguno, capta el espíritu de la época. La utopía no solo se origina en los albores de la modernidad, sino que es parte misma del proceso de construcción de la identidad moderna. Se vinculan, por ejemplo, al género de los islarios, antologías que muestran, mediante textos y grabados, las maravillas descubiertas por las modernas empresas náuticas, que a su vez se vinculan al descubrimiento de América y a las instituciones coloniales. En definitiva, surge, como el humanismo y la teoría política moderna, del antropocentrismo, que es producto de una combinación particular de eventos transformadores, entre los que se destacan la imprenta modular, responsable de la aceleración de la producción científica, y el protestantismo, un cisma sin precedentes en la cristiandad, que da pie a un cambio de mirada, del orden divino al orden humano.

Desde la crítica literaria contemporánea, una definición sencilla y frecuentemente retomada de la utopía es la que propone Neill Eurich, en la que utopías son “sueños humanos de un mundo mejor” (Eurich, 1967, p. 7). Ello acota la problemática, aunque no del todo. Sin mayor explicación, deja insatisfechas grandes interrogantes: ¿qué significa “mejor”? o ¿qué entiende el autor como “sueños”? Sin responder a estas preguntas no se puede siquiera discernir la literatura utópica de la teoría política. Ahondando más, Glenn Negley y J. Max Patrick (1962) fijaron tres características en toda utopía literaria: ser de ficción, describir un estado o comunidad particular y basarse en la estructura política de ese estado o comunidad ficticia. La definición parece más exacta en lo formal, mas deja de lado aspectos quizás más interesantes como el problema de la intención.

Nos acerca más entender la utopía en su contexto su carácter de denuncia. Comenzando por Moro, su obra es una crítica a la oligarquía del siglo XVI, preocupada principalmente en los intereses personales de las élites gobernantes. De ahí el reclamo que más fama le ha dado: la abolición de la propiedad privada. Lo mismo se observa en cualquiera de los llamados utopistas clásicos: “De una u otra forma, todos criticaron alguna institución específica de su tiempo”, particularmente, en el contexto del humanismo antropocéntrico, como “forma de rechazar la noción de ‘pecado original’ para la cual la virtud humana y la razón son facultades débiles y perjudiciales” (Shklar, 1965, p. 370). Shklar confirma lo que se viene diciendo: la literatura utópica, en su denuncia de las instituciones medievales, traza el camino hacia el humanismo y el antropocentrismo, observación que se ratifica en otros exponentes del género como Bacon (2006) o Campanella (2006).

La tradición de la literatura utópica se debilita pasado el siglo XVII, y no es hasta el siglo XIX que resurge otra forma de utopía con unos objetivos bien distintos, más allá del orden humano, hacia el orden técnico, el control y el dominio de la naturaleza (Mumford, 2015). Los hechos históricos que determinan este cambio son, por un lado, la evolución política hacia las monarquías absolutistas hasta su posterior crisis y, por otro, la revolución industrial y la eclosión del mercantilismo. Es decir, hay un distanciamiento del pensamiento político idealista hacia un materialismo burgués que repercute en un abandono temporal de la fórmula utópica. El resurgimiento de la utopía decimonónica, representada por autores como Joseph Fourier o Robert Owen, peca de un utilitarismo “práctico” y, en general: “tienden a magnificar la importancia del orden industrial y, de este modo, a perder de vista la vida humana en su totalidad. Estas utopías no se preocupan ya tanto por los valores sino por los medios; son todas instrumentistas” (Mumford, 2015, p. 117).

En el mismo contexto de esta transformación, surge la teoría del utopismo, ya no como género literario sino como concepto político. Los responsables son Marx y Engels, quienes entendieron la utopía de una forma muy distinta. A raíz de ello, “utópico” derivó en un adjetivo peyorativo. Para ellos las utopías eran sistemas sociales que “cuanto más detallados y minuciosos fueran, más tenían que degenerar en puras fantasía” (Engels, 1982, p. 57). Así se expresa burlonamente Engels en Del socialismo utópico al socialismo científico, lanzando sus ataques directamente a Saint-Simon, Fourier y Owen, a quienes cataloga como los tres grandes utopistas. Para Engels, estos “socialistas utópicos” tenían en común haber sido los primeros en elaborar una teoría socialista a partir de los valores de la Revolución francesa, y, aunque los considera precursores del socialismo contemporáneo, les achaca que sus intereses quedaron anclados en una revolución burguesa: anti aristocrática, pero aún acrítica con el capitalismo burgués. Es decir que los reprueba por no tener en cuenta los “intereses del proletariado”, imprescindibles en la revolución socialista que él y Marx promovían. Además, critica su deseo de “emancipar al mundo entero”, sin consciencia de clase, lo que para él no podía más que propiciar teorías “racionales” pero “fantasiosas” (Engels, 1982, p. 53).

La cuestión, más que una revisión de privilegios, implica una cuestión de método. Engels y Marx vieron en el socialismo utópico la antítesis del socialismo científico, una dicotomía que se extrapola a dos posturas filosóficas: por una parte, el socialismo utópico tendría como referente el materialismo francés, mecanicista y positivista, mientras el socialismo científico se construiría a partir del materialismo dialéctico, producto del análisis de las condiciones histórico-sociales y de la conciencia de clase. El socialismo científico sería un socialismo posicionado desde las necesidades del proletariado, en el entendido de que solo así puede superarse el capitalismo. Engels dice:

 

… el socialismo científico, expresión teórica del movimiento proletario, es el llamado a investigar las condiciones históricas y, con ello, la naturaleza misma de este acto, infundiendo de este modo a la clase llamada a hacer esta revolución, a la clase hoy oprimida, la conciencia de las condiciones y de la naturaleza de su propia acción (Engels, 1982, p. 105).

 

Pero Marx y Engels se meten en un embrollo diferente, el del cientificismo y el historicismo. Precisamente ahí nace el utopismo como problema filosófico, un debate que es en gran medida marxista. Marx pensaba que, de igual modo que el ascenso de la burguesía terminó sustituyendo a la monarquía absoluta, el proletariado habría de confrontar y sustituir el poder de la burguesía como una consecuencia lógica. Este ha sido uno de los aspectos más debatidos de su sistema de pensamiento. Empezando por sus seguidores, se le ha criticado ser una postura evasiva al problema de la lucha y supone, falazmente, que la historia puede constituir un método científico exacto (Gorz, 1964; Petruccelli, 2016; Popper, 2008). Prueba de ello es el posterior giro neomarxista hacia una reivindicación de la utopía. Esta revisión no supone una vuelta al pensamiento de los utopistas del siglo XIX o del Renacimiento, sino una reinterpretación del marxismo lejos de sus pretensiones cientificistas. De acuerdo con Petrucelli, esto se debe a que:

 

En primer lugar, si el socialismo no puede ser concebido como una necesidad histórica inevitable, ello obliga a justificarlo éticamente, lo cual parecería enviarnos al socialismo romántico. En segundo lugar, si asumimos que un orden socialista no seguirá naturalmente de la debacle del capitalismo, y si nos hacemos cargo de la posibilidad de intentos no solo fallidos sino incluso catastróficos, entonces se impone de manera acuciante una reflexión seria sobre los modelos de socialismo posible, lo cual parecería devolvernos al socialismo utópico (Petruccelli, 2016, p. 23).

 

Con el neomarxismo, la utopía se reelabora como símbolo de lucha. Por eso hoy es habitual asociar utopía con socialismo. El primer autor para destacar en este sentido es Karl Mannheim, quien en su obra Ideología y utopía busca esbozar una sociología del conocimiento y una teoría científica de la política. Según él, utopía son “aquellas orientaciones que trasciendan la realidad y que, al informar la conducta humana, tiendan a destruir, parcial o totalmente, el orden de las cosas predominante en aquel momento” (Mannheim, 1958, p. 267). El utopismo de Mannheim es antitético al de Marx y Engels pues, desde su perspectiva, la utopía es el precedente de la ideología, es decir, un reclamo aspiracional en la lucha de clases:

 

La exposición de las ideologías como ideas ilusorias adaptadas al orden actual es generalmente la obra de los representantes de un orden de existencia que está aún en proceso de formación. Es siempre el grupo dominante, que está de completo acuerdo con el orden existente, el que determina lo que debe ser considerado como utópico, mientras que el grupo en ascenso, que se halla en conflicto con las cosas tal y como son, es el que determina lo que debe ser considerado como ideológico (Mannheim, 1958, p. 280).

 

La cita anterior confirma el análisis de Petrucelli (2016) según el cual el giro utopista viene de una toma de conciencia del marxismo como un reclamo moral, no científico. De ahí que Goodwin (1980, p. 385) sostenga que la utopía es un concepto incómodo para las élites liberales. Eso solo puede referirse a la utopía socialista, pues, como se ha señalado desde Marx, la utopía ha sido un componente importante también en el pensamiento liberal-utilitarista.

La teoría de Mannheim ha dejado una larga estela. La podemos ver replicada, por ejemplo, en la célebre conferencia de Herbert Marcuse, El fin de la utopía:

 

¿Por qué se consideran [los proyectos utópicos] imposibles? En la corriente discusión de la utopía, la imposibilidad de la realización del proyecto de una nueva sociedad se afirma, primero, porque los factores subjetivos y objetivos de una determinada situación social se oponen a la transformación; se habla entonces de inmadurez de la situación social, por ejemplo, a propósito de los proyectos comunistas durante la Revolución Industrial, o tal vez, hoy, del socialismo... (Marcuse, 1981, p. 9).

 

A diferencia de Mannheim, Marcuse añade el elemento tecnológico. Para él, la única utopía imposible sería aquella que desafía las leyes científicas, y por lo demás la técnica ya habría alcanzado altura suficiente para emancipar al hombre de un trabajo alienante, permitiendo una utopía social realizable. Lo único que impide, en sus propios términos, el final de la utopía es esta misma lucha ideológica en contra del hacer capitalista. Es decir, coincide con Mannheim en que el verdadero problema es ideológico. Por otro lado, retoma a Marx en la idea de que el socialismo solo es posible por medio de la aceleración de la fuerza productiva. Considerando la definición de Segal, Marcuse sería un utopista tecnológico.

Una década después, Ernest Bloch introduce una nueva concepción teórica de la utopía en su libro El principio esperanza, escrito entre 1938 y 1947, una de las obras más relevantes de la lectura neomarxista de la utopía. Su importancia le viene de haber armonizado el materialismo dialéctico con el utopismo en una teoría cognitiva. En su texto, la lucha de clases persiste como el motor de la historia, aunque no es su objetivo primordial, al contrario, es apenas la manifestación de un impulso esencial para el hombre y para todos sus procesos cognitivos: “la esperanza”, que es para Bloch el elemento característico del utopismo.

La tensión entre insatisfacción y deseo es la que Bloch (2004, p. 240) equipara a la dialéctica, de la cual nos dice: “tiene su motor en la inquietud, y en el ser no manifestado”. Además, es una teoría ontológica o, como dice Bloch, una ontología del “todavía-aún-no”, una explicación del ser a partir de lo que no es pero que pudiera ser, de su potencialidad. Subyace la idea de explicar el mundo al revés de Aristóteles, no como el resultado de una acción pasada, sino como resultado de un deseo futuro: “El ser que condiciona la conciencia, como la conciencia que elabora el ser, se entienden, en último término, sólo en aquello desde lo que proceden y hacia lo que tienden. La esencia no es la preteridad; por el contrario, la esencia del mundo está en el frente” (Bloch, 2004: 43). El principio esperanza fue una obra recibida ampliamente en su momento, y aún en la actualidad es retomada por otros autores contemporáneos de la utopía como Ruth Levitas (2010) o Cosimo Quarta (2015).

El debate neomarxista decrece con la Segunda Guerra Mundial, un evento que transforma el auge de las utopías en una gran decepción distópica (Rüsen et al., 2005). La desilusión y el miedo que dejaron la guerra, propiciaron nuevos enfoques donde el historicismo y el utopismo comenzaron a verse como sitios potencialmente peligrosos, independientemente de su orientación ideológica.

Karl Popper fue una de las voces más notables en la denuncia de estos peligros con su libro La sociedad abierta y sus enemigos, publicado el año que terminó la guerra. Se trata de una obra en dos partes; por un lado, un tratado sobre Platón y, por otro, un tratado sobre Marx, donde el autor aplica a las ciencias sociales su teoría del falsacionismo científico, denunciando así las formas discursivas que no admiten ningún tipo de refutación, entre ellas la utopía. Aunque es una obra filosófica, deriva en una crítica política fuerte y clara contra los fascismos y el estalinismo, a la vez que defiende a capa y espada la democracia como único modelo deseable, no por ser perfecto, sino porque se autorregula y admite la contradicción.

El objetivo principal de La sociedad abierta y sus enemigos es desmantelar el concepto de “historicismo”, entendiendo con ello un discurso que sirve para justificar fines políticos desde el totalitarismo y la rigidez, el historicismo como antítesis del existencialismo: “El futuro depende de nosotros mismos y nosotros no dependemos de ninguna necesidad histórica. Existen, sin embargo, filosofías sociales de gran influencia que sostienen la opinión exactamente contraria” (Popper, 2017, p. 75).

La diferencia entre Popper y los neomarxistas, que también pronto se desligan de la pretensión determinista de Marx, es precisamente esta relación negativa entre historicismo y utopía. Para Popper la utopía no puede únicamente reducirse a una avanzada cognitiva, llámese esperanza, sino que es un discurso que en la medida que se asume científico, inevitable o idóneo, se materializa en un universo cerrado y totalitario. En otras palabras, la utopía es el horizonte de un mundo controlado y controlador: “no solo existe una paradoja de la libertad, sino también una paradoja de la planificación estatal. Si planificamos demasiado, si le damos demasiado poder al Estado, entonces perderemos la libertad y ese será el fin de nuestra planificación” (Popper, 2017, p. 345).

Al calor de los sucesos de la Segunda Guerra Mundial, La sociedad abierta y sus enemigos (originalmente publicado en 1945) obtuvo una gran recepción, principalmente en lo que respecta a su elogio de la democracia, no solo como sistema político sino también como principio científico. Hoy, sin embargo, puede resultar un texto excesivamente metodológico como señala Goodwin (1980, p. 386). Ello pudiera considerarse falaz dentro de su mismo sistema, en tanto aspira a un modelo ideal o utópico de la democracia.

En resumen, lo que empezó como un debate marxista en el siglo XIX pasa a centrarse en la disyuntiva de la libertad y el orden. Ello derivaría eventualmente en otra forma crítica de la utopía, desde la teoría decolonial y el feminismo. Al respecto se destaca el ensayo de la escritora de ciencia ficción Ursula K. Le Guin, “A Non-Euclidean View of California as a Cold Place to Be” (1989). Para Le Guin, el concepto de utopía es un discurso colonial cuya orientación al futuro la hace insensible al presente, a la gente. Desde cualquier postura, revolucionaria o autoritaria, el utopismo sería una manifestación de una obsesión por el control: “Es el producto de ‘la mente euclidiana’ (una frase a menudo usada por Dostoyevsky), obsesionada por la idea de regular todo lo vivo mediante la razón y trayendo felicidad al hombre a cualquier precio” (1989, p. 5).

Para Le Guin el problema no es ni el futuro ni el progreso per se, sino que la utopía pareciera ser esencialmente una lucha de voluntades: “It [la utopía] is a monotheocracy, declared by executive decree, and maintained by willpower; as its premise is progress, not process, it has no habitable present, and speaks only in the future tense. And in the end reason itself must reject it” (1989, p. 6). En conclusión, la utopía no es un concepto neutral, como quizás se pensó en el Renacimiento. De ello se dio cuenta Marx, y continúa como problema principal en Le Guin. La utopía es por sí misma un territorio, cuyo dominio se disputa ideológicamente; por tanto, es imposible abordarla como un ideal universal. Ello propicia su uso ambiguo a nivel discursivo.

 

Análisis crítico del discurso utópico tecnológico

Desde el enfoque general del ACD, Van Dijk tipifica distintas formas de discurso, utilizando criterios variados, entre ellos la relación con el contexto y, aunque no establece una categoría de discurso utópico como tal, es posible definirlo por proximidad a una que sí establece: los discursos cuyo tema es el poder, un tipo de discurso descriptivo que abunda entre grupos de académicos y que contribuye a moldear las expectativas del futuro desde un punto de vista ideológico.

 

Hay otras maneras de influir en las acciones futuras; por ejemplo, mediante las descripciones de acciones, situaciones o acontecimientos futuros o posibles, con predicciones, planes, proyectos, programas y advertencias, a veces combinados con diferentes formas de consejos. Los grupos de poder implicados en este tipo de estrategia habitualmente son profesionales (“expertos”) y su base de poder suele ser el control del conocimiento y la tecnología (Pettigrew, 1972). Los medios retóricos frecuentemente consisten en argumentaciones y en las descripciones de cursos de acción alternativos indeseables (Van Dijk, 2009, p. 74).

 

Partiendo del ACD, concretamente de este tipo de discursos sobre el poder, y de la genealogía de la idea de utopía propuesta, se derivan las siguientes características para una aplicación metodológica localizada al discurso utópico tecnológico.

Primero, el discurso utópico es un tipo de discurso que trata sobre el poder y, al mismo tiempo, es un lugar desde el que es posible ejercerlo. En la literatura utópica, desde Moro, vemos claramente la primera de las implicaciones, la implicación temática desde la denuncia, mientras que en los tratamientos teóricos, desde Marx a Le Guin, se debate la segunda implicación, la del ejercicio del poder. En segundo lugar, el discurso utópico contribuye a la reproducción ideológica definida por Van Dijk, es decir, ofrece un marco cognitivo que controla otras formas de cognición y como tal puede ser una herramienta de prácticas hegemónicas de dominación a partir del control mental. Implica también acción, en la medida en que influye en la aceptación social de planes elitistas de ingeniería social.

El discurso utópico, directa o indirectamente, involucra siempre tecnología. En el siglo XVI involucra la tecnología naval y la imprenta moderna; en el siglo XIX, la industria de la fabricación; en la actualidad, las tecnologías digitales. Es decir que la tecnología no es accesoria a la utopía, sino el elemento diferenciador que le abre el camino de lo posible. Retomando a Marcuse, es el vehículo de la utopía o, lo que es lo mismo, el camino al fin de la utopía, un desenlace idóneo que hace la idea misma obsoleta. Por tanto, todos los discursos utópicos son en mayor medida utopías tecnológicas y, en consecuencia, la utopía recae en manos de quien posee la tecnología, lo que en el contexto contemporáneo está vinculado a élites liberales.

Estas tres características, comunes a cualquier discurso utópico tecnológico, revelan la no neutralidad de este. Por tanto, el uso del término utopía supone siempre una incógnita, una variable que precisa ser despejada, o de lo contrario sirve de recoveco para el abuso de poder discursivo, una laguna en la que fácilmente se puede ocultar o diluir la intencionalidad. Por ello, se propone la siguiente ruta de análisis.

De inicio, identificar la denuncia. Remontándonos al género de las utopías, la denuncia es la dimensión revolucionaria de la utopía. A partir de esta es posible determinar si se trata de un discurso legítimo o ilegítimo. La ausencia de denuncia, en última instancia, es un síntoma de ambigüedad sin el cual quien enuncia el discurso manifiesta su conformidad con el orden preestablecido. Un ejemplo de ausencia de denuncia sería el que Marx critica a propósito de los socialistas utópicos, cuyo discurso, aunque propositivo, no deja de ser coadyuvante con el sistema industrial capitalista. Identificar la denuncia conduce a situar el discurso.

Posteriormente, reconocer el utilitarismo como síntoma histórico del utopismo burgués. Examinar la utopía en este sentido supone ubicarla y confrontarla con el hecho de que el progreso y el crecimiento económico por sí mismo no resuelven un problema que, en última instancia, es político y moral. Se trata de un espejismo común, producido por la novedad tecnológica, que conlleva a una idealización del orden capitalista.

Lo siguiente sería identificar la utopía como plan rígido y totalitario. Diferentes características revelan esta inclinación, el historicismo o el esencialismo, como señala Popper, y de forma más directa, la intolerancia a la crítica. Este tipo de discursos promueven la ingeniería social, a menudo de forma insensible con el presente, a decir de Le Guin.

Por último, en estrecha relación con el punto anterior, cualquier resistencia a la inclusión y/o insensibilidad con la realidad presente supone un acto de dominación y una práctica colonial. La utopía no puede, en su pretendida universalidad, aceptar machismo, racismo o cualquier otra forma de discriminación. Puesto que a menudo esta inclinación no es explícita, ello obliga a considerar quién es el actor y desde qué contexto enuncia.

Al considerar estos puntos, es posible discernir la función utilitaria de la utopía como función revolucionaria que, en un sentido neomarxista, defienda lo posible como principio moral de cambio y como un motor de lucha de clases. Ya sea el discurso accionado desde la academia, en la literatura o en la opinión pública, ayuda a revelar carencias importantes del discurso utópico tecnológico, que apuntan a otros intereses y propósitos más ligados a la publicidad y a la manipulación ideológica.

 

Conclusiones

La relación entre utopía y tecnología precisa de un método propio en lo que respecta a sus implicaciones discursivas. Hoy más que nunca es necesario reconsiderar una fórmula que, aunque antigua, cambia de rostro continuamente, en un contexto en el que la tecnología digital condiciona la vida social mediante plataformas privativas, un contexto de ciudadanía digital.

Analizar la utopía implica no solo leer la intención de un discurso: es un análisis válido que podemos realizar como ciudadanos “no expertos”, desplazando el debate del problema técnico, que pareciera es el único que se valida desde las instituciones tecnocientíficas. Es una resistencia a la hegemonía definida por Gramsci: “Los intelectuales tienen una función en la hegemonía que el grupo dominante ejerce en toda la sociedad y en el ‘dominio’ sobre ella que encarna el Estado” (1999: 188); pues por medio del “prestigio” pueden lograr un “consenso” que conduce a la aceptación cultural de dicho abuso de poder.

Supone examinar el lugar desde el que se pronuncia el experto, pero sobre todo devolver el debate de lo técnico a lo ético. Para esto es menester considerar la utopía como un concepto mutante que lleva a sus espaldas significados múltiples, los cuales, si bien a veces son contradictorios, cada uno de ellos revela aspectos complementarios de su naturaleza, todos ellos valiosos.

 

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[1] Grupo de investigación Arsgames A.C. ORCID: 0000-0001-6140-8462.

Correo electrónico: honestor11@gmail.com  

[2] Las traducciones del inglés son del autor.

[3] Nos referimos aquí indistintamente al poshumanismo y al autodenominado poshumanismo crítico, en tanto potenciales lugares de discurso utópico tecnológico.