Museo del universo: los juegos olímpicos y el movimiento estudiantil de 1968

Ariel Rodríguez Kuri

Ciudad de México: El Colegio de México, 2019

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Víctor Manuel Andrade Guevara

Universidad Veracruzana

vandrade@uv.mx

 

 

Museo del universo: los juegos olímpicos y el movimiento estudiantil de 1968 trata de historiar el movimiento del 68 no solo a partir de la reconstrucción de los acontecimientos con el objetivo de esclarecer lo que sucedió, sino con el fin de comprender este proceso en función del contexto social, político y cultural que caracterizaba a eso que podemos llamar la “modernidad mexicana”. Para ello se conectan los acontecimientos del movimiento con la historia del surgimiento de los juegos olímpicos, como expresión ecuménica de un capitalismo y de una modernidad expandidos a escala global, presentándose como un espacio de convivencia pacífica, de integración de todas las naciones en una gesta competitiva que nos unifica como especie, pero en la cual, por lo mismo, se reflejan las contradicciones y los conflictos vinculados al orden geopolítico.

Uno de los principales méritos de este libro es el intento por ampliar el ángulo de observación sobre el movimiento del 68, introduciendo también la percepción que tuvieron otros actores, como los sectores conservadores y el público “común”, a la par de aquellos que conscientemente apoyaban al régimen, descentrando con ello la visión épica que construyeron algunos de los protagonistas y que ha hecho suya, en buena medida, el establishment académico y eso que podríamos llamar una cultura política de izquierda.

En los primeros cuatro capítulos del libro, Ariel Rodríguez Kuri aborda el contexto social y cultural que precedió a los acontecimientos del 68, tomando como eje la organización de las olimpiadas. Primero explica cómo funciona el Comité Olímpico Internacional, su fundación, su estructura organizacional, su funcionamiento y sus grillas internas, así como los avatares que tuvo que pasar el gobierno mexicano para organizar los juegos olímpicos de 1968. En el capítulo 2, describe la manera en que el comité organizador diseñó, planificó y ejecutó todas las obras que el evento deportivo requería. Aquí juega un papel relevante su presidente, el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, cuya obra conecta a su vez con la implantación del modernismo arquitectónico en la Ciudad de México, a través de varias edificaciones que son signo de la gigantomaquia que caracterizó a este periodo, en el que confluyeron el crecimiento económico, la urbanización e industrialización, la creciente migración del campo a la ciudad y la sobreposición de una diversidad de estilos arquitectónicos en una Ciudad de México cuyo hábitat envuelve el pasado colonial, los periodos del art déco en la etapa porfirista o el art nouveau en la arquitectura posrevolucionaria, junto al ímpetu modernista de Ramírez Vázquez.

Sobre el papel de México en las olimpiadas, el presidente del comité organizador sostenía: “A la imagen de una nación practicante de fórmulas de convivencia y desarrollo de validez universales, se añadirá la de un país con interés histórico, artístico y folklórico propios” (p. 82). Más adelante, sobre la olimpiada cultural que antecedió a los juegos, dice Rodríguez Kuri:

 

La olimpiada cultural, con todos los usos políticos que se le atribuyan, quiso ser la puesta en escena de una enciclopedia del mundo; en todo caso, pretendió ser la representación visual, auditiva, sensible y cognitiva del estado del arte en la década de 1960 ‒un museo. Hubo algo del nosotros somos, pero hubo mucho más del ellos son, ellos vienen. Según mi interpretación, estamos ante una ruptura mayor en el papel atribuido a las expresiones de la cultura mexicana en el plano de la participación en reuniones, y muestras internacionales en el siglo precedente. La centralidad de lo nacional no subsumió la idea de museo, sugiero (2019, p. 83).

 

La geopolítica se hace presente en el capítulo 4, ligada a los problemas políticos entre las naciones y las razas; entre ellos, la cuestión del apartheid en Sudáfrica, en un momento en que las luchas anticoloniales que habían iniciado en la década de los cincuenta se fortalecieron al final de los sesenta, y había amenazas de boicot a la olimpiada, si se admitía a Sudáfrica en las competencias. La lucha por los derechos civiles que habían emprendido las comunidades negras en Estados Unidos encabezada, entre otros, por Martin Luther King, asesinado el 4 de abril de ese año, dejó también su impronta en los juegos olímpicos, pues algunos atletas negros habían decidido no asistir, en protesta por la discriminación, pero decidieron hacerlo de última hora, considerando que se trataba de un espectáculo mundial y que era el momento de presentar su protesta.

En la segunda parte del libro, que comprende los capítulos del 5 al 8, se aborda la reconstrucción de los acontecimientos que desembocaron en la masacre del 2 de octubre. En el capítulo 5, titulado “Las ágoras salvajes”, se desmadejan los hilos para encontrar el ovillo inicial y la manera en que se va enredando, a partir de los enfrentamientos entre las preparatorias Isaac Ochoterena y la vocacional, y de la mala intervención de los cuerpos policiacos. Se constituye así lo que Rodríguez Kuri llama la escena primaria, donde destaca el mapeo que se hace de los actores y del espacio de donde provienen.

El capítulo 6 habla de las jornadas de agosto, del papel memorable que asumió el rector Javier Barros Sierra al erigirse en defensor de la autonomía universitaria y encabezar la marcha del primero de agosto, canalizando así el descontento juvenil hacia una causa. El relato continúa con la marcha del 5 del mismo mes, donde, a decir de Gilberto Guevara Niebla, nació el 68; se menciona la manifestación del 13, que abrió el zócalo a la protesta, y la del 27, que es recordada como la más numerosa y festiva.

En el capítulo 7, además de sugerir la posibilidad de un diálogo que fue desechado a partir del informe de gobierno de Díaz Ordaz y de la radicalización de los estudiantes en los aciagos días de septiembre, Rodríguez Kuri explora los fundamentos del pensamiento conservador que anidaban tanto en los actores gubernamentales como en algunas capas burguesas y de la clase media, a partir de lo que llama “un sentimiento de ansiedad”. Lo hace apoyándose en Peter Gay, para quien la experiencia burguesa es notablemente diversa en cuanto a sus respuestas políticas, artísticas y eróticas a la ansiedad. Esta experiencia burguesa es un amplio abanico de dispositivos represivos, sí, pero también de gratificaciones, evasiones y autoafirmaciones, como las que Rodríguez Kuri encuentra en la carta que Rebeca, una joven de clase media, atormentada por la violencia de los acontecimientos, envía al presidente; o en la que envía el neoyorquino Constantino Paul Lent, quien sostenía que la causa del desorden ocasionado por la juventud moderna se encontraba en “la exposición indiscreta del cuerpo de las mujeres cuando visten minifaldas”.

En el capítulo 8 se analiza la probable secuencia de acontecimientos que se dio el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, a partir de la revisión sistemática de un mundo de testimonios y de evidencias, entre ellas, las memorias del general Marcelino García Barragán, diseccionadas por Julio Scherer y Carlos Monsiváis. La hipótesis presentada es que el ejército tenía únicamente el objetivo de hacer una detención quirúrgica de los líderes del Consejo Nacional de Huelga, sin que hubiera derramamiento de sangre, pero que, desde la Presidencia o desde la Secretaría de Gobernación, se ordenó la incrustación de un conjunto de francotiradores en las partes altas de los edificios que rodean la Plaza de las Tres Culturas, quienes abrieron fuego indiscriminadamente, incluso contra miembros del ejército.

Finalmente, se trata de explicar cómo fue posible pasar de un conflicto agudo, cuyo resultado fue el luto y el derrumbe de expectativas de todos los sectores que de alguna manera estaban ligados al movimiento, a un ambiente de festividad y de celebración que no tuvo mucha consideración de la pesadumbre y el desasosiego que flotaba en la Plaza de las Tres Culturas y en los escenarios del conflicto.

El autor concluye que, en la memoria, el 68 puede ser visto a partir de la mirada de tres estratos: un primer estrato que pudo observar las grandes fracturas que ocasionó lo que se vivió como un gran sismo, y que tuvo que buscar otros derroteros; un segundo estrato que, pese a serle evidentes algunas fisuras, pudo seguir el camino; y un tercer estrato para el cual el movimiento del 68 pasó casi inadvertido, a pesar del baño de sangre que precipitó el impulso autoritario del que estaban imbuidos el presidente Díaz Ordaz y su gabinete.

El primer estrato estaría constituido por los actores del 68: estudiantes, profesores universitarios y ciertos elementos de una clase media profesional. El segundo estrato, constituido por una clase media conservadora, apuntalada por el catolicismo, se oponía a los cambios culturales en las relaciones familiares y en los gustos y hábitos de consumo cultural. El tercero lo formaba una masa de migrantes, nuevos habitantes de la ciudad, que mantenían una relación clientelar con el partido en el poder, en el marco de una economía que mostraba para ese entonces una tasa de crecimiento considerable. Esta perspectiva múltiple, como se decía al principio, desmitifica la manera en que los acontecimientos del 68 han sido percibidos por los distintos estratos que componen la diversa y compleja sociedad mexicana.