El mural Revolución Social, entre la alegoría y la crítica: una aproximación
The Mural Social Revolution, between Allegory and Critique: An Approach
Indira Sánchez López[1]
Resumen
Este artículo presenta un análisis del mural Revolución Social (1926) del pintor mexicano José Clemente Orozco. Toma como base el método
iconográfico propuesto por Erwin Panofsky para contextualizar las escenas que conforman su narrativa
visual e interpretar el planteamiento que realiza Orozco en torno al proceso de la
Revolución mexicana y la síntesis plástica que ofrece
sobre él a través de un lenguaje figurativo y simbólico. Asimismo, se pretende discutir
algunas características temáticas y estilísticas presentes en la iconografía mural del artista y que sustentan su estética. Para finalizar, se realizan algunas
consideraciones sobre el surgimiento y la consolidación del muralismo y se reflexiona sobre aspectos que permiten comprender el carácter y las aportaciones de este movimiento artístico.
Palabras clave: Muralismo, José Clemente Orozco, Revolución mexicana.
Abstract
This article aims to present an analysis of the mural Social Revolution (1926) by José Clemente Orozco. It uses the iconographic method proposed by Erwin Panofsky to contextualize the
scenes that make up the mural’s visual narrative and to interpret the painter’s approach to the
process of the Mexican Revolution and the plastic synthesis that he develops using figurative and symbolic
language. It also discusses some of the thematic and stylistic
characteristics present in the artist's mural
iconography and that support his aesthetics. Finally, it offers considerations about the emergence and
consolidation of muralism and reflects on aspects that allow us to understand the nature and contributions of this artistic movement.
Keywords: Muralism, José Clemente Orozco, Mexican Revolution.
Introducción
El
artista jalisciense José Clemente Orozco (1883-1949) fue uno de los pintores que iniciaron y consolidaron la corriente artística denominada muralismo mexicano; su trabajo abarca diversas obras que lo convirtieron en una de las
figuras más emblemáticas de este movimiento plástico al que, sin duda, realizó una aportación significativa. En este artículo se retoma la obra mural Revolución Social (1926), denominada también como Reconstrucción, para analizar su contenido y abordar la narrativa visual presente en dicha composición.
Se
sustenta el
análisis de la referida obra mural a partir del método iconográfico propuesto por el historiador y teórico del arte alemán Erwin Panofsky, entendiendo que la iconografía es aquella rama de la historia del arte
centrada en la significación de las obras, que, en tanto conjunto o unidad significativa, reconoce e identifica “los elementos que intervienen en el contenido
intrínseco de una obra de arte, y que deben ser explicados para que la
captación de este contenido llegue a fraguar en un todo articulado y
comunicable” (Panofsky, 1987, p. 51). Con base en dicho método, se mencionarán las escenas e imágenes que
conforman la obra, procurando contextualizar los diversos elementos que
intervienen en ella para descifrar su significado y así
comprender la función que cumplen y la forma en que se articulan.
El método iconográfico de Panofsky
El método iconográfico se compone de tres niveles. El primero es el de la significación primaria o natural, en el cual corresponde identificar las formas puras como “representaciones de objetos
naturales […]; identificando sus relaciones mutuas como acontecimientos,
y captando, en fin, ciertas cualidades expresivas […]. El universo de las formas puras así reconocidas como
portadoras de significaciones primarias o naturales puede llamarse el universo
de los motivos artísticos” (Panofsky, 1987, pp. 47-48). Es decir, este primer nivel, que puede ser considerada pre-iconográfica, implica percibir las formas y distinguir concretamente los elementos expuestos en la composición visual.
El segundo nivel, llamado significación secundaria o convencional, consiste en establecer
relaciones entre los motivos artísticos de
la obra y determinados conceptos que
conforman posibles unidades temáticas: esto es, la identificación del
“universo de los temas o conceptos específicos
manifiestos en imágenes, historias y alegorías” (Panofsky, 1987, pp. 48-49). En este nivel, por lo tanto, se capta más el
asunto que la forma; corresponde propiamente al nivel del dominio iconográfico al realizar la descripción y clasificación de las imágenes e implica un enfoque temático donde el conjunto de elementos es interpretado mediante
asociaciones significativas. En otras palabras, se realiza una vinculación entre las formas y los conceptos o entidades específicas, lo que conlleva a detectar los posibles nexos entre los elementos para establecer así la relación entre los motivos
artísticos y los temas implicados en la composición, lo que proporciona una base
fundamental para cualquier interpretación ulterior.
Por último, el tercer nivel, llamado de la significación intrínseca o contenido, reside en descubrir y descifrar valores simbólicos. Corresponde a la fase conocida
como iconológica, la cual es esencialmente interpretativa:
La iconología es, pues, un método de interpretación que procede más bien de un análisis que de una síntesis. Y lo mismo que la identificación correcta de los motivos es el requisito previo para un correcto análisis iconográfico, así también el análisis correcto de las imágenes, historias y alegorías es el requisito previo para una correcta interpretación iconológica (Panofsky, 1987, p. 51).
En este tercer nivel interpretativo se generan las reflexiones y
conclusiones inferidas y obtenidas de los análisis anteriores. Asimismo, dichas aseveraciones se apoyan en el contexto histórico, social e ideológico de la época de la obra, por lo que
se puede recurrir a fuentes que proporcionen evidencia de las tendencias políticas, poéticas, filosóficas y
sociales del referido contexto. Por consiguiente, la significación intrínseca o de contenido debe superar la identificación de temas y conceptos para descubrir e
interpretar en ella los valores simbólicos.
De esta manera, el método iconográfico ofrece la posibilidad de aproximarnos a una diversidad de documentos y materiales visuales para captar su
significado, comprenderlos y contextualizarlos. Asimismo, permite analizar cómo determinados temas reciben una representación
mediante motivos específicos. No obstante, en este proceso el análisis no resulta ser tan secuencial o lineal, dado que los tres niveles se imbrican
y enriquecen en el abordaje de los diferentes elementos que hacen de la obra una
totalidad.
Se trabaja a partir del citado
método porque permite analizar tanto las imágenes como su interacción
con otras y así determinar la función que cada elemento desempeña en el
entramado pictórico. Si bien Panofsky desarrolló el método
iconográfico para el arte del renacimiento europeo, resulta fructífero también para el análisis
de obras de arte mexicanas del siglo XX, como es el caso del mural en cuestión. Proporciona bases para explicar el
contenido y el significado de la obra, así como para
comprender su narrativa a partir de la identificación de la secuencia de formas
que configuran el relato visual.
El surgimiento del movimiento muralista en México
Antes
de analizar la obra bajo discusión, vale la pena recordar que el muralismo mexicano surgió en la etapa posrevolucionaria, a principios de la década de
1920 con Álvaro Obregón en la presidencia (1920-1924) y José Vasconcelos a cargo de la
Secretaría de Educación Pública (1921-1924). Esta última figura emprendería un conjunto de proyectos
y acciones
educativas y
culturales,
por ejemplo, labores de alfabetización y
fundación de bibliotecas a lo largo del país; desde luego, como parte de su interés por impulsar el arte, animó la realización de obras murales en recintos públicos, labor que consideraba importante promover al atribuir a las composiciones de gran formato un valor cívico que contribuiría a reforzar la identidad del
pueblo mexicano.
Bajo
este tenor, Vasconcelos convocó a trabajar a un grupo de artistas que, por la técnica que proponían, serían conocidos como muralistas, entre ellos José Clemente
Orozco, en el edificio de la Escuela Nacional Preparatoria, hoy el Antiguo Colegio de San Ildefonso, cuna del muralismo mexicano y espacio que alberga un conjunto de
pinturas murales consideradas como genuinos registros históricos ya que, “al igual que los textos o los testimonios
orales, las imágenes son una forma importante de documento histórico” (Burke, 2005,
p. 17). En todas estas composiciones se
pueden encontrar entramados y discursos visuales orientados a ilustrar y recrear temáticas
que dan cuenta de los diversos estilos de sus
autores y de sus intereses plásticos.
En los inicios del movimiento muralista se buscaba que las obras
integraran imágenes ligadas a la historia de México, sus personajes, principales acontecimientos, la heroicidad de su pueblo y sus aspectos culturales, con el propósito de generar un
sentido cohesionador y de identidad nacional, razón por la que varios artistas apelaron a representaciones
de carácter nacionalista. No obstante, resulta necesario aclarar que existen obras tempranas del muralismo,
como algunas de las ubicadas en el mencionado Antiguo Colegio de San Ildefonso, que no abordan temáticas vinculadas con la
historia nacional; tal es el caso de obras murales como La creación (1922) de Diego Rivera, ubicada en el anfiteatro Simón Bolívar de San Ildefonso, así como El espíritu de Occidente o Los elementos (1923), El llamado de la libertad o Los ángeles de la liberación (1923), ambas de David Alfaro Siqueiros, o Maternidad (1923-1924) de José Clemente
Orozco, composiciones en las que se abordan aspectos filosóficos y
cosmogónicos.
Además, si bien el muralismo “se inicia
dentro de un movimiento de corte nacionalista, […] sus pintores estaban muy conscientes de que no buscaban
mitificar la nación, sino exponer su desgarradura y contradicciones” (Jaimes, 2012, p. 33). En este sentido, las escenas que ofrece el muralismo no
quedan restringidas a cierto tipo de representaciones; cada artista logró, desde su estilo personal, aproximarse a un tema o plantear una situación específica, a veces impulsado por tendencias ideológicas y, otras tantas, para generar una interpretación y
mostrar una reflexión frente a determinados tópicos. El propio Orozco afirma en su Autobiografía que:
La pintura mural se encontró en 1922 la mesa puesta. La idea misma de pintar muros y todas las ideas que iban a construir la nueva etapa artística, las que le iban a dar vida, ya existían en México y se desarrollaron y definieron de 1900 a 1920 […] Tales ideas tuvieron su origen en siglos anteriores, pero adquirieron su forma definitiva durante esas dos décadas. Todos sabemos en demasía que ningún hecho histórico aparece aislado y sin motivo (Orozco, 2009, p. 59).
Con
la expresión “mesa puesta”
el artista se refiere al modernismo mexicano y al renacimiento pictórico que
tuvo lugar desde 1914, en el que se buscaba la construcción de una estética de lo
mexicano, lo que daría impulso y las condiciones propicias para el desarrollo
de posteriores expresiones artísticas como el
muralismo surgido a principios de la década de 1920. Aunado a ello, es indispensable aludir al documento conocido como el Manifiesto
del Sindicato de Obreros Técnicos,
Pintores y Escultores, redactado en 1923 y
firmado por muralistas como
David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera, Xavier Guerrero, Fermín Revueltas, José
Clemente Orozco, Ramón Alva de la Canal, Germán Cueto y Carlos Mérida. En él fundamentalmente
se promueve el arte monumental por ser de utilidad pública y se sintetiza la plataforma ideológica que sustentaría a la pintura mural como
manifestación estética y política.
En
términos generales, se hacía un exhorto a impulsar un arte al servicio del pueblo. Se partía de considerar al arte como un
instrumento de lucha; así “el movimiento plástico contemporáneo se caracterizó desde su
nacimiento por tres valores fundamentales: lo nacional, lo popular y lo revolucionario” (Tibol, 2009, p. 18). Además, y en congruencia con los
principios y postulados asumidos por el movimiento
muralista, según lo relata Orozco, se apostaba por practicar la idea del artista-obrero, esto es, que:
Los pintores y escultores […] serían los hombres de acción, fuertes, sanos e instruidos; dispuestos a trabajar como un buen obrero ocho o diez horas diarias. Se fueron a meter a los talleres, a las universidades, a los cuarteles, a las escuelas, ávidos de saberlo y entenderlo todo y de ocupar en cuanto antes su puesto en la creación de un mundo nuevo. Vistieron overol y treparon a sus andamios (Orozco, 2009, p. 65).
En
la obra de Orozco encontramos trabajos sustentados en temáticas históricas en las que muy pronto se advierte
su tendencia a establecer una postura crítica, evitando abordarlas desde una perspectiva nacionalista para establecer un juicio retrospectivo. Huye de las hazañas de sus personajes y de la glorificación de sus luchas para, más bien, exponer la crueldad, el dolor y
las paradojas contenidas y derivadas de los sucesos históricos.
La obra mural Revolución Social
La obra titulada Revolución Social o Reconstrucción fue realizada en 1926 por Orozco en el cubo de la escalera del actual Palacio Municipal de Orizaba,
Veracruz. Respecto de este recinto conviene recuperar que se
edificó en
1903, durante
el Porfiriato, como un centro educativo, y se inauguró dos años después; pues desde entonces se planteaba que la
educación técnica debía ser un tipo de “enseñanza propiciadora y generadora del
desarrollo industrial” (Lazarín, 2014, p. 199). De estilo neoclásico, la obra la proyectó Carlos Herrera y Terán. A partir
de 1923 se convirtió en la Escuela Industrial Federal de Orizaba (EIFO). Desde 1933 tomó el nombre de
Centro Educativo Obrero (CEO), para funcionar como escuela secundaria y preparatoria
orientada a ofrecer preparación técnica, industrial y
comercial. En 1991 el edificio se convertirá en la sede del Palacio
Municipal de Orizaba.
Fue
en 1926 que “Manuel Puig Casauranc, titular del ramo educativo,
comisionó al pintor José Clemente Orozco a realizar un mural” (Lazarín, 2014, p. 203). La obra, ejecutada con la técnica del fresco, mide 10 m x 7 m. El espacio arquitectónico donde
se elaboró la composición llega a
condicionar el diseño de las escenas que la integran. Respecto de sus condiciones y mantenimiento, es importante mencionar que entre 1995 y 1996 técnicos
restauradores realizaron un tratamiento de conservación, principalmente,
Debido al alto grado de saturación de los soportes de
humedad y a la proliferación de flora tropical microbiana (hongos, algas y
líquenes), la acelerada degradación de los materiales internos, debilitados por
múltiples fracturas ocasionadas durante movimientos sísmicos, ponían en peligro
la estabilidad del muro y la pintura (Mijangos, 2012, p. 211).
Durante
este proceso
de conservación del mural
se desprendió toda la capa pictórica para rehacer el muro; sin embargo, dicho tratamiento
no resultó ser una solución a largo plazo, dado que posteriormente, en 2019, se
le hizo otra intervención y tuvo una nueva acción de restauración por parte el Centro Nacional de Conservación
y Registro de Patrimonio Artístico Mueble (Cencropam).
Respecto de la ejecución de obra mural, han de considerarse las
condiciones en las que los artistas debían laborar, en ocasiones de forma apresurada y adaptándose a las características arquitectónicas de los
edificios en cuestión. En el caso de la obra que nos ocupa, y según lo expresa el propio
artista en su
Autobiografía, contó con tan solo dos semanas para realizar el
mural y tuvo la ayuda únicamente de un albañil. Incluso,
La estancia de Orozco en Orizaba en febrero y marzo de 1926 está documentada en la correspondencia dirigida a su esposa, Margarita Valladares. En estas cartas, además de una retahíla de quejas, encargos de pagos, lamentos por el clima, el reflejo de cierta indiferencia y fastidio […] muestra una verdadera urgencia por regresar a la Ciudad de México: “Hoy inicié la cuestión de la pintura, me recibieron muy bien y creo que no habrá dificultad en acabar pronto”. En otra carta menciona que el trabajo era difícil y más aún el levantamiento de los andamios, mientras que en otra misiva protestaba porque no le habían pagado y el albañil tuvo que prestarle dinero (Cruz, 2012, p. 212).
La cita anterior ilustra con claridad que el gran formato inherente en la obra mural planteó dificultades que los artistas debieron enfrentar, sobrellevar y, en el mejor de los casos, resolver con pericia, pues llegaron a lidiar con algunas
problemáticas que estaban fuera de su alcance. De modo que se debe cuestionar la tendencia a romantizar la corriente artística muralista y colocar como parte de la reflexión el hecho de que lograr una sinergia entre espacio, arquitectura y composición implica dominio técnico, así como experiencia plástica y la inevitable necesidad de
ajustarse a ciertas condiciones, que a veces condicionan el desarrollo satisfactorio de la obra misma.
La
conformación de la obra referida consta de tres escenas. En la primera, ubicada en la parte lateral e inferior izquierda, aparecen tres mujeres. Una de ellas está de pie y se muestra de espaldas con largas trenzas, falda azul y
un rebozo gris con el que lleva cargando a un pequeño niño del que solamente sobresalen sus piernas; del lado izquierdo se observa, de perfil
derecho
y ligeramente inclinada, a otra mujer que también permanece de pie y tiene un rebozo gris que la
cubre de la cabeza hasta la espalda, tiene los ojos cerrados y su mano derecha puesta sobre su boca en actitud de súplica. La tercera mujer aparece de frente e hincada sobre el
suelo, lleva vestimenta gris y, al igual que la anterior, usa un rebozo sobre su cabeza, tiene los ojos cerrados y en su rostro un gesto de tristeza
acentuado por sus manos que pone angustiosamente a la altura de su barbilla. Al fondo, una bandera roja que cuelga sobre su asta sirve para delimitar la escena.
En
la parte lateral
e inferior derecha está situada la tercera escena, de
proporciones muy similares a la primera y conservando también una carga emotiva. Encontramos a cuatro personas: en primer plano se aprecia la
imagen del
que sugiere ser un soldado hincado sobre el suelo, usa uniforme y gorra militar, tiene un gesto apesadumbrado en
su rostro y mira a la mujer de su derecha. Esta figura aparece de perfil derecho con vestimenta gris y rebozo que
le cubre la cabeza, inclina sus piernas para poder abrazar al soldado y junta
su rostro con la cara de este, mientras que, con su mano derecha, parece acariciarle la mejilla izquierda con un
pañuelo rojo. Detrás de ellos, se observa a dos mujeres cubiertas de la cabeza a la
espalda por un rebozo, quienes se abrazan con un marcado gesto conmovido y estremecedor.
Al
igual que la escena anterior, al fondo se aprecia una bandera roja que cuelga de una
asta y que visualmente enmarca la escena. Ambas banderas ayudan a establecer la diferencia entre la narrativa de la escena principal, ubicada en la parte superior, y las escenas que se encuentran en las partes
laterales inferiores. Al respecto cabe señalar que la presencia de las banderas
rojas a ambos lados del muro puede interpretarse —aun sin que el artista haya
incorporado algún signo o símbolo explícito que permita afirmar la lectura política en el mensaje pictórico de la obra o la identificación de su autor
con una ideología concreta— como una alusión a la revolución o una representación de ella. La ubicación de las banderas, que aparecen lateralmente a la altura del centro y, por supuesto, su color, sugieren que Orozco las colocó para
reafirmar o al menos referir al movimiento revolucionario, político y estético que algunos muralistas de la época
como Rivera y Siqueiros —ambos de clara militancia política y afiliados al Partido Comunista Mexicano (PCM)— apoyaban y promovían en algunas
de sus composiciones murales.
Como
se puede apreciar, en las escenas descritas predomina la presencia de
mujeres, que
son quienes permanecían en el núcleo doméstico ante la partida o ausencia de los hombres de la familia, ya que estos debían acudir a los campos de batalla en las que eran requeridos a causa de los embates revolucionarios. De esta manera, “en la parte inferior del mural
pinta dos grupos de mujeres ‘enrrebozadas’, paisaje humano que también será
una presencia esencial en su iconografía. Las del extremo izquierdo las vemos
sufrientes y angustiadas, en pleno contraste con las del otro lado, conmovidas
y consoladas por el regreso del hijo de los campos de combate” (Cervantes y Mackenzie, 2010, p. 70).
Estas
mujeres dolientes,
en actitud
afligida, representan las implicaciones y consecuencias de la lucha, la insurrección, la guerra y en general de
cualquier estado de conflicto en el que la batalla genera despedidas, separaciones, pérdidas e incertidumbres que causan desconsuelo a hijos, madres, esposas,
etcétera. Al
respecto, se ha discutido y reflexionado sobre la expresa intención del
artista por representar sentimientos humanos más que ideas políticas en sus composiciones.
De
igual modo, es pertinente aludir a la estancia previa que el artista había tenido durante 1915 en Orizaba, de la cual dejó
constancia en su Autobiografía al relatar pasajes atroces que atestiguó de la Revolución mexicana. Es probable que estas trágicas escenas y vivencias impulsaran el tratamiento cruel y
doloroso que realizó Orozco en torno al conflicto civil, tema que retomará con fuerza y bajo un sentido similar en los murales de San Ildefonso. Al respecto escribió:
la tragedia desgarraba todo a nuestro alrededor. Tropas iban por las vías férreas al matadero […] Se fusilaba en el atrio a infelices peones zapatistas […] Los trenes que venían de los campos de batalla vaciaban en la estación de Orizaba su cargamento de heridos y de tropas cansadas, agotadas, hechas pedazos, sudorosas, deshilachadas (Cervantes y Mackenzie, 2010, p. 70).[2]
La escena principal del mural se
localiza en la parte media superior y además abarca una mayor superficie que las otras dos escenas. En
ella aparece en el centro, de espaldas, un hombre con vestimenta que
insinúa ser de manta y sombrero; en lo que concierne a su postura, tiene las piernas
separadas y el brazo derecho levantado y extendido. Detrás de él, la imagen de un enorme fusil en posición diagonal atraviesa
su figura; justamente este personaje “marca la pauta de las diagonales de la
obra, que hacen la división entre los trabajadores encogidos de lado derecho y
los de la parte izquierda” (Cruz, 2012, p. 213).
En
el lado
derecho se observa a otro hombre, del cual se muestra someramente el perfil
izquierdo de su rostro. Está también de espaldas, con vestimenta clara y sombrero; aparece del torso hacia arriba y con el cuerpo inclinado hacia
la izquierda. Con el brazo derecho elevado
estrecha la mano del primer sujeto, y detrás se muestra otro enorme
fusil colocado diagonalmente. Más al fondo aparece la figura de un tercer hombre, con idéntica postura que la del segundo, salvo que
con su mano derecha sostiene un arma y detrás de él, a la altura de la cintura, se ve un cuchillo igualmente colocado en forma diagonal.
Debajo
de la imagen de estos hombres revolucionarios encontramos dos elementos
especialmente particulares: primero, unas manos extendidas en tono rojizo, “que denotan ofrecimiento y
veneración” (Cruz, 2012, p. 214); y a un lado, un segundo elemento, un contundente yunque. Se puede establecer la relación de
ambas figuras con respecto al trabajo, pues las manos brindan la capacidad de manipular y crear, mientras que el yunque es un bloque macizo que se
utiliza para dar forma a metales, sin embargo “el yunque
tendría que esperar a ser trabajado, aguardar la forja de algo, pero no hay
martillo”
(Cruz, 2012, p. 214), es decir, que el yunque requiere ser maniobrado con destreza por dicha herramienta. Aunque también contrasta la
naturaleza de ambos elementos, a saber, la fragilidad de las manos y el peso y la casi indestructibilidad del yunque que, no obstante, se pueden complementar en la ejecución de una tarea
manual.
Asimismo, las armas que portan los hombres anteriormente referidos enfatizan el clima bélico. El artista representó a estos hombres imbuidos en la batalla
de espaldas, sin ofrecer mayor detalle de su
identidad, con
lo que puede referirse al anonimato de los miles de hombres sin nombre ni rostro que participaron en la lucha revolucionaria o que hicieron la Revolución.
En
el lado izquierdo se aprecia a un hombre de oficio albañil que aparece de perfil derecho, con pantalones azules, camisa en tono rojizo y sombrero. Tiene una postura encorvada ya que trabaja en la edificación
de un muro; con la mano derecha sostiene una paleta de albañil o cuchara con la que se ayuda para pegar
algunos ladrillos con cemento. Detrás de este personaje se observa a un hombre más en la misma
postura, con camisa clara y sombrero, aunque a este último no se le distingue el rostro debido a la
interposición del trabajador de la construcción.
Al
fondo de la
escena, se aprecian unas vigas de madera
que contribuyen a reforzar el ambiente de trabajo recreado en esta parte. Debajo
del muro
construido con ladrillos, destacan
unas enormes piedras incorporadas exactamente sobre una ventana que forma parte de la construcción donde se realizó la obra; “tal vez sean símbolo de origen y
solidez, fuerza concentrada, base superior del fresco” (Cruz, 2012, p. 214),
pues son prominentes y robustas, evocan un soporte firme y fuerte. En esta misma área de la obra también añadió, sobre las piedras, la imagen de una tela roja que cuelga ornamentalmente y enmarca dicha ventana.
A lo
largo de esta escena encontramos armas y herramientas expuestas simultáneamente, es decir, aunque tienen una funcionalidad opuesta, “los personajes están acompañados
por las armas de fuego que no se contraponen con los
instrumentos de edificación arquitectónica” (Cruz, 2012, p. 213). Por un lado, las armas sirven para atacar, destruir y
matar, mientras que las herramientas para crear y construir: aspecto que toma sentido en la
interpretación del proceso revolucionario en el que fue necesaria la
destrucción para impulsar una nueva estructura social, pues la figura del albañil trabajando
evoca la idea
de reconstrucción que el artista intentó destacar en la obra. Si bien la imagen de la batalla ocupa la mayor dimensión, después de esta se impone la representación del trabajo como una acción constructiva, fructuosa y empeñosa.
El artista incorporó elementos
cargados de valor simbólico para complementar y acentuar el mensaje de la obra. Dichos elementos pueden ligarse a la lucha en el caso de las armas, al trabajo en el caso de las herramientas y a la creación en las manos que aparecen, pues estas connotan la posibilidad de trasformar, a la vez de operar armas o instrumentos de trabajo. Así, estas figuras condensan un significado particular que ayuda a articular
el sentido general de la composición, considerando que es necesario “indagar el por qué de la existencia de las imágenes, el servicio que prestan, la
manera en que producen sentido, su diferencia con las otras formas simbólicas y
la manera en que se complementan entre sí” (Mc Phail, 2011, p. 4).
En
este caso, Orozco recurrió a un leguaje alegórico,
tomando en cuenta que la alegoría refiere a una representación en la que es
posible atribuir un significado simbólico a una cosa, objeto, concepto o idea; puede ser un recurso tanto estético como filosófico. En el terreno de la creación plástica la noción de alegoría
implica una interacción entre formas y símbolos, esto es, la presencia de
imágenes dotadas de un sentido figurado que el
artista utiliza con una intencionalidad
particular.
En
esta obra
mural Orozco aborda el tema de la revolución en la parte superior
derecha, paralelamente al tema de la reconstrucción, en la
parte superior izquierda. Hay que considerar que, en 1926, año de realización de la obra, la idea de revolución se asociaba a la de reconstrucción, en parte porque habían transcurrido pocos
años desde el término del movimiento armado; el contexto prevaleciente
obligaba a iniciar con un proceso de reorganización social y política en el que
se pretendía la pacificación del país.
En
lo tocante a la Revolución, como se ha visto, la
representación no se centra en los héroes icónicos o sus logros alcanzados, sino en los hombres y las mujeres que se comprometieron con sus causas, que han resentido sus efectos y
que posterior a ella seguirán trabajando. En este sentido, encontramos a “las mujeres del pueblo, el
pacífico trabajo, la simbólica reconstrucción, el trabajador que se lanzó en pos de sus anhelos y ahora trabaja […] es el esfuerzo del hombre por
realizar ideales, aun a costa de intenso dolor” (Cruz, 2012, p. 214). Bajo este argumento surge la idea de reiniciar a través del
trabajo, de reconstruir después de la lucha, una necesidad que se impone ante la destrucción ocasionada por el movimiento
armado
revolucionario
y que podrá ser revertida o reparada mediante la labor colaborativa y propositiva. Por lo anterior, se puede decir que,
en estos muros el pintor concibe que la rebelión armada debe ir acompañada de la construcción de un nuevo orden; finalmente, la violencia, la destrucción y la muerte –los revolucionarios con fusiles a la espalda– contienen un germen de fertilidad, dan lugar al hombre nuevo: el albañil que levanta un muro (Cervantes y Mackenzie, 2010, p. 70).
El artista busca proponer una
interpretación frente a una realidad concreta, si
partimos del hecho de que la revolución expresa un proceso que remite a un cambio social
drástico y profundo –es decir, a la trasformación de
las instituciones que fundamentan y estructuran un determinado orden social–, se puede decir que las imágenes del mural sobre la labor de construcción connotan la
posibilidad de rehacer o reiniciar una nueva etapa, aunque tal aspecto no
necesariamente se resume o debe leerse como una visión optimista de la revolución, puesto que esta ha entrañado también estados de destrucción y violencia.
Así, a la par de la construcción
existen diversos factores tanto políticos como económicos que inhiben,
dificultan o amenazan el desarrollo social y la reconstrucción como tal. Por ello, la obra mural en
cuestión resulta ser una propuesta crítica en torno al
proceso revolucionario y sus implicaciones, que utiliza para tal propósito
recursos figurativos
y simbólicos
como el muro construido a base de ladrillos, los trabajadores, las herramientas y demás elementos que se han recuperado en la descripción iconográfica y que coexisten con alusiones directas a la guerra, la lucha y el dolor.
De
igual modo, resulta oportuno mencionar que la idea de reconstrucción aparejada a la de destrucción es retomada por el artista en
otras obras
murales suyas
de la década
de 1920, concretamente en 1926, mismo año de la obra que nos ocupa y cuyo contenido aborda también la cuestión revolucionaria. Encontramos, por ejemplo, en el Antiguo Colegio de San
Ildefonso La
destrucción del viejo orden (1926), en la que se aprecia, en primer plano, dos campesinos vestidos de manta y descalzos, de
complexión robusta, que miran hacia atrás un conjunto de ruinas arquitectónicas que
aparecen en segundo plano y evocan el derrumbe del
viejo orden porfirista; los dos hombres atestiguan que el pasado ha quedado atrás y parecen asumir la necesidad de retomar el camino para continuar
edificando el presente.
En este mismo contexto, podemos mencionar el mural La trinchera (1926), donde se observan las figuras de tres soldados revolucionarios: el primero aparece boca abajo
con la espalda descubierta y cananas cruzadas; en medio y boca arriba se
observa a un hombre con el torso desnudo; y, por último, se aprecia a un tercer revolucionario
hincado sobre el suelo con canana a la cintura, la espalda encorvada desnuda y que cubre dolorosamente, con su brazo flexionado, su rostro. La posición de los tres hombres, así como la cercanía e interposición
de sus cuerpos, dan la impresión de conformar una cruz. En esta composición el artista
retrata la crudeza y el dolor producido por las batallas de la lucha
revolucionaria; al respecto se puede decir que “Orozco asoma una leve
interpretación de la revolución: como acto de derrota, pero donde prevalecen
los valores humanos” (Jaimes, 2012, p. 79). Otras murales, como La trinidad revolucionaria (1923-1924) y Revolucionarios (1926), dejan ver la centralidad del tema revolucionario, sus actores, procesos y efectos
en la producción artística de Orozco durante ese periodo.
Es necesario tomar en cuenta que la interpretación de una obra mural aborda tanto los elementos seleccionados e
incluidos por el artista como aquellos que fueron descartados; es decir, “debemos pensar las imágenes no
como un significado cerrado, o como espejos de un significado externo. La
reflexión debe apuntar
hacia la potencia/fuerza que la imagen tiene para
mostrar, enseñar, señalar su condición visible o invisible” (Mc Phail, 2011, p. 29). El entrelazamiento de las imágenes en una obra no solo remite a su contenido, pues tiene la capacidad de generar un sentido y de construir una narrativa a partir de elementos
iconográficos que son portadores de diferentes propiedades y atributos.
Por
otro lado, es indispensable destacar que la producción plástica del artista no es un aspecto
inmutable; su práctica no se manifiesta de
forma unilateral y progresiva, por ello no debe perderse de vista que el carácter de sus composiciones y las posibles
tendencias identificadas en estas son susceptibles de
transformarse con el tiempo. Pues las trayectorias artísticas son complejas y están influidas también por el contexto
sociohistórico del momento, lo cual bien puede implicar giros, incluso rupturas temáticas y estilísticas.
En
la obra objeto de este análisis encontramos símbolos que acompañan y refuerzan su sentido, por lo tanto, la composición está en gran medida basada en el uso de relaciones alegóricas a través de las cuales el artista
realizó una aproximación
al tema revolucionario. Si nos preguntamos por qué
retomar o insistir en la representación de temas históricos como la Revolución mexicana, es importante considerar que, a pesar de que
los críticos de arte más lúcidos han buscado evitar toda consideración política al hablar de los muralistas o, en todo caso, demostrar que por lo menos Orozco era un anarquista sin concesiones, ajeno a la retórica política dominante […] el muralismo sí fue político y tuvo, también en el caso de Orozco, coincidencias importantes con la retórica oficial (González Mello, 2008, p. 316).
Las
obras de Orozco dejan constancia de su estilo plástico para materializar ideas, sentimientos y
juicios, que ayudan a comprender no solo los rasgos de su estética sino también su personalidad como creador, su concepción, interpretación y postura frente al arte: “Orozco no es particularmente un pintor dialéctico […] tampoco un pintor idealista o
banal, así
que su contribución al muralismo mexicano la debemos encontrar en su empeño por
acudir a la representación de la humanidad a secas” (Jaimes, 2012, p. 80).
Por todo lo anterior, en el repertorio iconográfico de
Orozco encontramos a hombres más que a héroes, a circunstancias más que a acontecimientos, a contradicciones más que a logros consumados. Su estética muestra a seres humanos en franca decadencia, y abundan escenas en las que
prevalece la crítica ácida, el dolor humano, las miserias de vida, la violencia y hasta lo ridículo; En sus escenarios plásticos generalmente prefirió el uso de
una paleta de colores sombríos e intensos que acentuaban el carácter de su obra o, según correspondiera, su intención figurativa. Asimismo,
La reflexión sobre el presente y pasado de México y de América, recorre como un sistema circulatorio la obra de Orozco, y esto resalta como prioritario para quienes buscar conocer en profundidad la obra de un artista que se enroló voluntariamente en el avance democrático de su pueblo, sin renunciar a las visiones apocalípticas dictadas por una época de cambios muy dolorosos (Tibol, 2009, pp. 20-21).
Conclusiones
Las obras del muralismo permanecen como testimonios visuales que han contribuido a nutrir y
afianzar los imaginaros sociales en torno a una serie de aspectos de la realidad sociohistórica de México. La también llamada Escuela
Mexicana de Pintura subsistió durante décadas como una vigorosa expresión
plástica debido
a lo cual merece la pena explorar y aproximarse al acervo de imágenes contenidas en sus diversas composiciones, dado que articulan universos pictóricos en los que “estamos interpretando lo que
vemos en función de la manera en que los objetos y los acontecimientos
se expresaron por medio de formas en diversas condiciones históricas” (Panofsky, 1987, p. 54). Asimismo, si bien el muralismo fue un proyecto artístico que formó parte de un
programa cultural
impulsado y
auspiciado desde el Estado, se convirtió a la vez en un instrumento de crítica.
En el surgimiento y desarrollo del muralismo no debe perderse de vista que, durante las décadas de 1920 a 1940, el diseño y la realización de las
obras implicó la adaptación a espacios arquitectónicos preexistentes, situación que representó para los artistas ejecutantes de
obra de gran formato desafíos y la puesta en marcha de su destreza artística y capacidad creadora.
Asimismo, para entender el valor y carácter de la corriente muralista en su contexto sociohistórico, se debe tener presente que en la época en la que surge esta expresión como vanguardia
artística en el país, el público estaba habituado a la pintura inspirada en el
neoclasicismo, por lo tanto, el proyecto de la pintura mural representaba una
ruptura cultural frente a las tendencias en el ámbito del arte. En este sentido, “la pintura mural se inició bajo muy buenos auspicios. Hasta
los errores que cometió fueron útiles. Rompió la rutina en que había caído la
pintura. Acabó con muchos prejuicios y sirvió para ver los problemas sociales
desde nuevos puntos de vista” (Orozco, 2009, p. 64).
En
los trabajos murales más tempranos de Orozco –por ejemplo, en las casi treinta obras
ubicadas y distribuidas en la planta baja del Antiguo Colegio de San Ildefonso, algunas de ellas mencionadas
brevemente en el presente texto–, expone
una serie de problemáticas y procesos como la violencia ejercida sobre la clase
campesina, la cual continuaba aún después del movimiento revolucionario y, por supuesto, también la derivada de este, la marcada explotación de la clase trabajadora ante la
subsistencia y permanencia de élites políticas y económicas, así como las
dificultades que enfrentaba el campo mexicano.
Asimismo, encontramos también obras en las que el pintor dio espacio a la representación de otros procesos históricos y culturales como el mestizaje y la conversión de los indios al
cristianismo por parte de las órdenes religiosas. Su obra es una respuesta al
contexto prevaleciente, siendo los muros un espacio para exponer y criticar la realidad de un país en el que persistía la opulencia, la violencia sobre los
sectores desposeídos y vulnerables, así como la acentuada división de las clases sociales. Por ello, el valor de gran parte de su
obra mural radica en su sentido provocador y de crítica.
De
igual modo,
en otros recintos, como en la obra analizada en el presente artículo, Orozco dedicó y continuó con el abordaje y recreación de temas y fenómenos ligados a la
Revolución mexicana. Encontramos así imágenes donde retrata y exhibe la fuerza y el
dolor de la lucha revolucionaria y el anhelo de
construir o, mejor dicho, de reconstruir un país en el que se pudieran concretar
las aspiraciones que perseguía el movimiento revolucionario.
Su
trabajo como muralista permanece despreocupado y desapegado de premisas de carácter político; sus composiciones, realizadas
con trazos decididos, no titubearon ni negociaron con las versiones
folcloristas, pacíficas ni con los ambientes netamente utópicos. En este sentido, la
plástica de
Orozco huye del estereotipo del muralismo como
una expresión artística ligada a la producción de un discurso nacionalista. Por ello, los temas históricos, sociales,
políticos y filosóficos que abordó en su abundante y variada obra mural quedan
todavía abiertos a la reinterpretación y la
reflexión.
En suma, es necesario comprender que la obra mural de Orozco es, además de realista, un arte simbólico. De igual forma, debe reconocerse que el muralista asume en su manifestación artística la complejidad del
fenómeno revolucionario y lo explora desde
múltiples dimensiones y orientaciones expresadas desde un lenguaje figurativo y alegórico. En algunas de ellas, como en la analizada, el artista tuvo ocasión de sugerir plásticamente los conceptos ambivalentes de lo nacional y lo histórico. Por todo lo anterior, puede decirse que Orozco no se conformó con ser un
ideólogo, sino que desafió las representaciones dominantes sobre lo nacional. Por ello es oportuno y fecundo analizar las imágenes de sus composiciones murales para revalorar tanto el carácter como el aporte de su
propuesta visual.
Referencias
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Cervantes, M. y Mackenzie, B. E. (coords.) (2010). José Clemente Orozco. Pintura y verdad. México: Instituto Cultural Cabañas.
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González Mello, R. (2008). La máquina de pintar: Rivera, Orozco y la invención de un lenguaje. Emblemas, trofeos y cadáveres. México: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Estéticas.
Jaimes, H. (2012). Filosofía del muralismo mexicano: Orozco, Rivera y Siqueiros. México: Plaza y Valdés.
Lazarín, F. (2014). La Escuela Industrial Federal de Orizaba, 1923-1932. En Galván, L. E. y Galindo, G. A. (coords.), Historia de la educación en Veracruz (pp.199-219). Xalapa: Universidad Veracruzana y Gobierno del Estado de Veracruz.
Mc Phail, E. (2011). La imagen como objeto interdisciplinario. Razón y Palabra, (77), 1-33. https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=199520010075
Mijangos, E. (2012). José Clemente Orozco. Reconstrucción o Revolución social. En I. Rodríguez Prampolini, (coord.), Muralismo mexicano, 1920-1940. Catálogo razonado I (p. 211). México: Universidad Veracruzana, Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, Universidad Nacional Autónoma de México y Fondo de Cultura Económica.
Orozco, J.C. (2009). Autobiografía. México: Era.
Panoksky, E. (1987). El significado en las artes visuales. España: Alianza.
Tibol, R. (2009). José Clemente Orozco: una vida para el arte. Breve historia documental. México: Fondo de Cultura Económica.
[1] Universidad Autónoma del Estado de
México, México. ORCID: 0000-0001-7626-0915.
Correo
electrónico: isanchezl@uaemex.mx
Fecha
de recepción: 02-11-2022 | Fecha de aceptación: 20-10-2023
[2] En 1915, en el estado de Veracruz
se concentró la fuerza constitucionalista encabezada por Venustiano Carranza,
la cual combatía a los ejércitos de Emiliano Zapata y Pancho Villa que entonces
detenían control de la capital nacional. Es decir, a mediados de la década el
combate ya no era contra la dictadura porfirista, ni contra el gobierno del
general golpista Victoriano Huerta, sino entre fuerzas revolucionarias en
competencia. Orozco y otros pintores participaron al lado de los carrancistas
en la edición del periódico La Vanguardia [N. de la E.].