Ana Lilia Félix Pichardo
Universidade Federal de Santa Catarina (UFSC)
ORCID: 0000-0003-3051-0506.
Correo electrónico: ana_lilia199@hotmail.com
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Fecha de recepción: 21-11-2022
Fecha de aceptación: 07-08-2023
Resumen
Este trabajo explora los conceptos de ethos barroco, barroco americano, neobarroco y eras imaginarias. Del escritor José Lezama Lima se recupera su idea sobre lo barroco americano y el concepto de las eras imaginarias, para reflexionar en los alcances políticos de esa propuesta historiográfica. Se recupera también el concepto de ethos barroco del filósofo Bolívar Echeverría, con el objetivo de encontrar un diálogo posible con lo barroco lezamiano y profundizar en los límites o posibilidades de esa aproximación. Se problematizan estos conceptos en su dimensión estética y política con la intención de cruzar ideas provenientes de campos teóricos diferentes y encontrar puntos de contacto.
Palabras clave: ethos barroco, barroco americano, José Lezama Lima, Bolívar Echeverría, literatura latinoamericana
Abstract
This article explores the concepts Baroque ethos, American Baroque, Neo-Baroque, and imaginary eras. It takes up writer José Lezama Lima’s idea of the American Baroque and his concept of imaginary eras to reflect on the political impacts of this historiographical proposal. It also takes up philosopher Bolívar Echeverría’s concept of Baroque ethos, in order to seek a possible dialogue with Lezama’s Baroque and analyze the limits or possibilities of this encounter. These concepts are problematized in their aesthetic and political dimensions so as to juxtapose ideas derived from different theoretical fields and find points of contact.
Keywords: Baroque ethos, American Baroque, José Lezama Lima, Bolívar Echeverría, Latin American literature
Introducción
La actitud barroca, idea que acuñó José Lezama Lima, y el ethos barroco, concepto desarrollado por Bolívar Echeverría, son dos actitudes estético-políticas que se asemejan. Podríamos hablar de cómo el discurso poético de Lezama y la argumentación crítica de Echeverría se encuentran para abordar la cuestión americana, hecho que también preocupó a Aníbal Quijano y al grupo Modernidad/Colonialidad (Ballestrin, 2013). Lezama fue un pionero en desanudar la cultura propia para tratar de llegar al origen de la subalternidad y desentrañar lo que él denominó el sentido de inferioridad de lo americano frente a lo europeo: “Complejo terrible del americano: creer que su expresión no es forma alcanzada, sino problematismo, cosa a resolver. Sudoroso e inhibido por tan presuntuosos complejos, busca en la autoctonía el lujo que se le negaba” (Lezama, 1993, p. 18). Lezama busca leer la historia americana a contrapelo. De forma benjaminiana, se opone a la idea de la progresividad en la historia, puesto que, bajo la lógica del tiempo hacia lo contemporáneo o hacia lo moderno como un destino común, América se encuentra como el problemático epígono, que arriba tarde a la modernidad o incluso al desarrollo del capitalismo.
Sabemos que el propio proceso de acumulación originaria y su constante reproductibilidad no sería posible fuera de la lógica centro/periferia; América no arriba tarde al desarrollo de la historia, sino que lo potencia. Lezama desarrolla esto, en términos imaginativos, de manera coherente, para explicar cómo la monstruosidad americana, vista por Europa como exótica, salvaje o surrealista, no hace otra cosa que movilizar las posibilidades estéticas que, a su parecer, estaban en decadencia, para apelar a la posibilidad de que el hecho americano logre trascender las limitaciones impuestas por la exotización y la marginación, reconociendo una identidad propia y potente en la búsqueda y el encuentro de su origen. Las eras imaginarias son la propuesta histórica de Lezama, para superar las contradicciones del progreso y de lo fragmentario, a lo cual suma su idea del Sistema Poético del Mundo, como una propuesta de redención cultural de lo universal frente a lo americano.
Encontramos en Lezama una posición histórico-poética en la que, al igual que en Bolívar Echeverría, la dinámica necesaria entre los espacios/tiempos es ofrecida por el mito, cuya potencia en América radica en el paisaje como generador de cultura. Lo que abordaremos en este breve acercamiento será principalmente la idea de lo barroco desde diversos autores y su potencia política para reconciliar el hecho americano con la historia universal/global de una manera en la que se resarzan las contradicciones inherentes al acontecimiento colonial de la conquista: “Ese americano señor barroco […] aparece cuando ya se han alejado del tumulto de la conquista y la parcelación del paisaje del colonizador” (Lezama, 1993, p. 34). Es decir, se trata de la capacidad subsanadora del barroco americano para colocar a América en otros términos frente a Europa y al mundo, así como para reconfigurar la idea lineal de la historia hasta una idea que no radica en la progresividad, sino en el paralelismo de las imágenes.
La irrupción americana
En La expresión americana, Lezama comienza con el capítulo “Mitos y cansancio clásico”, a partir de donde engarza su argumentación en torno a las ideas de Spengler y de Toynbee acerca de los hechos homólogos en la historia y sobre la tipología de las culturas, respectivamente. Es ahí donde el autor se vuelca sobre la importancia del mito como conjunción de lo histórico para traducir una cultura, un tiempo. Por un lado, se centra en la idea del paisaje como generador de cultura y en el mito como consecuencia explicativa de lo humano, atribuyéndole importancia histórica como traductor de realidades no siempre explicables mediante la historiografía: “Una técnica de la ficción tendrá que ser imprescindible cuando la técnica histórica no pueda mantener el dominio de sus precisiones” (Lezama, 1993, p. 12). En ese sentido, América sería una fértil productora de símbolos mitológicos, con una forma acabada y la potencia dialógica de serles paralelos a los mitos de otros tiempos y otras culturas.
Cuando Aníbal Quijano explica la relación entre las culturas dominantes y las dominadas, y las diversas complejidades internas entre unas y otras, alude a la imposibilidad de las culturas dominadas para desarrollar aparatos intelectuales posteriores a la conquista. La violencia como condición que evitó el pleno desenvolvimiento de los aparatos culturales. Sin coincidir plenamente con este argumento, en Lezama la búsqueda por las causas de la subalternidad subvierte la idea de que las civilizaciones prehispánicas fueron incapaces de desarrollarse en cuanto a lo que se entiende como aparato cultural. El origen otorgaría sentido al americanismo en términos míticos, mas no en el sentido de resolver el complejo, sino de conectar con la identidad posteriormente consumada de lo americano. La posibilidad unitiva de la que habla Lezama es complejizada como un problema por Quijano; es decir, lo criollo, como amalgama cultural de tiempos y culturas para formar lo americano, sería la emergencia posible frente a la marginación de lo propiamente indígena:
La emergencia de una vertiente cultural en que se amalgaman, de un modo ambivalente y contradictorio, elementos que provienen de la cultura indígena y de la versión criolla de la cultura europea-norteamericana, y que comienzan a colorear las nuevas formas de “cultura popular” urbana de los países andinos, como Perú, Bolivia y Ecuador (Quijano, 2020, p. 755).
Si bien Quijano habla en términos sociológicos, mientras que Lezama lo hace desde una perspectiva estética, la distancia entre el americanismo de uno y otro –dada la potencia crítica de ambos en sus respectivos espacios de circulación– radica en la posibilidad que existe en Lezama de la unicidad en lo americano encarnado en lo barroco. Desde Lezama vemos, en términos agambenianos, la inoperosidad o la posibilidad de generar nuevos significados con los significantes dados. La reconfiguración propuesta en La expresión americana iría en el sentido contrario, como Bolívar Echeverría hace en La modernidad de lo barroco y en su desarrollo del ethos barroco.
La irrupción de América no es para Lezama ni para Echeverría un reposicionarse desde lo autóctono; inclusive se critica el encerramiento en lo propio originario como un escaparate frente a Europa y la herida colonial. Por el contrario, la posibilidad de ir en dirección opuesta en la historia, es decir, contra el sentido del progreso, permite a la identidad barroca americana conectarse con lo universal desde la consolidación de un sentido propio que se abre ante lo demás. Como crítica a la modernidad, Echeverría enuncia de esta manera su crítica al localismo o encerramiento como una vuelta hacia atrás:
El fundamentalismo de aquellas sociedades del “tercer mundo” que regresan, decepcionadas por las promesas incumplidas de la modernidad occidental, a la defensa más aberrante de las virtudes de su localismo, tiene en el racismo renaciente de las sociedades europeas una correspondencia poderosa y experimentada. Ambas son reacias a concebir la posibilidad de un universalismo diferente (Echeverría, 2017, p. 27).
Ese universalismo diferente coincide con el proyecto lezamiano de reposicionarse identitariamente desde América, pero para encantar nuevamente al mundo de la imago, con el que los orígenes míticos dialogan y se engarzan. Luego de problematizar la cuestión americana, para Lezama no es necesario afincarse en la constante desventura del colonizado, sino que potencia la capacidad imaginativa de lo americano para superar, en el terreno de lo simbólico, el trauma de la conquista e ir más allá, al entender la importancia que tiene su aparato mítico para lo global: “América se define en la paradoja ‘incorporativa’ donde conviven felizmente lo originario y lo asimilado, lo insular y lo cósmico, lo telúrico y lo estelar” (Mataix, 2000, p. 52).
De alguna forma se trata de sí provincializar Europa en términos de la imago y de la episteme, sin dejar de problematizar la angustia americana que conlleva el complejo de sentirse fuera del tiempo del progreso. Al ir en otro sentido, hacia atrás o en direcciones de arriba hacia abajo, si pensamos las era imaginarias como capas, el barroco americano gana en potencia y se reposiciona culturalmente frente a las otras territorialidades productoras de realidades mítico/históricas.
El ethos barroco sería entonces la forma de posicionarse frente a las condiciones históricas dadas en la modernidad capitalista, según Echeverría; una forma de estar en el mundo y de enfrentarse a él como una actitud que no se ancla en una temporalidad pasada. Aquí tenemos que separar lo barroco como ethos o el barroco americano lezamiano de su origen histórico ligado al arte y a la cultura: “El ethos barroco no puede ser otra cosa que un principio de ordenamiento del mundo de la vida” (Echeverría, 2017, p. 48). Una manera de estar en el mundo que no niega la modernidad capitalista, pero que, a su manera, se le resiste.
Traducir América
Para Lezama, el hecho americano está dotado de singularidad mítica desde los orígenes narrativos de su paisaje; es decir, por la monstruosidad del paisaje es que la cultura americana tiene características únicas que se han tratado de explicar desde otros escenarios. En teoría literaria se acuñaron términos como real maravilloso, realismo mágico, lo real maravilloso americano, para poder hablar de los escritores principalmente del boom y de los diversos movimientos literarios de medio siglo que coinciden con este o que quedan fuera de la circulación editorial que significó el boom latinoamericano. En ese sentido, el propio Carpentier aporta su intención de explicar la literatura americana y cómo las circunstancias materiales de los pueblos de estas latitudes provocaban el nacimiento de narrativas vistas como extrañas, fantasmagóricas, surreales ante la mirada europea, que se asombraba frente a Pedro Páramo, Cien años de soledad o Paradiso.
En la categorización realizada por Leonardo Padura, con base en Carpentier, quedan un poco más claras las diferencias entre lo real maravilloso, el realismo mágico y lo fantástico. Ahora, dadas las nuevas producciones literarias de los últimos quince años, las categorías se han refuncionalizado y se requieren, a la vez, nuevas formas explicativas de lo que se produce en los países americanos, cuya simbología abarca los aparatos míticos de los pueblos marginados y de todo lo subterráneo. Sin embargo, volviendo a la necesidad de entender por qué escritores de estos territorios escriben, desde lo que puede parecer absurdo o surreal, una serie de cuentos y de novelas que abren las puertas a lo americano, que lo narrado en los contextos locales no sea leído como acontecimientos maravillosos sino como parte de lo cotidiano tiene que ver con las circunstancias barrocas de lo cotidiano en América.
Sin duda existe un trabajo estético en retomar los símbolos de la realidad colectiva y llevarlos de formas transfiguradas a la narrativa poética, pero en ello subyacen las realidades americanas que no pueden ser más que barrocas. Es decir, la naturalidad de las circunstancias que se conjugan en el hecho americano, mixturando culturas de diversos orígenes y por tanto su potencia mítica, es lo que crea la literatura no solo de mitades del siglo XX, sino que llega hasta nuestros días con una necesidad de poder reflejar lo americano en términos literarios. Es decir, la traducción se da en clave barroca si leemos desde Lezama, donde también podemos incluir la argumentación desarrollada por Quijano sobre Arguedas, donde la capacidad unitiva, o sea barroca, para llevar en términos lingüísticos una aproximación a la realidad mítica de las comunidades al interior de Perú conecta precisamente con el argumento lezamiano de la cultura y lo barroco; donde el resultado es una narrativa abigarrada de imágenes que se sobreponen unas a otras, como la fachada de cualquier catedral mexicana o de la obra del Aleijadinho brasileño.
No se trata de una rareza o de una literatura surreal, para lo cual la influencia gótica romántica habría llegado a América para refuncionalizar el lenguaje y ponerlo a crear el abigarrado escenario de la nueva novela latinoamericana, sino que existe una influencia mutua, a manera de diálogo. Podemos observar que, para Lezama, la mutua necesidad de conocimiento entre un aparato mítico y otro crea una serie de posibilidades, sobre todo, que están en diálogo y no en desequilibrio de interlocución. Se comprende que, para Lezama, el barroco es la posibilidad del americano de explicarse a sí mismo y de mostrarse al mundo con toda la complejidad inherente a su universo mítico. El barroco nace como consecuencia de las condiciones americanas y de la necesidad explicativa. Por ello, cuando Quijano habla de Arguedas y de la estética de la utopía, se aproxima con Lezama y Echeverría a esta idea de la cultura como una transfiguración de sus anteriores elementos. Aquello que Sarduy (2013, pp. 134-136) reconoce como una yuxtaposición, el encuentro de los contrarios que se reconocen y se fusionan para una nueva significación. El apunte de Carpentier en su famosa conferencia sobre lo real maravilloso y el barroco va también en esa dirección:
¿Y por qué es América Latina la tierra de elección del barroco? Porque hereda simbiosis, todo mestizaje, engendra un barroquismo. El barroquismo americano se acrece con la criollidad, con el sentido de lo criollo, con la conciencia que cobra el hombre americano […] y eso lo había visto admirablemente Simón Rodríguez, la conciencia de otra cosa, de ser una cosa nueva, de ser una simbiosis, de ser un criollo; y el espíritu criollo de por sí es un espíritu barroco (Carpentier, 1975, p. 347).
Desde ahí leemos que Todas las sangres de Arguedas representa el nacimiento de esa otra cosa nueva, marcada por el mestizaje que potencia la capacidad americana de traducirse hacia adentro y hacia afuera, mestizaje que no recusa todas sus contradicciones políticas. Por ello habla desde una nueva perspectiva sobre la figura de Malintzin, quien además representa la fusión lingüística de lo barroco, que quizá era parido por ella mucho antes de que Sor Juana le diera la forma definitiva.
Cuando aborda la narrativa de Carpentier como la visibilización de la contracultura caribeña, Olga Cabrera rescata los elementos que en la narrativa del escritor emergen desde la fusión que el Caribe hace de las múltiples raíces que lo conforman como tal:
… o paradigma da identidade caribenha, hermética, estática, sempre sujeita á erosao da incursao colonial de identidades nacionais, também herméticas, desloca-se, o que permite entender a cultura caribenha sempre em processo, aberta, produtora de uma subjetividade em trânsito, produto de mesclas e reciclagens de passados (Cabrera, 2003, p. 5).
Para llegar a Carpentier, por ejemplo, Cabrera también aborda conceptualizaciones a partir de los estudios poscoloniales y del grupo subaltern studies, como frontera y diáspora, desde donde la cultura caribeña se entiende en virtud de su capacidad de integración y como un proceso permanente que va asimilando realidades de forma constante. Sobre todo, en este aspecto, la cuestión migratoria adquiere un valor que construye cultura como rasgo identitario, lo que para el Caribe representa una condición que no se detuvo luego del proceso colonial. Aquí retomamos la importancia de la potencia incorporativa de las culturas subterráneas, donde las identidades de raíz africana juegan un papel clave en la construcción de las identidades caribeña y americana, a partir de su permanente conjugación e influencia para llamar aquello que pensamos como el Caribe más allá del Caribe antillano.
Aníbal Quijano no coloca a Arguedas en una categoría cerrada, como pudiera ser el realismo mágico o lo real maravilloso americano, sino que resalta su potencia lingüística para traducir una serie de mundos subterráneos que coexisten en un espacio que se transfigura constantemente con base en las interacciones entre culturas: “La utopía arguediana de la lengua solo puede ser, sin embargo, explicada si es asumida como una dimensión privilegiada de una utopía global de la cultura y de la sociedad en el Perú” (Quijano, 2020, p. 772). Lo que Quijano encuentra en el lenguaje poético de la narrativa de Arguedas es la condición unitiva que Lezama reconoce en la cultura americana, o sea, lo barroco, donde algo nuevo germina del contacto entre dimensiones culturales, es decir, entre tradiciones míticas diversas:
La escritura no narrativa de Arguedas ‒como Escobar no ha dejado de señalar‒ testimonia con claridad el sentido de su esperanza y de su combate: la fractura entre lo indio y lo no-indio en la cultura debe abrir paso a una integración entre ambos, no como disolución del uno en el otro, sino como integración de la diversidad (Quijano, 2020, p. 774).
Es una narrativa que, en el tiempo de lo cotidiano, rescata el poder de la imago mítica americana subyaciendo en lo subterráneo. Aquí el apunte de Echeverría sobre la estetización de lo cotidiano a través del ethos barroco:
El tiempo de los momentos extraordinarios de la existencia histórica ‒los de composición y recomposición de la forma singular de lo humano‒ y el tiempo de los momentos ordinarios o cotidianos de la mismas ‒los de la reproducción y cultivo de esa forma (Echeverría, 2017, p. 186).
Es inevitable que, en lo ordinario, en lo cotidiano, a la razón de Benjamin, radique la potencia de lo extraordinariamente revolucionario, lo que propone una relectura de la historia y de los grandes acontecimientos vistos como extraordinarios, para desenfocar el ángulo hacia lo cotidiano, donde radica la potencia poética y política de lo humano, bien apuntado por Agamben (2017) y por los situacionistas; esta literatura que, con base en Carpentier, no lleva lo inverosímil al tiempo cotidiano como un acto extraordinario, sino que observa lo que de maravillosa tiene la realidad en términos de la realidad americana. Claro que, para que Carpentier pudiera hacer esa traducción, fue necesario el distanciamiento a la manera de los formalistas, una desautomatización, para poder reconocer lo extraordinario en lo cotidiano, sin que por ello se deje de ser cotidiano ni extraordinario a la vez.
El barroco americano responde a la necesidad creativa de lo americano para poder crear la identidad propia, reconocerse y lanzar al mundo la potencia creativa con base en el aparato mítico nacido de la conjunción permanente de elementos contrarios, el oxímoron, como bien lo apunta Sarduy. De ahí podemos argumentar que aquello que para la visión europea es surreal, tanto en las condiciones sociales como culturales (literarias), al americano le es natural. Es decir, es posible llegar a cuestionar hasta dónde es, en el caso de México, la nación surrealista, cuando en términos lezamianos lo más lógico es pensar esa serie de territorios que se llaman México como la conjunción barroca por excelencia. Sobre todo, pensando en la importancia que tuvo México para Lezama en el desarrollo de su teoría sobre la estética de lo americano cuando visitó las iglesias en Puebla, particularmente en Cholula.
El centro de la literatura para Lezama, si es que lo pudiéramos comparar con el canon desarrollado por Harold Bloom, sería Martí (Lezama, 1993, p. 79), la figura que por excelencia encarna el espíritu de lo americano, no solo en el sentido literario, sino político. Es lógico también que Quijano encuentre esa idea en Arguedas, dada la cercanía cultural de cada uno de ellos con los escritores de sus países. De alguna forma, Juan Rulfo podría considerarse como la condensación del espíritu barroco si es que la lectura se diera desde una óptica que reconociera el valor mítico y simbólico que aporta Rulfo al imaginario social y, sobre todo, la recreación que hace desde la literatura de las idiosincrasias de los pueblos que fue capaz de leer mientras tuvo contacto con ellos.
El ethos barroco
Severo Sarduy ha escrito una serie de ensayos que complejizan la cuestión de lo barroco y del barroco americano desde una postura más de corte estructuralista, dada la cercanía y la admiración que Sarduy tuvo por los exponentes franceses. Sarduy sistematiza de alguna forma la preocupación que comparte con los escritores de su generación por subsumir lo argumentado por Lezama en su teorización sobre lo barroco y el americanismo. Le interesa dejar claro conceptualmente que, cuando se habla de barroco en el contexto del pensamiento lezamiano y de la estética barroca, por elisión se termina nominando solo “barroco” a ese conjunto de elementos que constituyen el estar en el mundo del americano y sus creaciones artísticas. De ahí que Sarduy haga la distinción entre barroco y neobarroco en sus ensayos El barroco y el neobarroco (2011) y “El barroco” (2013) para colocar una distancia temporal entre el concepto original del estilo artístico y toda la teoría estética que tiene relación con las posiciones lezamianas sobre la historia americana.
Sarduy también profundiza en los elementos barrocos y desglosa, mediante un análisis de corte retórico-semiológico, cómo los elementos del barroco histórico se conectan de manera metafórica con el neobarroco, dotándole de sentido sin atarle ideológicamente al origen. Luego de ir detallando, mediante un análisis retórico/filosófico, cada figura presente en el barroco, Sarduy argumenta, con base en este hilo de ideas que va engarzando, por qué en la actitud barroca actual radica una potencia que desafía a la lógica burguesa. Tal vez leamos aquí la más importante coincidencia entre los autores que estamos revisando y que, desde diversas perspectivas y temporalidades, llegan a esta serie de ideas sobre la “potencia de la rebelión” del barroco, como lo llamó Lezama:
Ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes, en su centro y fundamento mismo: el espacio de los signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación […] El barroco subvierte el orden supuestamente normal de las cosas, como la elipse (Sarduy, 2013, p. 208).
Reconocemos aquí la idea bartheana sobre la crítica a la burguesía, dada su interpretación única y limitada de la realidad en relación con el lenguaje simbólico. Por ello Sarduy, partiendo de ahí, encuentra en el barroco todo lo contrario, la potencia poética generadora de interpretaciones múltiples y creadora de mundos posibles. Al decir: “… barroco que recusa toda instauración, que metaforiza al orden discutido, al dios juzgado, a la ley transgredida. Barroco de la Revolución” (Sarduy, 2013, p. 212), examina la idea de que el barroco encarna aquella idea agambeniana sobre los poderes constituyentes y destituyentes (Agamben, 2017), donde los primeros están preocupados en generar un “orden”, instituciones, mientras que los segundos escapan a esa búsqueda de constitución del poder en Estados, instituciones, burocracia; es decir, el barroco con toda su condensación y aparente elíptico desorden, se asemeja más a la posibilidad de destitución frente al biopoder.
En el caso de Bolívar Echeverría, también es clave diferenciar los conceptos de lo barroco, en la medida en que él va a proponer los diversos tipos de ethos donde el concepto de ethos barroco es solo una de las diversas formas propuestas por él que se tienen para posicionarse frente al hecho moderno. La idea de Echeverría es repensar la modernidad no como un acontecimiento necesariamente ligado al desarrollo del capitalismo; más bien asume que esa conjunción se dio de manera un tanto fortuita, pero, desde ese punto, para él es posible recuperar la potencia que la modernidad guarda para una transformación de la sociedad en clave no capitalista. En ese sentido es que, en La modernidad de lo barroco, el autor intenta hablar del ethos barroco como una actitud que puede reposicionar al ser humano frente al estado de cosas capitalista, sin abstraerse de la modernidad como acontecimiento. Este argumento es clave para reconocer la potencia del ethos barroco para enfrentarse y resistir al capitalismo y su triunfo, como Marx lo señalaba, del valor de cambio sobre el valor de uso:
La cuarta manera de interiorizar el capitalismo en la espontaneidad de la vida cotidiana es la del ethos que podría llamarse “barroco”. Se trata de un comportamiento que no borra, como lo hace el realista, la contradicción propia del mundo de la vida en la modernidad capitalista, y tampoco la niega, como lo hace el romántico […] Consiste en vivir la contradicción bajo el modo de trascenderla y desrealizarla, llevándola a un segundo plano, imaginario, en el que pierde su sentido y se desvanece, y donde el valor de uso puede consolidar su vigencia pese a tenerla ya perdida (Echeverría, 2017, p. 171).
El vínculo entre Echeverría y Lezama es que en el ethos barroco podemos encontrar ecos de lo que el escritor cubano desarrolló en su teoría sobre el barroco americano y la potencia que existe en la unción de significantes, que radica únicamente en la condición del ser americano a raíz del hecho colonial. Es decir, que lo barroco resuelve epistémica, estética y políticamente las contradicciones del americano frente a la modernidad capitalista que le excluye y le traumatiza. Esta resistencia subyace en la posibilidad de resistencia desde la identidad y la cultura a la imposición del valor de cambio, puesto que la cultura es en sí el hecho contrario: el triunfo del valor de uso sobre el valor de cambio. Lo que ambos desarrollan es una teoría sobre la cultura, en donde la potencia del barroco, como identidad o como actitud de lo propio americano, se confronta con la lógica capitalista.
Ninguno busca el retorno al pasado no moderno o precolonial como resolución al estado de cosas capitalista y colonial, sino que la encuentran en términos dialécticos; pero no progresivos, sino en términos de cultura y de potencia creadora de lo americano, de lo criollo. Sin un encerramiento en sí, lo americano tendría la capacidad de aportar a la subversión global, dadas sus características y su experiencia en resistir bajo el ethos barroco. Bolívar Echeverría, siendo un gran estudioso del pensamiento marxista, retoma la idea de cultura no como una consecuencia de la infraestructura o proceso secundario, sino que la potencia al hecho de recolocar a la cultura como el centro de lo posible y de lo que resiste, elementos no tenidos en cuenta por los marxistas europeos, como lo señala también Achille Mbembe (2001) en “As Formas Africanas de Auto-Inscrição”. Aquello que, para el marxismo europeo que pudiéramos llamar ortodoxo con tintes colonialistas, es indiferente para los análisis sobre las condiciones estructurales de las sociedades y, por ende, su transformación: la cultura, para pensadores como Echeverría y Achille Mbembe es detonador del importante autoanálisis de las sociedades periféricas y de la potencia transformadora.
Mbembe aborda la cuestión de la dificultad del sujeto africano por representarse a sí mismo como consecuencia de la historia de subyugación (p. 175), como un problema a ser resuelto por los mismos sujetos. Para Lezama, también se trata de que el americano se explique a sí mismo mediante la búsqueda de sus orígenes y el encuentro con su identidad. En ambos autores podemos reconocer la necesidad de trascender el papel de víctima de las identidades africanas y americanas para poder resolver la identidad propia como un potente encuentro de las diferencias. La agencia política, más allá de la victimización histórica, permite la mudanza del estado de cosas en términos políticos y epistémicos. La idea de Dipesh Chakrabarty (2008) sobre provincializar Europa subyace en la teoría estético/política de Lezama.
A manera de conclusión
En La expresión americana Lezama Lima despliega una serie de ideas sobre lo americano como acontecimiento estético que irrumpe en la historia y que renueva las imágenes con su potencia creativa. Parte de la idea sobre el agotamiento de Europa como creadora de imágenes y la movilización simbólica que genera el paisaje americano. El gran ensayo de Lezama se nutre de múltiples referencias a la teoría sobre la historia, donde tal vez sus más grandes influencias sean Toynbee, Spengler y Curtius, entre otros, a partir de los cuales retrabaja la posibilidad de la historia no como progreso sino como multiplicidad de capas que se sobreponen unas a otras. No tenemos claridad sobre si Lezama fue un lector de Benjamin, puesto que no existe una referencia clara a Las tesis de la historia o a algún otro texto vinculado con él. Sin embargo, encontramos en su hilo argumentativo matices profundamente benjaminianos, en aquella lectura a contrapelo de la americanidad. La analogía de Benjamin sobre el turco jugando ajedrez, en la que el materialismo histórico es el autómata que gana siempre la partida, siempre y cuando ‒dice Benjamin‒ ponga a su favor a la teología, puede dialogar perfectamente con el sistema poético lezamiano, donde el sistema mítico de las culturas del mundo permite forjar la idea de la historia fuera del progreso.
Con la idea de las eras imaginarias, Lezama trata de romper con el paradigma centro/periferia establecido por la correlación colonial de la metrópoli y sus colonias. No es que exista una negación sobre esa dicotomía política que subyuga territorios e individuos, sino que es ahí donde Lezama se coloca, él mismo desde un ethos barroco, frente a ese proceso, como criollo, americano, subalterno. Propone salir de esa suerte de cerrado binarismo y no solo leer la historia bajo el paradigma mítico, sino también procurar la rebelión de los sujetos con las herramientas del conocimiento propio y de la autodeterminación americana para explicarse y, además, conectarse y dialogar con otras tradiciones míticas, hallando las afinidades con base en la potencia poética de las narrativas propias y ajenas.
En la búsqueda por construir una identidad definidamente propia, Lezama, como otros autores, explora en el mestizaje la originalidad como elemento para la superación del sentido de inferioridad. El autor desarrolla una propuesta mítico-poética que sustenta la posibilidad de reafirmar una identidad que se enfrente culturalmente a la estética hegemónica y colonial bajo otro paradigma, uno de mayor igualdad de condiciones. Basado en la idea de la incorporación de elementos diversos para el nacimiento de lo americano, encontramos un paralelismo con el concepto brasileño de antropofagia cultural. En ambos casos la alusión al mestizaje resulta conflictivo dadas las condiciones violentas en que se incorporaron las diversas culturas en el origen y el proceso de colonización. También es posible cuestionar una óptica que idealiza lo americano como acontecimiento de potencia mítica e imagética.
Si bien el plano en que Lezama desarrolla su propuesta histórico-mítica es justamente el estético-poético, políticamente alude a eventos que causan grandes divergencias entre las identidades diversas que habitan el territorio americano. El mestizaje y el criollismo son condiciones que en el proyecto político de las nuevas naciones americanas intentaron apagar la diversidad cultural existente en los territorios, en pos de identidades nacionales. Al extrapolar al criollo como el sujeto americano, resulta conflictivo no problematizar las condiciones hegemónicas internas en los territorios americanos. Lo anterior no implica soslayar la potencia de la propuesta mítica y poética para analizar la historia de los territorios y crear mapas imagéticos que conecten espacios y tiempos.
Repensar La expresión americana resulta interesante para cuestionar si el sujeto barroco, en su momento el criollo, existe o nunca existió sino para ocultar una identidad que, de existir, era fragmentaria y constantemente en diáspora. La virtud del análisis estético que Lezama desarrolla en sus ensayos críticos radica en que propone un espacio de existencia para la alteridad, una que debe nombrarse a sí misma y resaltar la potencia de su origen frente a otras identidades. Adicionando un carácter crítico, la lectura poética de América a través de la recuperación de la imago de los pueblos con todo su aparato mítico sugiere que la construcción de la historia puede llevarse a cabo por los caminos de los mundos posibles que engarzan el hecho poético con la historia política. En ese ir a contrapelo, la historia americana podría seguirse escribiendo y reescribiendo constantemente por sus protagonistas, creando lenguajes y conceptos propios donde encajen las contradicciones que moldean las subjetividades del ser americano.
Referencias
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