El veget-alfabetismo
en Supernaturalia de Norma Muñoz Ledo, Restauración
de Ave Barrera y Desierto sonoro de Valeria Luiselli
Vegeta-Literacy in Supernaturalia by Norma Muñoz Ledo, Restauración
by Ave Barrera and Desierto sonoro by Valeria Luiselli
Emily Hind[1]
Resumen
La alfabetización botánica se explora en
tres obras bajo dos marcos discursivos, el hilozoístico
y el parabólico, siguiendo el modelo de Alberto E. Martos García y Gabriel
Núñez Molina (2023). En la colección de folclore de Norma Muñoz Ledo, Supernaturalia (2011, 2015), se yuxtapone las
creencias hilozoísticas de una naturaleza animada,
por ejemplo, sobre una calabaza gigante y otras figuras de embaucadores, con
una voz cientificista y nacionalista. Los embaucadores enseñan
lecciones ambiguas. En cambio, las novelas Desierto sonoro de Valeria Luiselli (2019) y Restauración de Ave Barrera (2019)
se apegan más a una tesis previa: en la de Barrera se critica el feminicidio y
en la de Luiselli se rechaza el maltrato de la gente
indocumentada. En ambas se distingue entre los personajes buenos y malos en
parte por su conocimiento de las plantas: un veget-alfabetismo
que no logra salvaguardar las mujeres ni la ética intachable. Al final, un
libro de texto gratuito sugiere otro guía.
Palabras clave:
literatura juvenil, alfabetización botánica,
folclore mexicano, Ave
Barrera, Valeria Luiselli
Abstract
This article explores botanical literacy in three literary texts
in terms of two types of discourse, hylozoic
and parabolic, utilizing Alberto E. Martos García and Gabriel Núñez Molina’s
2023 model. In Norma Muñoz Ledo’s Supernaturalia
(2011, 2015), hylozoic beliefs regarding animate
nature –for example, a giant squash and other tricksters– are juxtaposed with a
pseudoscientific and nationalist voice. The tricksters teach ambiguous lessons.
En contrast, the novels Desierto
sonoro by Valeria Luiselli
(2019) and Restauración by Ave Barrera
(2019) adhere more closely to preestablished theses:
Barrera’s book critiques femicide, while Luiselli’s rejects abuse of undocumented migrants. In both
novels, the distinction between good and bad characters depends partly on their
knowledge of plants: a vegeta-literacy that fails to
safeguard women or impeccable ethics. Lastly, a grade school textbook suggests
another route.
Keywords: juvenile literature,
botanical literacy, Mexican folklore, Ave Barrera, Valeria Luiselli
En
el presente trabajo me propongo leer dos novelas publicadas en 2019 por
escritoras mexicanas: Restauración de Ave Barrera y Desierto sonoro
de Valeria Luiselli, escrita originalmente en inglés
y traducida al español por la propia novelista y Daniel Saldaña. Las compararé
con Supernaturalia (2011, 2015),
colección de folclore mexicano organizado por una lógica narrativa creada por
Norma Muñoz Ledo. Mi lectura contempla la temática de las plantas prestando
atención especial a la pedagogía en torno a ellas, por ejemplo, saber sus nombres
o cuidarlas de manera apropiada. La inspiración para contemplar esta cuestión
de saberes botánicos viene del modelo de “petro-alfabetismo”
teorizado por Michael Malouf respecto de las
películas animadas de la compañía Pixar.
Admiro el modelo de Malouf pese a que, a lo
largo de varios semestres, un grupo tras otro de estudiantes de licenciatura
que examinan el artículo conmigo lo rechazan de manera contundente. A la gente
que creció viendo las películas en cuestión, como la franquicia Cars
(2006, 2011), le parece un sinsentido argumentar que estas obras enseñen
cualquier lección sobre el petróleo. ¿Será que Malouf
tiene razón y que las películas naturalizan el consumo de petróleo, tanto que las
y los estudiantes que estudian una carrera universitaria ni reconocen lo que
aprendieron? Reservo la duda y paso a la tarea de pensar sobre el posible veget-alfabetismo, con el afán de estudiar un aspecto en
potencia más sustentable que nos podría preparar para salir de la petrocultura.
Por antonomasia, los alfabetismos sobre las plantas deberían guiarnos
hacia las energías renovables, aunque bajo la petrocultura
hemos llegado a saturar las plantas con input de petróleo por medio de
fertilizantes sintéticos, pesticidas, contaminantes microplásticos
y, como resultado general de tanto consumo de petróleo, un clima global
cambiado. El reto en sustituir el petro-alfabetismo
de Malouf por el veget-alfabetismo
que potencialmente nos condujera hacia otro régimen energético involucra
dificultades ya familiares: muchas veces no nos fijamos en las plantas y cuando
sí, nos arriesgamos a percibirlas a través del filtro del petróleo, al punto de
realmente no verlas como fuente renovable, sino como accesorio que se postula
erróneamente como prescindible. Señalar el problema de prestar atención a las
plantas forma un paralelo con lo que ya observa Malouf
respecto del encuentro “perdido” o “faltante” (missed)
con el petróleo en sus orígenes, reflexión inspirada por un ensayo de Peter
Hitchcock.[2] En
cuanto a las plantas, el pensamiento académico de 1999 ya etiquetó la condición
de pasar por alto a las plantas como la ceguera vegetal (plant blindness),
término que capta el dilema de huevos y gallinas al notar que las y los
estudiantes que no ven las plantas aprenden con libros de texto escritos por
juicios expertos que favorecen la zoología sobre la atención a la vida vegetal
(Parsley, 2020, p. 598). Hoy en día, en lugar de
hablar de la “ceguera” metafórica, se aboga por un cambio de terminología menos
discriminatoria hacia la población invidente. Kathryn
Parsley sugiere la noción de la “disparidad de la
conciencia sobre las plantas” (plant awareness disparity o PAD) (2020,
p. 599). El acrónimo en inglés, PAD, o tal vez DCP en español, ni siquiera
tendría que adaptarse para sustituir la consonante de plantas por la de petróleo,
en un paralelo algo desconcertante para el público que quisiera apartar las
plantas de la petrocultura insostenible.
¿Qué tanta (in)conciencia de las plantas nos permitimos ahora bajo la petrocultura? En un análisis sobre la educación ecológica,
Quiles Cabrera y Llamas Martínez advierten de la distancia considerable entre
algunos miembros del público infantojuvenil y la vida vegetal: “En el momento
actual son muchos los lectores infantiles que jamás han visto en primera
persona una naranja pendiendo de las ramas de un naranjo en el propio huerto,
sino bien dispuesta y descontextualizada de su hábitat en la estantería de un
supermercado” (2023, p. 57). El propio manual para las y los maestros que
acompaña al libro de texto gratuito mexicano para primer grado, Conocimiento
del medio, advierte que algunos estudiantes en la clase no reconocerán las
plantas como seres vivos (Anaya Porras, 2018, p. 106). El manual también
anticipa que cuando se les pide que dibujen una planta, habrá alumnos que
esbozarán una flor sin poder identificar los árboles como plantas (p. 106). Esa
inconsciencia que, como propongo aquí, se combate con el veget-alfabetismo
en el primer grado puede persistir en la adultez.
Tomo como ejemplo de esa inconsciencia mantenida hasta los últimos
alcances de la educación formal el hecho de que Germán Vergara se moleste por
repasar la fotosíntesis en medio de un libro sofisticado sobre la historia de
la energía en México. Ese gesto de meter información del primer grado en un
texto claramente escrito para gente universitaria no deja de sorprender: “Photosynthesis is the basis of life
on earth. Plants, trees, and phytoplankton (aquatic plants) are the only
organisms capable of photosynthesizing” (2021,
p. 34). ¿A
qué viene esa definición tan básica de la fotosíntesis, la base de la vida
sobre la tierra, en un libro complejo? El libro de Vergara no es excepción,
y resulta que en las humanidades la erudición sobre el petróleo tampoco presume
conocimiento elemental del tema.
Aun un texto sobre el plástico hecho a base de petróleo, por ejemplo,
tiene a Heather Davis explicando que esa sustancia
plástica consiste en cuerpos comprimidos de plantas y animales antiguos (2022,
p. 16). ¿Realmente nunca aprendimos la lección sobre la fotosíntesis de las
plantas ni de la composición del petróleo? ¿O es que nuestra petrocultura nos permite aprender para olvidarnos? Me toca
aclarar que rehúyo de la paradoja como meta final. Para nada intento armar un
juego solamente académico que nos deje en la contradicción sin remedio. En ese
sentido, agradezco la perspectiva estudiantil escéptica del artículo de Malouf. Las dudas estudiantiles me salvan del abismo –recordando
de nuevo el texto de Hitchcock citado por Malouf– de
señalar un encuentro perdido que, bajo otras lecturas más dóciles, ya
comenzaría a rellenarse con el comentario mismo sobre la supuesta ausencia
(Hitchcock, 2010, p. 82). La lectura grupal desconfiada del petro-alfabetismo
insiste en la brecha. El encuentro perdido perdurará. Vale la pena recordar que
ese encuentro perdido con las plantas no es simétrico con el del petróleo: alguien
tiene que verlas, porque las necesitamos para la supervivencia. Otra manera
de explicar esos petro- y veget-alfabetismos
que facilitan cierta ignorancia, por lo menos para algunas mentes en las aulas
de clase, nos dirige hacia el tema de la atención.
José Emilio Pacheco probablemente denominaría nuestra decisión colectiva
de prescindir de conciencia sobre las plantas que nos dan oxígeno y alimento,
entre otros olvidos, como un problema de atención. El crítico José María García
Linares medita sobre los renglones de Pacheco en el poema “Las ostras” (1993).
El verso de Pacheco se queja de nuestra desconexión verbal con las plantas (“No
sabemos el nombre de las flores”) y sugiere que esa ignorancia refleja una
falta de concentración remediable por la poesía misma: “el arte / que no es a
fin de cuentas sino atención enfocada” (citado en García Linares, 2024, p. 57).
Sin embargo, ¿será que la poesía del estilo de Pacheco enseñe los nombres de
las flores? Creo que no. Esa tarea pertenece más bien a la prosa en los libros
de texto o a los catálogos de plantas: géneros que, por la segregación
temática, permiten cierta inconsciencia de la continuación simultánea de la petrocultura. Si quisiéramos cambiar ese esquema cultural
de ver las plantas o el petróleo, ¿cómo podríamos redirigir la atención a las
plantas en la petrocultura, esperando salir de esta
última? ¿Qué podríamos leer?
Supernaturalia de Norma Muñoz Ledo y el paradigma hilozoístico
Comienzo
esta exploración de otros veget-alfabetismos a través
del folclore, con dos versiones de Supernaturalia.
El libro original de Muñoz Ledo ocupa un solo tomo, publicado en 2011 por Santillana,
mientras la segunda versión se divide entre dos volúmenes, publicados por la
misma editorial en 2015. Al final de ambas versiones, Muñoz Ledo agrega una
explicación bibliográfica: en su mayoría el texto se inspira en narrativas
compiladas a partir de un proyecto gubernamental que recogía relatos orales en
zonas rurales, financiado por un fondo educativo que funcionó de 1986 a 1996
(libro original, 2011, p. 280; vol. II, 2015, p. 361).[3] La
versión dividida entre dos volúmenes elimina muchas gráficas explicativas del
primer libro, pero devuelve un 20% del texto que se recortó para la primera
versión (Muñoz Ledo, comunicación personal, 5 de febrero de 2018). Si el libro
original tiene unas 288 páginas, la segunda versión con los textos adicionales
cuenta con casi 700. De las adiciones a la segunda versión, destaco “El
sembradío de melones.”
Esta anécdota, como Muñoz Ledo me clarificó en un correo electrónico,
viene de un relato que escuchó justo antes de cerrar esa segunda versión de Supernaturalia. La narrativa trata de un tal Bruno
Campos, cuyo seudónimo seguramente corresponde a Muñoz Ledo. Este trabajador de
la construcción, originario de la Ciudad de México, en el momento de los hechos
vive en Mérida, Yucatán. En un día caluroso de mayo de 2001, Bruno conduce su
Estaquitas blanca y se topa con un huerto de melones de kilómetros de largo,
protegido por alambre de púas (vol. I, 2015, p. 53). Fíjense en el fondo petrocultural: allí está la camioneta. Cuando Bruno sale
del vehículo a la caza de los melones, se encuentra perdido, aun con los
melones deseados entre los brazos. En otras palabras, la petrocultura
establece el contexto de la acción, pero no sirve de interpretación.
Como decía, Bruno no resiste la tentación de apropiarse de las frutas, y
se estaciona, se baja de la camioneta y cruza al campo para recoger tres
melones. Al enderezarse, descubre que su vehículo ha desaparecido, dejando
atrás una carretera vacía y una reja perfectamente armada (vol. I, 2015, p.
53). Analizar el contratiempo a través del filtro de petróleo no le va a
servir, aunque para el público contemporáneo el marco importa: se puede
interpretar el calor que siente Bruno en términos del calentamiento global que
afecta a todo el mundo: “Aquel miércoles, un calor de 35 grados a la sombra
hacía que todo el mundo sudara la gota gorda” (p. 53). La ironía de que el
sentido de seguridad de Bruno proviene de la Estaquitas no se nos escapa.
Llevado a escala masiva, ese vehículo participa en un petro-consumo
que altera el equilibro del planeta, una inseguridad que ya aparece
entre líneas en el texto.
Por ese porvenir ya insinuado del cambio climático, resulta interesante
el marco narrativo de un ser que existía con anterioridad a la petrocultura: Bruno se topa con un señor que lleva un
enorme sombrero de petate, vestimenta fuera de moda por las protecciones del
techo del automóvil. El señor del sombrero exige la devolución de sus melones
en respuesta al pedido de Bruno de restituir su camioneta. Obediente, Bruno
abandona los melones y, al incorporarse, ve el alambre de púas zafado y la
Estaquitas estacionada donde la había dejado. El campesino regala un melón a
Bruno y le instruye que la próxima vez, “lo pidas” (vol. I, 2015, p. 54). Según
las insinuaciones de Muñoz Ledo, este señor sin nombre corresponde a un alux. Es decir, por el título de la sección donde se
encuentra la anécdota, “Historias de aluxes”, se
supone que ese campesino es un alux, figura
embaucadora (p. 44).[4] Realmente
no hay pedagogía estable aquí, ya que el relato casi aleccionador sobre la
cosecha ética nunca explica cómo pedir los melones. ¿Cómo encontrar al señor
del sombrero de petate cuando se le necesita? La figura del alux,
ese trickster, impone orden, sin programa
estable.
Para leer esta figura embaucadora recurro a un paradigma que dilucidan
Alberto E. Martos García y Gabriel Núñez Molina en su excelente artículo sobre
“Ecoficciones legendarias y literarias” (2023) donde
articulan la razón del embaucador a través del término hilozoísmo. La
perspectiva hilozoística dota al mundo material de una
vida propia, dando paso a seres asociados con el paisaje natural, como “genios,
ninfas, dioses, guardianes” (Martos García y Núñez Molina, 2023, p. 132). Ese
mundo supernatural reclama una lógica narrativa que asigna al ser humano la
desventaja de no poder controlar a su entorno sin depender de voluntades
impredecibles. Como ejemplos, los autores ofrecen la tradición de los cuentos
sobre el diablo de los hermanos Grimm y las historias tradicionales sobre “el
campesino y los tratos sobre la cosecha” (p. 135). Las narrativas en Supernaturalia conforman a ese género de ecoficciones legendarias referidas por Martos García y
Núñez Molina porque entregan las lecciones hilozoísticas
amorfas, sin la razón de esa tesis previa que los críticos asocian con otro
estilo de literatura, la parabólica.
Quedándonos un momento con el análisis del hilozoísmo, destaco el hecho
de que en Supernaturalia la cosecha en sí a
veces es imposible. Cito el texto “Calabaza gigante”, entidad que la voz
narrativa de Muñoz Ledo adereza con nomenclatura en latín: “Cucurbita
magnus” (2011, p. 149; vol. II, 2015, p. 24). El uso
de latín apoya la autoridad pseudocientífica. En el libro original de Supernaturalia aparece una advertencia suprimida en
la segunda edición: la calabaza gigante tiene facultades de materializarse y
desaparecer “sin causas conocidas” (2011, p. 149).[5] Esa voz
asegura que la calabaza gigante es “muy buscada por expertos en botánica,
herbolaria y genética de semillas” (2011, p. 149; vol. II, 2015, p. 24). La
descripción “científica” explica que la planta crece al tamaño de un pequeño
cerro (2011, p. 149; vol. II, 2015, p. 24). Ahora puede ser que mis lectores no
acepten la lectura de hilozoísmo aquí, ya que la calabaza no necesita de otro
espíritu para realizar sus hazañas; aunque, a favor de la relevancia de esa
otra manera de ver el mundo, el no parabólico, ese mismo vegetal puede ser una
suerte de embaucador en sí.
La pretensión humorística de la pericia intelectual sitúa la anécdota en
un mundo que comparte cualidades con la petrocultura
y sus jerarquías del saber, solo para debilitar sus supuestas certezas. Tal
como en el escenario de 2001 y la presencia de la Estaquitas en “El sembradío
de melones”, aquí en “Calabaza gigante” el contexto contemporáneo emerge al
comparar la calabaza también con “un edificio de diez pisos” (2011, p. 149; vol.
II, 2015, p. 25). No es que las plantas existan sin el contexto del petróleo.
Es que ese filtro cultural del petróleo ya no sirve de explicación: la calabaza
gigante no utiliza el petróleo ni concuerda con la lógica extractivista
asociada con la petrocultura. La historia de la
“Calabaza gigante” cuenta sobre un tal Rubén Moreno, oriundo de Rancho Agua
Caliente, en el municipio de Quitupán, del estado de Jalisco, quien en mayo de
1998 se queda dormido bajo la sombra de un árbol mientras sus cabras pastan (vol.
II, 2015, p. 24). Igual que Bruno Campos, Rubén Moreno sufre de calor, detalle
ominoso para el público preocupado por el calentamiento global.
Rubén se despierta de la siesta para descubrir que desaparecieron las
cabras. Al perder la esperanza de ubicarlas, el pastor se topa con una calabaza
gigante (vol. II, 2015, p. 24). Es decir, se encuentra con una planta,
aunque, como apuntan Martos García y Núñez Molina, la perspectiva corresponde
al hilozoísmo y, por consiguiente, el elemento de embuste no llevará a ninguna
lección de confianza. Como protagonista intrépido que disfruta de la dicha de
ser testigo único de su propia hazaña, Rubén se mete en el interior de la
cucurbitácea y se apoya en las enormes pepas, haciendo uso de las “hebras
anaranjadas como si fueran lianas” (2011, p. 149; vol. II, 2015, p. 25). Por
fin, encuentra las cabras pastando adentro de la calabaza, y como Rubén tiene
hambre, también prueba el sabor “dulcísimo” de la pulpa y se satisface “de
inmediato” (2011, p. 149; vol. II, 2015, p. 25). El castigo que podríamos
esperar de ese consumo nunca llega y al final no pasa nada. Al día siguiente
Rubén no encuentra la calabaza, como el narrador de Muñoz Ledo relata: “no supo
qué fue de ella: si alguien se la comió, se la llevó, o simplemente
desapareció” (2011, p. 149; vol. II, 2015, p. 25). De verdad, no hay lección
estable que se pueda extraer de “Calabaza gigante”.
Tal vez por esa flexibilidad narrativa, el relato no se presta al extractivismo que asocian Martos García y Núñez Molina con
la otra literatura parabólica. Esta segunda categoría literaria se apega a “una
tesis previa” que puede llegar a contener “la dualidad folklórica bien/mal,
bondad/dureza, diablo/Virgen” (Martos García y Núñez Molina, 2023, p. 135).
Al contrario de esos cuentos bíblicos o de la Llorona que mencionan Martos
García y Núñez Molina como ejemplos en el estilo parabólico, no hay tesis
previa en Supernaturalia. La planta en sí,
“Calabaza gigante”, se desprende de la figura embaucadora, como el alux, para convertirse a sí misma en una suerte de trampa. De
entre las ambigüedades del hilozoísmo, el veget-alfabetismo
sugiere la inferioridad del ser humano ante el poder sobrenatural de las
plantas, pero no imparte ninguna regla más estable. ¿Aprender de la
insuficiencia humana ante la superioridad de la vida verde cuenta como alfabetización? ¿No se supone que el proceso de ganar
alfabetismo asegura cierta maestría y descarta la ignorancia?
Por la carencia de cosmovisiones más totalizantes, propias estas de los
pueblos originarios que inventaron las historias que influyen en los relatos,
la antología Supernaturalia evoca otro
contexto, más contemporáneo, al hablar de “nuestro país”. En ese contexto,
resulta difícil aplicar de manera segura cualquier veget-alfabetismo
hilozoístico. Por ejemplo, cito el paisaje sobre el chaneco, el embaucador principal: “Desafortunadamente, en
nuestro país es [el chaneco] casi desconocido: sólo
algunos grupos indígenas –entre ellos los nahuas y popolucas
que viven en las zonas serranas de Veracruz y Puebla– lo recuerdan y respetan
su alto rango” (2011, p. 70; vol. I, 2015, p. 73). La pérdida del contexto
original de las historias orales y la distancia de la autoridad intelectual de
esas etnias cede a otra orientación: la nacionalista, pero por muy mexicana que
sea la gente, queda por reconocer que, a fin de cuentas, el chaneco
no es héroe de la patria ni se incluye de ninguna otra forma en el canon
patriótico.
“Bruno Campos” y “Rubén Moreno” son mexicanos y punto, sin más relación
con las fiestas patrias u otros datos que el público reconocería como propicias
a la iteración común y corriente. Los pseudónimos normativos evocan una noción
vaga de “gente común”, con las nociones de hombres morenos y del campo, pero indagar
su proceder parece imposible. Entonces, es difícil que esos protagonistas del
“nosotros” nacionalista nos alisten para aceptar las energías renovables porque
queda algo fantástico e imposible de replicar en las historias. El libro de
Muñoz Ledo termina resistiendo la expectativa del veget-alfabetismo
bajo la petrocultura de que toda planta exista bajo
el control humano. Según el hilozoísmo, al contrario, las plantas pueden ser
protegidas por embaucadores y, extendiendo la interpretación, pueden ser en sí
mismas embaucadoras. No hay cómo imponer las reglas hilozoísticas
a ciencia cierta.
Respecto a esta última idea, sería irresponsable glosar el contenido
sobre las plantas en Supernaturalia sin
mencionar el tema de las ceibas, esos árboles mágicos que constituyen el
portal al Ta’logan (2011, p. 153; vol. II, 2015, p.
30). En la versión original de Supernaturalia,
en una gráfica suprimida en la segunda versión, un mapa nacional atribuye la
ceiba al sur, oriente y sureste de México, a la vez que demarca el territorio
de otros entes, como la calabaza gigante (2011, p. 146). La ceiba en particular
constituye una bisagra que conecta el paraíso más allá de la petrocultura con una geografía mexicana reconocible como
contemporánea, aunque de modo enteramente teórico, puesto que las indicaciones
regionales no precisan la ubicación de las ceibas referidas para de manera tan
exacta que el público lector encontrara para sí el portal al otro mundo, uno
que se aleje de la petrocultura. En el Ta’logan las criaturas mágicas no necesitan del petróleo,
según se implica en Supernaturalia. Este reino
de abundancia y exuberante vegetación es custodiado por seres embaucadores de naturaleza
borrosa, como el chaneco (2011, p. 70; vol. I, 2015
p. 75).
Cabe señalar que, a lo largo del libro, el nacionalismo de Supernaturalia conlleva un sesgo masculinista: los protagonistas humanos tienden a ser
hombres y las malévolas figuras sobrenaturales tienden a ser femeninas. Como
ejemplo de estas últimas, me refiero a la Xtabay,
quien, como el chaneco, puede vivir o descansar en
las ceibas, pero que abarca un género femenino (2011, p. 153; vol. II, 2015, p.
30). Además de esa relación con el árbol, la Xtabay
también se caracteriza por otra planta: el cactus. El “verdadero aspecto” de la
Xtabay es de una “especie de cactus del sureste,
erizado de punzantes espinas” o tzacam, pero con pies
de ave de rapiña, y que puede transformarse en mujeres “bellísimas” (2011, p.
241; vol. II, 2015, p. 244).
La anécdota “Cuando la Xtabay se encapricha”
repasa el problema de Trinidad, cuyo hermano queda atrapado en un nopal. Para
liberarlo, Trinidad tiene que clavar un cuchillo en la planta y salir
corriendo. Los “horribles alaridos de agonía” del nopal asustan a Trinidad, quien
deja su cuchillo, aunque días después regresa para encontrar que la planta se
marchitó. Él recoge su cuchillo, rocía el cactus con gasolina y le prende
fuego, acción que vuelve a provocar sonidos terribles de la planta, aunque la Xtabay no vuelve a aparecer en la comunidad (2011, p. 241; vol.
II, 2015, p. 250). El uso de la gasolina como acelerante
del fuego ubica el cuento, como los otros, en el mundo petrocultural,
aunque sin conformarse a las creencias de ese régimen, puesto que la petrocultura difícilmente otorga agencia a las plantas,
mucho menos en plan vengativo.
Al parecer, la manera más eficaz de combatir la Xtabay
no depende de la gasolina sino de otra planta: el Sip
Ché. Si la rama de Sip Ché toca a la Xtabay, la
convierte en una serpiente que luego sale huyendo (2011, p. 240; vol. II, 2015,
p. 251). Esta pedagogía inestable del hilozoísmo alude a un entendimiento
previo de las plantas (¿cómo será el Sip Ché?), sugiriendo un veget-alfabetismo
que anteriormente entretejía significados y aprendizajes para formar una
cosmovisión más completa de la cual ahora solamente leemos de manera fragmentaria.
Valga subrayar el punto de que estos restos narrativos que recoge Muñoz Ledo
funcionan de modo simultáneo con la petrocultura
pero también con cierta autonomía de ella. Es decir, la narrativa hilozoística no ignora la petrocultura,
ya que esta última existe en el segundo plano, pero sí evita interpretar la
acción únicamente a través del consumo de petróleo y los alfabetismos e
inconsciencias correspondientes.[6]
Me gustaría pensar que el hilozoísmo conlleva cierto respeto a las
plantas que ayude a preservar la relevancia de las leyendas del mundo
pos-petróleo. El folclore de Supernaturalia
sugiere que las plantas responden a poderes superiores a los del ser humano
que no son predecibles, ni necesariamente benévolos, al contrario de la visión propia
de la petrocultura que, cuando decide por fin
reconocer las plantas, lo hace bajo un esquema forzosamente optimista. En Supernaturalia las plantas pueden engañar a los
humanos, una habilidad casi inimaginable bajo las expectativas racionales de la petrocultura. La humildad inculcada por el veget-alfabetismo incierto en Supernaturalia
sí se alinea con los descubrimientos botánicos más recientes, como se glosan en The Light Eaters del periodista Zoë Schlanger, libro que por medio de entrevistas
con científicos se maravilla de las plantas tras lamentar el desprecio hacia
ellas, ese alfabetismo compatible con la inconsciencia y el olvido, heredado de
Aristóteles (Schlanger, 2024, pp. 37-38). Según las investigaciones botánicas más
a la vanguardia, las
plantas realmente son prodigios, con capacidades sofisticadas para comunicarse,
registrar sus entornos, defenderse y reproducirse.
A diferencia del entendimiento de especialistas entrevistados por Schlanger que empiezan a asignar nuevos poderes a las
plantas, los engaños del hilozoísmo terminan imponiendo un equilibrio —justo
lo que las obras parabólicas de tesis ecológica y justicia social quisieran
invocar. Pero ese equilibro no se presta al dominio humano. En Supernaturalia el mundo natural, o
sobrenatural, es superior al ser humano, a la petrocultura
y a cualquier veget-alfabetismo que pudiéramos
inventar como sistema cerrado ante las sorpresas del alux,
el chaneco, la Xtabay o, al
faltar otro actor, la calabaza gigante en sí. El hilozoísmo nos prepara para ver los
poderes inesperados de las plantas: valoración que no estoy segura de que se
logre en las novelas de Ave Barrera y Valeria Luiselli,
analizadas a continuación.
El paradigma parabólico de Barrera y Luiselli
Vale
la pena señalar un elemento en común entre Supernaturalia
y las dos novelas de 2019: los encuentros, a veces perdidos, con las
plantas ocurren cuando los personajes se bajan del automóvil. Cuando
Bruno Campos sale de la Estaquitas en la anécdota sobre melones rescatada por
Muñoz Ledo, la desaparición del vehículo lo expone a una confusión que le lleva
a ver las plantas desde una perspectiva holozoística.
Igualmente, aunque sin el alux, para los personajes
en las novelas de Barrera y Luiselli, el momento de
bajarse del carro insinúa cierta futilidad del veget-alfabetismo
absorbido por la petrocultura, por ejemplo, en cuanto
al aprendizaje de los nombres de plantas. Las novelas cuestionan si realmente
funciona la conciencia de las plantas desarrollada desde una posición de
privilegio petrocultural.
Resumir cada novela implica una tarea incómoda de eliminación porque
ambas tramas contienen multitudes de acciones y personajes. Para apegarme al
paradigma parabólico que Martos García y Núñez Molina exploran –ese que no cree
en la realidad del mundo material animado–, reduzco cada obra a un esquema más
simplificado que la versión original ofrece. De esa manera, puedo señalar a los
malos de cada texto. Recuerden que según Martos García
y Núñez Molina, el discurso parabólico tiende a “demostrar una tesis previa”
(2023, p. 135). Los malos en Restauración, la novela de Barrera,
principalmente son Zuri y su tío. Los personajes
buenos son las mujeres maltratadas y hasta asesinadas por los hombres
mencionados y unos cuantos otros que no vienen al caso.
Encabeza esa lista de víctimas la protagonista y narradora Min, apodada así como abreviación de su nombre en honor a la
flor, Jazmín. Min es jardinera, veget-alfabetizada en
sus privilegios como dueña de un automóvil particular; cuando Zuri la mata, continúa narrando, ahora como fantasma que
sigue restaurando el jardín y la casa que Zuri
hereda. Min no es ni chaneco ni alux,
puesto que su plan de venganza no contiene ningún truco para salvaguardar la
cosecha ni anima al mundo material. Tras cuidar las plantas y arreglar otros
aspectos de la propiedad ajena, el fantasma de Min mata a Zuri
al encerrarle en la casa, además dejando en el jardín unos centenarios de oro para
Mario, el nieto de Oralia, una de las mujeres muertas de la casa.[7] La
lección para Mario gira alrededor de la idea de cumplir con la tarea del jardín
para recibir una recompensa no relacionada con las plantas: valor que amenaza
con apoyar justo la perspectiva que critican Martos García y Núñez Molina respecto
del materialismo ausente del hilozoísmo; el materialismo suprimido por el
hilozoísmo pero no en el discurso parabólico facilita la reducción de los
recursos naturales como las plantas “en almacenes de materias primas, esto es,
de materia muerta, domesticada, dócil, y sin alma, claro” (2023, p. 136).
Los malos en Desierto sonoro de Luiselli
son, principalmente, los gringos que trabajan como policías en la frontera y la
gente que concuerda con las crueles políticas estadounidenses hacia las
personas indocumentadas, crueldades que incluyen la separación de las familias y
el perder a menores de edad al deportarlos sin guardián. La gente buena de la
novela incluye a la narradora definida como madre y esposa, dotada de buena
ética por su angustia frente a las injusticias sociales, y su hijastro también convertido
en narrador hacia el final de la novela. La madre viaja con su esposo, su
hijastro y su hija en carretera desde la ciudad de Nueva York hasta el estado
de Arizona, el último viaje que tomarán juntos debido al divorcio con que la
trama concluye.
En un momento culminante, padre y madre unen fuerzas una última vez para
buscar a sus niños perdidos. El hijastro de diez años lleva a su hermanastra de
cinco en una aventura sin adultos, lejos del auto. Su andanza encuentra
inspiración en los relatos de la opresión histórica, principalmente del siglo
XIX, de los pueblos originarios en la región del suroeste de Estados Unidos y
noroeste de México que cuenta el padre, y en la opresión del siglo XXI ante los
“niños perdidos” indocumentados que angustia a la madre. El hijo y la hija de
la familia del Volvo se pierden en el desierto, donde para sobrevivir tendrán
que utilizar el veget-alfabetismo que aprendieron en
el automóvil bajo la tutoría del padre. Apenas funcionará ese aprendizaje,
porque ver sin el filtro del petróleo es casi como volver a aprender a ver
desde cero.
A continuación, pondero cada novela a partir de esos resúmenes que
subrayan el discurso parabólico para explorar el tipo de veget-alfabetismo
limitado que Barrera y Luiselli otorgan a los
personajes de moralidad superior.
Restauración de Ave Barrera
La
novela de Barrera despliega un vocabulario amplio para asegurarnos de que Min
sí ve las plantas: tiene alta conciencia de ellas. El paralelo entre las
plantas y la protagonista se hace explícita cuando Min, enamorada del malo de Zuri, se describe como planta: “Me sentí infatuada, hoja
tierna llena de sol y de relente” (2019, p. 71).[8] Ya que
las plantas realmente no tienen agencia en la novela, la importancia de esta
comparación tiene que ver con el vínculo entre la buena gente y la capacidad de
ver plantas, pero no con ningún pragmatismo que el veget-alfabetismo
podría imponer en términos de autopreservación. La
atracción que Min siente por las plantas es crucial para explicar su
complicidad con Zuri. En parte, cultivar el jardín
constituye la razón que Min acepte, aun tras su muerte, restaurar la casa que Zuri recibe del legado de su tío también misógino. La casa quedó
abandonada por unos treinta años, alrededor de 1992: detalle que ubica la
narrativa de Min alrededor de 2022.
Las plantas prestan un aspecto gótico a la casa. Por los cristales rotos
de un tragaluz, “las puntas de una hiedra […] amenazaban con recuperar el
dominio” (p. 33). Un macetón contiene “esqueletos de sábilas y malvas”
(p. 33). La casa se entrega “al abrazo de las enredaderas muertas”, y
los árboles casi dominan la estructura del domicilio: “La copa de un tulipanero
acariciaba el tejado y la arquería de la torre más alta” (p. 15). Se
hace hincapié en la presencia de plantas muertas, además de las invasoras y
descontroladas, y la habilidad de la vegetación muerta de persistir anticipa el
estado fantasmal de Min y Oralia, entre otras.
Min despliega un vocabulario rico de nombres comunes para las plantas; por
ejemplo, en el paisaje que nombra ocho tipos de flores: “Quería llenar toda la
casa de plantas: una bugambilia que enredara sus
ramas en las pérgolas de la terraza de camino al altillo, poblar los balcones
de pensamientos, geranios, rosas, petunias, crisantemos, teresitas y azaleas.
Abrí la puerta y me asomé al jardín: una jungla silvestre y descuidada, con el
encanto de la naturaleza que se abre paso por sí sola y se entreteje a
capricho” (p. 120). Las especies proliferantes conforman todo un glosario
botánico; además, en otro momento se mencionan la campanilla azul, un limonero,
un árbol de nísperos, un aguacate, un cedrón, la hiedra, la trompetilla, el
jazmín y unas guías de chinchilla seca (p. 161).
Ese mismo vocabulario parece caracterizar a Oralia, la abuela muerta de
Mario, asesinada por una bala de la patrulla fronteriza en Estados Unidos,
ahora espíritu que ronda la casa en la Ciudad de México donde trabajaba como
asistenta doméstica antes de su viaje “al otro lado”. Oralia echa mano a la par
de Min con la restauración y siembra un huerto al lado de la cocina,
facilitando la inserción de todavía más vocabulario vegetal: “Había llevado de
su almácigo una canasta llena de brotes de romero, albahaca, ruda, lavanda,
orégano y artemisa” (p. 161). Seis hierbas tan solo para el huerto incipiente indican
la profundidad del veget-alfabetismo que describe a
las dos mujeres asesinadas. Si las plantas indican la buena ética, Oralia es de
confiar, tal como lo es Min.
Esta sabiduría en cuanto a la vida vegetal no necesariamente protege a
las mujeres. Antes de morirse, justo cuando Zuri
tiene necesidad de entregar un ramo (“¿Sabes dónde puedo comprar flores a esta
hora? Pasé al súper, pero ya no había y la florería estaba cerrada…”), Mina se
lo arma con flores hurtadas del cercano Parque Hundido, y así soluciona un
problema para él: “tres varas de lilis, seis
hibiscos, un botón de rosa amarilla, un manojo de lantanas rojas y otro de
moradas para abultar la base” (p. 67). Llevar las plantas del jardín público se
entiende menos como una falla moral y más como un indicio de la incapacidad de
Min de juzgar la distancia prudente que debería mantenerse de los problemas de Zuri. Es decir, el veget-alfabetismo
de Min se plantea como inútil, por lo menos cuando intenta aplicar la
conciencia de las plantas como heurística de buen juicio.
Min no logra ver el peligro que (le) representa Zuri,
tal vez en parte porque el veget-alfabetismo le
distrae. Me refiero, por ejemplo, a la escena de la fiesta, en que Min acompaña
a Zuri a la casa del jefe de este. Min trae una
maceta de romero como regalo, y Zuri pregunta
despectivo: “¿Para qué quieres eso?” (p. 58). Zuri
aclara que su jefe no sería capaz de cuidar de la planta: “no sabe mantener
viva ni a una piedra” (p. 58). En lugar de preocuparse por su propio bienestar
al lado de un hombre inestable, Min se refugia en la cocina durante la fiesta y
se ocupa de la planta: “Puse la maceta de romero bajo el grifo y la regué con
la esperanza de que viviera un poco más” (p. 59). Esta atención agradaría a José
Emilio Pacheco, pero no la va a salvar porque no basta con concentrarse en las
plantas, justo como Min lo hace: “Tallé una ramita y me llevé los dedos a la
nariz, convencida de que iba a morirse” (p. 59). Min piensa que la planta
se va a morir, no que ella misma esté viviendo sus últimas horas. Cuando la
fiesta termina para Min porque Zuri se emborracha, se
pelea con su jefe y pierde su empleo, la narrativa incluye el detalle del
rescate de la planta regalada. Zuri sale de la fiesta
llevando “abrazada la maceta de romero”, además de una botella de whisky escocés
(p. 59). No parece haber un sentido más trascendente respecto de la relación de
Min con las plantas.
Al respecto, vuelvo a destacar la conclusión de la novela, en torno al
árbol de aguacate. Como ya expliqué, Min encarga al nieto de Oralia, Mario, la
tarea de sembrar “el arbolito de aguacate”. Cuando Min se despide, Mario queda
sentado en su vehículo: “asiente y mira por el parabrisas como si estuviera
manejando” (p. 240). No deberíamos interpretar a Mario, ni ninguna lección que
aprenda, fuera del contexto petrocultural. En esa
misma escena, Min queda libre de la restauración para desaparecer entre un
conjuro de plantas: “me alejo y pierdo mis pasos entre las veredas del bosque”
(p. 240). Así termina la novela, pero por contraste con las precisiones de la
“Calabaza gigante” en Supernaturalia, ninguna
planta en Restauración tiene significaciones particularmente
extraordinarias. Del último renglón de la novela, la idea del bosque confunde,
ya que Min habla con Mario frente a la casa, cerca al Parque Hundido en la
Ciudad de México. No hay ningún bosque real allí, y de todas maneras Mario
sigue viendo por el parabrisas. Por ende, no se elabora un contexto
suficientemente hilozoístico como para evocar un
paraíso paralelo al estilo del Ta’logan. El bosque
parece más bien metafórico: la idea de las plantas en teoría, sin necesidad de
una ubicación precisa.
Para apoyar la sospecha de que las plantas realmente no llevan a una
cosmovisión hilozoística de otras fuerzas ni mundos,
cito de la entrevista con Ave Barrera al respecto, cuando explica que el árbol
de aguacate en cuestión no tiene significado más allá del “universo de la
novela”: “el aguacate es absolutamente mágico. [Se ríe.] Y delicioso. No hay un
sincretismo intencional. Más bien la espiritualidad en Mario y en Oralia parten
de este imaginario rural, ya de por sí sincrético en el que se incorporan
conocimientos de jardinería, herbolaria y todo lo demás, con el pensamiento
mágico del cristianismo” (Hind, 2022, p. 340). Hasta
cierto punto, Barrera imita la solución del narrador de Muñoz Ledo de tomar
sendas ideas y organizarlas bajo una etiqueta nueva. En Supernaturalia
la voz narrativa se vale del nacionalismo, y en Restauración de “este
imaginario rural”, ruralidad que se trasplanta en la capital sin traer todo el
hilozoísmo que tal vez caracterizaba la cosmovisión detrás del folclore
originalmente. El riesgo de aplanar ese pensamiento, imponiendo un materialismo
hueco en comparación, lo señalan Martos García y Núñez Molina al comentar que
sin el marco hilozoístico, “el paradigma es
extractivo” (2023, p. 131).
La ventaja de quedarse con la visión un poco truncada frente al
hilozoísmo se relaciona con cierta libertad que tal vez brinda Barrera de
repensar el significado de las plantas. La novelista mexicana ofrece la
oportunidad de desarrollar, quizá bajo regímenes renovables, el veget-alfabetismo para los fines deseados. Y ¿qué podría
ser el aguacate, más allá del contexto restringido de Restauración? De
preferencia la respuesta abarcará más allá del esquema insustentable de los
monocultivos y otros maltratos de la lógica de la plantación. La relativa
posición de élite que disfruta Min por tener automóvil particular –seguramente
una de las razones por las cuales Zuri la encuentra
apetecible– sugiere que una renovada interpretación moral habría que lograr una
visión más enfocada en una colectividad sustentable: colectividad imposible
desde el carro.
Para concluir el análisis de Restauración, nos debería preocupar que
Barrera utilice el recurso literario de asociar la alta conciencia acerca de
las plantas con la condición de ser una probable víctima. Tal vez nuestro mundo
petrocultural es así, pero no debería corresponder a
ese patrón: la persona buena, y futura víctima, sabe de las plantas. Idealmente,
el veget-alfabetismo sofisticado no anticiparía el
destino de una muerte violenta. La justicia final en esta Restauración de
Barrera realmente no lo es, cualidad que por lo menos rescata la novela del
marco reductivo que impuse al dividir los personajes entre buenos y malos. Min
tampoco, al final, queda exenta de participar en los problemas de su época. Es
una novela fantástica, sin duda.
Desierto sonoro de Valeria Luiselli
Desierto
sonoro de Luiselli coquetea con el tema de los fantasmas, aunque de
modo ambiguo. Como ya expliqué, la novela trata de un viaje por carretera que
hace una familia decididamente no fantasmal desde su hogar en la Ciudad de
Nueva York hasta Arizona. Los cuatro personajes indiscutiblemente reales viajan
en la vagoneta Volvo, año 1996. La madre lee Elegías para los niños
perdidos, libro ficticio escrito por una autora ficticia, Ella Camposanto
(2019, pp. 37-38).[9]
La temática del libro de Camposanto conecta con las preocupaciones de la madre
sobre los “niños perdidos”, aquellos menores de edad sin documentación que
sufren un viaje peligroso del sur al norte, hacia los Estados Unidos, y de
regreso hacia el sur en el caso de los que se pierden en el torbellino injustificable
de las separaciones familiares y las deportaciones realizadas por oficiales
estadounidenses.
En una crítica brillante de la novela, Zyanya Dóniz Ibáñez considera que la existencia de estos
personajes subidos encima del tren conocido como “la Bestia” para el viaje al
norte, estos mismos personajes que parecen pertenecer al mundo de Elegías
para los niños perdidos, es un trompe l’oeil que
altera el límite estricto entre lo real y lo ficticio (2020, p. 35). Por medio
de este juego metaliterario, Elegías para los
niños perdidos existe en una extraña jerarquía con la narrativa de Desierto
sonoro y su familia del Volvo. Posiblemente, los mundos de Desierto
sonoro y las Elegias se distinguen,
o posiblemente se traslapan. Perturbar de modo incierto ese límite entre una
ficción y otra, ofrece a Luiselli una manera ética de
manejar la historia de niños y niñas indocumentados sin violar su privacidad ni
pretender contar, desde el privilegio, la verdad de sus experiencias.
La posible irrealidad de algunos de los personajes también permite que
la madre no tenga que compartir su buena suerte material: solamente cuatro
personas experimentan las condiciones adentro del Volvo. Los adultos no se
encuentran por el camino con ningún niño perdido a quien tendrían que dar
abrigo. Tal vez Pacheco reaccionaría con asombro respecto de esta atención algo
selectiva. Preocuparse por el bienestar ajeno desde el Volvo, dado el medio
insustentable del transporte, es perpetuar un daño, ecológico y social. El
padre y la madre desde el Volvo cultivan un discurso parabólico que procura
comprobar que sí prestan atención, al menos a los detalles relacionados con una
tesis previa, comprobante de la virtud superior de la gente que tenga
conciencia de las plantas y de las atrocidades entre personas marginalizadas,
históricas y contemporáneas. Su activismo tiene un límite infranqueable: la
prioridad del viaje en carretera.
Luiselli permite que el público lector entrevea
cierta hipocresía cuando la madre percibe a los malos de la historia, la
policía de migración, como si estuvieran subidos a caballo dentro de sus
vehículos, como si ella no viajara del mismo modo: “comenzamos a ver manadas de
patrullas fronterizas pasar a toda velocidad, como corceles de mal agüero” (p.
163). No existe ninguna figura embaucadora en el carro para interrumpir esta
seguridad implícita de la madre de estar, a nivel general, de lado de los buenos,
con la pequeña excepción de acto rebelde del hijo de bajarse del Volvo.
El niño, desde el asiento trasero, no capta la faceta teórica de esas
buenas atenciones de sus padres y decide actuar. Actúa de modo radical al salir
del Volvo, llevando a la niña de cinco años con él, y asustando a los padres
con la idea de perder ellos también a sus hijos. En Desierto sonoro,
identificarse con la gente de la resistencia es ser buena persona, aunque
renunciar a los privilegios del carro y alejarse de los choferes del Volvo de
parte de los niños se entiende como irresponsable. Es imposible, en realidad,
encontrar a los menores de edad desaparecidos: imposibilidad de la que anticipa
el público lector.
En Desierto sonoro, el niño y la niña que escapan de la vagoneta posiblemente
se encuentran con otros menores de edad en el desierto, y así la narrativa
evita la negación estricta de tachar como fantasmal toda vida sin conexión
estable con un auto particular y sus correspondientes papeles. Estos menores de
edad, según la narrativa del niño, quizá forman un paralelo con los datos
históricos que comparte el padre respecto de unos niños del siglo XIX que eran capaces
de navegar solos, llamados los Guerreros Águila, “una banda de niños apaches
liderada por un niño más grande” (p. 96). Los cuentos del padre sobre las
figuras en torno a Gerónimo, líder de la resistencia chiricahua
–cuya tumba marca uno de los puntos finales del viaje contemporáneo de la
novela a Arizona–, cultivan dentro del Volvo una admiración hacia los pueblos
originarios. Los cuatro viajeros admiran desde el auto las resistencias que en
realidad no tienen cómo compartir. En el interior del vehículo, en el momento
inmediato, no quedan enemigos. Hay que conjurar a los malos, perspectiva que no
busca diálogo con dicha gente mala, sino que erige las categorías binarias. En
cualquier caso, Luiselli logra que el público se quede
con la duda de si a lo largo de los siglos en que se pierden a niños y niñas,
cualquier persona privilegiada puede ser realmente buena.
Para el bien de la ambigüedad moral, la salida del carro del hijo de
diez años sí permite dos gestos. En primer lugar, el niño puede especular que
durante el tiempo que pasan perdidos en el desierto, él y su hermanastra menor posiblemente
conocieron a unos niños menos privilegiados: “tal vez eran los Guerreros Águila
de los que papá nos había contado, pero quién sabe” (p. 423). Los Guerreros
Águila, estén o no estén, posibilitan la conexión con opresiones históricas y
la relevancia del maltratado del siglo XIX en el siglo XXI. El segundo gesto
posibilitado por la aventura peatonal de los niños prófugos del Volvo es
aplicar el veget-alfabetismo que han experimentado
durante su travesía desde Nueva York a Arizona. La visión apenas funcional de
las plantas señala que el niño lucha para abrir los ojos bajo el sol desértico
sin los vidrios del carro como filtro.
El veget-alfabetismo se entorpece desde el auto
y la pregunta de ver o no las plantas primero surge con la madre. ¿Ve realmente
lo que está al otro lado del parabrisas? Mirando a través del parabrisas, moviéndose
pasivamente a baja velocidad en el este de Estados Unidos, la madre confiesa
que se le dificulta el proceso de fijarse en una planta omnipresente: “Sin
embargo, incluso a este paso me tardé unas cuantas horas en advertir que los
árboles a lo largo del camino están cubiertos de kudzu” (p. 72). Tal como el
aguacate en Restauración, el kudzu en Desierto
sonoro no parece tener propósito trascendental, a pesar de su potencia
simbólica: “La plaga bloquea la luz del sol y se chupa toda el agua. Los
árboles no tienen ningún mecanismo de defensa. Desde los puntos más altos de la
carretera de montaña, la vista es terrorífica: como manchas cancerígenas,
secciones de árboles amarillentos pespuntean los bosques de Virginia” (p. 72). El kudzu se menciona tres veces en la página 72 y pasa al
olvido en cuanto la familia sale de la zona afectada. El marco parabólico de la
novela sugiere que las plantas terminan por no significar nada más allá de sí
mismas: ni forman un discurso sobre las invasiones ni tampoco invitan a esas
otras realidades propuestas en el hilozoísmo.
El interés en el veget-alfabetismo se aviva por
el padre, como la madre nos informa: “Mi esposo les explica a los niños que el kudzu es una planta traída de Japón en el siglo XIX” (p.
72). Como señal de su buena fibra intelectual y voluntad pedagógica, el padre les
regala un libro ilustrado de plantas del suroeste para enseñarles el posible deleite
mientras viajan en el asiento trasero del Volvo. La novela no arma ninguna
teoría trascendente sobre el kudzu, tal vez porque
bajo el discurso parabólico se arriesga a comparar una planta invasiva con las
migraciones humanas; en primer lugar se podría tachar a la gente dizque
extranjera como plaga, pasando por las reglas de la tesis previa que divide a
la gente buena de la mala, división que tarde o temprano no tendría sentido, ya
que hay una extranjera en el Volvo: la madre. Su hija, por tener solo cinco
años, piadosamente convierte la lección sobre plantas en un juego vaciado de lógica
parabólica y nombra todo con el término saguaro. Aun cuando el resto de
la familia deja de corregirla, ella sigue sola con su juego: “su dedito
pringoso deja marcas en la ventana empañada, como cartografiando lentamente la
imposible constelación de todos sus saguaros” (p. 194). Los saguaros, desde la
imaginación infantil relegada al confinamiento del coche, no son plantas,
sino la palabra misma.
A diferencia de mi lectura, Emily Celeste Vázquez Enríquez (2021)
interpreta la obstinada decisión de la niña de referirse como saguaro a
todo tipo de objeto visible y fantaseado desde el asiento trasero como una
práctica indígena; es decir, que la niña hace eco de la importancia de los
cactus para el pueblo indígena Tohono O’odham (p. 77). Para llegar a esta conclusión, Vázquez
Enríquez cita el pasaje narrado por el personaje de la madre/esposa, una
enumeración tan alargada de plantas que vale la pena repetir la versión en
español aquí:
Mi esposo les ha dado a los niños un catálogo de especies vegetales, y ellos tienen que memorizar el nombre de algunas cosas, cosas como el saguaro, nombres difíciles como gobernadora, jojoba, árbol de mezquite, y nombres más fáciles como órgano y choya güera, nombres de cosas comestibles, como tunas, nopales. (Luiselli, 2019, p. 193)
Esquivando
los problemas que la traducción del inglés provoca respecto de las palabras más
difíciles o fáciles de pronunciar, no estoy tan segura de que la niña entre en
conversación con la tradición de la nación Tohono O’odham en que los saguaros son, además de una especie de
cactus, personas (Vázquez Enríquez, 2021, p. 77). ¿No será que la niña aprende
un veget-alfabetismo accidentado, en que las plantas,
como los niños perdidos, están y no están, lúdicamente?
El tipo de fito-antropomorfismo pertinente a
la nación Tohono O’odham y
referido en algunas anécdotas de Supernaturalia
probablemente no corresponde a la enunciación de la palabra saguaro
por la niña en la novela de Luiselli, a pesar de
la posibilidad evocada por Vázquez Enríquez (2021, p. 78). Decir que la niña tiene
contacto con relatos más bien hilozoísticos posiblemente
confunde el marco parabólico de Desierto sonoro. Por lo menos en la
lectura que propongo aquí, la novela de Luiselli se
acerca más al discurso moral de Barrera. Por medio del análisis de Restauración,
ya señalé que la erudición ante las plantas desde la petrocultura
por un lado se introduce como característica de la gente buena y, por otro, no
protege a esa gente de las violencias y otras injusticias en esa cultura
insostenible. Igual en Desierto sonoro es característica de gente buena saber
de plantas, pero no garantiza la seguridad, por ejemplo, de no perder a sus propios
hijos. La narrativa no es hilozoística porque el
embaucador necesario para instalar el reino precario del hilozoísmo no aparece
en el auto. Después de todo, un trickster no
tendría por qué depender del automóvil para trasladarse; y si aceptara el aventón,
se metería de lleno en una petrocultura que no cree
en materias realmente animadas: tales animaciones son infantiles y, como explica Malouf, en cuanto a los carros, trenes y aviones, estas
animaciones contribuyen a una perspectiva nociva.
Al final de Desierto sonoro, cuando el niño se baja del carro,
experimenta la lección de ver las plantas sin parabrisas. La desorientación de
perder la comodidad del vehiculo le confunde al punto
de que, junto con su hermanastra, “creíamos que el mundo a nuestro alrededor se
estaba borrando, se estaba volviendo irreal” (2019, p. 386). Es más preciso resumir
que el hijo apenas logra abrir los ojos y depende en parte del vocabulario
para ubicarse:
tantísima, tanta luz cayendo desde el cielo que era difícil pensar, difícil ver claramente, difícil ver las cosas que tienen nombres que conocíamos de memoria, nombres como saguaro, nombres como mezquite, cosas como gobernadora y arbusto de jojoba, imposible ver las cabezas blancas de las choyas güeras, que teníamos justo enfrente, verlas a tiempo antes de que sus espinas se alzaran para pincharnos y rasguñarnos, imposible ver las siluetas de los cactus órganos a la distancia, antes de que estuvieran justo enfrente de nosotros, porque todo era invisible bajo esa luz, casi tan invisible como son las cosas en la noche, así que para qué servía, toda esa luz, para nada. (p. 386)
El veget-alfabetismo se despliega aquí con la misma fuerza de
vocabulario que se lee en Restauración, aunque la irrealidad de la
visión amenaza con borrar el significado de esas palabras.
En Desierto sonoro el veget-alfabetismo
que les rescata es en parte un talento verbal, una erudición que consiste en
recitar los nombres de las plantas tanto o más que verlas. Como narra el niño sobre
el paisaje de “gobernadoras, choyas güeras, jojobas, saguaros”, es hasta que su
hermana exclama saguaro, que él ve la solución: “por supuesto no era un
saguaro sino un nopal” (p. 387). Ese nopal ofrece “seis tunas gordas […] y las
tunas eran reales” (p. 387). Distinguir entre lo real y un espejismo es posible
porque el embaucador no aparece y porque el niño recuerda los comentarios de
sus padres sobre las plantas. La meta, una vez que abandonan el plan de
encontrar a niñas y niños perdidos, no es quedarse en el desierto con las
plantas sino volver a la seguridad de los padres y el carro, seguridad ilusoria
por el problema mencionado: el vehículo personal no contribuye al bienestar
colectivo. Las tunas ofrecen la manera de sobrevivir el desencuentro con las
plantas bajo la luz del día en el desierto, pero no de vivir allí como
verdaderos niños perdidos, quienes quizá son fantasmas. El encuentro con la
vida vegetal dará lugar a la reunión con la madre y el padre, y a su vez estos
dos pondrán fin a la formación familiar con un plan de divorcio, con el cual se
concluye la novela. Luiselli parece optar por la
futilidad del veget-alfabetismo como se absorbe desde
la petrocultura. ¿Realmente se aprende acerca de
la vegetación desde el automóvil? Tal vez viene al caso la queja de Ida Vitale ante la educación botánica que, cuando mucho, se conforma
con enseñar el momento de germinación. Vitale apunta:
“son raros los observadores que […] se ocupan del destino de una planta” (2019,
p. 260). Quizá las energías renovables piden un veget-alfabetismo
como punto medio entre el hilozoísmo ya fragmentado que presenta Muñoz Ledo con
Sobrenaturalia y los discursos
parabólicos que construyen personajes buenos a través de su conocimiento de
plantas pero que no las interpretan frente a ideas más grandes, volviendo a
poner en duda su nivel de conciencia de estas.
Como conclusión, medito sobre la foto de un libro de texto gratuito para
el primer grado:
|
El libro de texto gratuito Formación cívica y ética,
a manera de conclusión
Formación
cívica y ética, de
Genis Yaisuri Jiménez
Ramírez y María Esther Juárez Herrera, muestra con pleno detalle realista a un
niño hincado en la tierra al aire libre donde crecen unas plantas tiernas en
filas largas y ordenadas (2018, p. 38). Aunque esas líneas rectas de la vida
verde obedecen el concepto geométrico, las plantas demuestran los contornos
complejos de un mundo fractal sobre el cual se imponen, solo con mucho trabajo
y de modo temporario, los diseños euclidianos del jardín. El fondo de la foto
se desvanece en algo parecido a la niebla, y no hay asfalto a la vista. Esta
imagen se emplea en el libro de texto como ilustración ante el tema enunciado
en la página: “Nos responsabilizamos por la vida” (Jiménez Ramírez y Juárez
Herrera, 2018, p. 38). Dicho enunciado quizá apunta hacia la atención no como abstracción
académica, sino como práctica del cuidado. Aquí sí se ejerce la práctica de la
jardinería sin máquina alguna: una tarea lenta, de concentración sostenida.
En la misma página de la foto, se asigna a los niños una actividad de
elaborar dos listas, una que indique cómo deben tratar a un ser vivo, por
ejemplo, con delicadeza o cariño; y la otra con mal comportamiento: el ejemplo
dado tiene que ver con una planta en maceta que se lleva a todas partes o se
cambia de lugar “constantemente” (Jiménez Ramírez y Juárez Herrera, 2018, p.
38). ¿Cómo alejar estas contemplaciones parabólicas del libro de texto gratuito
del problema que articula el comentario de Martos García y Núñez Molina, ese
problema de que el discurso ausente del hilozoísmo conduce a un modelo
“extractivo” (2023, p. 131)?
A pesar de la actividad moralista que la acompaña, sugiero que el
discurso parabólico no necesariamente se aplica de modo fácil a la fotografía de
Formación cívica y ética, porque el niño lleva un puñado de tierra que
contiene una planta extirpada, y así muestra esa capacidad soberana de decisión
sobre la vida y muerte de las plantas. Es decir, esta foto del niño entre las
plantas muestra el acto de arrancar una planta no deseada del jardín, y queda la
sugerencia de que habría que arrancar muchas plantas para mantener tanto
espacio organizado. Para los propósitos de una lección ética, entonces, en la
fotografía realmente no queda claro si las plantas anclan una categoría
distinta a la de los animales, ya que, con suficiente imaginación, una puede conjeturar
a ese mismo niño dando muerte a una gallina, por ejemplo, con el mismo aire de
responsabilidad. “Nos responsabilizamos por la vida”, como título de la foto
sin la actividad correspondiente, abre la puerta a una contemplación menos
fantasiosa sobre buenos y malos, y las complicidades elegidas dentro de la
violencia: ¿cómo navegar esa complicada ética sin ser víctima buena ni asesino
malo?
Es significativo que el niño del libro de texto comience su historia
para el público lector en el jardín, no como los personajes de Barrera y Luiselli, quienes viajan, a veces en carro, hacia el
encuentro con las plantas. El niño de la foto en Formación cívica y ética
tal vez muestra cómo imaginar otro régimen energético. Para la gente del primer
grado que contempla la foto, el niño siempre existirá en el jardín. No sale, no
vuelve: cuida de las plantas, con atención enfocada ante el esfuerzo por tomar
decisiones de vida y muerte, una tras otra, en el jardín. ¿Esa foto desafía las
lecciones de petróleo que vislumbra Malouf en las
películas de Pixar?
Malouf probablemente diría que el discurso
parabólico, con simplismos, describe el petro-alfabetismo
impartido en las películas, y no obstante mis experiencias en el aula, puedo
aseverar que el público ni siquiera comprende el análisis en retrospectiva. Las
y los estudiantes universitarios probablemente perciben el punto que registra Malouf sobre un espacio para el juego infantil en que las
fronteras entre el objeto y la agencia siempre pueden cambiar y que sugieren
que las nuevas tecnologías permitirán otro sentido de orden energético,
completo con una moraleja respecto de la novedad y limpieza de este mundo
tecnológico nuevo (Malouf, 2017, pp. 157-158). Y es
precisamente allí donde quedan: la atención se enfoca en la magia y el porvenir
optimista más que en los problemas criticados por insustentables.
Es posible que siquiera se aprende del petróleo en las películas
animadas sobre Carros, etcétera.
Sin embargo, la lección no puede ser opcional en el caso de las
plantas; al contrario, porque no vivimos sin ellas. El veget-alfabetismo
urge: tiene que llamar y mantener la atención, y lograr ese final que precisa
García Linares (2024) en la misma crítica que incluye la cita de Pacheco,
cuando nota que la ecocrítica lanza una llamada
“dirigida hacia cierto activismo” (p. 54). Para fines de la sustentabilidad, el
aguacate, el kudzu y el cultivar el jardín en general
necesitan de un veget-alfabetismo que cuestione el
encuentro perdido del petro-alfabetismo. Para
encontrar un punto medio, que ni aboga por el hilozoísmo ya insincero o
descontextualizado, ni lee las plantas de modo excesivamente plano y
materialista –por no decir extractivista– creo que habría
que recomendar una lectura diversificada. Desde Supernaturalia
hasta Desierto sonoro y Restauración, pasando por los libros de
texto sobre las plantas, esta diversificación de material de lectura tal vez nos
encaminará hacia el nuevo veget-alfabetismo que abordará
con éxito ante el cambio planetario que con nuestra petrocultura
estamos provocando.
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[1] Universidad de Florida, Estados
Unidos. ORCID: 0000-0003-3244-3669
Correo electrónico:
ehind@ufl.edu
Fecha de recepción:
09-04-2024
Fecha de aceptación:
09-04-2025
[2] A su vez, Hitchcock se refiere a la reseña, ahora famosa, de Amitav Ghosh sobre la ausencia de
novelas épicas que abordan la extracción de petróleo (Hitchcock, 2010, p. 82). Años
después del análisis de Hitchcock, pero anterior al de Malouf,
Stephanie LeMenager reconoce la importancia de esa
reseña de 1992 en su libro pionero del campo de petrocultura,
Living Oil, donde cita la queja de Ghosh de que la escritura literaria, especialmente la
novela, “balks at the oil encounter” (se resiste al
encuentro petrolero) (LeMenager, 2014, p. 11).
[3] En una entrevista personal realizada en
2024, Muñoz Ledo aclaró que, en comunidades mexicanas demasiado pequeñas para
merecer una escuela bajo las normas federales –es decir, con menos de 1 500
habitantes–, los instructores comunitarios creaban aulas y ayudaban en la
recopilación de historias orales (Hind, 2020, p.
181).
[4] La versión original de Supernaturalia
contiene un mapa útil que ubica el territorio de los aluxes
en la “zona maya, en particular Quintana Roo, Yucatán y Campeche” (Muñoz Ledo,
2011, p. 52).
[5] Las precisiones del mapa de Supernaturalia
en el texto original de 2011 ubican la planta en el municipio de Quitupán,
Jalisco, y también asegura que se ha visto en Querétaro y Nuevo León (Muñoz
Ledo, p. 148).
[6] La voz narrativa de Muñoz Ledo enfatiza explícitamente el poder del chaneco en limitar el despojo al respaldar unas reglas de
caza: “Como muchas comunidades en nuestro país se sustentan de la cacería, y el
chaneco sabe que la voracidad humana es grande, ha
establecido reglas muy difíciles de seguir para los cazadores. Si no lo hiciera
así, probablemente ya no quedaría un solo animal en México” (libro original 74;
vol. 1, 83).
[7] En una entrevista, Ave Barrera explica cómo llega el tesoro al jardín (Hind, 2022, pp. 337-338).
[8] Las citas de la novela en este apartado provienen de la edición de 2019.
En adelante se consignará solo el número de página entre paréntesis [N. E.].
[9] Las citas de la novela en este apartado provienen de la edición de 2019.
En adelante se consignará solo el número de página entre paréntesis [N. E.].