“Paisajes interiores y melodías recónditas”:
la imagen estridentista

Internal Landscapes and Obscure Melodies: The Stridentist Image

 

César Andrés Núñez[1]

 

Resumen

Este artículo revisa las reflexiones “técnicas” del estridentismo, con especial atención a una “Conferencia sobre el movimiento estridentista”, de Germán List Arzubide. Esta conferencia, a pesar de haber sido referida en ocasiones como uno de los escritos “teóricos” del movimiento de vanguardia, no ha sido estudiada con detenimiento. Los comentarios que hicieran tanto List Arzubide como, en otros textos, Arqueles Vela y Manuel Maples Arce consideran la imagen poética y la metáfora como elementos constitutivos del arte estridentista. La importancia atribuida a esos elementos permite conectar la poética de la escuela mexicana con otros movimientos contemporáneos, reconsiderar la historicidad de las categorías y observar la tensa relación entre direcciones contrapuestas en la misma estética estridentista.

Palabras clave: vanguardia, metáfora, imagen, estridentismo, autonomía

 

Abstract

The article reviews Stridentism’s “technical” reflections, paying special attention to Germán List Arzubide’s “Conference on the Stridentist Movement”. This text, although sometimes referred to as one of the “theoretical” writings of the movement, has not been studied in detail. List Arzubide, along with Arqueles Vela and Manuel Maples Arce in other writings, argue for the poetic image and metaphor as constitutive elements of Stridentist art. The importance they attribute to these elements allows us to connect the poetics of the Mexican school with other contemporary movements, reconsider the historicity of the categories, and observe the tense relationship between opposing directions within the same Stridentist aesthetic.

Keywords: avant-garde, metaphor, image, Stridentism, autonomy

 

 

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A pesar de la proliferación de manifiestos, entrevistas, notas, artículos ‒y hasta un libro como El movimiento estridentista (1926) de Germán List Arzubide– que se publicaron mientras se desarrollaba el estridentismo, no es sencillo encontrar una reflexión más o menos sistemática que los integrantes del movimiento hayan hecho sobre los mecanismos de composición de la estética estridentista –o “actualista”, si se prefiere–. El estridentismo, por decirlo así, carece de algo como una suerte de “manifiesto técnico”. Pueden, sin duda, rastrearse comentarios dispersos, anotaciones sueltas en todos aquellos manifiestos, entrevistas, notas, etc. De entre estos textos, quizás sea uno de los más relevantes la respuesta –ya señalada y ampliamente utilizada por Esther Hernández Palacios (1983)– que Manuel Maples Arce da a una encuesta realizada por Óscar Leblanc (seudónimo de Demetrio Bolaños Espinosa) para El Universal Ilustrado el 12 de junio de 1924: “¿Cuál es mi mejor poesía?” Allí Maples Arce elige, de manera esperable, el poema “Prisma” de su libro Andamios interiores –un poema que ya en aquellos años fue leído como una realización del programa estridentista– y además agrega:

 

Pero en el planteamiento de toda cuestión estética hay una razón ideológica, otra técnica que es necesario dilucidar.

Es en la ideología del poema donde se ubica el pleno sentido del equilibrio entre la notación intuitiva y la valoración mecánica; entre lo espiritual y lo sensorialista, y este equilibrio perfecto es, en mi sentir, virtud estética de la obra, claramente definida en el poema que señalo […] Técnicamente: un aporte a las literaturas occidentales de la imagen indirecta-compuesta –teoría abstraccionista– mi mensaje nuevo-continental a los poetas de aquel lado del Atlántico, delimitación entre la pintura y la poesía. He aquí, lo que diferencia la verdadera poesía de aquella que no lo es. La poesía en sí, es la exposición sucesiva de las imágenes equivalentistas. Reducción al absurdo ideológico. Imagen multánime. Raíz cuadrada de un coeficiente ideológico-multiplicador común, diferencial de la imagen, a) directa simple, b) directa compuesta, c) indirecta simple –plano de superación. Relación y coordinación intra-objetiva. Synestesia (superposición de los sentidos); cenestesia (fatiga intelectual). De aquí que los grieguistas, burgueses, reaccionarios y académicos se sientan invadidos por la locura, y reclamen camisa de fuerza para leer a los poetas de vanguardia. Son ellos los que buscan la cuarta dimensión en el volumen aparente de los objetos. Penetración profunda. Detectives escolásticos sanitarios (Maples Arce, 1981, pp. 73-74; Hernández Palacios, 1983, pp. 137-138; Schneider, 1997, pp. 101).

 

La “poesía en sí”, pues, es una exposición sucesiva de “imágenes equivalentistas” que, por su operatoria, produce la sensación de locura en los lectores conservadores o reaccionarios, pues ha roto “las amarras del paisaje”, como las llama Maples Arce. Allí parecería radicar el ansiado equilibrio entre estética e ideología, entre intuición y valoración. Esther Hernández Palacios, como decíamos, destaca el pasaje en el que Maples Arce enumera los tipos de imágenes posibles y, a partir de este, caracteriza la poesía del movimiento para reconstruir la “poética estridentista”; de hecho, sostiene que en ese procedimiento radica la “esencia” de la renovación propuesta por el grupo vanguardista mexicano:

 

Si el futurismo italiano planteaba sobre todo la renovación –o destrucción– de la sintaxis y la morfología, y la introducción de signos de diferentes sistemas (como los de la música y las matemáticas), los estridentistas centran sus esfuerzos en la semántica poética. La imagen se convertirá en su quilla renovadora. Aunque es indiscutible que otros aspectos de la semántica poética, como el léxico y su relación con la sintaxis, también son importantes para ellos (los poemas estridentistas “prestigian los teléfonos y diálogos que se hilvanan al desgaire por hilos conductores”), es en los procedimientos de significación connotativa, en las imágenes, en donde radica la esencia del cambio que nuestro movimiento de vanguardia se propuso (Hernández Palacios, 1983, pp. 135-136).

 

Es muy sensata la idea que propone Hernández Palacios. Si el estridentismo es algo, no resulta verosímil que consista apenas en una serie de términos o de temas.[2] Alguna técnica, algunos recursos deberían caracterizar su poética; de otro modo, no sería más que un “adorno”, un “agregado” léxico, colocado sobre la misma poesía de siempre. En ese sentido, aunque sea extraña la idea de una “esencia” del estridentismo, es razonable la atención que le brinda al proceso de connotación de la imagen poética. De hecho, los mismos estridentistas, en los años de existencia del movimiento, parecen haber seguido el mismo derrotero.

En efecto, otros textos circunstanciales también dejan huella de la reflexión de los estridentistas sobre los rasgos que debe tener una literatura renovadora. Luis Mario Schneider considera “de vital importancia para la teoría del Movimiento Estridentista” (1997, p. 101) dos artículos publicados por Maples Arce, poco después del anterior, durante 1924: “Jazz-XY” y “La sistematización de los movimientos literarios”.

En el primero, aparecido en El Universal Ilustrado el 3 de julio de 1924, si bien el tema predominante es la música –y el ritmo, el sonido, el ruido–, recupera ideas expuestas en la encuesta de Leblanc:

 

En esta igualación expositiva del enunciado poemático neomusical –Jazz XY, etc.‒, XY sólo representa una proposición constructiva: teoría del sonido (vibración regular de los cuerpos en su posición de equilibrio), como en álgebra cantidades-hipótesis; en plástica volúmenes, calidades y dimensiones, en poesía, imágenes directas, indirectas, multánimes, etc., más una raíz cúbica (expresión neoplasticista) de los ritmos sincrónicos sincopados en sus descomposiciones tonales. La técnica del poema musical, así, reducida a expresión ecuativa, tiene los caracteres de abstracción, universalidad y comprobación, fundamentales a todo sistema (Maples Arce, 2017, p. 82).

 

Este interés por la imagen –y por la imagen “multánime”– se encuentra en sintonía con la reflexión que, al otro lado del Atlántico, habían desarrollado algunos escritores más o menos vinculados al ultraísmo. Resuena, en especial, el texto sobre las “Posibilidades creacionistas” que Gerardo Diego –uno de los poetas incluidos en el “Directorio de vanguardia” del Comprimido estridentista, el primer manifiesto de Maples Arce, de diciembre de 1921– había publicado en el número de octubre de 1919 de la revista Cervantes. Diego clasifica las imágenes –el “tesoro más anhelosamente buscado” de la nueva lírica, según dice Gloria Videla– en una escala creciente, que llega a la “imagen múltiple” creacionista. En primer lugar enumera la imagen, que es la palabra: la “palabra en su sentido primitivo, ingenuo, de primer grado, intuitivo, generalmente ahogado en su valor lógico de juicio, de pensamiento”, que tiene “un valor estético insignificante”; es difícil “desanudarla” pero puede, no obstante, en determinadas circunstancias –en especial en los labios de los niños, de algunos poetas del pueblo y de los creacionistas–, adquirir valor emotivo.

En segundo lugar se encuentra la imagen refleja o simple: la imagen tradicional de las retóricas, la que “evoca el objeto alu­dido con una fuerza y una gracia renacidas”. De todas maneras, su campo de acción está, siempre según Diego, muy restringido y el “poeta moderno, para una imagen simple y nueva, tiene que usar cien viejas y renovar las que han perdido ya toda su eficacia”. Sigue, en la progresión, la imagen doble, una imagen que “representa, a la vez, dos objetos” y contiene “una doble virtualidad”: “Disminuye la precisión, aumenta el poder sugestivo”, dice, y mientras que se hallan aisladas en los clásicos, “los creacionistas las prodigan constantemente”. Los dos últimos grupos son, sin duda, los que más le interesan a Diego:

 

4ª, 5ª, etc. Imagen triple, cuádruple, etc. Advertid cómo nos vamos alejando de la literatura tradicional. Estas imágenes que se presentan a varias interpretaciones, serían tachadas desde el antiguo punto de vista como gravísimos extravíos, de ogminidad, anfibología, extravagancia, etc. El creador de imágenes no hace ya prosa disfrazada; empieza a crear por el placer de crear (poeta-creador-niño-dios); no describe, construye; no evoca, sugiere; su obra apartada va aspirando a la propia independencia, a la finalidad de sí misma. Sin embargo, desde el momento en que puedan ser medidas las alusiones y tasadas las exégesis de un modo lógico y satisfactorio, aún estará la imagen en un terreno equívoco, ambiguo, de acertijo cerebral, en que naufragará la emoción. La imagen debe aspirar a su definitiva liberación, a su plenitud en el último grado.

Imagen múltiple. No explica nada; es intraducible a la prosa. Es la Poesía, en el más puro sentido de la palabra. Es también, y exactamente, la Música, que es substancialmente el arte de las imágenes múltiples; todo valor disuasivo, escolástico, filosófico, anecdótico, es esencialmente ajeno a ella. La música no quiere decir nada. (A veces parece que quiere; es que no sabemos despojamos del hombre lógico, y hasta a las obras bellas, desinteresadas, les aplicamos el porqué.) Cada uno pone su letra interior a la Música, y esta letra imprecisa, varía según nuestro estado emocional. Pues bien: con palabras podemos hacer algo muy semejante a la Música, por medio de las imágenes múltiples (Diego, 1919, pp. 26-27; Videla, 1963, pp. 108-109).

 

La idea de una “creación” libre de las ataduras del realismo, de una “creación” pura, que ya resonaba en el Comprimido estridentista,[3] transita en mayor o en menor medida las reflexiones que, en América y en España, hacen los escritores de vanguardia en el primer lustro de la década de los veinte. “Imagen equivalentista”, “imagen multánime”, “imagen múltiple” son nombres con los que se busca dar cuenta del tipo de construcción que, por medio de la yuxtaposición de figuras, se propone como propia de la “poesía en sí”, en términos de Maples Arce, o de la poesía “en el más puro sentido de la palabra”, en los de Gerardo Diego. Los vínculos con la música –que explícitamente establecen uno y otro escritor– subrayan el carácter “abstracto”, no referencial, que están buscando reivindicar como objetivo de la nueva poesía. “Casi todos los poetas ultraístas, por influjo sobre todo del creacionismo, persiguieron la imagen «polipétala». Esta plurivalencia se logra resumiendo en una imagen dos o más analogías”, comenta Gloria Videla (1963, p. 110).[4] En efecto, en su famoso libro de 1925 (Literaturas europeas de vanguardia), Guillermo de Torre escribía:

 

La mayor parte de los poetas actuales, perseguidores fervorosos de módulos intactos, manipulan básicamente en sus laboratorios con elementos eternos: las imágenes y las metáforas. La imagen es el protoplasma primordial, la substancia celular del nuevo organismo lírico. La imagen es el resorte de la emoción fragante y de la visión inesperada: es el reactivo colorante de los precipitados químico-líricos. Y en ocasiones, como en la ecuación poemática creacionista, es el coeficiente valorador fijo.

En el conjunto maravilloso del poema libertado, sintético, aéreo y velivolante, despojado de todas sus vísceras anecdóticas y sentimentales, y podado de toda su secular hojarasca retórica y de su sofística finalidad pragmática, resalta cardinalmente la imagen múltiple, purificada, autónoma, extrarradial: la imagen situada allende los terrenos de la realidad mediata, la imagen desprendida del lastre episódico, centrífuga y polarizada por como amplía su radio inicial en ondas sugerentes. La imagen, en suma, de su cualidad de medio ha pasado en convertirse en fin, y en él lleva implícito todo el contenido emocional o intelectual que antes era su finalidad, cuando en lugar de punto de llegada se la consideraba como vehículo accesorio de sentimientos o ideas (Torre, 2001, p. 329).[5]

 

El segundo de los escritos de Maples Arce que destaca Schneider se publicó también en El Universal Ilustrado, una semana después del primero, el 10 de julio de 1924. Allí Maples Arce sostiene que la nueva literatura “no es sino la consecuencia de un móvil practicista, resuelto en la exigencia de una plural actividad contemporánea” (Schneider, 1997, p. 103). Según glosa Schneider, Maples Arce afirma que desde el mundo grecolatino hasta el romanticismo, “«la poesía estuvo sujeta a los principios de la perspectiva aparente, a la sucesión exposicional de un cinema selectivo» en que toda expresión de renovación fue genérica y temática”. Es con los impresionistas que Maples Arce advierte una renovación técnica de la literatura, “de tal manera que el arte deja de ser «reproductista» para convertirse en «interpretativo»”. Max Jakob, F. T. Marinetti y G. Apollinaire son presentados como los renovadores fundamentales, quienes inician la “nueva conciencia estética”: “Los escritores, los poetas y los obreros técnicos comienzan […] a tratar de reflejar esta nueva «inquietud de un propósito vital del mundo»” y tratan “de fundamentar el arte no bajo los preceptos de una generalidad abstracta de la realidad sino que se proponen convertirlo en «una función espiritual en un momento determinado» de la historia”. Así concluye:

 

Parte de la tarea radica en que a una nueva expresión, a un nuevo concepto, tiene que corresponder necesariamente una nueva técnica del arte. De allí que también las formas con que se manifiesta una literatura condicionan la relatividad de lo bello: “Muchas cosas que eran consideradas como bellas, hoy han dejado de serlo, y han dejado de serlo, justamente, en todo aquello en que no se identifican con nosotros, en todo aquello que no logra captar nuestro interés emocional” (Schneider, 1997, p. 103).

 

El anhelo de una “nueva belleza” coloca en el devenir de la historia una categoría que solía pensarse atemporal y parece relacionado con el abandono de la referencia, con el final del arte “reproductista”. El interés de Maples Arce, aquí, es más bien establecer un “mapa” de los movimientos literarios –y también una “historia” de su desarrollo–, pero la mención de Jean Epstein y el “nuevo estado de la inteligencia” que producirían la “influencia dinámica de nuestra época”, la “explosión simultaneísta de los panoramas mecánicos” y el “acercamiento de las perspectivas internacionales” (Schneider, 1997, p. 104) revelan un intento de conjugar el comentario sociológico con algunos aspectos técnicos. El mismo Schneider nota que “«La sistematización de los movimientos literarios» […] está extraído casi directamente de La poèsie d’aujourd’hui. Un nouvel état d’intelligence, publicado por La Sirène, en 1921, y por el complemento y compendio de éste, «Le phénomene littéraire» en L’Esprit Nouveau, números 8 a 15, 1920-1921” aunque, agrega, es “el primer artículo que se publica en México y por un mexicano, que tiende a ordenar no sólo el concepto de las escuelas de vanguardia, sino también a fundamentar la aparición de éstas como resultado de la historia cultural del hombre” (Schneider, 1997, p. 104).

Sin embargo, a pesar del interés que revisten estos textos de Maples Arce, tienen todo el cariz polémico, circunstancial (al punto de acercarse a la paráfrasis, en algún caso), propio de un vanguardista que establece simpatías y diferencias, pero no constituyen, propiamente hablando, una reflexión técnica, o teórica, sobre el tipo de procedimientos discursivos que considera propios de una estética.

No obstante, hay otras dos ocasiones en las que, de una manera más o menos orgánica, sendos escritores se dedicaron a reflexionar sobre cuestiones técnicas con cierto detenimiento. Refiriéndose a “El estridentismo y la teoría abstraccionista”, un escrito de Arqueles Vela publicado en el segundo número de la revista Irradiador, dice Evodio Escalante: “El texto de Arqueles Vela me parece notable por ser acaso el primer intento de establecer en el plano reflexivo lo que sería la poética del estridentismo. Pese a su protagonismo, que nadie discute, no es Maples Arce el teórico del movimiento; este papel quedará reservado para Arqueles Vela y Germán List Arzubide. Las bases estéticas del estridentismo, en efecto, las expone mejor que nadie List Arzubide en su texto titulado «Conferencia sobre el movimiento estridentista» que se recoge en la edición citada de El movimiento estridentista” (2012, p. 32).

La edición a la que se refiere Escalante es el volumen que incluye las reproducciones facsimilares de los libros El movimiento estridentista (Xalapa: Ediciones de Horizonte, 1926) y Opiniones sobre el libro “El Movimiento Estridentista” de Germán List Arzubide (Xalapa, 1928), editado en la segunda serie de la colección Lecturas Mexicanas, de la Secretaría de Educación Pública, en 1987. En ese volumen, entre uno y otro libro, se incluyó la “Conferencia sobre el movimiento estridentista”. Katharina Niemeyer sostiene que esa conferencia fue “sustentada entre 1927 y principios de 1928” (Niemeyer, 1999, p. 187),[6] y la ubicación del escrito, interpolado entre el libro de 1926 y el de 1928, y probablemente dispuesta por el mismo List Arzubide, parece confirmar esa datación (que, no obstante, ante la ausencia de otras menciones explícitas u otras referencias precisas, no me parece tan segura).

En cuanto a la nota de Arqueles Vela, contamos no solo con la reproducción facsimilar de la revista sino con la interesante lectura que Evodio Escalante hace de ella. Unos meses antes de los textos de Maples Arce que acabamos de mencionar,[7] Arqueles Vela comienza alertando que “El estridentismo no es una escuela literaria, ni un evangelio estético. Es, simplemente, un gesto. Una irrupción del espíritu contra el reaccionarismo intelectual”. De allí la reticencia a explicar las “tendencias” del estridentismo, a encontrar “una exégesis” del arte estridentista: “No hay un arte estridentista […] No hemos anclado el vocablo estridentista, ni anclamos ningún vocablo”. Sin embargo, dice Vela, “Ahora que se ha desvanecido se ha esfumado el azoramiento producido por nuestros reflectores intelectuales […] es imprescindible equilibrar el desequilibrio ideológico de los que han comentado la tendencia literaria del Estridentismo” (1923, p. 1). Así pues, procede a examinar esa tendencia literaria y comienza revisando el texto inaugural de Maples Arce:

 

El comprimido estridentista de Manuel Maples Arce, publicado en la primera hoja de “Actual”, no hace expeculaciones [sic] sobre un arte estridentista. Excita a los intelectuales jóvenes a hacer un arte personal y renovado, fijando las delimitaciones estéticas. A destruir las teorías equivocadamente modernas. A hacer poesía pura. Sin perspectivas pictóricas. Sin anecdotismo. Una poesía sincera, sin ordenar la emoción que es siempre desordenada. Las tendencias antiguas sujetaron la emoción a un esquema, a un itinerario para presentarla como una obra de equilibrio arquitectónico, de orfebrería y no como una obra imaginal y emocional. Toda esa literatura está basada en una ecuanimidad que no tiene la vida. Lo real y lo natural en la vida es lo absurdo. Lo inconexo. Nadie siente ni piensa con una perfecta continuidad. Nadie vive una vida como la de los personajes de las novelas románticas. Nuestra vida es arbitraria y los cerebros están llenos de pensamientos incongruentes. El ensueño no tiene la plasticidad, la claridad de los poemas de los novecentistas.

La teoría abstraccionista no es una teoría, sino una insinuación de afirmar la personalidad. De crear un arte puro y sin repujaciones. Un arte en que el sincronismo emocional tenga una equivalencia con ese ritmo sincrónico del ajetreo de la vida moderna (Vela, 1923, pp. 1-2).

 

Aquí también, pues, Vela reivindica la “poesía pura” como objetivo. Se trataría de una poesía “sin perspectivas pictóricas” ni “anecdotismo”: la representación y la narración se presentan entonces como lastres, como resabios de un arte antiguo, que sujetaba “la emoción a un esquema”. Evodio Escalante comenta el pasaje:

 

Arqueles Vela convierte al absurdo en la materia prima de las verdaderas emociones poéticas. Esta materia prima, que no es otra cosa que una primacía del desorden, ha sido velada y suplantada por años o por siglos de educación estética. Los poemas novecentistas y las novelas románticas, en este sentido, como sostiene Vela, no son sino mentira y artificio. Contra esta falsificación se levantaría el estridentismo. La ganancia en este caso tendría que ser, cuando menos, doble. Al rescatar el desorden originario que presidiría la auténtica vida del pensamiento y de las emociones, al dejar aflorar en las estructuras poéticas este caos sensible y fundamental, el estridentismo también lograría adaptarse al ritmo turbulento e imprevisible de la vida moderna. Ser actuales es ser primitivos, pareciera que ésta tendría que ser una de las conclusiones; pero este primitivismo paradójicamente estaría en consonancia con la agitada existencia de la ciudad moderna. El primitivismo, de tal suerte, es en verdad el otro nombre del actualismo (Escalante, 2012, p. 35).

 

El comentario resulta muy pertinente. Puede leerse en él, a trasluz, todo lo que la vanguardia porta de la idea tradicional de “revolución”: una vuelta, un giro, un regreso a “fojas cero” que conecta lo actual con lo “primitivo”, lo primero, y que convierte a la modernidad en una forma contemporánea de lo permanente. Escalante, además, señala:

 

Aunque no deja de resultar extraño que un texto vanguardista pretenda respaldarse en la llamada “música de las esferas”, tópico en el que podría muy bien escucharse una reminiscencia a la vez mística y pitagórica, Vela la utiliza para dar un audaz giro hacia lo contemporáneo. La teoría abstraccionista de los estridentistas, en efecto, no consistirá sino en esta puesta en escena de una simultaneidad armónica que conjuntaría tres cualidades, al ser una armonía que se ahorraría el tiempo, el espacio y el sujeto. El caos urbano se revela así como otra forma paradójica del orden, y el ruido como una armonía suprema o superior, pues se trata de una armonía sincrónica, que va con los tiempos y que simultaneíza todos los tiempos. Por lo demás, esta armonía se habría conseguido recurriendo a lo que puede llamarse un golpe nihilista de tres bandas, que lograría despojar al texto de tres categorías que se pensaba que eran indispensables en su constitución (Escalante, 2012, pp. 35 y 37).[8]

 

Presuntamente liberado el texto del tiempo, del espacio, del sujeto, despojado de las categorías (deícticas) fundamentales del discurso, quedaría ubicado “en ningún lado”, aunque –a la vez– sería por ello testimonio de la modernidad. Me interesa subrayar que coexisten en el planteo de Vela dos tendencias contrapuestas que tensan el estridentismo: por un lado, el intento de “abstraer” la literatura de los límites de la representación del mundo; por otro, hacer que esa abstracción, esa música –una suerte de música concreta– dé cuenta del mundo contemporáneo. Discutir la representación y reivindicar una forma de la representación son dos fuerzas centrífugas que dirigen la posible estética estridentista en direcciones contrarias. Espacio y tiempo atañen al eventual mundo representado (o no); a la vez, la categoría de sujeto establece una variable que también se articula sobre el mismo problema, puesto que, de manera acaso inesperada, la emoción es un elemento reivindicado. No se trataría tanto de renovar la poesía por medio de la supresión de la subjetividad, que había sido piedra angular de la literatura decimonónica, sino, al contrario, de mantenerla pero, ahora, considerando que esa emoción es ya no una relación clara entre sujeto y mundo, sino un caos que se acompasa con el ritmo de la actualidad.

La permanente tensión que esto genera se inscribe incluso en el vaivén que hace oscilar el texto de Vela entre la resistencia a “teorizar” y el afán de precisar, de fijar aquellas “delimitaciones estéticas” que inauguraba el primer manifiesto:

 

Las innovaciones del grupo estridentista: la figura indirecta compuesta y las imágenes dobles –no dobles a la manera creacionista– han revolucionado no sólo la forma, que es lo menos importante en una renovación, sino la ideología, la manera de interpretar la armonía del universo. La poesía está en esa música luminosa desenrollada por la rotación de las esferas. Y esa simultaneidad de armonías logradas sin tiempo, ni espacio, sin sujeto, es lo que hace nuestra teoría abstraccionista.

La figura indirecta compuesta es una visión lograda con dos sugerencias desiguales sintaxicamente [sic], y que ensambladas ideológicamente establecen una relación incoercible:

“…y el pentagrama eléctrico

de todos los tejados

se muere en el aleteo del último almanaque

de Maples Arce.

La imagen doble interpreta simultáneamente la actitud espiritual y la actitud material:

“…Y me alejé hacia el lado opuesto de su mirada…”

de “La Srita. Etc.” (1923, pp. 2-3).

 

Sin embargo, Vela se apresura a detener la posible estabilidad de la fórmula; su “síntesis exegética” no olvida que la “teoría abstraccionista” no es una teoría:

 

Esta síntesis exegética del estridentismo –la primera irrupción subversista que suscitó la pasividad ambiente– y la teoría abstraccionista –la primera manifestación renovadora– es una interpretación personalista. No teorizamos sobre el abstraccionismo porque no es una teoría. Y porque nosotros no limitamos la fuerza creadora como los impulsionistas –teoría cientificofilosófica–, los paroxistas –teoría neo-baulerina–, los neoparoxistas –teoría tridimensional–, etc., y las demás tendencias que circunscriben la emoción […] Los que confunden al estridentismo y otras tendencias actuales con una teoría estética no han leído nada del estridentismo, ni de las otras manifestaciones literarias (1923, p. 3).

 

Al aparecer el riesgo de una estandarización, de una precisión, se recupera la idea de libertad creadora, de un imposible freno a la fuerza de esa “primera manifestación renovadora” que sería la teoría abstraccionista. La tentación de delimitar los rasgos que distingan al estridentismo de otras “tendencias” es tan grande como la necesidad de conservar la posibilidad de seguir siendo “actual”, de no restringir la capacidad de modificaciones.

Si el texto de Arqueles Vela cuenta con la lectura que hizo Escalante al presentar el facsímil de Irradiador, la conferencia de List Arzubide, en cambio, no tiene una revisión detenida de la interpretación que propone (a pesar de ser, como decía Escalante, el sitio donde mejor se exponen las “bases estéticas del estridentismo”). Acaso porque se trata de un texto editado de manera tal que deja dudas sobre su fecha o procedencia, no conozco estudios que lo tengan en cuenta. La excepción, salvando algunas otras menciones pasajeras, es una sección del libro La poética del estridentismo ante la crítica de Clemencia Corte Velasco. La investigadora, remedando el artículo de Esther Hernández Palacios, recupera la respuesta de Maples Arce a la encuesta de 1924 y, además, la conferencia de List Arzubide para, más que estudiar este último texto, usarlo –de manera un tanto “obediente”, por decirlo así– a los fines de describir, aplicando las ideas allí expuestas, las imágenes estridentistas (Corte Velasco, 2003, pp. 95-97).

Aunque sea, como dice Niemeyer, una conferencia sustentada entre 1927 y principios de 1928, lo cierto es que, en el texto de List Arzubide, el movimiento estridentista parece concluido –y allí radica gran parte de la diferencia con la nota de Arqueles Vela–, pues el autor comienza preguntándose: “¿Qué fue lo que el estridentismo entregó al porvenir?” (1987, p. 109). Y, curiosamente, adelantando la perspectiva histórica que recorre el discurso, a continuación propone una suerte de axioma: “Al través de los siglos, los poetas han perseguido hacer florecer la emoción por medio de la palabra. Ora sea la emoción que les despierta lo que les llega por los ojos: un paisaje, la visión de un fragmento de la naturaleza; ora sea la emoción que les sacuda el espíritu con un canto, un perfume o un recuerdo íntimo y amado” (1987, p. 109). Esta afirmación, de evidente linaje romántico, precede a una breve historia de la poesía –el Ramayana y el Mahabarata, el Poema del Mio Cid, la Chanson de Roland…– que desemboca en una reflexión sobre la metáfora:

 

Mas el poeta, cuando merece ese nombre, no es un simple acumulador de palabras en orden y concierto. Hay algo más en la elaboración de un poema. Es fácil, hasta cierto punto, relatar lo que se ve: el mar, la luna, los bosques, las ciudades, en cambio es difícil expresar lo que se siente: la tristeza, la alegría, la emoción que nos despierta un canto una contemplación, para esto, simplemente, no hay reglas válidas y a medida que se pretende catalogar esas emociones, se les mutila y se les degrada. Obligado de todas maneras el poeta a darnos la emoción, ha recurrido al tropo, la metáfora y la imagen, en conjunto, a dar a las palabras algo más que el mero valor gramatical, en síntesis en ponerlas en libertad, valiéndose de tres formas de expresión: la comparación, el símbolo y la equivalencia (1987, p. 112).

 

Sorprende, sin duda, que se yuxtaponga la “obligación” de “dar la emoción” a la idea futurista de “palabras en libertad”. Obligaciones y libertades no semejan llevarse bien juntas. Tal pareciera que la libertad de las palabras tiene como límite ser usadas para expresar la emoción del poeta.[9] Sea como sea, List Arzubide procede a revisar la idea de metáfora. Se trataría de una progresión, de un “progreso” que parece remitir su origen al clasicismo (“Según la afirmación clásica, la metáfora es una comparación comprimida”) pero que, en verdad, arranca en el romanticismo, pues los ejemplos de esa forma clásica de entender la figura provienen de la poesía de Bécquer y de Zorrilla.[10] Se infiere que los cambios históricos reseñables comienzan, recién, en el siglo XIX. Una misma idea “clásica” de la metáfora transitaría la literatura hasta los años en que se escribió la obra de Bécquer o de Zorrilla. Este rápido recorrido histórico lo lleva a una segunda etapa, que representaría el simbolismo, en el que List Arzubide subraya la “compresión” de la comparación, con el efecto, reivindicado, de una mayor sutileza:

 

Más sutiles, los simbolistas comprimieron la comparación creando la representación de una cosa mediante la analogía que exista con otra. Esto, realizado metafóricamente, alcanza hondas sutilezas al transformar en imágenes, estados emotivos, pasando de lo concreto a lo abstracto. Veamos los poemas de Baudelaire, que pudiéramos llamar piedras angulares del simbolismo, en los que descubre inesperadas correspondencias entre los objetos aparentemente más alejados y distintos. […] Simbolistas fueron los grandes poetas franceses del siglo XIX: Tristán Corbiere; el poeta uruguayo-francés Jules Laforgue, del que se ha dicho con justeza, que sus poemas “son comienzos de versos infinitos, principios de sensaciones inmortales…”, el maravilloso Arthur Rimbaud, descubridor de la esencia de la poesía: Paul Verlaine, poeta exquisito y raro, que dio a las palabras un valor de pura emoción musical “la música antes que todo…” como dice en su Arte Poética […] (1987, pp. 112-113).[11]

 

Con Verlaine, pues, “entramos ya en los limbos del sueño: y las cosas toman un aire nebuloso e impalpable a fuerza de sutiles y finas creaciones simbólicas” (List Arzubide, 1987, p. 114). Sin embargo, el último eslabón de esta cadena de “progresos” lo constituyen los mismos estridentistas. Frente a esos intentos previos, según List Arzubide, los estridentistas realizaron un “avance”:

 

Nosotros fuimos mucho más allá, y dejando de lado todo lo que había sido mecánica de la poesía, ¡alcanzamos la equivalencia! Igualdad de las cosas en valor o estimación, que poéticamente es crear el salto de la hipótesis a la conclusión sin intermediarios.

Digámoslo con un ejemplo: “El tren es una ráfaga de hierro que azota el panorama y lo conmueve todo…” (Maples Arce). Nos valemos de este verso, porque en él hay en cierta forma una explicación, pero podríamos quitar la palabra tren y dejar únicamente la equivalencia del mismo: “una ráfaga de hierro que azota el panorama y lo conmueve todo” con la seguridad de que si recordamos el paso del tren, sentimos que expresa claramente la vibrante visión poética. De esta manera sintetizamos aún más, valiéndonos de la analogía que más cerca está de nuestra emoción. Así hemos logrado que, la metáfora, se convierta en una afirmación, con la seguridad que esta analogía es ya la cualidad dominante en el pensamiento. Con lo que conseguimos que la metáfora, de afirmación, pase a ser una creación, cobre vida completa, convirtiendo en real, lo irreal: yendo del absurdo, de lo ilógico, a lo congruente (1987, p. 114).

 

Metáfora, expresión, representación y emoción se enhebran en el pasaje de un modo inesperadamente tradicional. De hecho, la relación de semejanza entre el tren y “una ráfaga de hierro que azota el panorama y lo conmueve todo” no es quizás el mejor ejemplo de una imagen novedosa. Restaría demostrar que ese tipo de equivalencias son en mayor o en menor grado inéditas u originales. Casi confirmando el linaje antiguo del procedimiento, List Arzubide recuerda, como ejemplo del absurdo trasvasado en congruencia, a Góngora y cita un verso de la Fábula de Polifemo y Galatea junto a otros de Maples Arce (“Tras los adioses últimos”, de Andamios interiores), de su poema “Desintegración” (El viajero en el vértice) y un pasaje de El café de nadie de Arqueles Vela: “Ya Góngora nos había dado ejemplos de este absurdo trasvasado: «Peinar la selva y fatigar el viento» que nosotros alargamos de lo objetivo a lo subjetivo: «En las palpitaciones cardíacas del pañuelo…» (Maples Arce) «Y me perdí entre los callejones de la lluvia…» (List Arzubide) «Al franquear primero los umbrales de su decisión…» (Arqueles Vela)” (1987, p. 114).

List Arzubide, de todas maneras, considera que el estridentismo produjo una modificación de carácter vanguardista: “Con las equivalencias llegamos a lo que Epstein afirmó de la metáfora: que era un eje de inducción”. ¿Hasta qué punto esa idea de equivalencia es deudora de lo que Pablo González Casanova había dicho en el que quizás fue el primer estudio sobre el estridentismo escrito por un filólogo de prestigio? El 29 de mayo de 1924, El Universal Ilustrado había reproducido un texto suyo sobre “Las metáforas de Arqueles Vela”, subtitulado “La filología y la nueva estética”, en el que afirmaba:

 

El rico bagaje léxico que trae el estridentismo […] no ha ido a buscarlo como el gongorismo en el latín o el griego. Acomodándose a uno de los procesos que caracterizan la evolución de las lenguas, a la variedad de acepciones que pueden recibir los vocablos, a la polisemia de las palabras, como las llamamos técnicamente, han acudido, por instinto, a una de las fuentes primordiales de donde deriva la multiplicidad de significaciones de que es capaz una palabra con ventaja de la riqueza y colorido de la lengua; a la asociación de ideas y sentimientos, del mundo psíquico y del exterior que crean lo que en la literatura se llama figuras de lenguaje, que en esencia no difieren, salgan de la boca del vulgo o del poeta. Éste, cuya sensibilidad es más exquisita, descubre afinidades latentes para la imaginación del vulgo entre objetos, seres, etc., y las aprovecha para remediar a la pobreza léxica del lenguaje común, incapaz de reflejar la intensidad y tonalidades de sus impresiones, enriqueciéndolo con sus innovaciones, chocantes por su audacia o admiradas por su acierto, muchas de las cuales no tardan en entrar a formar parte del bien común (Schneider, 1997, p. 99).

 

González Casanova celebra la originalidad del estridentismo, pero la considera consecuencia de una asociación entre el mundo psíquico y el exterior, que sirve al poeta (una persona cuya sensibilidad lo distingue del público, como veremos que ocurre también en la conferencia) para reponer un léxico faltante con el que reflejar sus impresiones.[12] Así también, el “eje de inducción” que List Arzubide retoma de Epstein, a pesar de la insistencia con que conectaría la “creación” –una creación “pura” que da congruencia a lo incongruente– y la “emoción” –que conlleva los “límites extremos de lo subjetivo”–, no pierde un cierto aspecto referencial, como si la metáfora aún fuera un modo de representar el mundo, “las cosas y los sucesos”:

 

Para nosotros fue, además, la síntesis de nuestra relación con lo que nos rodea y pudimos ir así de nosotros hacia las cosas y los sucesos; introducir la vida ambiente en nuestro ser: animar los objetos para hacerlos decir lo subjetivo o dar a lo subjetivo una calidad material.

Convertida la metáfora en un instrumento de creación, pudo ir hasta los límites extremos de lo subjetivo. Siendo el primer caso el de soñar despierto y el segundo el de poder asir lo irrealizable. Podemos en tales estados, penetrar a ese mundo del hombre donde perdida la razón, ejerce únicamente su voluntad el sentimiento (1987, p. 115).

 

Así, el conferenciante incluye una noción casi romántica de la función de lo onírico y de lo irracional en el arte. Las obras de arte transportan al lector, al espectador, a unos “limbos del sueño” en los que puede comulgar con el artista:

 

Cuando transportados por una bella melodía nos extasiamos en ella, no es nuestra razón la que nos dice la causa de ese frenesí, sino la resonancia simpática que las notas tienen en nuestro interior, que nos hace transformarnos a la vez en el músico, en el compositor y en la melodía. Somos en ese instante, notas del pentagrama; igual que escuchando un poema y sintiendo su emotividad somos, ya lo afirmó el poeta alemán Stefan George, el poeta, el verso mismo, cuando convertimos la poesía y por la magia de la metáfora y de la imagen, en una música de ideas (1987, p. 115).

 

Y, sin solución de continuidad, deduce: “Convertir la poesía en una música de ideas. Esa fue nuestra meta”. La poesía, así concebida, queda en una situación inestable; la imagen doble, equivalente, debe remitir tanto a la “visión material” como al “estado espiritual” del poeta. Sería la “abstracción emotiva” la que produciría la puesta en relación de la “vida” con el “sentimiento de lo subjetivo”, transformándolo todo en “emoción”, en “realidad misteriosa”: “Mas como la poesía requiere el lenguaje, que viene a ser el varillaje, el plasma de vida activa, donde creamos el estado del alma, evocándola, nuestra metáfora interpreta simultáneamente el estado espiritual y la visión material o sea la imagen doble, que es el aporte más valioso que hemos dado los estridentistas de la poesía” (1987, p. 116).[13] Han logrado, pues, lo que los poetas habrían perseguido durante siglos: conseguir que la imagen dejara de ser plástica y simbólica para ser equivalente: “Con la imagen equivalente, la visión material de la frase, baraja simultáneamente la abstracción emotiva tendiendo a afirmar la realidad misteriosa y logrando que tal realidad haga asequible el sentimiento de lo subjetivo, alcanzando con esto, transformar todo en emoción” (1987, p. 116).

A pesar de las reminiscencias que puedan hallarse en el planteo, List Arzubide no duda de la revolución poética que describe:

 

Para poder aplicar ampliamente la metáfora, para poder explicar con decisión las sutiles relaciones que los poetas han hallado entre los objetos y las ideas, ha sido necesario revolucionar toda la poética, porque si la imagen es instrumento de creación, al iniciarse como una afirmación vital, tuvo que bordear las fronteras en las cuales se pretendía encerrar su acción. Desde luego ha sido necesario proclamar el campo natural en la poesía, ya que la vida misma es arbitraria y los cerebros están llenos de pensamientos incongruentes. Absurda es la poesía […] y cada vez que la poesía ha pretendido ser poesía pura, es decir, emoción, no descripción, ni relato, ha recurrido al absurdo, que en muchos casos es ya forma vulgar. Ejemplos: “La voz de los años”, “el báculo de la vejez”, “la caída de la tarde”. Se pretende que esto hace obscura la poesía y es verdad. Pero la poesía es sugerencia y no comprensión y en realidad lo que llama obscuro en ella, es el sentido subjetivo de las emociones que viven en estado nebuloso en nuestro interior, esperando la forma de manifestarse.

Ante la realidad de lo absurdo, nada de lo anterior ha quedado firme: el pensamiento se desarrolló sin anécdotas, sin descripción, sin perspectiva. Nada hay lógico, todo es inconexo, porque nadie piensa con una perfecta continuidad (1987, pp. 116-117).

 

Queda claro que la “poesía pura” es un objetivo buscado y que, más aún, su posibilidad se vincula a la eliminación de lo descriptivo y de lo narrativo que pudiera “lastrar” de realidad su discurso. Como Arqueles Vela en 1923, List Arzubide cree que “La emoción es desordenada. Se fuga de la tendencia antigua que la sujetó a un esquema, a un itinerario, para presentarla como una obra en equilibrio arquitectónico y la emoción que no llega nunca sino con la vida, y la vida […] es arbitraria y lo es más ahora, en el ajetreo de la complejidad que la sacude” (1987, p. 117). Es justamente esa emoción la que garantiza, eliminadas anécdota y descripción, la potencia referencial de la poesía estridentista:

 

Pero todavía dimos algo más: precisamente porque nuestra vida se hizo emoción, pudimos aportar a la poesía la imagen de nuestra vida emocional, el canto maravilloso de la multitud, de la lucha revolucionaria, del combate y del esfuerzo, sin caer en el fácil organillo de la descripción o en la burda falsificación folklórica. Jamás podrá, darse una imagen más honda, más completa, más íntegra de México y su Revolución, que la que encierra el verso magnífico de Maples Arce: “Trenes militares que van hacia los cuatro puntos cardinales, / al bautizo de sangre / donde todo es confusión, / y los hombres borrachos / juegan a los naipes / y a los sacrificios humanos; / trenes sonoros y marciales / donde hicimos cantando la Revolución” (1987, pp. 117-118).

 

La representación está alterada por la emoción, sí, pero es representación. Es, incluso, una representación más “honda”, más “completa”, más “íntegra” que ninguna otra.[14] De allí que sea necesario explicar lo que la diferencia de los usos sociales y políticos a los que la poesía había sido sometida en la modernidad. Por eso dice que “acaso nuestro aporte mejor” fue, “al arrancar la poesía de la fácil descripción, al transformarla en un estado anímico, arrancarla también de los bajos menesteres en que se le había utilizado” (1987, p. 118). Lo descrito, así, transformado por la emoción, resultaría no solo purificado del uso bajo, sino que se convertiría en un elemento cósmico, por más que los temas sean tradicionales (la mujer) o políticos (la Revolución): “Nuestro canto a las mujeres, igual que nuestro canto a la Revolución, a la multitud, a la vida, se hizo un canto cósmico. Con nuestras voces llenamos la extensión del mundo, dejando lo particular por lo infinito” (1987, p. 118). Potentes voces, las voces de los estridentistas, que han llenado la extensión del mundo. Gracias a ellos la poesía dejó de ser “la correveidile utilizada para decirle a cualquier Margarita lo que le gustaba al versificador y atraerla a sus brazos”; gracias a ellos se evitó “esa otra vil alcahuetería [de] utilizar los versos para designar a cualquier presidente héroe y paladín, y al día siguiente cobrar los honorarios de este llamado poema, con una chambita o aun cuando sea con un puesto de segunda fila” (1987, p. 118).

Son los estridentistas los que, cual líderes revolucionarios, han liberado la poesía y liberarán la imaginación y “los cerebros mecanizados de la gente”; son ellos quienes tendrán el rol de guías, de adalides. La otra poesía, la que “encuadraba” la imaginación y los cerebros mecanizados, “no es poesía, pudiera ser plástica literaria, un buen dibujo descriptivo con todos sus colores, pero no es poesía” (1987, p. 118). Pensada de ese modo la labor del poeta, no resulta extraño que emerja una metáfora –nada novedosa– que vincula la poesía a la “altura”, al “vuelo” por encima del mundo cotidiano en el que la “gente” recibe la obra del vate: “Sugerir, he allí el problema”, dice List Arzubide; y agrega:

 

Nosotros lo resolvimos dando dentro de las imágenes libertad a las palabras: alas, palabra que el diccionario define como: “parte del cuerpo de las aves e insectos que sirve para volar” pero puestas en una imagen poética nos puede decir todo lo que se abre en un horizonte de vuelo: espacio, inmensidad, distancia y convergiendo en esto: silencio, olvido y un mar de hojas caídas.

Aprovechadas las palabras para crear imágenes equivalentes, todo se transforma en emoción y verso a verso se van despertando paisajes interiores y melodías recónditas. El poema penetra como una música que suena en nuestro interior y al igual que con las notas, vibran nuestras cuerdas emocionales y compartimos la visión del poeta, somos el poeta, sentimos junto a él, el calor santo que decía Keats, el peso de inmortalidad sobre el corazón (1987, pp. 118-119).

 

El poema, así, no sería tanto una construcción verbal “pura”, “abstracta”, como un instrumento de “penetración” y de intelección de “nuestro interior”. La conferencia, en su final, regresa sobre formas usuales de entender la tarea literaria:

 

Sentir la poesía. Penetrar en ese mundo de sugerencias que dan las palabras liberadas de su carga gramatical. Entonces se iluminará la noche en que viven hoy muchos de los que aman la poesía y no han llegado a gozarla íntegramente. Sentir el encanto del misterio que se va develando. Alcanzar la divina magia del ensueño vagamente corporizado. De lo irreal adivinado y presentido en los sueños. Ser finalmente todos la poesía. Ese ha sido el mejor regalo que le hemos dado los estridentistas a México (1987, pp. 119-120).

 

Así, el poeta se presenta como una figura con la capacidad de “iluminar” la noche de quienes no “han llegado” a gozar la poesía, como una suerte de guía, de faro capaz de encarrilar a la gente hacia el estado en que “todos sean la poesía”. Esa perspectiva, esa posibilidad es, además, un “regalo” que los estridentistas le han dado a México. Es inevitable notar la proximidad de este final con la posición del vate, de poeta iluminado que parece más propia del romanticismo decimonónico. Interesa, no obstante, señalar que esa posición, esa figura del poeta, resulta necesaria a la hora de explicar la función social de la literatura.

El poeta, en esa lógica, sería alguien capaz de manipular los “precipitados químico-líricos”, como decía Guillermo de Torre, “el protoplasma primordial” del “nuevo organismo lírico”, la imagen. Los textos –llamémosles “técnicos”– de Maples Arce, Vela y List Arzubide destacan la importancia de la imagen y, en particular, de la metáfora justamente por ello, porque son los elementos que fundan su especialidad como enunciadores. No obstante, resulta en algún sentido sorprendente que algunas vanguardias –y, entre ellas, algunas vanguardias hispanoamericanas– hayan depositado en la metáfora buena parte de la “fuerza” renovadora de la literatura. Resulta sorprendente, digo, porque la noción de metáfora trae aparejada, necesariamente, la distinción entre un uso “recto” y un uso “figurado” del lenguaje. Porta, pues, una conexión posible con la referencia, que en algunos textos no deja de reverberar, y lleva en sí inscrita la cuestión de la representación.

Si la pregunta sobre lo propio del oficio convierte a las imágenes y a las figuras en una suerte de alquimia abstracta con la que trabaja el poeta, la cuestión de la función social de la literatura lleva de nuevo a buscar justificar esas imágenes y figuras como modos –nuevos y, por ello, más “eficaces”, “logrados”– de representar una realidad extraliteraria. La poesía, en esta segunda vertiente, adquiere una funcionalidad que la justifica y, de la mano de esa utilidad de sus mecanismos, aparece el sujeto: la poesía expresa la emoción del poeta y comunica (“iluminando”, acaso, al público lector). De ese modo, las vanguardias regresan sobre la manera en que la literatura explicaba su labor desde que, en el siglo XIX, el proceso de autonomización la colocó en un lugar incierto. Podría decirse que, ya en el primer lustro de los años veinte, los escritores sufren el conflicto resultante del “fracaso” de las vanguardias: allí donde buscaban diluir la separación entre “arte y vida”, donde pretendían que el arte fuera no oficio particular sino una experiencia social, se encuentran con que, a pesar de todo, sigue siendo el arte un trabajo especializado, autónomo, que los invita a pensar técnicamente la actividad y a justificarla.

La reflexión sobre la imagen y la metáfora permite a los escritores pensar la especificidad de su labor y, por ello, “justificar” su trabajo en el ámbito social. Logran, de ese modo, presentar lo que traen de “nuevo” al mundo literario (por ello, sus propuestas de una “genética” de la imagen, del modo en que deben construirse, buscan distinguir una forma novedosa del procedimiento); pero, al mismo tiempo, logran explicar(se) su trabajo en el seno de la sociedad. Esto se vuelve notable, en especial, en la conferencia de List Arzubide, que se pregunta sobre el aporte del estridentismo, sobre lo que el estridentismo le ha dado al porvenir y –no es casual la variante final de la pregunta– a México. Se fundamenta, así, un trabajo ante la sociedad que, implícitamente, los inquiere sobre funciones, servicios y resultados. El fundamento, dado que las vanguardias hispánicas no la subvirtieron, proviene, como en las décadas previas, de la autonomía del arte: el arte es, según esta lógica, un oficio especializado y, como tal, obliga a los escritores a pensar en términos propios, particulares, su profesión y las técnicas que la caracterizan –en algunas formulaciones, incluso, representando al poeta como un vate que ilumina a los demás, según se nota en el texto de List Arzubide.

La paradoja es evidente: proponer una forma de construcción de las imágenes, si bien por un lado especializa el trabajo del escritor de vanguardia, lo justifica, por otro lo congela, lo detiene, lo institucionaliza. La vanguardia se convierte, de ese modo, justamente en una técnica y, por ello, en un tipo de arte próximo al –o al menos con posibilidades de convertirse en– canon, repetición. En el preciso momento en que los escritores multiplican sus reflexiones sobre los procedimientos de vanguardia, inician, a la vez, el proceso de estandarización de sus técnicas, de automatización de sus mecanismos. “Burócratas de la imaginación”, acusará Carpentier a los surrealistas algunos años más tarde.[15] No hace falta llegar tan lejos. Hacia el final de la década de los veinte, no solo el estridentismo se había disuelto (no creo que exclusivamente por causas externas al movimiento [Núñez, 2018]), sino que hay síntomas del agotamiento de ese modo de pensar la imagen entre los mismos escritores de vanguardia.

Son muy conocidas las abundantes reflexiones escritas por Borges, desde su juventud, como “teórico” del ultraísmo –cuando proponía reducir “la lírica a su elemento primordial: la metáfora”, según un famoso texto de diciembre de 1921 (1997, p. 156)–, hasta las posteriores modificaciones que planteó al empezar a distanciarse, a mediados de la década de los veinte, ya en su libro Inquisiciones, de la vanguardia (amén de los múltiples estudios sobre esas ideas, puede consultarse el artículo, casi pionero, de Zunilda Gertel [1969, pp. 33-38]). Menos recordado, quizás, es un “Fragmento sobre la metáfora” escrito por Macedonio Fernández, en una carta dirigida a Francisco Luis Bernárdez el 20 de mayo de 1929 y publicado en el único número de la revista porteña Libra:

 

Eliminado el ensayismo (arte doctrinario, dogmático, sociológico, metafísico, etcétera, absolutamente espurio) queda por saber si el realismo y todo arte de copias no es tan doctrinario y espurio, puesto que es informativo de la realidad lo mismo que la ciencia: tan malo como una química novelada. Pero un realismo que use de los sucesos, no como aseverados, como asunto, sino como signos, como técnica de suscitación de “estados”, ¿se salva? La misma metáfora, que es todavía para mí lo único cierto, lo único genuinamente literario, lo que no hay en ninguna otra bellarte, puede usarse, a veces, no por sí sino como signo de exaltación, pues en todo estado álgido tendemos a la comparación o metáfora: por esto llamé (en Proa) a la metáfora una interjección conceptiva. Pero hay, además, la belleza más intrínseca del hallazgo de una semejanza. El asunto se intrinca porque la metáfora: primero, la halla la exaltación, y, segundo, la profiere su ímpetu; es causa y signo (es casi común a todos los signos ser signos las causas). Para mí la metáfora es la única interjección literaria; las interjecciones comunes son música, sonidos de exaltación, no hallazgos conceptivos, ideas de la exaltación (ideas de semejanzas). Pero lo cierto es que no sé nada todavía, y me queda todo el problema de la técnica: símbolos, alucinación (usted la usó en el suplemento de La Nación), cotidianismo, biografía, sucesos. Y lo peor es que nunca ansié tanto ser afortunado en un libro (1929, p. 93).[16]

 

La heterodoxa lucidez de Macedonio –en un momento de distanciamiento de Borges (véase García, 1999), por cierto– vincula la crisis de la representación con el eventual uso referencial de la metáfora. A finales de la década de los veinte, los escritores cercanos a la vanguardia parecen reformular su estética y sus técnicas.

También en la reflexión sobre la imagen que proponen los estridentistas puede verse ya con claridad la tensión entre abstracción y emoción. Si, por un lado, la tendencia a “liberar” la palabra de sus ataduras referenciales es una constante reconocible, en contraposición a ella se presenta un intento de caracterizar lo literario como un espacio constituido por la expresión de las emociones del poeta. Esta segunda vertiente entra en colisión con la primera, a pesar de los esfuerzos por hacerlas coherentes entre sí. Expresar la emoción es un modo de referir hechos exteriores a lo literario e, incluso, un modo bastante tradicional, que alcanza a contemplar la posibilidad de dar cuenta del mundo, de la “nueva” sensibilidad. Así, los estridentistas, como tantos otros de sus contemporáneos, quedan tironeados por dos fuerzas diversas: la autonomía de lo literario lleva sus obras hacia la abstracción y, a la vez, los lleva a refugiarse en una idea tradicional de la poesía, como expresión de las emociones.

La incertidumbre en la exposición de los recursos técnicos es síntoma de ese conflicto: si la metáfora es un uso figurado del lenguaje, es porque, a la vez, se propone como un medio con el que “dar cuenta” (de las emociones, de la vida moderna, etc.). Pero, si la metáfora busca convertirse en una nueva forma de trabajo, es porque se hace necesario “liberarla” del modo tradicional en que había sido usada para producir lo nuevo. Así, la metáfora podría ser, ya, una técnica de trabajo literario y no “adecuación” del lenguaje a su exterioridad. El costo, claro, es la intelección del poema. Pero ese costo es algo que las vanguardias más radicalizadas estaban dispuestas a pagar en pos de producir una “nueva literatura”.

Lo que permanece como problema es saber si la metáfora tiene historia. Dado que es una figura del lenguaje, está, por tanto, sometida al devenir temporal. Habría que considerarla, por ello, un hecho necesariamente cambiante. Sin embargo, alejados ya de las vanguardias, los mismos escritores tendieron a pensarlas como permanencias, como ajenas a la historia: “Es quizás un error suponer que pueden inventarse metáforas. Las verdaderas, las que formulan íntimas conexiones entre una imagen y otra, han existido siempre; las que aún podemos inventar son las falsas, las que no vale la pena inventar”, escribirá Borges en su ensayo sobre “Nathaniel Hawthorne” recopilado en Otras inquisiciones, en 1952 (2007, p. 58).

Sea como sea, es notorio que, a principios del siglo XX, los poetas perciben una modificación –efectuada o posible– en el funcionamiento de la imagen y de la metáfora. En torno a esa percepción parecen reunirse las vanguardias, al menos las vanguardias hispánicas. Algo tambalea en el fundamento de la figura, algo que hace trastabillar la relación de semejanza que sustenta el traslado que la permite. La posibilidad de que se anule el cimiento en que se basa invita a preguntarse si la metáfora vanguardista no es, antes que una forma de la imagen poética, una figura sintáctica. Si así fuera, aún restaría decidir si ese rasgo incrementa o reduce la autonomía literaria; todavía permanecería incierto el lugar que la poesía, y con ella la poesía de vanguardia, ocupa en el seno de lo social.

 

Referencias

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[1] Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, México. ORCID: 0000-0002-6620-3682. Correo electrónico: laorillayyo@yahoo.com

[2] Como señala la autora: “Sin duda alguna, el léxico estridentista representa una de las formas de actualización de la poesía de este movimiento, pues se separa de la tradición poética existente y se acerca a la más nueva lengua de comunicación. Asimismo, el campo léxico de la máquina y la electricidad interfiere y dinamiza con su interferencia los materiales del léxico poético en general. Sin embargo, rápidamente podemos percatarnos que no radica en el léxico el peso más fuerte, el centro de la dinamización, de la actualización, de la innovación, en una palabra, del planteamiento de vanguardia de la poesía estridentista” (Hernández Palacios, 1983, pp. 141-142).

[3] Más allá de una explícita referencia a Huidobro (“Es necesario exaltar en todos los tonos estridentes de nuestro diapasón propagandista, la belleza actualista de las máquinas, de los puentes gímnicos reciamente extendidos sobre las vertientes por músculos de acero, el humo de las fábricas, las emociones cubistas de los grandes trasatlánticos con humeantes chimeneas de rojo y negro, anclados horoscópicamente –Ruiz Huidobro– junto a los muelles efervescentes y congestionados, el régimen industrialista de las grandes ciudades palpitantes, las bluzas [sic] azules de los obreros explosivos en esta hora emocionante y conmovida” [Schneider, 1997, p. 269]), el primer manifiesto propone, siguiendo a Pierre Albert-Birot, una idea muy propia del poeta chileno: “es preciso crear, y no copiar” (Schneider, 1997, p. 268) y, más adelante: “Hacer poesía pura, suprimiendo todo elemento extraño y desnaturalizado (descripción, anécdota, perspectiva)” (Schneider, 1997, p. 272).

[4] “Cuando Borges dice: «El sol con sus espuelas desgarra los espejos», sintetiza varios paralelos: «Los charcos de agua helados al amanecer son como espejos. El sol naciente los hiere (los derrite). Sus rayos tibios, por tener el poder de desgarrar, son como espuelas». / Cuando Huidobro nos dice que el espejo «es un estanque verde en la muralla y en medio duerme tu desnudez anclada» (El espejo de agua), la imagen del segundo verso nos da la sensación simultánea y doble de un navío en reposo (surgido por la imagen anterior del espejo-estanque) y de un cuerpo de mujer que se refleja. / Otras veces el poeta lleva más lejos su afán creacionista, disocia la realidad y combina arbitrariamente los elementos así obtenidos tratando de aproximarse a la «imagen pura», autónoma, cerrada en sí. Por ejemplo, dice Huidobro en «Casa» (Poemas árticos): «Y un ángel equivocado se ha dormido sobre el humo de la chimenea»” (Videla, 1963, p. 110).

[5] Las discusiones entre “escuelas” pueden acentuar de distinta forma la jerarquía de la imagen, pero siempre coinciden en atribuirle una importancia considerable. Guillermo de Torre, en 1925, revisaba el escrito de 1919 de Gerardo Diego y acusaba la distancia que Diego había tomado del ultraísmo tanto como su acercamiento con Huidobro: “Vemos, pues, cómo por escalas de depuración ascendente el poeta llega a obtener la purificación total de la imagen que, por decirlo así, se liberta de todo nexo terrestre y aspira a moverse en el plano hiperespacial. Ahora bien; esta exaltación desmesurada del valor de la imagen ha llevado a sus cultivadores a una gran limitación y a una agobiante monotonía que sólo termina en el callejón sin salida de las agostaciones prematuras: han incurrido en el error de considerar como «único y exclusivo» elemento del poema moderno la imagen, cuando ésta, a nuestro juicio, no debe pasar de ser un elemento auxiliar, aunque intrínseco, unido a la descripción transformadora indirecta: todo ello sustentado por la nueva arquitectura del poema con desarrollo, no reducido sistemáticamente a una simple superposición de visiones fragmentadas. Si en un principio algunos creyeron lo contrario, obstinados en una unilateralidad creacionista –aludimos ya concretamente a Huidobro y Diego– no faltaron tampoco las voces vigilantes que advirtieron el peligro” (Torre, 2001, p. 331). Es curioso notar que, al revisar este escrito muchos años después, en 1968, Torre atribuye el error a los ultraístas –“Los ultraístas incurrieron en el error de considerar como único y exclusivo elemento del poema moderno la imagen y la metáfora, cuando éstas no deben pasar de ser un elemento auxiliar” (1969, p. 103)– y elimina la censura explícita hecha a Diego y a Huidobro.

[6] Dice Niemeyer: “Algo después [de 1926], en una ‘Conferencia sobre el movimiento estridentista’ sustentada entre 1927 y principios de 1928, empero concluye: «Sentir la poesía […] Ser finalmente todos la poesía. Ese ha sido el mejor regalo que le hemos dado los estridentistas a México»” (List Arzubide, 1987, p. 120; Niemeyer, 1999, p. 187).

[7] En ese sentido, la suposición de Escalante sobre el carácter temprano del escrito de Vela podría ampliarse a los textos del movimiento en general: “Supongo que «El estridentismo y la teoría abstraccionista» tendría que ser su primera incursión teórica en estos asuntos. En el manifiesto estridentista número tres se reconoce la inspiración de este ensayo al que se cataloga como uno de los «evangelios del estridentismo». Se trata de una declaración que no debe ignorarse” (Escalante, 2012, pp. 32-33).

[8] Escalante anota que “Un antecedente quizá demasiado categórico de esta eliminación, en lo que respecta al tiempo y al espacio, se encuentra en el manifiesto de Marinetti. Ahí se declara: «El tiempo y el espacio murieron ayer. Vivimos ya en lo absoluto, puesto que hemos creado la eterna velocidad omnipresente»” (2012, 37, n. 38). Sin embargo, agrega: “Reconsiderando el asunto, no creo que la afirmación de Vela, con todo lo interesante que resulta, pueda ni deba tomarse a la letra. ¿El poema estridentista puede presumir en verdad de haberse liberado de las coordenadas no sólo del espacio y del tiempo, sino del papel estructurador (y unificador) del sujeto? Más bien pienso que lo que Arqueles Vela quiere dar a entender es que estas coordenadas están siendo empleadas de una nueva manera, al dictado de una técnica simultaneísta recién adoptada en literatura. Todos los tiempos y todos los espacios confluyen en un solo tiempo y en un solo espacio: el del texto literario. Mejor que un principio en rigor abstraccionista, éste me parece que es el principio cubista asumido en literatura” (2012, pp. 37-38).

[9] Así también, en el texto de Arqueles Vela de octubre de 1923 se señalaba la relación entre el “desorden” y la “emoción”: “En su poema «Prisma», Maples Arce logra ensamblar su inquietud interior con esa inquietud que flota en unas pestañas, en una calle toda llena de inquietudes eléctricas y de humo de fábricas, con imágenes diametralmente opuestas y yuxtapuestas con una fuerte hilación [sic] ideológica. / ¿Quién no ha sentido en sus recuerdos desordenados, las miradas de las «mujeres telescopiadas en catástrofes de recuerdos» del poema de la «Mujer hecha pedazos» de José Juan Tablada? Los que no comprenden la belleza del poema de Tablada es porque han tergiversado completamente la visión estética. Su falta de sinceridad los ha obligado a tener un concepto diferente de la emoción. Los que interpretan con más exactitud ese estado absurdo del espíritu que es la emoción, han sido siempre los poetas incomprensibles y por lo mismo, los más sinceros” (Vela, 1923, p. 2).

[10] “Bécquer dice: «Yo soy el fleco de oro de la lejana estrella». «Yo soy nieve en las cumbres, soy fuego en las arenas». El poeta se compara con las cosas que contempla y les da su propia personalidad. Otras veces usa directamente el como en forma de una conjunción comparativa: «Cuanta nota dormía en sus cuerdas, como el pájaro duerme en las ramas» (Bécquer); «Campos desnudos como el alma mía» (Zorrilla)” (List Arzubide, 1987, p. 112). La relación que List Arzubide establece entre metáfora y comparación recuerda en gran medida a la que Guillermo de Torre considera entre “metáfora” e “imagen” en su artículo sobre el tema (1969).

[11] Diversa es la opinión que Borges tiene a finales de 1923 sobre el simbolismo. En un manuscrito, que Carlos García supone redactado entre octubre de 1923 y marzo de 1924, el escritor argentino revisa y corrige sus “apuntaciones críticas” sobre “La metáfora” que habían sido impresas en noviembre de 1921 en el número 35 de Cosmópolis (Borges, 1997, pp. 140-147), modificando muchos de los ejemplos y citas que antes incluía. En un pasaje interpolado, ausente en la publicación de 1921, dice: “Del dogma barullero que los simbolistas –quizá en pos de incitaciones de asombro– establecieron acerca de los colores de las vocales y la audición colorativa, sólo diré que tras de haber entretenido algún tiempo la estupidez internacional de los doctos, hoy está muy justicieramente olvidado” (García, 2005, p. 203).

[12] Además, González Casanova, señala que el símil estridentista “nada tiene que ver con la retórica iniciada por Quintiliano. Proviene de literaturas que no caen dentro de la influencia grecolatina, como la literatura sánscrita en donde la metáfora surge de «la percepción subjetiva del sentimiento o de la idea asociada al mundo exterior alrededor del poeta»” (Schneider, 1997, p. 99). De ese modo, según González Casanova, “la inyección estridentista” vigoriza “los miembros del cuerpo del lenguaje amenazados de anquilosis por los parásitos del purismo y clasicismo”. La obra del movimiento es, entonces, una “abundosa fuente de metáforas novedosas llamadas a conquistar, en un porvenir no muy lejano, preeminente lugar en la literatura del futuro y más tarde en la lengua usual, por la sencilla razón de que responden mejor a las ideas, sentimientos y aspecto exterior de la vida contemporánea, las figuras de lenguaje que usa, que no las metáforas gastadas y descoloridas, como monedas de uso secular, viejas ya cuando las recogió Aristóteles en su Arte retórica” (Schneider, 1997, p. 100; el subrayado es mío).

[13] Los ejemplos que ofrece varían en ocasiones del pasaje original: “«Contempla el agua de los espejos encharcados de sombra…» (Arqueles Vela)” cita un pasaje de El café de nadie que dice: “Contempla el agua de los espejos, encharcada de sombras” (Schneider, 1997, p. 458); vale decir, es el agua, no los espejos, la encharcada. En el segundo ejemplo no parece tratarse más que de una errata: “«El reloj de la luna mercurial, ha ladrado la hora a los cuatro horizontes» (Maples Arce)”: se trata de tres versos de “T.S.H.”, uno de los Poemas interdictos, en que debería leerse “labrado” y no “ladrado” (Schneider, 1997, p. 545). El tercer ejemplo proviene de “Alarma!!”, un poema de El pentagrama eléctrico (Schneider, 1997, pp. 444): “«y esa luna derretida que acidula de azul los horizontes» (Salvador Gallardo)”; el cuarto –“«El instante se cuela entre los pasos gigantes de los postes» (Aguillón Guzmán)”–, pertenece a “Las 13”, de Miguel Aguillón Guzmán.

[14] Así también, en 1925, Guillermo de Torre le atribuía a la metáfora moderna la capacidad de “perforar” un nueva dimensión de la realidad: “La metáfora que merezca plenamente tal nombre, la metáfora genuinamente moderna no debe limitarse tímidamente a asir aspectos conocidos y relaciones previstas de las cosas; debe perforar audazmente una nueva dimensión de la realidad, captando analogías remotas y paralelismos insospechados” (2001, p. 333).

[15] En 1949, en el prólogo a El reino de este mundo, Carpentier escribe: “A fuerza de querer suscitar lo maravilloso a todo trance, los taumaturgos se hacen burócratas. Invocado por medio de fórmulas consabidas que hacen de ciertas pinturas un monótono baratillo de relojes amelcochados, de maniquíes de costurera, de vagos monumentos fálicos, lo maravilloso se queda en paraguas o langosta o máquina de coser, o lo que sea, sobre una mesa de disección, en el interior de un cuarto triste, en un desierto de rocas. Pobreza imaginativa, decía Unamuno, es aprenderse códigos de memoria” (2004, p. 6).

[16] En el Epistolario de Macedonio Fernández solo se incluye el mismo fragmento impreso en Libra, por lo que no resulta posible reconstruir el resto de la carta.