Violencia institucionalizada y desmitificación del chivo expiatorio en Guerra en El Paraíso

Institutionalized Violence and Demystification of the Scapegoat in Guerra en El Paraíso

https://doi.org/10.25009/blj.i16.2674 

 

Carlos Humberto Franco Castillo[1]

César Antonio Sotelo Gutiérrez [2]

 

Resumen

Este texto aborda cómo Carlos Montemayor en Guerra en El Paraíso descoloca a los guerrilleros de las distorsiones o estereotipos que forman parte del discurso oficial, desde el cual se ha justificado la violencia hacia la población campesina en aras de la “paz social”. Para el escritor, los levantamientos guerrilleros tienen origen en una violencia institucional por parte del Estado, que busca refundar sus instituciones retomando a grupos insurgentes como chivos expiatorios.

Palabras clave: violencia institucionalizada, violencia estructural, chivo expiatorio, guerrillero, necroestado

 

Abstract

This article examines the novel Guerra en El Paraíso, in which Carlos Montemayor reinterprets stereotypes of guerrilla fighters prevalent in an official discourse for whom violence against rural populations is justified for the sake of “social peace”. For Montemayor, the guerrilla uprisings result from institutional violence exercised by the State, which seeks to restore its own institutions using the insurgents as scapegoat.

Keywords: institutionalized violence, structural violence, scapegoat, guerrilla, necrostate

 

 

 

Introducción

Tras la muerte de Abel, Caín fundó una ciudad con el nombre de su hijo, Henoc. Desde entonces, según una de las notas preparadas por Luis Alonso Shökel en La Biblia de nuestro pueblo, la estructura de nuestras civilizaciones es “cainista”, es decir, estas se erigen con fundamento en la injusticia: “Así pues, Henoc está relacionado con una ciudad que Caín está construyendo. La Biblia no condena la ciudad por ser ciudad, sino la estructura de injusticia que representaba” (Shökel, 2015, notas p. 25). En ese mito fundacional, apunta Shöckel, nuestras sociedades e instituciones han sido, a lo largo de la historia, desconsiderados con los más “empobrecidos de siempre”, quienes han sufrido “la exclusión, la opresión y la explotación inmisericorde” (Shökel, 2015, notas p. 25). Entonces, el génesis de nuestras instituciones está en la sangre de las víctimas; estas regulan el caos y nuestras pulsiones de Thanatos, que representan “una necesidad primaria que tiene lo viviente de retornar a lo inanimado, reconociendo en ella la marca de lo demoníaco donde impera la destrucción, la desintegración y la disolución de lo vivo” (Corsi, 2002, desarrollo).

En esa misma normatividad y regulación de la barbarie humana aún prevalece la semilla con la cual surgieron las ciudades: “la violencia”. Y es que, como señala el filósofo italiano Roberto Esposito: “La violencia entre los hombres no sólo se sitúa al comienzo de la historia, sino que la comunidad misma muestra estar fundada por una violencia homicida” (Esposito, 2009, p. 72). En la actualidad, esta violencia continúa para refundar o mantener viva la estructura de estas ciudades, pero con el paso del tiempo cambian los cuerpos con los cuales se concreta el homicidio donde se cimientan de nuevo las instituciones. En este artículo se analizará cómo se manifiesta esta violencia institucional en Guerra en El Paraíso de Carlos Montemayor. Para ello se mostrará cómo los guerrilleros son convertidos en el chivo expiatorio por parte del Estado mexicano en esta novela. También se explicará cómo, a través de la narrativa, Montemayor logra descolocar a esos grupos insurgentes de los “estereotipos” (concepto que describe René Girard en El chivo expiatorio) que el discurso oficial construyó para criminalizar a los campesinos que se levantaron en armas. Y, por consiguiente, se demostrará que existe una recurrencia de estos levantamientos porque responden a una agresión que tiene un origen histórico y no a un capricho de los guerrilleros del momento. Esto con el fin de plantear una lectura que nos devele las figuras del campesino y el guerrillero fuera de los moldes constituidos por las instituciones y medios de comunicación para justificar la violencia de Estado.

Para cumplir con estos objetivos, los conceptos básicos que se emplearán en este artículo partirán de las aportaciones que nos brindan los siguientes autores: para definir qué es el chivo expiatorio, nos remitiremos a las reflexiones de Girard sobre este mecanismo social; en cuanto a la violencia y la fundación de las ciudades, Roberto Esposito tiene un texto que profundiza en este tema; y, para referirnos al necroestado, acudimos a la definición que Sayak Valencia propone para esta idea en su libro Capitalismo gore. Además, se realizarán comparaciones tanto del trabajo literario de Montemayor como de sus aportes al campo de las ciencias sociales y políticas, principalmente los referentes a la guerrilla; esto con el fin de comprender cómo se ejerce y se representa la violencia institucionalizada en Guerra en El Paraíso.

Desde este sentido, es fundamental plantear que esta novela no solo se limita a un enfoque literario, ya que también es un texto que podría considerarse dentro de la literatura testimonial, como asevera Araceli Noemi Jonsson: “en esos testimonios, demostrando su fiel representación de la experiencia guerrerense. Aunque no es exclusivamente testimonial, la novela puede considerarse una contribución a dicho género por su estilo innovador” (1998, abstract). Incluso, el escritor Vicente Alfonso ha considerado esta obra como una crónica, ya que sirvió para que la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitiera una condena al Estado mexicano por violaciones a los Derechos Humanos, como fue el caso de la privación de la libertad del guerrillero Rosendo Padilla: “Más que una novela, Guerra en El Paraíso es una crónica de lo ocurrido en los años sesenta en Chilpancingo, en Acapulco y en la sierra de Atoyac” (Alfonso, 2021, p. 93). También esta conclusión parte de la premisa de que lo escrito por Montemayor se basa en testimonios y en declaraciones de guerrilleros, campesinos y fuentes militares que presenciaron aquellos sucesos violentos durante la Guerra Sucia. Por lo tanto, esta obra nos permite no solo hacer un análisis de lo que se narra en ella, sino de una realidad social compleja en México, específicamente de la violencia que se vivió en Guerrero en las décadas de 1960 y 1970. Y no solo de aquellos años sino, también, de los sucesos actuales que sigue sufriendo ese estado de nuestro país.

 

La violencia institucionalizada dentro de la novela

Debe entenderse la violencia institucionalizada como aquella que ejercen las instituciones hacia ciertos grupos y que son agresiones de orden estructural, ya que tienen una base fundacional como la que argumenta Esposito:

 

Al asesinato de Caín, que el relato bíblico sitúa en el origen de la historia del hombre, responde, en la mitología clásica, el de Rómulo en el momento de la fundación de Roma: en ambos casos, la institución de la comunidad parece ligada a la sangre de un cadáver abandonado en el polvo. La comunidad se yergue sobre una tumba a cielo abierto, que nunca deja de amenazar con engullirla (2009, p. 72).

 

Desde esta perspectiva, analizando la realidad mexicana contemporánea, lo importante no es solo concentrarse en la situación del pobre en específico, sino en la pobreza misma, que resulta de un modelo económico fallido en las zonas rurales; no en la del hambriento, sino en el hambre, que evidencia las enormes desigualdades en el país; y tampoco, en la del agredido, sino en la agresión en su más amplio margen de repercusión, como el uso de la fuerza del Ejército por parte del Estado. En el libro La violencia de Estado en México. Antes y después de 1968, Montemayor profundiza sobre esta violencia, la cual se encuentra no solo en el ejercicio de represión directa del Estado contra la ciudadanía, sino también en la desprotección del gobierno en cuanto a la población; las administraciones de gobierno, por sus decisiones, han dejado a una sociedad en condiciones vulnerables, sin acceso a derechos, bienes y servicios básicos:

 

… la pobreza, la desnutrición, el desempleo, el analfabetismo, la marginación, la carencia de servicios de salud, la vivienda deficiente, los servicios públicos insuficientes o inexistentes, la desigualdad social extrema, la pérdida de talla o estatura en núcleos rurales e indígenas, el acortamiento del promedio de vida en zonas rurales y marginadas. Indicadores así, y otros más que pueden conformarse de acuerdo con características regionales o de legislación local o nacional (podríamos decir caciquismos, corrupción policial, venalidad de jueces, explotación laboral en campos agrícolas, industrias, maquiladoras o sectores de servicio mediante presiones sindicales, indefensión o subcontratación laboral por terceros de niños, mujeres o jóvenes), constituyen un amplio sistema de violencia legal, institucionalizada (Montemayor, 2010, p. 182).

 

El escritor había planteado anteriormente este mismo juicio en su novela Guerra en El Paraíso, en voz de Lucio Cabañas: “Y el Estado burgués provoca y permite el hambre de todos los campesinos que somos nosotros, y peleamos también contra esa hambre, contra esa carestía. Y la padecemos también. Y la injusticia. Y el atraso educativo. Y las condiciones precarias de salud. Y todo lo que puede padecerse del Estado burgués nosotros lo padecemos” (Montemayor, 1992, p. 141).

Desde este acercamiento, dentro de sus ensayos de La violencia de Estado en México. Antes y después de 1968 y en su novela Guerra en El Paraíso, el escritor nos invita a comprender el origen de la violencia de los movimientos guerrilleros a través de un examen casuístico del fenómeno. Tal diagnóstico nos conduce a señalar como origen primordial de estos movimientos la fundación de las instituciones, las cuales surgen junto con la conformación de la civilización, pues tienen como base la sangre de sus víctimas, como en los mitos de Caín y Abel o de Rómulo y Remo. Y esta fundación no termina con la muerte de un hombre; al contrario, hay una recurrencia de levantamientos sociales que han sufrido la represión del Estado en los últimos años, en anteriores décadas e, incluso, desde hace siglos, porque no se han solucionado de fondo estos problemas de índole estructural, como señaló el escritor parralense en su libro La guerrilla recurrente: “Sólo es posible hablar de antecedentes históricos desde un proceso actual; los acontecimientos vivos van definiendo su propio pasado, y en función del presente, o incluso de soluciones futuras posibles, los antecedentes adquieren relieve y pueden tornarse útiles y comprensibles” (Montemayor, 2007, pp. 11-12).

Los cuestionamientos que hace Montemayor sobre el discurso oficial nos permiten indicar, además, al chivo expiatorio: el guerrillero, con el cual se logra una refundación constante del Estado tanto en la vida pública del país como en su narrativa y en sus discursos.

 

La invención del chivo expiatorio y la descolocación de estos estereotipos

Para antropólogo René Girard, el chivo expiatorio se forma desde ciertas distorsiones por parte de los perseguidores: “Entiendo por ello los relatos de violencia reales, frecuentemente colectivas, redactados desde la perspectiva de los perseguidores y aquejados, por consiguiente, de características distorsiones. Hay que descubrir estas distorsiones, para rectificarlas y para determinar la arbitrariedad de todas las violencias que el texto de persecución presenta como bien fundadas (Girard, 1986, p. 18).

Desde este planteamiento es posible aseverar que los guerrilleros de la novela de Montemayor son personajes que el escritor logra descolocar de esas “distorsiones”, que parten de versiones oficiales hechas por sus perseguidores: el Estado, y junto con él, la clase empresarial. Ambos estamentos, a través de un poderoso aparato de comunicación, estereotipan a los luchadores sociales como criminales, bandidos o como una amenaza para la paz social, en un discurso tendencioso que tergiversa la problemática realidad social que fundamenta la lucha guerrillera: “Urge que el gobierno cambie de rumbo ‒volvió a sentenciar Margáin Zozaya‒ para que renazca la confianza en el pueblo mexicano. Poner un hasta aquí a quienes mediante agitaciones estériles y actos delictivos y declaraciones oficiales injuriosas amenazan con socavar los cimientos de la patria. Es un deber ineludible (Montemayor, 1992, p. 163).

A lo largo de la novela, gracias a un narrador que se posiciona con una “distancia inspirada en La Ilíada de Homero” (Arenas y Olivares, 2001, p. 79) y con una polifonía pensada al modo de las tragedias de Esquilo, el escritor logra mostrar otra visión de los personajes distinta a la que se describió en los medios de comunicación o en las declaraciones de la clase política de aquellos años. Esta estructura narrativa permite al lector hacer construcciones más humanizadas de los campesinos y los guerrilleros, además de cuestionar estas perspectivas reduccionistas o maniqueístas con las que se observa a estos individuos, las cuales, los discursos oficiales impusieron respecto a estos personajes. Gracias a esta técnica narrativa, el receptor puede tomar el papel de juez, como lo planteó José Eduardo Serrato Córdova en su artículo: “La querella de la guerra sucia y Guerra en el Paraíso”: “Si asumimos que el novelista recurrió a argumentaciones judiciales, como presentación de pruebas y de evidencias forenses, debemos empezar suponiendo, también, que la información que utiliza es verdadera ‒como se demostró con los años, ningún dato utilizado fue ficción. Partimos de la condición de la veracidad de las pruebas en este ‘juicio novelado’ (Serrato, 2019, p. 122).

Esta descolocación de los actores, que proviene del mito de los discursos oficialistas, también requiere de la participación del lector, quien, al escuchar las diversas voces, logra mirar un hecho o a los personajes desde distintos ángulos. Por lo tanto, a personajes recurrentes en la historia como Lucio Cabañas, hay que entenderlos no como criminales que toman las armas por un simple coraje o inconformidad, sino como luchadores sociales, con vicios y virtudes, que se enfrentan a la injusticia de su contexto y que buscan la reivindicación de la dignidad de su pueblo; por lo demás, muchas de estas adversidades son causadas por la violencia que ha ejercido el Estado en el territorio de Guerrero desde hace décadas, incluso siglos, y la han sufrido decenas de generaciones:

 

Bajo esta lluvia, estas noches, junto al ruido del río de Coyuca, la orilla parecía un largo rosario de difuntos, una larga letanía de gritos, de nombres desesperados, de árboles que volvían a crecer, a reverdecer, a cargarse de fruta, de fuerza. Aquí también los Vidales y Silvestre Mariscal. Y Pablo Cabañas, su abuelo. También Juan Álvarez. Siglos de guerra en la sierra. Siglos de muertos en la sierra. Y junto al río pensaba que era la misma tierra, la misma sangre, el mismo grito sin terminar (Montemayor, 1992, p. 154).

 

Esta violencia tiene una estructura de poder histórica, la cual se refunda y legitima su permanencia a través del sacrificio de nuevos chivos expiatorios que surgen en diferentes generaciones, en las cuales se reavivan las tensiones entre los grupos de poder y las clases desprotegidas. Antes de que Lucio y sus compañeros de lucha fueran designados como sujetos de sacrificio por el bien de la “paz social”, este rol había caído sobre Genaro Vázquez; en la década de los sesenta, sobre Rubén Jaramillo; en la Revolución mexicana, sobre Emiliano Zapata; así hubo también un chivo expiatorio en tiempos de la Reforma, la Independencia e, inclusive, en los años de la Colonia.

En la novela de Montemayor, la cúpula política sabe claramente que la violencia tiene un carácter institucional o estructural. Cuando en un evento oficial un estudiante reclama la corrupción política a las autoridades ahí presentes, entre las cuales se encontraban el gobernador de Guerrero y el secretario de Gobernación, Mario Moya Palencia, este, después de aplaudir el discurso de aquel joven, le responde con las siguientes palabras:

 

Y debo aclararles, recordarles, incluso, que el enemigo del gobierno de ninguna manera es un profesor como Lucio Cabañas, no. Los verdaderos enemigos del gobierno son la injusticia, el atraso social, la falta de caminos, la falta de escuelas, la falta de vinculación de la gente con las posibilidades de desarrollarse, de crecer y de vivir en paz y felicidad. Ésos son los enemigos del gobierno, y a esos enemigos hay que vencer, hay que superar. ¡No son los enemigos del gobierno los hombres valientes y leales que están en la sierra! (Montemayor, 1992, p. 96).

 

Sin embargo, a pesar de estar conscientes de las causas históricas de la violencia y del levantamiento armado en el estado ‒como lo expresan al inicio de la novela: “Es una situación especial la que vive ya esa región. Problemas políticos que vienen de muy atrás, licenciado, y que quizás pudieron haberse resuelto también políticamente” (Montemayor, 1992, p. 12) ‒, los altos mandos terminan identificando a Lucio Cabañas y demás guerrilleros como los chivos expiatorios a quienes hay que sacrificar por la “paz social” o, más bien, para mantener sus intereses sin ningún tipo de afectaciones, ya que el Partido de los Pobres (PDLP), que fundó Lucio Cabañas, quería acabar con esa estructura caciquil: “La guerrilla del PDLP es parte de un engranaje sistémico en el que su tarea es romper con la estructura del cacicazgo tradicional, dando cabida a un reajuste, una refuncionalización de la estructura de dominación que derivó en la aparición de nuevos cacicazgos modernos que se consolidaron a la sombra del figueroísmo en Guerrero (Ávila Coronel, 2016, p. 162).

En la novela, estos “enemigos” son desmitificados y desvinculados de la imagen que el discurso oficial proyectó sobre ellos, gracias a las voces de los pobladores del estado de Guerrero y a las técnicas narrativas de la obra. El lector puede comprender, dentro del juicio que hace, una realidad social que va más allá del levantamiento armado de los guerrilleros, como si estuviese en un tribunal, según lo sugiere José Eduardo Serrato Córdova:

 

Los testimonios de sobrevivientes y la memoria colectiva, incluso novelas como Guerra en El Paraíso, que toma prestado el testimonio de los derrotados y lo convierte, por medio de la ficción realista, en “memoria vicaria” están cumpliendo con la misión de recordar los delitos que cometió el ejército en nombre de la paz social y la seguridad social y cuyos autores materiales e intelectuales quedaron impunes (Serrato, 2019, p. 122).

 

Entonces, el lector escucha este “coro” de testimonios, los cuales “ayudando a crear un ambiente testimonial. Cada uno de ellos crea un trozo de lo que será el ambiente total de Guerrero en la obra” (Jonsson, 1998, p. 54). Esta polifonía que se va armando en la novela nos permite discernir que la violencia tiene una expresión, no de un individuo o de un grupo armado, sino que su dimensión es más abstracta y compleja, es decir, la agresión es estructural, por eso los cambios sociales que la guerrilla emprende tienden a la radicalización, porque esa misma violencia les ha cerrado toda posibilidad de diálogo o cualquier otra vía alterna a las armas para encontrar una solución de fondo. Por este motivo, la lucha no se origina desde una base ideológica o académica, sino por las condiciones de pobreza, miseria, hambre, injusticia, entre otras causas descritas por Montemayor en su definición de violencia institucional. Por ello, cuando los teóricos marxistas de la Liga Comunista 23 de Septiembre llegan al pueblo de Atoyac, se suscita una acalorada discusión con los campesinos, por estos océanos que separan a los libros de la realidad social:

 

Ellos que han leído muchos libros y hablan con muchas palabras muy intelectuales de mucha teoría, sí dicen, en cambio, que nuestra gente no tiene teoría, y que entonces no tienen que luchar porque no debe ser así la revolución. Pero tampoco pueden impedirnos que luchemos, porque nuestra lucha es así, y todos los que estamos aquí creemos en ella (Montemayor, 1992, p. 132).

 

Desde este discurso es posible identificar que, a diferencia del Ejército y de la clase política, el combate que emprende Lucio no se dirige hacia un chivo expiatorio, sino a esa violencia estructural. Por eso su pensamiento no es precisamente marxista o antiburgués, porque no identifica a esta clase social como a la que hay que vencer o derrotar para erradicar del territorio guerrerense y del país la situación de pobreza. Para Lucio, el verdadero enemigo es esa violencia estructural que puntualizó Montemayor en sus ensayos. Por tal motivo, el Partido de los Pobres tiene una ideología “pobrista”: “Lucio contaba con formación teórica y no era ajeno al lenguaje marxista de las izquierdas, por sus años de estudiante y su activismo socialista; sin embargo, el discurso que enarbolaba el PdlP era pobrista y su justificación, la autodefensa campesina” (Cabrera et al., 2015, “Guerra en El Paraíso”). Lucio busca reivindicar a las víctimas como Abel, en este caso los campesinos, con quienes el Estado logra refundarse a través del derramamiento de su sangre.

 

La refundación de las instituciones a través de las generaciones de guerrilleros

Esa estructura institucional que ejerce la violencia que afecta a los personajes en la novela se construyó desde antes de la Revolución mexicana. Las instituciones vienen del caos, así como del fratricidio las ciudades. En esta estructura institucional actual que se ha cimentado más en el autoritarismo que en la democracia, las ideas agrarias del zapatismo no tuvieron suficiente eco para cambiar la realidad social de manera radical; estos grupos terminaron quedando aún en los márgenes de la lucha por la justicia social, que resurgiría en los años de la Guerra Sucia en el país con Lucio Cabañas. El personaje se coloca en el derrotero histórico de Genaro Vázquez, Rubén Jaramillo, Emiliano Zapata e, incluso, de personajes tan remotos como Juan Álvarez, entre otros actores que abarcan todos los tiempos: “Porque no podemos ofrecer nuestra vida, ni arriesgar la vida de los niños, ni de los viejecitos, ni de los pueblos, si no fuera porque queremos llegar a algo muy grande. Y es algo que desde antes de Zapata sabemos aquí todos nosotros” (Montemayor, 1992, p. 211).

Cuando Cabañas emprende su lucha, concibe a ese enemigo no como un individuo sino como un avatar, que en la simultaneidad es muchos hombres. La violencia que se ejerció contra las generaciones anteriores es la misma que él aún vive en carne propia, porque es estructural e histórica. Montemayor, en una entrevista con Silvia Lemus, deja claro esta manifestación de violencia estructural y generacional en la conjunción del plural, tanto de la primera como de la tercera persona, en los diálogos del protagonista:

 

Por eso es muy curioso en los discursos que en Guerra en El Paraíso pongo en labios de Lucio Cabañas; él dice: “ellos son los que mataron a Jaramillo, ellos son los que mataron a Zapata, ellos son los que mataron a mi sobrino”. Digamos, para ellos el enemigo había sido Porfirio Díaz, pero era también Madero y era también Carranza y era también Victoriano Huerta. Y esta trasposición de que siguen enfrentando al mismo enemigo se debe a esta forma de traducir la historia de otra manera (Lemus, 2010, 5:16-5:54).

 

Desde esta visión del tiempo, la violencia se aprecia en una temporalidad sincrónica o atemporal, de un ciclo de abusos que no concluye, ya que las agresiones hacia los antepasados de Lucio tienen vigencia, su sangre aún continúa fresca sobre la tierra que recorren los guerrilleros en la novela: “Los pueblos adonde la guerra subía como una corriente de luz, de sol, como una repetida sangre luminosa y fría por toda la sierra, que recorría su cuerpo, su pensamiento firme como la tierra” (Montemayor, 1992, p. 330).

En esa violencia estructural, para lograr una refundación de las instituciones, se convirtió al guerrillero en el chivo expiatorio: “Y culpables de felonía, estos secuestradores de un hombre íntegro que sólo buscaba el bien de su pueblo, engañosamente se pretenden erigir en revolucionarios. Pero si Carlos Marx leyera las paparruchas y viera el elementalismo de estos delincuentes comunes, clamaría: ‘Frente a ellos, yo soy antimarxista’” (Montemayor, 1992, p. 257).

Estas palabras son pronunciadas en la novela por el presidente del Partido Revolucionario Institucional (PRI) Jesús Reyes Heroles, tras el secuestro del político Rubén Figueroa. El guerrillero es criminalizado de manera sistemática para mantener el orden erigido o establishment por un partido hegemónico, el cual ejercía abuso de su poder contra quienes cuestionaban sus decisiones en aquellos años. Entonces, de forma similar a lo que comenta Girard en El chivo expiatorio sobre los judíos que fueron responsables de los “crímenes” sucedidos durante la peste negra, en la novela de Montemayor a los campesinos que toman las armas o apoyan la guerrilla les sucede lo mismo, también se les atribuye la culpa hasta de su propia condición de pobreza: “La acusación de envenenamiento permite desplazar la responsabilidad de unos desastres perfectamente reales a unas personas cuyas actividades criminales nunca han sido realmente descubiertas. Gracias al veneno consiguen persuadir de que un pequeño grupo, o incluso un único individuo, puede dañar a toda la sociedad (Girard, 1986, p. 27).

En el caso de la novela, las acusaciones por toda la responsabilidad de los males acaecidos en Guerrero se hacen desde este discurso oficial de “los perseguidores”, provocados por los campesinos y por los combatientes en la guerrilla: “Porque yo nunca he considerado guerrilleros a delincuentes comunes que se dedican a robar, a secuestrar a personas pacíficas, a alterar la paz social” (Montemayor, 1992, p. 26). Sin hacer un análisis casuístico para precisar las razones de este levantamiento, los perseguidores, que es el Estado en la obra, logran designar a los guerrilleros como la amenaza social a la que hay que eliminar.

Toda estructura política se concibe orientada hacia la perfección, hacia la utopía, por lo menos durante el proyecto emprendido por la Modernidad. No obstante, “la razón” ‒en la cual confiaba Descartes como una guía indispensable para nuestra vida‒ no consiguió sustituir el pensamiento supersticioso que la humanidad venía arrastrando desde la Edad Media. Los rituales no desaparecieron. Erigir una urbe, aun en la actualidad, requiere de chivos expiatorios. Todavía en el siglo pasado y en nuestros días se busca el sacrificio de otras víctimas, aquellos que representan una amenaza al proyecto moderno: “Los miembros de la multitud siempre son perseguidores en potencia, pues sueñan con purgar a la comunidad de los elementos impuros que la corrompen, de los traidores que la subvierten” (Girard, 1986, p. 26). Desde esta perspectiva, el sacrificio de algunos seres humanos se hace en aras de la “paz social” en la novela, aunque, más que obedecer a una multitud, es una decisión de un grupo de la clase poderosa del país. Así como la muerte de Abel permite el surgimiento de una ciudad y el orden de una nueva estructura social, el asesinato de Lucio por parte del Ejército es justificado por el Estado en favor de mantener el orden o la estabilidad, como lo expresa el senador Rubén Figueroa ante una entrevista con varios periodistas en la novela:

 

Lo que yo puedo decir es que, si en Guerrero hubiera habido una política de conciliación, posiblemente no estaríamos lamentándonos ahora de la guerrilla de Genaro, que está dentro de eso que llamamos izquierda delirante. Muchas ideas son utópicas, pero sus programas son subversivos, incitan a la rebelión. Así que tiene que vérsele como delincuente, como enemigo del orden (Montemayor, 1992, p. 13).

 

Para René Girard, el chivo expiatorio representa una invención para lograr, a través de los rituales, calmar la rabia de la sociedad: “El mismo que inventa el infanticidio ritual de los cristianos en el Imperio romano y de los judíos en el mundo cristiano. La misma imaginación que inventa la historia de los envenenados durante la peste negra” (Girard, 1986, p. 40). Esta construcción tiene su blanco en los sujetos más marginados, que son los guerrilleros y los campesinos en la novela. En un muy atinado análisis y recreación de los hechos sucedidos en Guerrero durante la Guerra Sucia, Montemayor logra desmitificar la figura del guerrillero, separarlo de estos estereotipos o distorsiones que la narrativa oficial quiso imponer a la población. Con la asignación de estos estereotipos, la clase poderosa consiguió que los guerrilleros fueran percibidos ante la opinión pública como “responsables de los desastres contra los que reaccionan con la persecución. En realidad, están determinados por unos criterios persecutorios” (Girard, 1986, p. 39). Desde estos “criterios” se deja de lado la posibilidad de hacer una reflexión casuística de la violencia, como la que nos muestra Guerra en El Paraíso a través de varios testimonios que revelan las agresiones que sufren los pobladores de las zonas rurales:

 

Porque aquí en la sierra no habíamos visto que el gobierno fuera bueno con la gente pobre. Ahora abre carreteras. Y nos da crédito. Hasta pone un Instituto del Café contra los acaparadores. Y ya se fijó que aquí no hay alumbrado eléctrico, ni médicos, ni muchas otras cosas. Ahora quiere poner todo. Por esto creo que es mentira. Que dice que ya no es traicionero, que ya es buena persona, sí. Pero después nos irá peor. Después nos quitará todas las cosas que está poniendo y rastreará a todos los que te ayudamos para acabarnos también (Montemayor, 1992, pp. 107-108).

 

Montemayor coincide con Girard en su libro La violencia de Estado en México. Antes y después de 1968, al aseverar que los perseguidores, en este caso los gobiernos federales, estatales y municipales que han ejercido a lo largo de los años, no profundizaron en las causas del desastre social en Guerrero, lo cual justificó la intervención militar y la represión contra esos grupos rebeldes, convertidos en chivos expiatorios:

 

Sería natural suponer que a la complejidad de los procesos de inconformidad social corresponde la complejidad de la violencia de Estado. Pero esta premisa adolece de un reduccionismo casuístico, que deja de lado la visión general de los elementos constantes y recurrentes a través de los cuales opera esa violencia. Adolece de un reduccionismo más: creer que la inconformidad social es una forma de violencia que el Estado se propone frenar o resolver (Montemayor, 2010, p. 179).

 

Este reduccionismo referido por Montemayor es el mismo que Girard expresa en la selección del chivo expiatorio: “Integran un sistema y, aunque para entenderlo resulte imprescindible pensar en sus causas, con la más inmediata y evidente nos bastará. Se trata del terror que inspira a los hombres el eclipse de lo cultural” (Girard, 1986, p. 25). Por lo tanto, al explorar el universo de la guerrilla en México, el escritor encuentra que “la violencia popular brotaba, precisamente, para acabar con la violencia institucional, y no a la inversa. En otras palabras, la ‘violencia institucional’ crea las condiciones para que emerja una ‘violencia popular’” (Martínez, 2010), según expresó la escritora Laura Castellanos en la entrevista citada, en la cual retomó el análisis de Carlos Montemayor sobre los movimientos populares de insurgencia. Es decir, la guerrilla ha sido erróneamente comprendida por el Estado, probablemente de forma intencional, ya que la violencia que combatió no fue la estructural (la cual proviene principalmente de sus instituciones) sino la de los guerrilleros, como si ellos fuesen los culpables de un conflicto que tiene un origen mucho más complejo que unos cuantos hombres levantados en armas en las zonas rurales, en un momento en que las alternativas de diálogo con las autoridades pierden sentido y las tensiones se han agravado contra las instituciones y otros poderes políticos o económicos.

La narrativa de Guerra en El Paraíso, al construir en Lucio Cabañas un héroe al estilo de la literatura clásica griega, en la cual suele haber dos bandos antagónicos ‒como en La Orestíada con Agamenón y Orestes contra Clitemnestra y Egisto‒, pudo haber tenido el riesgo de inventar otro “chivo expiatorio”, representado en las clases burguesa y política, como pareciera evidenciarse en algunos discursos de Cabañas: “La burguesía es algo que nunca puede ayudar a la revolución. Es otra cosa enemiga. Es lo que ha provocado la miseria, la que impide que mejore la vida de estos campesinos” (Montemayor, 1992, p. 240). Sin embargo, la novela logra zafarse de este maniqueísmo, gracias a la pluralidad de voces y de opiniones de otros actores e, incluso, en los mismos diálogos del protagonista se rectifica sobre este enemigo o chivo expiatorio, ya que la lucha no es contra un sujeto sino contra una estructura económica y política: “‘Eso. ¿Pero vas a echarle la culpa a todos los que son burgueses? A ver, dime’. A lo que Lucio contesta: ‘No estamos luchando en contra de personas y ya, sino por algo que no sea como ahora, que sólo ustedes los burgueses pueden hacer lo que quieran, pero no los pobres. Por eso se equivoca usted en creer que estamos luchando contra personas’” (Montemayor, 1992, p. 240).

En este diálogo, Lucio logra replantear la necesidad de otra estructura fundacional de las instituciones, cuyos cimientos pueden prescindir del asesinato de un individuo. Para este personaje, lo que hay que modificar es toda la estructura cainista que, como Luis Alonso Shökel argumentó en sus notas, se fundamenta en la injusticia.

 

La dualidad del campo: del Paraíso a la Guerra

En la novela existe una dualidad en el espacio donde se desarrolla la historia; es un paisaje en el cual los personajes tienen profundos soliloquios de reflexión y conexión espiritual y, por otro lado, también representa un territorio que ha sido marcado por la violencia y la sangre de varias generaciones. Desde el título se encuentran estas contradicciones con las palabras: Guerra y Paraíso. Esta dualidad se debe a la visión cartográfica que se hace por parte de dos grupos sociales con concepciones opuestas. Por un lado, tenemos a la clase política y empresarial, que hacen una lectura cuantitativa del campo, contrario a los campesinos, quienes encuentran en la tierra una poética diversidad de símbolos. En una de las escenas de la novela, el general Enrique Rodríguez expresa esta idea fría y calculadora de concebir el campo como una posibilidad para el enriquecimiento a través del cultivo de marihuana y de adormidera: “Sentía la proximidad, inexplicablemente, de la sierra, de los amigos de San Luis, de Tecpan, de Atoyac. Las primeras posibilidades de abrir en la sierra el camino hacia los plantíos de adormidera, de marihuana. Los amigos que empezó a formar. Ahora estaba más seguro de todo” (Montemayor, 1992, p. 102). Esta visión económica la comparten de igual modo las clases empresarial y política en la novela, como el gobernador Nogueda Otero, a quien un reportero cuestiona acerca de si había una relación entre los levantamientos armados en el estado y la construcción de obras y la industrialización de las zonas rurales de Guerrero: “¿Hay alguna relación ‒preguntó el periodista‒ entre la guerrilla y las obras de construcción que se están llevando a cabo en la sierra de Atoyac? ¿Se pueden considerar como una respuesta del gobierno? El gobernador replicó de inmediato, sonriendo” (Montemayor, 1992, p. 119).

Para concretar estos objetivos, el campo se vuelve un espacio de guerra, debido a la acción del aparato represivo del Estado. Y debido a su resistencia por mantener a salvo sus tierras y la dignidad de su pueblo, los campesinos terminan por ser parte de un campo de sacrificio, su sangre acaba dentro de los rituales del chivo expiatorio que describe Girard en su obra. En este sentido, de ser un espacio de cultivo el campo pasa a convertirse en un campo de sacrificio para los proyectos modernos o de industrialización, como lo expresa el investigador Eduardo Serrato en su artículo “Del campo de cultivo al campo de concentración. El modelo trágico de Guerra en El paraíso, de Carlos Montemayor”: “El proyecto de educación rural instrumentado durante el gobierno del general Lázaro Cárdenas (1932-1938) que seguía un modelo de explotación tradicional de la tierra se oponía totalmente a la idea de industrialización y privatización de la tierra que se empezaba a implantar por todo el país durante la segunda mitad del siglo XX” (Serrato, 2018, pp. 81-82).

En estos campos, decenas o cientos de campesinos fueron asesinados por el Estado en aras de mantener la paz social y de lograr concretar obras o proyectos modernos que el mismo gobierno ambicionaba desde administraciones anteriores a la de Luis Echeverría. Estas lógicas de mercado, que ya estaban permeando la política mexicana en las décadas de los setenta y ochenta, son similares a un necroestado o a un capitalismo gore, conceptos propuestos por Sayak Valencia: “Ahora es momento de pensar el capitalismo gore como la consecuencia adversa de la producción sin reglas del capital, el estallido, el choque violento de capas de la realidad. Como si la realidad se replegara en el tiempo y viviéramos en una multirrealidad discursiva cuya única constante es el enriquecimiento de unos pocos y el derramamiento de sangre de la mayoría” (2016, pp. 98-99).

En la novela, dicha constante del derramamiento de sangre se encuentra desde las primeras páginas, cuando el Ejército irrumpe en un mitin de Lucio con los padres de familia de la escuela Juan Álvarez, hasta el final de la obra, con la muerte del protagonista: “El hombre cayó al suelo, con la camisa rota y ensangrentada. Uno de los agentes intentó pasar por encima de él, pero el hombre tenía ya elevado su brazo, detenido en lo alto, como si se aferrara al cinturón del agente. Resbaló sangre por el brazo, por el suelo. Vieron una masa de sangre y excremento en la ropa del agente (Montemayor, 1992, p. 22).

En la obra de Montemayor este capitalismo gore tiene sus chivos expiatorios: los campesinos; por lo tanto, la intervención militar responde a decisiones biopolíticas o necropolíticas, merced a las cuales los cuerpos de estos sujetos sufren la violencia del aparato estatal, mismo que, a través de ciertas decisiones, mantiene una estructura de jerarquía y de sometimiento sobre los más pobres, contrario a lo que proponen los guerrilleros en la novela, quienes aspiran a cambiar este modelo económico y político por uno más igualitario.

Lucio Cabañas busca otras alternativas para la refundación de las ciudades sin el homicidio de chivos expiatorios. La fundación de una ciudad sin la sangre de las víctimas permitiría comprender el título de la novela sin la palabra “Guerra”, la cual también hace referencia a esa recurrencia de una lucha insurgente, de grupos e individuos sometidos a un sacrificio que se ha repetido a lo largo de la historia, como declaró el mismo Montemayor: “La Guerra evidentemente porque se trata de una larga guerra, no de una guerrilla, no de un levantamiento ocasional, sino de una guerra continua, de una lucha permanente que implicaba no sólo los años que duró, desde el 67 por lo menos hasta el 74, más secuelas posteriores, sino que hablaba de siglos” (citado en Alfonso, 2021, p. 105).

Lucio busca un cambio estructural como en La Orestíada de Esquilo. En esta obra, para frenar el ciclo de derramamiento de sangre, que empezó desde la maldición de los atridas, se funda un tribunal en el Areópago. En cuanto a este aspecto, la guerrilla no está en contra del Estado sino al contrario: “Realmente, los luchadores sociales son los que están más comprometidos con la construcción del Estado, con la reconstrucción de la sociedad y no con su abolición” (Muñoz Ledo, 2011, 7:35-7:50), afirma Montemayor en esta entrevista. Entonces, lo que buscan los guerrilleros es un Estado con instituciones que se enfoquen en resolver las consecuencias de la violencia institucionalizada como la pobreza, el hambre, el desempleo, el rezago educativo, etc.; por lo tanto, los luchadores sociales pretenden combatir las causas de esta violencia, al contrario del gobierno que, con el uso del Ejército, se enfoca en las consecuencias de esta agresión estructural, que es la insurgencia de estos grupos armados.

Al igual que en La Orestíada, se hace una mención a este tribunal en Guerra en El Paraíso: “Y les insisto que no se trata de matar, porque nosotros somos el verdadero juzgado del pueblo. Como un tribunal que todavía no tiene edificio y que anda en el monte porque aquí está su lugar. Somos como el único tribunal verdadero de los pueblos. Así que lo que hacemos es justicia” (Montemayor, 1992, p. 193). En este sentido, los campesinos están en contra de esta violencia o de esta “Guerra”, término con el que se tituló esta novela.

Retomando esta dualidad, que se encuentra desde el nombre de la obra, los guerrilleros se relacionan más con la noción de “Paraíso”, ese espacio donde reina la justicia y la paz, considerado desde la visión judeocristiana, más allá de la ubicación geográfica en el estado de Guerrero que menciona la novela. Para Lucio, la tierra es un encuentro con sus antepasados o “un santuario histórico, en el lugar donde sus ancestros zapatistas lucharon contra Francisco I. Madero, Victoriano Huerta y Venustiano Carranza” (Cabrera et al., 2015, “Guerra en El Paraíso”). En cambio, para el interés de las cúpulas política y empresarial, el polvo es donde hay que fundar de nuevo la urbe con la sangre de “los perseguidos”. Por eso, la clase poderosa busca la domesticación o el dominio de la abundante fauna y flora de los pueblos de Guerrero, con supuestos proyectos de modernización: “Se trata de trabajos ambiciosos de ingeniería sanitaria, de agua potable, de vivienda. Medio millón de personas recibirán los beneficios de la energía eléctrica. En dos años se calcula construir tres mil kilómetros de carreteras, caminos, brechas. Se extenderán más aún las redes telefónicas en la sierra. Las obras hidráulicas serán cuantiosas” (Montemayor, 1992, p. 94).

En cambio, los guerrilleros tienen una conexión espiritual y un enorme respeto hacia la tierra, por eso temen ofenderla: “Escupió sobre la tierra. Súbitamente sintió que la ofendía. Que la tierra lo escuchaba y estaba viva, soportándolo, deteniéndolo” (Montemayor, 1992, p. 70). No hay una concepción jerárquica, porque los campesinos se colocan en el mismo nivel de aquel elemento; no se perciben a sí mismos superiores al mundo que los rodea; por tal motivo no desean asesinar a un hombre para erigir ciudades y posicionarse por encima de la naturaleza y de otros seres humanos; su rebelión surge como un defensa ante las injusticias, no como una justificación de la “paz social”. Empero, dentro del discurso oficial sí se ha visto a estos grupos como un peligro para el orden social, a pesar de que los guerrilleros también buscan una estabilidad en la vida pública, solo que es diferente a la que las clases política y empresarial defienden, esa en donde se ha beneficiado a una minoría a costa de la explotación laboral, de la marginación, del despojo, entre otras acciones que son parte de esa violencia institucional contra los más débiles.

 

Conclusiones

El guerrillero no existe como los discursos oficiales lo construyen. Montemayor hace énfasis en dilucidar esta figura. En sus ensayos de la Guerrilla recurrente, por ejemplo, habla de la guerra y analiza su ontología fuera del discurso oficial:

 

Analizarla con paciencia en la región o modalidad que asuma, implica distinguir y desprender la película que se le adhiere, la cubre o la distorsiona. Distinguir entre discursos y hechos en la guerra de ejércitos, en la guerra de invasión, en la guerrilla campesina, en los objetivos de seguridad nacional, en la guerra sucia, en el combate al narcotráfico regional o internacional, en la reorganización militar actual, es una tarea que a menudo se torna, como la piedra de Sísifo, interminable o, al menos, recurrente (Montemayor, 2007, p. 9).

 

También menciona que el guerrillero tiene un carácter generacional, su identidad no es lo que expresa un discurso por parte del Estado en un cierto momento de la historia. Para lograr redimensionar a este actor de la vida pública y sacarlo de los estereotipos que sus perseguidores han querido imponer sobre esta figura, es necesario entender que su insurgencia tiene una naturaleza histórica:

 

Antes y después de 1994, México ha tenido y seguirá teniendo la insurrección guerrillera como la expresión natural, social, política, indígena, agraria, que nos avisa que debemos cambiar o que no somos aún lo que debemos ser. En cada momento los guerrilleros exigen de la sociedad entera un cambio. Y lo consiguen, a veces después de muertos, a pesar de todo. Las insurrecciones guerrilleras campesinas son una constante que no acaba aún y que siempre recomienza. Ahora es Chiapas. Ahora es nuestro turno de entenderlo (Florescano, 1995, pp. 91-92).

 

Por eso, en Guerra en El Paraíso es recurrente que Lucio hable de esas figuras revolucionarias como Genaro Vázquez, Rubén Jaramillo y Emiliano Zapata, entre otros que los antecedieron en su lucha. Montemayor, retomando esta característica generacional, logra que podamos comprender a estos luchadores sociales desde otra dimensión. Además, nos muestra que ignorar la presencia vigorosa de ese pasado afecta la comprensión sobre quién es el guerrillero y reduce las causas de su levantamiento a motivos simplistas e ideológicos, como lo ha hecho el Estado durante los tiempos de la Guerra Sucia y en la década de los noventa con el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional.

Como se mencionó anteriormente, citando a Esposito, las ciudades son fundadas a partir de la violencia o del fratricidio. En el caso de la novela de Montemayor, esta violencia se refleja desde su título en la palabra “Guerra”: esta guerra es parte de agresiones institucionalizadas que el escritor denunció a lo largo de su obra, en la cual encontramos otras versiones del levantamiento armado emprendido por Lucio Cabañas, gracias a las técnicas narrativas en donde hay una polifonía que retoma de los coros de Esquilo y un narrador al estilo homérico contando los hechos violentos sucedidos en Guerrero durante las décadas de los sesenta y los setenta. El escritor devela a los lectores esta violencia institucional, la cual tiene una refundación en la sangre de los guerrilleros por medio de su asesinato. Además, gracias a esta novela, el autor descoloca al guerrillero de los estereotipos del chivo expiatorio que las clases política y empresarial asignaron a este actor, ya que describe un universo casuístico que el Estado ignoró (quizás a propósito, para justificar la intervención militar), un contexto en donde se encuentra esta violencia institucional histórica y un pasado generacional que, desde antes de la Revolución mexicana, ha heredado un proyecto a las clases desprotegidas para la reivindicación de la dignidad de los pueblos y sus tierras.

Por eso, al final de la novela, el lector nunca encontrará un punto final, porque esa violencia estructural aún se mantiene hasta nuestros días, todavía después de la muerte de Lucio. Una muerte incompleta, ya que permite la apertura de un ciclo que no se cierra, que se mantiene abierto, que no concluye con un punto final, sino con un paralelismo sinonímico, como los que se usan en la narrativa hebrea: “Incólume de soles que trataban de brotar desde sus manos apoyadas en la tierra, en la roca, gritando por hacerlo, gritando que falta mucho por hacer, por hacer, por hacer, por hacer” (Montemayor, 1992, p. 380).

 

Referencias

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Valencia, Sayak. (2016). Capitalismo gore: control económico, violencia y narcopoder. México: Paidós.

 

 

[1] Universidad Autónoma de Chihuahua. Correo electrónico: chfc31@gmail.com

[2] Universidad Autónoma de Chihuahua. Correo electrónico: casotelo@uach.mx