N.º
22 | ENE-JUN 2025 | ISSN:
2448-4954
DOI:
doi.org/10.25009/blj.i22.2790
ARILES Y MÁS ARILES
Materiales para el
estudio de la cultura y la comunicación
El amor a las
flores
On the Love of
Flowers
Rafael Delgado
Recopilación y transcripción
Julián Osorno
Proemio
Elissa Rashkin y Julián Osorno
Universidad Veracruzana
Proemio
“El amor a las flores” surgió
como una ‘conversación literaria’ que Rafael Delgado (Córdoba, 20 de agosto de
1853-Orizaba, 20 de mayo de 1914) leyó en la ciudad de Orizaba a integrantes de
la Sociedad Sánchez Oropesa —alumnos y colegas suyos— el 22 de septiembre
de 1888. Apareció en el Boletín de dicha sociedad entre
noviembre de ese mismo año y enero de 1889[1] y fue integrado en el volumen Conversaciones
literarias. Obras completas II, publicado por la Universidad Veracruzana en
1953.[2] Una
versión más abreviada y con variaciones fue leída por el propio autor el 24 de
mayo de 1896 en Coyoacán, entonces Ciudad de México, con motivo de la
premiación a participantes de la Segunda exposición de flores, pájaros y peces
de ornato.[3]
Nuestra
motivación para reproducirlo en Balajú proviene de su afinidad con la
temática analizada en el presente número y por el valor intrínseco de las obras
de autores “regionales” como Delgado en contextos actuales y a partir de
miradas novedosas: por ejemplo, la “narrativaleza” expuesta por Andrés Cota
Hiriart (entrevistado en este número), o bien la ecocrítica y el interés por el
ámbito más que humano que marca una parte de los estudios culturales actuales. Pues
cuando el autor en cuestión propone abrir la mirada “hacia el vasto escenario
de la vida vegetal”, lo hace desde la consciencia de un mundo donde el ser
humano no siempre predomina, pese al positivismo reinante del siglo XIX y, en
particular, durante el Porfiriato, ocupado entonces en construir y expandir las
vías del ferrocarril por todo el territorio mexicano. Que Delgado exponga a
fines del siglo XIX su “amor a las flores” en una ciudad caracterizada por su
alto grado de industrialización –escenario de la emergencia del movimiento
obrero en las fábricas textiles, notoriamente en la huelga de Río Blanco de 1907–
sugiere, además, una necesidad creativa de girar la mirada hacia el complejo
mundo de las plantas en busca del sustento espiritual.
El erudito
texto de Delgado elabora una suerte de historia poética del pensamiento
occidental a través de las flores. Partiendo de las antiguas civilizaciones
orientales, pasa por Grecia, Roma y el advenimiento del cristianismo,
aterrizando en algunos hitos de la historia europea que han ocupado a las
flores como escudos o insignias de las fuerzas políticas de su tiempo. Después
se detiene en las indagaciones botánicas de algunos naturalistas, así como el
arte, entonces contemporáneo, para terminar en una reflexión personal sobre las
flores como acompañantes desde la infancia y, eventualmente, hasta la tumba.
Llama la atención que el autor no escriba sobre la región
veracruzana siendo él oriundo de las Grandes Montañas, donde hay abundante y
variada vegetación; en realidad, no habla de México ni de las Américas. Usa
como ejemplos ilustrativos a culturas lejanas como la hindú en lugar de las
civilizaciones prehispánicas donde abundaban, como la arqueología mexicana del
siglo XX demostraría, representaciones de flores con un profundo significado
espiritual. En este sentido, Delgado no se desvía de las corrientes de su época
que asociaban la erudición con lo europeo, no con lo autóctono. Al mismo
tiempo, al escuchar tan lírica exaltación de las flores y su relación con el
alma humana, bien podemos imaginar al público de la Sociedad Sánchez Oropesa
saliendo de la sala aquella tibia y húmeda tarde de septiembre con una renovada
admiración hacia su espléndido entorno natural.
Para concluir, es importante mencionar que basándonos en la
publicación original del citado Boletín actualizamos algunos aspectos
ortográficos del texto y corregimos errores de imprenta sin afectar su estructura
o sentido. Nuestro objetivo es solo acercar la reflexión sobre las plantas del novelista
cordobés, escrita a fines del siglo XIX, a lectores de la tercera década del siglo
XXI para que puedan apreciar una interesante visión sobre las plantas desde una
perspectiva literaria y, en un sentido más amplio, desde un enfoque cultural.
—Elissa Rashkin y Julián Osorno
El amor a las flores
Señoras y señores:
Hablábamos ayer de los
grandes líricos de esta centuria: tratamos de ese amable y simpático artista
que se llamó Gustavo A. Bécquer, cuyas rimas todos sabemos de memoria y cuyas
encantadoras leyendas nos han llevado, más de una vez, en alas de la fantasía, a
las regiones maravillosas de los mundos imaginarios; enseguida discurrimos
acerca del príncipe de los poetas españoles contemporáneos, de don Gaspar Núñez
de Arce, que es quizá uno de los ingenios de mayor inspiración que honran
actualmente la literatura europea; estudiamos, aunque muy a la ligera, las
obras del soñador apasionado de Mily, hoy casi olvidado y antes tan aplaudido,
y que es, dígase lo que se quiera, uno de los más notables representantes de la
poesía francesa, y, como recordaréis, aquí, en este mismo sitio, disertamos con
sumo interés, de ese desventurado joven, gloria de Italia, de tan alto saber y
profunda inspiración, de quien una discreta escritora peninsular[4] ha dicho,
en atinada frase, que supo envolver noblemente el dolor moderno en el clásico peplum
del dolor antiguo.
Demos
tregua por esta vez al estudio de los grandes poetas que tan sonoras
vibraciones han sabido arrancar de la lira moderna, y dejando a un lado esa
poesía, expresión de todo un siglo entristecido y conturbado, agitado por dudas
tremendas y oscurecido por negaciones radicales, volvamos la mirada hacia el
mundo de la Naturaleza, hacia el vasto escenario de la vida vegetal; busquemos
en él cultísimo recreo y plácida enseñanza, y procuremos descubrir el secreto
de esa misteriosa simpatía que nos inspiran las flores, reinas de los jardines
y gala de los campos.
Asunto es
este que tiene que seros agradable, y tanto, que si no consigo interesar
vuestra atención será por mi reconocida carencia de dotes y aptitudes oratorias,
mas no porque la materia carezca de atractivo.
Dice el
célebre autor de El genio del Cristianismo en uno de los primeros
capítulos de su encomiado libro, “que la flor da la miel; hija de la mañana,
encanto de la primavera, fuente de perfumes, gala de las vírgenes, amor de los
poetas, pasa rápida como el hombre, pero devuelve dulcemente sus ojos a la tierra.
Los antiguos coronaban con ella la copa del festín y los blancos cabellos del
sabio; los primeros cristianos amortajaban con flores a los mártires y
decoraban con ellas el altar de las catacumbas, y nosotros, en memoria de
aquellos días, ornamos con ellas nuestros templos. Atribuimos a sus colores
nuestras afecciones: la esperanza al verdor de sus hojas, a su blancura la
inocencia, el pudor a sus tintas rosadas; naciones enteras han hecho de ellas
el intérprete de los sentimientos; libro encantador que no contiene ningún
error peligroso y que solamente guarda en sus páginas la historia fugitiva de
las revoluciones del corazón”.
Aquí tenéis
en pocas palabras la historia de la flor.
Cuando en
una de esas noches tibias y consteladas, en una de esas noches serenas que tan
dulcemente inspiraban a Fray Luis de León, dirigimos nuestras miradas hacia las
profundidades infinitas del cielo y nos ponemos a contemplar esos millares de
mundos, creados con peso y medida, que guiados por la mano de su Autor,
navegan, con rumbo seguro y determinado, por los espacios inconmensurables del
éter, nos sentimos sobrecogidos de asombro y anonadados ante nuestra miserable
pequeñez, y bajando la frente bendecimos al señor de los cielos y de la tierra.
Cuando al amanecer de un hermoso día,
después de una noche en que la tempestad ha paseado por los espacios su
cuadriga fulminante, nos gozamos en admirar el hermoso espectáculo de la mañana,
los prados floridos, las llanuras húmedas, los bosques y las montañas
verdegueando y haciendo pompa de su exuberante vestidura, la perspectiva
gradual de los valles y de las hondonadas, a trechos bañados de luz o hundidas
en la sombra, entonces también nos sentimos tentados de caer de hinojos para
bendecir a Dios.
¡A la
verdad que es admirable la Naturaleza cuando la contemplamos en su inmenso
conjunto! Mas, ¿por qué, y solo por caso raro, la estudiamos en sus pormenores,
en esos mil pormenores de su magnificencia?
El mundo de
lo infinitamente pequeño ofrece a nuestras miradas, misterios y maravillas no
menos grandes que las que cautivan nuestra mente en los astros que fulguran por
las soledades del espacio. Una gota de agua que titila entre los níveos pétalos
de una azucena es para el sabio mar vastísimo, en cuyas ondas se manifiesta la
vida, lo mismo que en las profundidades del océano. La vida de un insecto, el
más pequeño de los que pueblan un tiesto de rosas, es para el sabio tan
interesante como la agitada existencia de los reyes y de los conquistadores que
pusieron bajo su cetro un pueblo o tuvieron en sus manos los destinos del mundo.
Para el
indiferente que cruza por los campos sin detenerse un solo instante ante las
flores que bordan el camino solitario, las castas beldades que despliegan sus
vestiduras multicolores en el extremo de las ramas mecidas por el viento, no
son más que las galas con que se adorna la Naturaleza en los hermosos días
primaverales, un lujo pasajero y caduco; nada valen para él esas tribus de convólvulos
que abren al soplo de la brisa matutina sus cráteras de nieve o sus ánforas
rosadas; nada son los espinos floridos de las dehesas cuyos ramilletes
embalsaman el aire; mas para el poeta, lo mismo que para el botanista, son
seres que viven y cuyas costumbres, invariables y misteriosas, una vez
estudiadas, son como la revelación de un mundo nuevo. Esos seres aman y sufren,
y estos dos caracteres despiertan en el hombre secretos móviles de simpatía y
afecto.
La flor ha
sido siempre amada en todos los tiempos y en todas las naciones.
Volved la
vista hacia la historia de todos los pueblos, con especialidad a los pueblos
meridionales, y veréis cómo la flor ha sido la predilecta del hombre.
En el
extremo Oriente, en la India encantada y maravillosa de las pagodas y de los faquires,
una de las plantas más bellas, el loto, tenía y tiene aún una importancia
verdaderamente notable. El loto, casi mirado con respeto divino, es el símbolo
de altas concepciones religiosas.
Cultivado
en los sagrados estanques, en los atrios de las pagodas, a la sombra de las
palmeras de anchos y sonantes abanicos, simbolizaba la eterna palingenesia del
mundo y del hombre, la destrucción constante y la reproducción sin término. Al
borde de esos estanques el faquir penitente, ayuno y debilitado por la
maceración, contempla abismado las aguas azules y serenas, apenas movidas por
el viento, y abstraído y extático, hunde su alma en el Gran Todo.
En Egipto,
en el sabio Egipto, en esa tierra de la antigua sabiduría, las flores eran
consideradas como divinidades, y la ninfea y el papiro decoraban los templos,
la una con sus estrellas cerúleas, el otro con sus movibles y airosos penachos.
Bien conocidas son aquellas palabras del satírico latino acerca de los dioses
egipcios. Las flores eran el emblema de la pureza, de la ciencia, de la
fecundidad y de la hermosura; el nenúfar daba la forma de los capiteles, el
modelo de las regias vestiduras, y llegaba a ser en la escritura uno de los
signos principales.
Si nos
trasladamos con la mente a las tierras de Ática en el tiempo feliz de los
misterios, a los templos de Eleusis, llenos de aquel pueblo nacido para la belleza
y criado en la admiración de las grandes obras del arte, veremos a los poetas
coronados de laureles y rosas de Chipre, y a los sabios ceñidos de amaranto,
como si las flores de las tumbas dieran a su frente encanecida en las
discusiones de la Academia o en las agitaciones del Ágora, algo como un fulgor
de inmortalidad.
En Roma
eran el lujo de las fiestas públicas y de las fiestas privadas; en variados
festones perfumaban los templos marmóreos donde el pueblo férreo de la República
había congregado las divinidades de todas las naciones; esmaltaba las mesas y
los triclinios en los banquetes de Lúculo, perfumaba las cráteras llenas hasta
los bordes de aquel Cécubo fragante cantado por Horacio, y en los grandes
triunfos alfombraba el camino de los vencedores.
Pero la
antigüedad no veía en las flores más que un producto delicado de la tierra, un
objeto de lujo, con las cuales simbolizaban sus alegrías o sus placeres de un
modo vago; no habían alcanzado a penetrar el misterio de su existencia, ni los
encantos de su hermosura.
El
espectáculo de los campos era para los antiguos algo como la contemplación de
sus dioses; para ellos la soledad de los bosques, las aguas adormecidas y los
vergeles floridos, no estaban desiertos, sino habitados por divinidades; los
silvanos, las ninfas, las náyades y las nereidas estaban por doquiera; ellos
desprendían de las altas ramas los frutos maduros que caían haciendo resonar
las selvas; ellos sembraban los narcisos a orillas de los arroyos, salpicaban
de amapolas las campiñas, e izaban entre las cañas de la fuente ruecas cargadas
de lana purpúrea. El campo era para ellos el imperio del Gran Pan.
Pero llegó
un día en que los tripulantes de una nave que surcaba las aguas del Tirreno
oyeron una voz que de lo alto de los cielos gritaba, fatigando los vientos: “Piloto,
anuncia, al llegar, que el Gran Pan ha muerto”.
Reinaba Tiberio,
y hasta su retiro de Caprea llegó la triste nueva.
Mientras
tanto, allá en Oriente, en lo alto de un monte de Palestina, Jesucristo
expiraba en afrentosa cruz.
Los tiempos
quedaban divididos. La Edad Moderna comenzaba. La humanidad estaba redimida.
Con el
advenimiento del cristianismo los bosques y las selvas quedaron desiertas; el Gran
Pan al morir se había llevado el numeroso cortejo de las divinidades
campestres, y si los dioses del panteón se iban al ver sus altares desiertos y
sus ofrendas sin aras, los que habitaban las campiñas y las playas habían
adelantado su partida. De la contemplación de aquellos campos solitarios, donde
todavía se descubrían las huellas del sátiro lascivo y de la ninfa voluptuosa,
sacaron los penitentes y los cenobitas una nueva poesía, la poesía descriptiva,
que si en tiempos posteriores, cuando quiere vivir por sí sola, indica
decadencia literaria, en aquellos días anunciaba la aparición fecunda de un
sentimiento apenas conocido de los antiguos, del sentimiento de la naturaleza,
que viendo en cuanto le rodea la obra de un dios, único y personal, encontró
expresiones profundas y halló en todos los seres hermanos queridos, productos
de una misma mano, que, aunque repartidos en órdenes diversos, todos llevan el
sello de su Autor.
Así quedó
la flor elevada, vivificada y querida, y conservando mucho de lo que los
paganos le habían dado, fue por la idea cristiana un nuevo ser, o mejor dicho, parte
de un ser nuevo, que hasta entonces logró sitio en el gran escenario de la vida.
En la nueva
poesía las flores conservaron la belleza poética que el mito y la metamorfosis
les habían dado, más puramente como elemento amable de un arte que no podía
romper por completo con su abolengo histórico, y que era como el encadenamiento
de dos mundos, el de la sensualidad y del placer que fue tan dignamente
interpretado por Horacio y por Lucrecia, y el de la virtud y del sacrificio que
tuvo en los monjes y en los Padres de la Iglesia, y más tarde en Dante,
cantores dignos del espíritu que lo informaba.
Si la
poesía cristiana, entrando a espigar en el campo de los Virgilios y de los Teócritos,
llevó al nuevo huerto las flores como elemento artístico, la arquitectura
recogió también en él, para decorar los nuevos templos, el follaje exuberante
de los senderos primaverales, las corolas abiertas, llenas con el rocío de los
cielos, y con uno y con otros cubrió las basílicas, prodigando en fachadas y
ojivas, en capiteles y en agujas, la pompa desbordada del reino vegetal; mas no
como símbolo de un gran todo, esparcido en múltiples formas y
manifestaciones diversas e innumerables, sino como pormenores de una creación
independiente de su Autor, distinta de él, a él subordinada y por él regida, en
medio de la cual el hombre se perdía, abrumado con su propia pequeñez, pero
enaltecido por sentirse creado para más altos y sublimes destinos.
Y así tenía
que ser; en el paganismo, contra el hado y contra los dioses, esencia de su ser
y alma de su vida, porque estos no eran más que sus propias ineludibles
pasiones, desatadas todas y sin freno, el hombre era todo, materia y espíritu,
cuerpo y alma, cielo y tierra, y todo lo sojuzgaba y ponía bajo su imperio. De
allí provenía lo antropomórfico de aquella religión que del hombre nacía y hacia
él volvía para hacer de él un soberano absoluto; pero en el cristianismo, cuya
noción de la divinidad separaba clara y definitivamente a la criatura del
autor, el arte tenía que recordar al hombre lo miserable y exiguo de su ser, perdido
en una creación vastísima y variada hasta el infinito, humilde y débil de
fuerzas, pero infinito en sus anhelos, con la impotencia del esclavo y con los
fueros del señor.
He aquí
explicada la arquitectura cristiana, la arquitectura de las catedrales de Colonia
y de Burgos, estrechas y elevadas, con sus haces de columnas que recuerdan las
selvas seculares, y con sus naves estrechas como las galerías de las
catacumbas; con sus agujas que parecen rasgar la bóveda celeste y sus ángeles
aéreos que abren las alas en los espacios como queriendo tender el vuelo hacia
las regiones siderales.
En los
templos que hemos convenido en llamar góticos, el hombre tiene que verse
pequeño, como el grano de arena que rueda en la falda de altísima montaña, y
debe sentirse aniquilado por aquella, profusa decoración de piedra que sobre la
columna regular y pura, que robó a la palmera su tronco terso y pulido, y sobre
la columna salomónica que se retuerce con esfuerzos de aspiración eterna,
traslada a las arcadas una flora vigorosa que todo lo invade y todo lo sepulta
entre sus grandes hojas y sus rosetas gigantescas. En esa arquitectura vemos
por doquiera la planta y la flor; ora es el acanto caprichoso que aborta, en
amplias curvas, grifos y endriagos; ora el trébol ligero que da paso por entre
sus hojas dispuestas en triángulo al lirio virginal, símbolo de la pureza, o la
Rosa Mística, emblema de la mujer, elevada por sobre todas las criaturas del
humano linaje; ya un grupo de frutos apareados con apretados ramilletes de
flores, como diciendo que a la obra de la virtud sigue de cerca pingüe cosecha
de ventura; ya es la gran ventana circular que simula en sus maravillosos
vidrios los pétalos de la zarza-rosa, y deja entrar a las naves sombrías, como
la luz de un sol naciente, los fulgores del cielo, débil reflejo de los
esplendores de la ciudad de Dios.
En todas
partes la flor y por doquiera la flor, como expresión de todo lo que es bueno, y
de todo lo que es grande y elevado.
El arte
contemporáneo, tan acertado en la pintura de la vida humana, que con pinceles
mágicos traslada a los lienzos, no solo los hechos heroicos y las páginas de la
historia, dándoles existencia real y verdadera; que reproduce las escenas
maravillosas del campo y del océano, y que, entrando callandito a los hogares,
sorprende los actos más íntimos de la familia y que se complace en pintar los
juegos de la niñez, la ternura conyugal, los deliquios amorosos del padre y los
afectos purísimos de una madre, no se ha desdeñado de consagrar su lápiz o sus
pinceles a la pintura de las flores. ¡Cuán largo es el catálogo que la crítica
moderna puede darnos de esos amables dibujantes y de esos famosos artistas, que,
ilustrando las páginas de libros célebres o en lienzos valiosos, han dedicado
su talento a las hermosas hijas de los campos! Bástenos citar a Grandville, que, en un libro
que fue encanto de nuestra niñez y todavía nos entretiene y recrea, dio a su
patria ese álbum popular de Las flores animadas, cuyos cuadros nadie
olvida por lo delicados y verdaderos. ¡Quién no recuerda aquella Trinitaria que
llora entristecida junto a un ánfora sepulcral, y aquel Narciso que prendado de
su gentileza se mira en el espejo de las aguas! ¡En qué memoria ha podido
borrarse aquel Clavel de brillantes matices que desenvuelve sus encrespados
pétalos, a orillas de una fuente, cortejado por una ronda de mariposas!
¡Jamás
pintor alguno ha conseguido personificar mejor que él, en las flores, a los miembros
de la sociedad para quien escribió, y la cual premiaba con aplausos pregoneros
de inmortalidad, sus preciosos e incomparables dibujos!
Pero la
flor no ha sido solamente el símbolo de las virtudes más amables y el emblema
de los afectos más nobles del alma, sino que ella ha estado unida a la suerte
de las dinastías, la fortuna de los tronos y los destinos de los pueblos. Las
flores heráldicas ocupan en la historia páginas enteras llenas de enseñanza y
de interés.
Al terminar
los Tiempos Medios, al tocar a su término esa edad de antagonismos y de
contrastes, durante la cual se fueron formando y estableciendo las sociedades
nacidas de los restos de aquel coloso destruido por los pueblos del Norte, y
surgían nuevas costumbres, nuevos usos e instituciones nuevas, producto de los
vigorosos elementos que introdujeron en la civilización europea las naciones
bárbaras, y de la fecunda naturaleza del cristianismo; cuando los otomanos,
tras largos años de tenaz asedio, derribaban la cruz que coronaba la gran
basílica bizantina y se aprestaban a derramarse, como torrente irresistible
sobre la Europa de Carlomagno; cuando bajo el cielo luminoso de Toscana, el
arte, alentado por Lorenzo el Magnífico, se disponía, con renacer de primavera,
a reproducir aquellas obras maestras de la cultura helénica, y a devolver en inmortalidad
a aquel noble mecenas, descendiente de mercaderes, cuanto recibía de él en
estímulos y protección; entonces, allá en las regiones boreales, en la Isla de
los Santos, dos casas ilustres se disputaban un trono que parecía débil y mal
asentado, y que hoy, como si los siglos tuvieran empeño en hacerlo más y más
sólido, creyérase destinado a sobrevivir a los más grandes cataclismos
políticos.
Dos casas
ilustres, la de Lancaster y la de York, desataron en el suelo de Inglaterra una
guerra, la más grande y la más desastrosa de la británica monarquía.
Tremenda
lucha que por tres décadas ensangrentó aquel suelo, y a cuyos furores fueron
sacrificados un millón de hombres, ochenta príncipes y un rey. Y… ¡extraño
contraste! Esa lucha se conoce en la historia con el nombre de la Guerra de
las dos Rosas. Una rosa roja era el emblema de la casa de Lancaster;
una rosa blanca el emblema de la casa de York. ¡La reina de las flores
dejaba el imperio pacífico y feliz de los jardines para mezclarse a las
injustas y sangrientas querellas de los hombres!
Un siglo
después, en una fortaleza de Inglaterra, caía bajo el hacha del verdugo una
hermosa y noble cabeza, la de esa reina desgraciada en quien la belleza y la
pasión fueron dones maléficos y en quien, si la historia severa ha encontrado
grandísimas faltas y errores sin cuento, ha descubierto también altas prendas
del corazón que, unidas a sus infortunios y desventuras, la hacen aparecer, a
nuestros ojos, ceñida con la triple diadema de la desgracia, del amor y del
martirio.
¡Moría
cumpliendo un triste destino!
En las
armas de su casa figura una flor triste, erizada de espinas, de oscuro color, casi
luctuosa, una flor que alejada de los jardines, vive y muere, despreciada en
las dehesas, y como confinada lejos del trato de los hombres: el cardo. ¿No os
parece esta flor el apropiado emblema de una estirpe desgraciada, de un linaje
que como el de la esposa de York era heredero de tristes destinos?
Otra mujer
de real progenie vendrá sin duda a vuestra mente al hablar de las Estuardo:
otra figura igualmente bella aparece, estoy seguro de ello, ante vuestras
miradas en este momento: el de aquella blonda princesa que se sentó un día en
el trono de Francia, y cuya suerte fue semejante a la de las azucenas que una
tempestad de verano siega implacable, en todo el esplendor de su magnífica
belleza; la dulce fisonomía de María Antonieta, la noble madre, la infortunada
soberana de un pueblo vengativo; ¡nívea flor que tronchada por la tormenta
revolucionaria murió bañada en sangre!
La flor
heráldica de los Borbones, la flor de lis, tiene por origen natural una hermosa
irídea que al borde de nuestros jardines, entreabre, en las mañanas de mayo, entre
las azucenas y los lirios, su corola sangrienta. ¿No veis en esto algo que
recuerda la fatalidad de los poetas antiguos?
Siempre que
los Borbones han ocupado el trono de Hugo Capeto, la flor de lis ha sido el
adorno predilecto de los jardines reales de Francia, y el curioso visitante de
las Tullerías, del Louvre y de Versalles, ha podido admirar en ellos, durante
la risueña estación, vastos cuadros purpúreos que todavía en los últimos días
de otoño lucen la hermosura maravillosa de la flor simbólica.
Al
advenimiento de Luis Felipe, los jardineros aduladores desplegaron toda su saña
contra la hermosa flor y bajo la segur implacable y entre los dientes del
rastrillo cayeron segadas aquellas hermosas corolas que representaban las
glorias inolvidables de Luis XIV. Entonces se renovaron en el pintoresco
imperio de la rosa las escenas sangrientas del 93, y en las verdes praderas de Versalles
y bajo los árboles de Saint-Cloud se repitieron los horrores del Terror.
Las
infelices flores huyeron de los sitios reales, y como aquellos nobles
perseguidos por el odio revolucionario, emigraron a regiones extrañas y
buscaron asilo más pacífico en los parques de la grandeza fiel y en el retiro
de los conventos.
La República,
como la Revolución, no tuvo flor simbólica, acaso porque en las grandes
convulsiones sociales parece que se extinguen en el triunfador todos los
sentimientos delicados, y en las masas irritadas y en las multitudes inquietas
no hay delicadezas ni ternuras que mitiguen y dulcifiquen las grandes pasiones
y las ambiciones colectivas.
El segundo Imperio
puso en privanza la violeta, la flor que por extraño contraste de los
sentimientos del gran soldado, fue el emblema de una estirpe y de una raza que
puso bajo su cetro media Europa.
La
florecilla humilde de exiguos pétalos y suave aroma, que para todos simboliza
la modestia, pero que para mí pudiera serlo de la aspiración legítima de
propios méritos, fue la predilecta de los bonapartistas, y en aquellas fiestas
incomparables por el esplendor de la suntuosidad moderna, reinó soberana, sin
pensar que en no lejano día, y por segunda vez, el sol ardiente del África
austral marchitaría sus pétalos, malogrando gloriosas esperanzas.
Ya veis,
señoras y señores, lo que han sido las flores heráldicas y las flores
simbólicas, y cómo en las dulces hijas de la mañana la ambición de los reyes y
de los grandes conquistadores ha podido perpetuar su memoria. Como durante el Terror
la flor de lis ponía tristes a los emigrados, así las violetas arrancarán tal
vez lágrimas de dolor a una reina tan hermosa como infortunada, que después de
haber sido, por la belleza y el poder, casi soberana del mundo, sola y
entristecida, consume ahora en la amargura, cerca de Londres, los restos de una
majestad desgraciada, digna de la tragedia antigua.
Así, la
flor, intérprete de los sentimientos más delicados del corazón y de los
recuerdos más queridos, contiene en sus caducos pétalos historias memorables. Después
de alfombrar el camino de los vencedores es historia viva de sus triunfos y de
sus grandezas y en su corola perfumada puede leerse, como en un libro, el himno
triunfal de la victoria, la elegía tristísima del texto del destierro, la
odisea del ostracismo y la estrofa dolorida del sepulcro.
Algunos de
los que me escuchan, sobre todo algunos de los que se educaron en este Colegio,
conocen y aman los sencillos placeres del herborizador, placeres cuyos encantos
son ignorados de muchos y que las damas apenas podrán imaginarse. ¡Ojalá que
pudiera haceros amables, mis buenas señoras, esa alegría secreta del aficionado
a la botánica, cuando corriendo a través de los campos o subiendo por las rocas
a lo más alto de una montaña, descubre entre los matorrales la planta deseada! ¡Ojalá
pudiera pintaros ese deleite singular del botánico, que después de un día
caluroso revisa a orillas de una fuente parlera su cosecha multicolor!
Permitidme
que traiga a vuestra memoria un nombre querido y nunca olvidado para muchos y
respetado de todos, el nombre de un sabio cuyo retrato tenemos a la vista,[5] a quien
deben algunos de los que me escuchan el amor a las plantas, el amor a esa
ciencia, la única que ha merecido el calificativo de amable, que es
fuente de tantas y de tan dulces emociones.
Figuraos un
hermoso día, de esos días con que nos brinda la primavera en el mes de abril;
un día tibio, luminoso y perfumado, en que la vista no descubre en el cielo la
más ligera nubecilla; en que las montañas dejan ver sus cimas altísimas, como
convidándonos con su verdura pintoresca; imaginaos un día en que el aire está
poblado de pájaros, el viento de perfumes y de gorjeos, y las vastas llanuras y
los senderos, de maravillosas corolas; imaginaos un día en que los campos
parecen por el aroma de los naranjos florecidos una alcoba nupcial, y tendréis
el escenario de uno de esos viajes poéticos, que hace el naturalista por
nuestro hermoso valle en busca de una planta rara, cuyo fruto apenas conoce y
cuya flor quiere conquistar para la ciencia, sorprendiéndola durante los
misterios de sus bodas.
El alegre
grupo de los excursionistas acaba de bajar la colina y se detiene al borde de
un barranco para contemplar la ruidosa cascada que allá en el fondo se
precipita espumante y coronada con los colores del iris: hermosa mariposa de
lento vuelo y alas cerúleas revuela en la espesa bruma del torrente; la
descubren los herborizadores y un grito de alegría parece saludar al majestuoso
díptero. Cerca debe estar la flor deseada; entre sus ramas vive aquella mariposa
de zafiro, y guiados por ella todos se pierden en lo más hondo de la selva.
Si
supierais qué hermosas horas se pasan en aquellos sitios; si comprendierais el
encanto de la soledad en primavera; si observarais aquellos lugares llenos de mil
recuerdos misteriosos, de zumbidos de insectos, de rumores de aguas parleras, de
aleteos amorosos, de gritos agudos de pájaros indómitos; si supierais, por
experiencia propia, que aquel espectáculo rejuvenece el cuerpo y hace amar la
vida, amaríais los campos y amaríais las flores agrestes, tan dulces, tan
modestas y tan alegres, como no lo son en su espléndida belleza, ni las
camelias de los invernaderos, ni los rododendros de los jardines, esos
pobres desterrados que parecen llorar bajo sus corolas de seda, las regiones
heladas de los Alpes.
Las flores
saben ser agradecidas y premian con un don precioso los afanes de sus amigos:
dan en cambio de tanto amor un gran tesoro, el tesoro de la salud, que alivia
las almas de las amarguras de la vida y prolonga la existencia; un curso de
botánica -dice un sabio- es la higiene más pura: no es preciso tomar las
plantas en infusión; basta ir a cogerlas para encontrarlas saludables.
Fuera de
esas maravillosas obras científicas en que la ciencia del texto corre parejas
con el mérito de los dibujos, obras maestras de arte, hay una literatura
exclusivamente floral. En ella se registra mil nombres inmortales, que, como el
de Virgilio, parece que son el símbolo de la más alta inspiración. El mantuano
abre este numeroso catálogo con las Geórgicas, ese admirable poema de la
vida rústica, fuente inspiradora de la poesía campestre.
Pero
merecen especial mención los ingenios que han tratado del arte de los jardines,
y desde luego acuden a nuestra mente los nombres del P. Rapin y de Delille.
El primero,
al decir del segundo, vino a contemplar, en versos, no indignos muchas veces
del siglo de Augusto, la obra del poeta latino. Cualquiera que se precie de
amante de las letras habrá leído el hermoso poema de Delille, cuya primera
parte ha traducido en magníficas estrofas, sonoras y galanas como suyas, el
cantor egregio de la zona tórrida.
El jardín
es en el mundo moderno el complemento de la cultura civil. En la sociedad
actual, en la sociedad europea, es algo como la escuela, la biblioteca o el
conservatorio de música. En un tiempo el lujo de un jardín era cosa reservada a
los reyes y a los potentados; en los tiempos modernos constituye una necesidad
de la vida pública y todos los gobiernos se empeñan en embellecer las ciudades
con parques y jardines.
Sería
curioso traer a la memoria el nombre de todos esos sitios de recreo que Delille
menciona en su renombrado libro, y los de otros muchos que en el siglo presente
aguardan un cantor para la belleza de sus paisajes y un sabio para los tesoros
vegetales que prosperan en su recinto.
Aquí sería
oportuno tratar de esos jardines botánicos de Inglaterra, de Bélgica y de
Francia, y de sus parques célebres en la historia de la floricultura; aquí
sería del caso entrar a describir las maravillas de Pulhavi, de Bleinheim, de
Versalles, de San Ildefonso y de Miramar; de este último, sobre todo, cuyo
hermoso nombre, en la historia de nuestra patria, evocará siempre las sombras
de un príncipe desventurado y de una joven infeliz, de un artista de regia
sangre y de una dama cuyas sienes altivas ciñen hoy en vez de la imperial
corona la guirnalda agreste de la divina Ofelia.
Uno de
nuestros compañeros aquí presente, recordará, de fijo, ese hermoso castillo, que
allá, en las orillas del mar más bello del mundo, no lejos de las gentes del
hablar dulcísimo, levanta airoso, elegante y como abismado en la tristeza de
sangrientas y lúgubres memorias, sus almenadas torres, rodeado de espléndidos
jardines; aquellos jardines que juntan en singular consorcio, las gracias del
arte y las magnificencias de un mar azul, eternamente elegiaco, cuyas olas,
gemidoras como una arpa eólica, arrullaron los sueños de gloria y de grandeza
de infortunado castellano. Encantado retiro, asilo de un artista de noble
corazón, a quien si faltaban altas dotes de imperio, animaba, sin duda, como a
otro ninguno, el anhelo sublime por la belleza y el amor que son como las alas
del poeta.
Nuestro
amigo recordará con tristeza, al escucharme, aquellos senderos floridos,
aquellas fuentes rumorosas, aquel piélago adormecido, aquellos bosquecillos, donde
junto a las plantas del Brasil de indolente follaje crece el cedro robusto del
Líbano, el árbol pujante cuyas bodas misteriosas se celebran entre los fulgores
de la tempestad; aquellas marmóreas escalinatas, aquellos surtidores que
derraman el agua en cascadas de perlas y aquellas esfinges del viejo Egipto a
las cuales, como Edipo, preguntaría mil veces su señor el secreto de su fatal
destino…
¡Son tan
bellas las flores! ¿Recordáis acaso, señores y señoras, la impresión dulcísima
que embarga el ánimo al entrar a uno de esos jardines, donde parecen alojadas,
con el esplendor de un soberano, las hermosas hijas del reino vegetal?
Aquí y allá,
bajo los arbustos, y en amplios y caprichosos cuadros viven por tribus y familias.
Allí encontraréis el pueblo encantador de las liliáceas y de las irídeas, entre
las cuales descuella, altiva y como orgullosa de su noble belleza, la azucena
aristocrática, de pétalos níveos, que parece una lady delicada y púdica; a su
lado entreabren sus corolas embalsamadas los lirios del Japón, variados
multicolores, como la corte de un mikado; aquí veréis los narcisos
vanidosos y los jacintos que se me antojan jóvenes de Atenas; allá, aquellos
tulipanes, un tiempo delirio y locura de acaudalado holandés; esos tulipanes
que semejan odaliscas enervadas, fastidiadas del harén, que inclinan sus
lánguidas cabezas cubiertas con turbantes vistosos, aguardando la gracia del Sultán;
y más allá la capuchina de fuego, devota y resignada, desgranando entre los
dedos, como la heroína del poeta, el rosario de los ensueños místicos.
Allí
habréis visto esa multitud de rosas, siempre de porte regio, estirpe siempre
amada, que ahora procedentes de Smirna lucen encendida veste, ora con aires de
germánica raza se arropan, como en abrigo de pieles, con musgo montañés; que ya
pálidas, ya de vivas tintas, entreabren sus capullos perfumados, siempre bellas
y amables.
¡Y si
entráis en el invernadero, qué de sorpresas os aguardan! Entre satinadas hojas admiraréis
las camelias, las camelias que son, como Ninon de Lenclos, hermosas por
naturaleza y destino, y cuyas variedades incalculables forman un catálogo de
nombres ilustres en las letras, en las artes, en el poder, en el valor y en la
riqueza; flores que parecen lejanas esperanzas, ilusiones que nunca se
desvanecen, sueños de dicha para remotos días, cuyo perfume buscamos en vano y
cuyos encantos hacen palpitar el corazón. Blancas las unas, como la desposada con
quien soñábamos en los alegres y desvanecidos días de la juventud; otras de
purpúreos pétalos, que hacen presentir pasiones de fuego; aquellas, teñidas de
leve tinta rosada, apacibles como el amor sencillo y delicado de una hermana
tierna, y otras medio desenvueltas y torpemente inodoras como una cortesana. Cerca
estarán las floribundas azaleas, y los rododendros, y las magnolias
de virginal aroma, y las gardenias jaquecosas, según la expresión de
incomparable novelista. Allí, bajo la cristalina techumbre, vuestros ojos
pasmados admirarán, entre la legión espigada de exóticas gramíneas, el coro de
las orquídeas, caprichosas como ningunas, de formas regulares, extrañas,
cómicas y hasta grotescas; unas imitando aves y mamíferos, y otras,
desbordándose en ramilletes asombrosos; estas, que parecen como diseñadas por
pintores chinos; esas, glaucas y de inverosímil forma; y aquellas que imitan en
su estructura figuras humanas, agitándose en los extremos de simuladores tallos
o escondidas al pie de las hojas crasas y sin brillo, y todas, despidiendo
raros perfumes, que creyerais venidos de un mundo desconocido, porque en nada
se parecen a los de las flores cultas y populares, cuyos claros y fáciles
nombres aprendimos de los labios maternales y cuyos aromas nos son conocidos
casi desde la cuna.
Pues bien, todo
eso que allí veréis reunido y que os encanta y llena de admiración es el
producto de largas tareas, de lejanos viajes y acaso de sacrificios heroicos. Todo
eso se debe a esos naturalistas, a esos sabios denodados que día a día recorren
los campos, dejando patria y familia, a modo de santos misioneros, para ir a
buscar en las selvas africanas, en las montañas de América y en las islas de
Oceanía, esos ejemplares que son amor del poeta, lujo de la dama, ciencia para
el estudioso y ostentación para el millonario. ¡Cuántos de esos viajeros, que
como Colón han conquistado un mundo, han perecido en remotas comarcas, lejos
del hogar paterno, sin los afectos de la familia, sin el cariño de los hijos, que
a muchas leguas de la patria, han expirado sin esperanza de que sus restos
descansen bajo la misma tierra que guarda las cenizas de sus padres!
Se cuenta
que arborizando en California unos viajeros botanistas, viéndose obligados a
caminar por rocas peladas y cortadas a pico, se hacían incisiones en los pies
para humedecer el suelo y hacerlo así menos resbaladizo. ¡A este precio fue
conquistada una hermosa planta dorada, la escholtzia californica, ya muy
generalizada en Europa, y que en opinión de un escritor[6] debería
llamarse flor de oro de California!
Cada
estación ofrece a las miradas del visitante un aspecto nuevo. Al principiar la
primavera, cuando los naranjos cargados de flores hacen gala de blancura y de
aromas, la más bella de las flores campesinas, la adormidera, invade las
praderas, y en espesos grupos compite a porfía en ganarse la admiración con sus
corolas soporíferas y de caducos pétalos. La madreselva, la tímida trepadora,
escala pretiles y balaustradas, cargada de rocío, como en las Rimas del
genio sevillano; parece que quiere engañar a los enamorados y hacerlos creer en
la perennidad de los afectos humanos. El botón de oro, cruelmente desterrado de
nuestros jardines, asoma su flor inconstante y tardía entre los tallos movibles.
La violeta se despide entonces de sus amigos. Después de haber alegrado con sus
modestas y sencillas gracias las tardes de invierno, no espera más que la
llegada de las primeras golondrinas para desaparecer. Las rosas, los astros de
los parques, acuden en tropel, y en sitios y vallados, y en muros y balcones,
regocijan los aires y alegran las almas.
Las
ventanas floridas tienen un encanto particular. Cuando en lo alto de la noche, cansados
de las fatigas de un día penoso, transidos de dolor o abrumados de pena, volvemos
al hogar, lamentándonos acaso de la maldad humana, suele acontecer que de
pronto hiere nuestros oídos el eco de un piano. Acaso es una melodía predilecta;
acaso un trozo lírico que, como un conjuro, despierta en nuestra mente dulces y
queridas memorias, y en nuestro corazón dolorido olvidados afectos; entonces me
digo: bajo ese techo se abriga una alma buena; ese piano vibra herido por manos
generosas. Así, cuando acierto a ver una ventana o un balcón decorados con
flores, ya sea en la casa de un obrero o de un millonario, también me digo: ahí
vive un hombre bueno, ahí alienta un corazón sencillo. Después de la Revocación
del Edicto de Nantes, los habitantes de Londres conocían las casas de los
emigrados franceses por las plantas que adornaban sus ventanas. Entre las
brumas frías de la brumosa ciudad, las flores del Sena abrían sus corolas, no
poco entristecidas, para consolar la pena de los proscritos; de ese modo el
débil rayo de sol que venía a iluminar la buhardilla del extranjero entraba
perfumado con los amados aromas de los campos nativos.
No quiero
cansaros, desplegando ante vuestras miradas el cuadro seductor de las
estaciones, con sus colores y sus luces, con sus visitantes y viajeras de un
día, que por bosques y prados, en los parques del rico y en las huertas del
pobre, en los yermos y al borde de las aguas, pregonan la grandeza de su
creador, y tan acordes y unánimes responden a la voz lastimera de nuestras
penas o al canto festivo de nuestras alegrías. Sauces y no me olvides, crysantemos
y margaritas, anémonas y dahalias son otras tantas amigas de nuestro
corazón; confidentes de todos nuestros pesares, intérpretes de todos nuestros
afectos, símbolo de nuestros amores y emblema de nuestras memorias, comparten
todas nuestras alegrías y consuelan todos los dolores.
La religión
ha hecho de las flores, producto el más bello de la naturaleza, el objeto de
una predilección particular. Figuran en casi todos los actos del culto, y
parece haberlas consagrado no solo como pregoneras de un poder infinito, sino
como personificación de altos ideales y de santas creencias. La niñez las
ofrece ante los altares de María, en la más bella estación del año; a ellas
pide imágenes purísimas la devoción católica para celebrar a la Reina de los
Ángeles, y, como no lo habréis olvidado, mis buenas señoras, una guirnalda de
flores ha dado nombre a esa plegaria hermosísima, tiernamente conmovedora, que
hemos aprendido de los santos labios maternales en los felices años de la
infancia. ¿No es por ventura el Rosario una sarta de rosas?
Amad las
flores, amadlas. ¡Son tan bellas! Cultivadlas, que saben ser agradecidas y
recompensan con creces los cuidados que a nuestro amor demandan. Cultivad una
flor, vosotros los que no habéis comprendido ese amor misterioso que inspiran
las flores, y aprenderéis a amarlas. Cultivad una planta: no quiero ya la camelia
costosa o el tulipán ingrato; no, aunque sea la albahaca, esa pobre hierba de
la obrera humilde o de la modistilla laboriosa, que ella alegrará vuestra casa,
y cuando llenos de amargura, abrumados por el peso de su desengaño y cansados
de la vida lleguéis a vuestra casa, temiendo el silencio y el insomnio, ellas
os recibirán, como si fueran seres inteligentes y agradecidos, como si
quisieran consolar vuestro dolor, con una oleada de perfume, que será para
vuestra frente entristecida y abrasada como un beso maternal.
Yo las he
amado siempre: debo el gusto por las flores a queridas e inolvidables
tradiciones de familia, a seres amados cuya memoria me acompañará por todas
partes, como mi propia sombra, hasta el fin de la vida.
¡Cómo
olvidar que las flores fueron testigos de mis juegos en la infancia y de mis
tristezas en la adolescencia; que fueron para mí intérpretes de puros afectos y
de rosadas esperanzas en la feliz edad del primer amor; y que ellas endulzaron,
en recompensa de largos años de afectos y cuidados, los últimos días de mi
anciano padre! Próximo a la tumba, cuando ya en su frente principiaba a
marcarse esa palidez de la muerte que tiene no sé qué de la belleza infantil, todavía
las flores eran su distracción y su recreo. ¡Cómo esperaba anhelante la primera
flor de una planta querida! ¡Cómo observaba diariamente el crecimiento de los
capullos! ¡Cómo se prometía para la primavera próxima, por cuyos soles
suspiraba, gozar con las flores cuyas semillas principiaban a germinar! Las
azaleas se cubrieron de ramilletes, las margaritas y las rosas ostentaron en
abril sus mejores galas; pero ¡ay!, ¡él no pudo verlas ya!
Las flores
fueron agradecidas hasta el último momento, y cuando sus ojos se cerraron para
siempre y todavía en su semblante no se extinguían por completo los destellos
de la vida, con su flor predilecta, con una rosa pálida como la muerte, que
desde entonces entristecerá para mí el jardín más espléndido, mano piadosa
esparció sobre el fúnebre lecho el santo rocío…
Amemos las
flores. Ellas son para el hombre buenas y amables en todas las edades de la
vida. En la niñez rodean nuestra cuna y alegran nuestros juegos. En la juventud
expresan nuestro amor; en la edad madura son el símbolo de eternas y
consoladoras esperanzas, y en la muerte, sobre la losa de la tumba, ofrenda
tiernísima de aquellos a quienes amamos y no nos olvidan, una promesa segura de
inmortalidad.
[1] Rafael Delgado, “El amor a las flores”, 15 de noviembre de 1888,
núm. 3, pp. 49-58; 15 de diciembre de 1888, núm. 4, pp. 73-76; 15 de enero de
1889, núm. 5, pp. 97-104, Boletín de la Sociedad Sánchez Oropesa, tomo III,
Estado de Veracruz, Orizaba.
[2] Rafael Delgado, Conversaciones literarias. Obras completas II
(Jalapa: Ediciones de la Universidad Veracruzana, 1953, Biblioteca de Autores
Veracruzanos 2).
[3] Véase Rafael Delgado, Discursos. Obras completas IV (Jalapa: Ediciones de la Universidad Veracruzana, 1953, Biblioteca
de Autores Veracruzanos 4).
[4] Doña Emilia Pardo Bazán.
[5] El de D. Mateo Bottery, ilustre naturalista dálmata y
catedrático de este Colegio.
[6] Eugenio Nöel, La vida de las flores.